13

El gran negocio que Jack Carver esperaba realizar en la habitación del fondo de la sala de baile Astoria no había resultado bien, y si había algo capaz de ponerlo de mal humor, era perder dinero.

A las ocho y media de la noche interrumpió enojado las negociaciones, encendió un puro y bajó al salón de baile. Se apoyó sobre la barandilla del paraíso, contemplando a los clientes que bailaban. Eric, que estaba allí bailando con una joven, lo vio en seguida.

—Lo siento, dulzura, en otra ocasión será —dijo, y subió en seguida a reunirse con su hermano—. Has terminado muy pronto, Jack.

—Sí, bueno, me he aburrido de eso, ¿qué pasa?

Eric, que conocía bien las señales de enfado de su hermano, no insistió en el tema. En lugar de eso, dijo:

—Estaba pensando, Jack, ¿estás seguro de que no quieres llevarte a algunos de los muchachos cuando hagamos esa visita que tenemos prevista?

—¿Qué estás tratando de decirme ahora? —espetó Jack dando rienda suelta a la furia que sentía—, ¿que no puedo ocuparme de ese pequeño bribón sin ayuda? ¿Que necesito ir acompañado?

—No quería decir eso, Jack, sólo estaba pensando…

—Tú piensas demasiado, muchacho —le cortó su hermano—. Vamos, te lo demostraré. Iremos a ver a ese pequeño bastardo irlandés ahora mismo.

Poco después, el Humber, conducido por el propio Eric, giró en Cable Wharf, apenas diez minutos después de que se hubiese marchado la camioneta.

—Ésa es la casa, la que está en el extremo más alejado —dijo Eric.

—Muy bien, dejaremos el coche aquí y caminaremos. No quiero alertarlos. —Carver sacó la Browning del bolsillo y le quitó el seguro—. ¿Llevas la tuya?

—Claro que sí, Jack —contestó Eric sacando un revólver Webley del 38.

—Buen chico. Vayamos entonces a darle su merecido.

Mary estaba sentada ante la mesa, leyendo, y Ryan estaba agitando el fuego de la chimenea cuando la puerta de la cocina se abrió de sopetón y los Carver entraron en la estancia. Mary lanzó un grito y Ryan se giró, con el atizador en la mano.

—No, no lo hagas —dijo Carver extendiendo un brazo, con la Browning rígida en la mano—. Si haces un solo movimiento en falso te vuelo la cabeza. Ocúpate de la pajarita, Eric.

—Será un placer, Jack. —Eric se guardó el revólver en el bolsillo, se colocó por detrás de Mary y le puso las manos sobre los hombros—. Y ahora, sé buena chica.

La besó en la nuca y ella se revolvió, sintiendo náuseas.

—¡Basta!

Ryan dio un paso hacia él.

—¡Déjala!

Carver le golpeó suavemente con el cañón de la Browning.

—Soy yo quien da las órdenes aquí, de modo que cierra el pico. ¿Dónde está él?

—¿Dónde está, quién? —replicó Ryan.

—El otro cabrón. El que fue a bailar al Astoria en compañía de la palomita. El astuto y pequeño bastardo que le voló media oreja a mi hermano.

—Han llegado demasiado tarde, porque ya se han marchado —contestó Mary con tono desafiante.

—¿De veras? —replicó Carver. Luego, dirigiéndose a Eric, añadió—: Déjala. Comprueba las habitaciones de arriba, y asegúrate de llevar el arma en la mano.

Eric salió y Carver hizo gestos hacia una silla.

—Siéntate —le ordenó a Ryan. El irlandés hizo lo que se le ordenaba, y Carver encendió un cigarrillo—. Ella no sólo se refirió a él, sino a «ellos».

—¿Y qué? —replicó Ryan.

—¿Cómo que y qué? ¿Quién era ese compinche tuyo y con quién anda mezclado? Quiero saberlo y tú me lo vas a decir.

—No le digas nada, tío Michael —gritó Mary.

—No seré yo, muchacha.

Carver le golpeó en la cara con la Browning, y Ryan cayó hacia atrás, contra la silla. Mary lanzó un grito.

—Deberías haberte quedado en los pantanos, que es el lugar al que perteneces, tú y tu compañero —dijo Carver.

Eric regresó en ese momento.

—Eh, ¿qué me he perdido?

—Sólo estaba enseñándole buenos modales. ¿Has encontrado algo?

—Absolutamente nada. Sólo un uniforme de mayor en uno de los dormitorios.

—¿De veras? —Carver se volvió a mirar a Ryan, a quien le brotaba la sangre del rostro—. Está bien, no dispongo de toda la noche.

—Jódete.

—Un tipo duro, ¿eh? Vigila a la chica, Eric.

Eric se situó por detrás de ella y la levantó de la silla, sujetándola con un brazo alrededor de la cintura.

—Te gusta esto, ¿eh? A todas les gusta.

Ella gimió, tratando de desprenderse de él. Carver tomó el atizador de la chimenea y lo colocó en el fuego.

—Muy bien, hombre duro, pronto vamos a ver lo que te gusta esto. O me dices lo que quiero saber o le acercaré esto a la cara de tu sobrina, una vez que esté bien calentito. No es que su aspecto sea muy agraciado, pero esto habrá terminado con ella para siempre.

Mary forcejeó, tratando de moverse, pero Eric la retuvo, riendo.

—¡Bastardo! —exclamó Ryan.

—Eso ya me lo han dicho antes —replicó Carver—, pero no es cierto. Podrías preguntárselo a mi vieja.

Sacó el atizador del fuego. Estaba al rojo. Lo aplicó a la parte superior de la mesa y la madera seca se incendió. Luego se volvió hacia Mary y la muchacha lanzó un grito de horror.

Y fue aquel grito lo que obligó a Ryan a gritar a su vez.

—Está bien…, te lo diré.

—De acuerdo —dijo Carver volviéndose a mirarlo—. Su nombre.

—Devlin… Liam Devlin.

—Del IRA, ¿verdad?

—En cierto modo, sí.

—¿Quién estaba con él? —Al ver que Ryan vacilaba, Carver se volvió hacia la muchacha y tocó el jersey de lana de ésta con el atizador; arrancó humo—. No estoy bromeando, amigo.

—Estaba haciendo un trabajo para los alemanes. Sacando a un prisionero que tenían en Londres.

—¿Y dónde está ahora?

—Se dirige a un lugar cerca de Romney. Va a ser recogido por un avión.

—¿Con esta niebla? Tendrá una condenada suerte si lo consigue. ¿Cómo se llama ese lugar al que se dirigen?

Ryan volvió a vacilar, y Carver acercó el atizador al cabello de Mary. El olor a quemado fue terrible y la muchacha volvió a gritar. Ryan se desmoronó por completo. Era un buen hombre, pero le resultó imposible aceptar lo que estaba sucediendo.

—Como ya he dicho, a un lugar cerca de Romney.

—No se lo digas, tío Michael —gritó Mary.

—A un pueblo llamado Charbury. La casa se llama Shaw Place.

—Maravilloso —dijo Carver dejando el atizador en la chimenea—. No ha sido tan malo, ¿verdad?

Se volvió a mirar a Eric.

—¿Te apetece un pequeño paseo por el campo?

—No me importaría, Jack. —Eric volvió a besar a la muchacha en la nuca—. Siempre y cuando pueda pasar diez minutos arriba con esta pequeña dama, antes de marcharnos.

Ella gritó de horror y repulsión, se apartó a un lado y le arañó la cara. Eric la soltó, lanzando un aullido de dolor. Luego se volvió y la abofeteó. Ella retrocedió al tiempo que él avanzaba lentamente. Mary logró abrir la puerta de la cocina, pero él la sujetó mientras ella le lanzaba patadas. Mary retrocedió por la terraza, contra la barandilla. Se escuchó un feo sonido, como un crujido seco, y la barandilla cedió. Mary desapareció en la oscuridad.

Ryan lanzó un grito y se movió hacia adelante. Carver le sujetó por el cuello, con el cañón de la Browning contra su oreja.

—Ve a ver qué ha sido de ella —le gritó a Eric.

Ryan dejó de forcejear y esperó en silencio. Eric reapareció al cabo de un poco, con el rostro pálido.

—Ha gruñido, Jack. Se ha caído sobre un embarcadero que hay ahí abajo. Tiene que haberse roto el cuello o algo.

Ryan lanzó una patada hacia atrás, contra la espinilla de Carver, apartándolo. Se agachó y tomó el atizador, que estaba en el fuego de la chimenea, se volvió levantándolo por encima de la cabeza y Carver le disparó al corazón.

Se produjo un tenso silencio. Eric se limpió la sangre que le había salpicado la cara.

—¿Y ahora qué, Jack? —preguntó.

—Nos largamos de aquí, eso es lo que haremos.

Abrió el paso y Eric le siguió, cerrando la puerta de la cocina. Giraron en la esquina y subieron al Humber. Carver encendió un cigarrillo.

—¿Dónde está el libro de mapas de carreteras del Automóvil Club? —Eric lo encontró en la guantera y Carver pasó unas hojas—. Aquí están las marismas de Romney, y aquí Charbury. ¿No lo recuerdas? Antes de la guerra te llevaba a ti y a mamá hasta Rye para pasar un día junto al mar.

—A mamá le gustaba Rye —asintió Eric.

—Entonces, pongámonos en marcha.

—¿A Charbury? —preguntó Eric.

—¿Por qué no? No tenemos nada mejor que hacer y en todo esto hay un aspecto en el que, por lo visto, no se te ha ocurrido pensar, muchacho. Si nos apoderamos de Devlin y de ese alemán, nos habremos convertido en condenados héroes. —Arrojó el cigarrillo por la ventanilla y lo sustituyó por un puro—. Vamos, Eric, muévete ya —dijo, reclinándose en el asiento.

En Chernay, la visibilidad era sólo de cien metros. Schellenberg y Asa estaban en la sala de radio, a la espera, mientras Leber se encargaba de comprobar el estado del tiempo. El estadounidense llevaba un casco de cuero en la cabeza, chaqueta de vuelo forrada de piel y botas. Fumaba un cigarrillo con nerviosismo.

—¿Y bien? —preguntó.

—Han captado los informes meteorológicos de la RAF para el sur de Inglaterra. Es una de esas situaciones características, capitán: niebla espesa, pero el viento, que sopla con fuerza, abre un hueco en ella de vez en cuando.

—Muy bien —dijo Asa—, dejémonos ya de hacer el tonto.

Salió, seguido por Schellenberg, dirigiéndose hacia el avión.

—Asa, ¿qué puedo decirle? —preguntó Schellenberg.

Asa se echó a reír al tiempo que se colocaba los guantes.

—General, he volado con mal tiempo desde que me estrellé en un aterrizaje forzoso durante una ventisca en Finlandia. Cuídese.

Subió de un salto a la carlinga y tiró hacia atrás de la cúpula. Schellenberg se apartó un poco. El Lysander empezó a moverse. Al llegar al extremo del campo, giró situándose de cola al viento. Asa le dio potencia y luego lo soltó precipitándose hacia la muralla de niebla, oscuridad y lluvia. Tiró de la palanca hacia atrás y empezó a ascender, girando hacia el mar.

El general Schellenberg contempló su despegue, con respeto.

—Dios santo —murmuró para sí—. ¿Dónde encontramos a esta clase de hombres?

Se dio media vuelta e inició el camino de regreso hacia la sala de radio.

En el estudio de Shaw Place, Lavinia regresó desde la radio y se quitó los auriculares. Encontró a Shaw en la cocina; estaba preparando unos huevos con jamón.

—Tengo un poco de hambre, muchacha.

Su hermano tenía el habitual vaso de whisky cerca de la mano y ella, por una vez, se sintió impaciente.

—Santo Dios, Max, ese avión ya viene hacia aquí y a ti sólo se te ocurre pensar en tu hambriento estómago. Voy a ir al prado sur.

Ella se puso la chaqueta de piel y uno de los viejos sombreros de tweed de su hermano. Encontró la bolsa con las lámparas de bicicleta y se marchó, seguida por Nell. Había instalación eléctrica en el cobertizo, así que encendió las luces al llegar allí. Era evidente que, teniendo en cuenta el tiempo que hacía, no importaría quebrantar las normas sobre el encendido de luces por la noche, sobre todo porque no había ninguna otra casa en tres kilómetros a la redonda. Dejó las lámparas de bicicleta junto a la puerta y permaneció fuera, comprobando la dirección en que soplaba el viento. La niebla era bastante espesa y no mostraba ninguna señal de querer levantarse. De repente, fue como si se hubiera apartado una cortina y pudo ver una luz tenue procedente de la casa, a trescientos metros de distancia.

—Qué maravilloso, Nell —dijo inclinándose para acariciar a la perra entre las orejas, al tiempo que la niebla volvía a espesarse y el viento amainaba.

Lo peor de todo, como no tardó en descubrir Devlin, fue salir de Londres, avanzando a marcha lenta en una hilera de tráfico que se movía a treinta o cuarenta kilómetros por hora.

—Esto es una verdadera pena —le comentó a Steiner.

—Supongo que llegaremos tarde a la cita, ¿verdad? —preguntó el coronel.

—Estaba previsto despegar a medianoche. Todavía no vamos tan mal.

—Será mejor que no se haga ilusiones con este tráfico, señor Devlin —dijo Munro desde atrás.

Devlin ignoró el comentario y continuó la lenta marcha. Una vez que hubieron conseguido cruzar Greenwich, el tráfico disminuyó mucho y pudo acelerar la marcha. Encendió un cigarrillo con una sola mano.

—Ahora ya vamos bien.

—Pues yo no cantaría victoria tan pronto —dijo Munro.

—Es usted un gran hombre para las frases hechas, brigadier —replicó Devlin—. ¿Qué le parece otro refrán? Quien ríe el último, ríe mejor.

Y, tras decir esto, aumentó la velocidad.

Los hermanos Carver, en el Humber, se encontraron exactamente con el mismo problema para salir de Londres y, además, Eric se equivocó al salir del centro de Greenwich y giró en dirección errónea. Antes de que se dieran cuenta habían recorrido cinco kilómetros en dirección contraria. Fue Jack el que lo advirtió, sacando el libro de mapas y comprobando la carretera que seguían.

—Es condenadamente sencillo. De Greenwich a Maidstone, y de Maidstone a Ashford. Desde allí tomas la carretera a Rye y a mitad de camino giramos hacia Charbury.

—Pero en estos tiempos apenas si queda en pie una señal de tráfico, lo sabes muy bien, Jack —dijo Eric.

—Sí, claro, estamos en guerra, ¿verdad? Así que continuemos nuestro camino.

Jack Carver volvió a reclinarse en el asiento, buscando una buena posición, y cerró los ojos, disponiéndose a descabezar un sueñecito.

Tanto en la Luftwaffe como en la RAF había una escuela de pensamiento según la cual se recomendaba aproximarse a una costa enemiga por debajo del alcance de las pantallas de radar, siempre y cuando se tratara de misiones importantes. Asa recordó haberlo intentado así con su viejo escuadrón, durante la guerra ruso-finesa, apareciendo desde el mar, a baja altura, para pillar a los rojos por sorpresa. Todo eso estaba muy bien para las maniobras de manual, pero nadie había contado con la presencia de la marina rusa. Eso les había costado cinco aviones.

Así pues, siguió un curso hacia Dungeness, lo que le permitió avanzar en línea recta a lo largo del canal. Tuvo que afrontar fuertes vientos cruzados, y eso le retrasó un poco, pero fue un vuelo bastante monótono y todo lo que tuvo que hacer fue comprobar el curso para no sufrir graves desplazamientos. Se mantuvo a ocho mil pies de altura durante la mayor parte del trayecto, bastante por encima de los bancos de niebla, permaneciendo alerta por si detectaba la presencia de otros aviones.

Cuando se produjo lo que temía pilló por sorpresa hasta a un piloto experimentado como él. El Spitfire que surgió de la niebla giró y se situó a estribor, adaptándose a su velocidad. Desde allí, la visibilidad era buena gracias a la luna creciente y Asa pudo ver con claridad al piloto del Spitfire, sentado en la carlinga, con el casco y los anteojos puestos. El estadounidense levantó una mano y le saludó.

Una voz alegre sonó como un crujido en su radio.

—Hola, Lysander, ¿en qué andas metido?

—Lo siento —contestó Asa—. Escuadrón de servicios especiales operando desde Tempsford.

—Eres yanqui, ¿verdad?

—Sí, pero en la RAF —le dijo Asa.

—Lo vi en la película, amigo. Terrible. Lleva cuidado.

El Spitfire giró hacia el este, cobró velocidad y desapareció en la distancia.

—Eso es lo que sucede por vivir correctamente, amigo, que se confía en todo el mundo —comentó Asa en voz baja.

Picó hacia la niebla hasta que el altímetro le indicó que se hallaba a mil pies de altura. Luego giró hacia Dungeness y las marismas de Romney.

Shaw ya había comido e ingerido una cantidad considerable de whisky. Estaba derrumbado sobre la silla, junto al fuego encendido en la chimenea del salón, con la escopeta en el suelo, cuando Lavinia entró.

—Oh, Max —exclamó—. ¿Qué voy a hacer contigo?

Él se agitó un poco al notar la mano de ella sobre su hombro. Levantó la mirada hacia su hermana.

—Hola, muchacha. ¿Va todo bien?

Ella se dirigió hacia las puertas de cristal y abrió las ventanas. La niebla seguía siendo muy espesa. Cerró las cortinas y regresó junto a su hermano.

—Voy a ir al cobertizo, Max. Ahora ya debe de estar cerca. Me refiero al avión.

—Muy bien, muchacha.

Shaw se cruzó de brazos y giró la cabeza, volviendo a cerrar los ojos, y ella abandonó todo intento por mantenerle despierto. Se dirigió al estudio y bajó apresuradamente las antenas de la radio, colocándolo todo en la caja. Al abrir la puerta delantera de la casa, Nell se escabulló, junto a ella, y ambos se dirigieron hacia el prado sur.

Permaneció junto al cobertizo, aguardando y escuchando. No se oía nada; la niebla parecía envolverlo todo. Entró y encendió la luz. Junto a la puerta había un banco de trabajo. Colocó la radio sobre él y volvió a extender las antenas, fijándolas a la pared y sujetándolas en viejos clavos oxidados. Se colocó los auriculares, encendió la frecuencia de voz tal como Devlin le había enseñado y escuchó inmediatamente la voz de Asa Vaughan.

—Halcón, ¿me recibe? Repito, ¿me recibe?

Eran las once cuarenta y cinco y el Lysander sólo estaba a unos ocho kilómetros de distancia. Lavinia se quedó de pie a la entrada del cobertizo, mirando hacia arriba, sosteniendo los auriculares con una mano contra la oreja izquierda. No se escuchó ningún otro sonido procedente del avión.

—Le recibo, Lysander. Le recibo.

—¿Cuáles son las condiciones en su nido? —pregunto la voz de Asa acompañada por crujidos de estática.

—Niebla espesa. Visibilidad, cincuenta metros. Ráfagas ocasionales de viento. Calculo una fuerza de cuatro a cinco. Sólo aclara la situación de forma intermitente.

—¿Ha colocado sus marcadores? —preguntó él.

Ella lo había olvidado por completo.

—Oh, Dios mío, no. Déme unos minutos.

Se quitó los auriculares, tomó la bolsa con las lámparas de bicicleta y echó a correr hacia el prado. Situó tres de las lámparas en forma de L invertida, con el cruce en el extremo por donde soplaba el viento. Encendió las lámparas de modo que los rayos se dirigieran hacia el cielo. Luego echó a correr hacia un punto situado a unos doscientos metros a lo largo del prado, seguida de cerca por Nell, y allí colocó otras tres lámparas.

Estaba jadeando con fuerza cuando regresó al cobertizo y tomó los auriculares y el micrófono.

—Aquí Halcón. Marcadores colocados.

Se quedó junto a la puerta del cobertizo, mirando hacia arriba. Pudo escuchar con claridad el sonido del motor del Lysander. Pareció pasar a pocos cientos de metros de distancia, para luego alejarse.

—Aquí Halcón —llamó—. Le escucho. Ha pasado directamente por encima.

—No puedo ver nada —replicó Asa—. Esto no está bien.

En ese momento, sir Maxwell Shaw apareció, surgiendo de la oscuridad. No llevaba puesto ni impermeable, ni sombrero, y estaba bastante borracho, ya que habló atropellada y entrecortadamente.

—Ah, estás ahí, muchacha, ¿va todo bien?

—No, las cosas no van bien.

—Seguiré volando en círculos —dijo Asa—. Por si acaso cambian las condiciones.

—Correcto. Permaneceré a la escucha.

Justo en las afueras de Ashford se produjo un accidente de circulación entre un gran camión de transporte y un vehículo privado. El camión desparramó su carga de patatas por la carretera. Devlin, agarrándose con impaciencia al volante, permaneció allí, haciendo cola durante quince angustiosos minutos, hasta que, finalmente, salió de la cola e hizo girar la camioneta.

—Ya es medianoche —le dijo a Steiner—. No podemos permitirnos permanecer más tiempo aquí parados. Encontraremos otro camino.

—Oh, parece que tenemos problemas, ¿no es así, señor Devlin? —preguntó Munro.

—No, viejo bribón, pero usted sí que los tendrá como no cierre el pico —le dijo Devlin, que giró en la siguiente carretera a la izquierda.

Ése fue, aproximadamente, el mismo momento en que Asa Vaughan hizo descender el Lysander, en su cuarto intento de aterrizaje. El tren de aterrizaje no era retráctil y llevaba luces de señalización fijas por encima de las ruedas. Las encendió, pero lo único que le mostraron fue la niebla.

—Halcón, es imposible. De este modo no voy a ninguna parte.

Por muy extraño que pudiera parecer, fue a Maxwell Shaw a quien se le ocurrió la solución.

—Necesita más luz —exclamó—. Mucha más luz, Quiero decir que podría ver la condenada casa si estuviera en llamas, ¿verdad?

—¡Dios mío! —exclamó Lavinia abalanzándose hacia el micrófono—. Aquí Halcón. Escuche atentamente. Soy piloto, así que sé de qué estoy hablando.

—La escucho —dijo Asa.

—Mi casa está a trescientos metros al sur del prado y en contra del viento. Voy a ir allí ahora y encenderé todas las luces.

—¿No es eso lo que se considera como llamar la atención? —preguntó Asa.

—No con esta niebla. Además, no hay ninguna otra casa en tres kilómetros a la redonda. Me marcho ahora. Buena suerte. —Dejó los auriculares y el micro—. Quédate aquí, Max. No tardaré mucho.

—Está bien, muchacha.

Echó a correr hacia la casa. Al llegar ante la puerta respiraba entrecortadamente. Lo primero que hizo fue subir la escalera; luego fue entrando en cada una de las habitaciones, incluso en los cuartos de baño, encendiendo todas las luces y abriendo las cortinas. Después, bajó a la planta baja e hizo lo mismo. Abandonó la casa con rapidez y a unos cincuenta metros de distancia, se detuvo y miró hacia atrás. La casa resplandecía con todas las luces encendidas.

Al regresar al cobertizo vio que Maxwell Shaw estaba bebiendo de un frasco de bolsillo que se había llevado consigo.

—Ese condenado lugar parece como un árbol de Navidad —le dijo él.

Lavinia le ignoró y tomó el micro.

—Bien, ya lo he hecho. ¿Está eso mejor?

—Echaré un vistazo —dijo Asa.

Hizo descender el Lysander hasta los quinientos pies de altura, sintiéndose repentinamente abrumado por un extraño fatalismo.

—Qué demonios, Asa —se dijo con suavidad—. Si sobrevives a esta maldita guerra, sólo tendrás que pasar cincuenta años en Leavenworth, de modo que no tienes nada que perder.

Continuó el descenso y ahora la niebla quedó bañada por una especie de difuso resplandor. Un segundo más tarde pudo ver Shaw Place, con todas las ventanas encendidas. Siempre había sido un buen piloto pero en estos momentos sus reflejos actuaron de forma aún más extraordinaria al tirar hacia atrás de la palanca y elevarse por encima de la casa, sobre la que pasó a muy pocos pies de distancia. Y allá, al otro lado, estaban encendidas las luces del prado y hasta vio la puerta abierta del cobertizo.

El Lysander aterrizó perfectamente, giró y se dirigió hacia el cobertizo, Lavinia abrió del todo las puertas, observada por su hermano, y luego le hizo gestos a Asa para que entrara. Asa cerró el contacto del motor, se quitó el casco de vuelo y bajó del aparato.

—Yo diría que eso fue un poco por los pelos —dijo ella tendiéndole la mano—. Soy Lavinia Shaw, y éste es mi hermano Maxwell.

—Asa Vaughan, Realmente, le debo un gran favor.

—No ha sido nada. Yo también soy piloto y antes solía volar en un Tiger Moth desde aquí.

—Santo cielo, este tipo habla como un condenado yanqui —exclamó Maxwell Shaw.

—Bueno, el caso es que crecí allí —dijo Asa. Se volvió a mirar a Lavinia y preguntó—: ¿Dónde están los otros?

—No ha habido señales del mayor Conlon. Hay niebla a lo largo de todo el trayecto, desde Londres hasta la costa. Me imagino que se habrán visto retrasados.

—Muy bien —asintió Asa—, enviemos ahora mismo un mensaje a Chernay comunicándoles que he conseguido aterrizar enterito.

En la sala de radio de Chernay, Schellenberg se sentía desesperado, pues los informes meteorológicos de la RAF captados desde Cherburgo indicaban lo imposible que era la situación. En ese momento, Leber, que estaba sentado ante la radio, con los auriculares puestos, se puso frenéticamente en movimiento.

—Es Halcón, general. —Escuchó con atención, escribiendo furiosamente en su libreta. Un instante más tarde, arrancó la hoja y se la tendió a Schellenberg—. Lo ha conseguido, general, ha conseguido aterrizar con ese maravilloso cacharro.

—Sí —asintió Schellenberg—, ciertamente lo ha hecho, pero sus pasajeros no estaban esperándole.

—Ha dicho que se han retrasado a causa de la niebla, general.

—Esperemos que haya sido así. Dígale que permaneceremos a la escucha.

Leber envió el mensaje con rapidez y luego se quitó los auriculares, dejándolos colgados del cuello.

—¿Por qué no va a descansar durante un buen rato, general? Yo me quedaré aquí, a la escucha.

—Lo que voy a hacer es tomar una ducha y refrescarme un poco —le dijo Schellenberg—. Luego, tomaremos café juntos, sargento de vuelo. Se volvió y caminó hacia la puerta.

—Después de todo, no hay prisa —comentó Leber—. No podrá traer el Lysander hasta aquí a menos que mejore el tiempo.

—Bueno, no pensemos en eso ahora —dijo Schellenberg saliendo de la sala de radio.

En Shaw Place, Asa ayudó a Lavinia a apagar las luces, yendo de una habitación a otra. Shaw se dejó caer en su sillón, junto al fuego, con los ojos vidriosos, ya muy lejos de todo.

—¿Se pone así muy a menudo? —preguntó Asa.

Ella dejó abiertas las puertas de cristal, pero corrió las cortinas.

—Mi hermano no es un hombre feliz. Lo siento, pero no le he preguntado cuál es su rango.

—Capitán —contestó él.

—Bien, capitán, digamos que la bebida ayuda un poco. Venga a la cocina. Le prepararé algo de té o café, como prefiera.

—Si puedo elegir, prefiero café.

Se sentó en el borde de la mesa, fumando un cigarrillo, mientras ella preparaba el café. Asa estaba muy elegante con su uniforme de las SS y Lavinia era muy consciente de ello. Asa se quitó la chaqueta de vuelo y ella observó el nombre bordado en la manga de la guerrera.

—¡Santo cielo! —exclamó—. ¿La legión George Washington? No sabía que existiera nada igual. Mi hermano tenía razón. Es usted estadounidense.

—Espero que eso no vaya en contra mía —dijo él.

—No se lo tendremos en cuenta, maravilloso bastardo yanqui. —Asa se giró con rapidez en el instante en que Liam Devlin entraba por las puertas cristaleras y le rodeaba con sus brazos—. ¿Cómo diablos ha logrado aterrizar en medio de esa niebla, hijo? Nosotros hemos tardado mucho en llegar aquí por carretera, desde Londres.

—Supongo que será cuestión de genio —dijo Asa con modestia.

Munro apareció por detrás de Devlin, todavía con las muñecas atadas y la bufanda atada alrededor de los ojos. Steiner estaba a su lado.

—El coronel Kurt Steiner, el objetivo del ejercicio, he añadido un poco de equipaje extra que hemos encontrado en el camino —explicó Devlin.

—Coronel, es un placer —dijo Asa estrechándole la mano a Steiner.

—¿Por qué no vamos todos al salón y tomamos una taza de café? —sugirió Lavinia—. Acabo de hacerlo.

—Una idea encantadora —dijo Munro.

—Lo que le guste y lo que consiga son dos cosas bien diferentes, brigadier —le dijo Devlin—. De todos modos, si ya está hecho no le hará ningún daño. Cinco minutos más y ya nos habremos marchado.

—Yo no estaría tan seguro. Tendré que comprobar cuál es la situación en Chernay —le dijo Asa al tiempo que se dirigían al salón—. Cuando me marché, el tiempo era allí tan malo como lo es aquí.

—Sólo nos faltaba eso —dijo Devlin. Ya en el salón empujó a Munro hasta sentarlo en un sillón junto a la chimenea y miró a Maxwell Shaw con asco—. Por Cristo, si se encendiera una cerilla cerca de él se prendería fuego.

—Realmente, ha pillado una buena —dijo Asa.

Shaw despertó y abrió los ojos.

—¿Qué pasa, eh? —Enfocó la mirada sobre Devlin—. ¿Conlon, es usted?

—El mismo de siempre —contestó Devlin.

Shaw se irguió en el sillón y miró a Munro.

—¿Y quién diablos es éste? ¿Por qué le han puesto esa estúpida cosa alrededor de los ojos? —Antes de que nadie pudiera evitarlo, se inclinó hacia delante y le arrancó la bufanda a Munro, quien sacudió la cabeza, parpadeando ante la luz. Shaw se lo quedó mirando y dijo—: Yo a usted le conozco, ¿verdad?

—Debería conocerme, señor —contestó Dougal Munro—. Hace años que ambos somos miembros del Club del Ejército y la Marina.

—Pues claro —asintió Shaw estúpidamente—. Ya decía yo que le conocía.

—Esto lo ha estropeado todo, brigadier —le dijo Devlin—. Tenía intenciones de dejarle en alguna parte, entre las marismas, antes de emprender nuestro viaje de regreso a casa, pero ahora ya sabe quiénes son estas personas.

—Lo que significa que sólo le quedan dos alternativas, o matarme, o llevarme con ustedes.

—¿Hay espacio, capitán? —preguntó Steiner.

—Oh, claro, nos las arreglaremos —contestó Asa.

—En ese caso, depende de usted, señor Devlin —dijo Steiner volviéndose a mirar al irlandés.

—No importa, amigo mío, estoy seguro de que sus amos nazis pagarán muy bien por mí —comentó Munro.

—Aún no he tenido la oportunidad de informarles de cómo están las cosas en el otro lado —dijo Asa—. Y será mejor que lo sepan ahora, porque, si regresamos enteros, todos nosotros vamos a vernos metidos en un buen lío.

—Entonces, será mejor que nos lo cuente —dijo Steiner.

Y así lo hizo Asa.

La niebla seguía muy espesa mientras todos ellos estaban de pie, en el cobertizo, alrededor de la radio, con Lavinia garabateando unas notas en el bloc que tenía ante ella. Le entregó el mensaje a Asa, quien lo leyó y luego se lo pasó a Devlin.

—Sugieren que retrasemos el despegue durante una hora más. Se ha producido un leve cambio de la situación en Chernay que podría mejorar en ese lapso.

—Parece que no tenemos otra alternativa —dijo Devlin mirando a Steiner.

—Bueno, no puedo afirmar que lo sienta por ustedes —comentó Munro volviéndose a mirar a Lavinia con una sonrisa devastadoramente encantadora—. Me estaba preguntando, querida, ¿cree que al volver a la casa podré tomar esta vez un poco de té?

Shaw estaba espatarrado sobre el sillón, junto al fuego, dormido. Munro estaba sentado frente a él, con las muñecas todavía atadas. Asa se hallaba en la cocina, ayudando a Lavinia.

—Estaba pensando, coronel, que podría necesitar usted un arma —le dijo Devlin a Steiner.

Tomó la bolsa, la dejó sobre la mesa y la abrió. La Walther con silenciador estaba dentro, sobre un par de camisas.

—Es una idea —asintió Steiner.

Entonces se produjo una ráfaga de viento, se escuchó un crujido en las puertas cristaleras, se apartaron las cortinas que estaban corridas y Jack y Eric Carver irrumpieron en el salón, con las armas empuñadas.