8
En Belfast, Devlin no consiguió billete para el cruce hasta Heysham, en Lancashire. Había una larga lista de espera y la situación no era mejor en la ruta de Glasgow. Lo que sólo le dejaba la alternativa de Larne, al norte de Belfast, con dirección a Stranraer, el mismo camino que había seguido para la operación Águila. Era un trayecto corto, y un tren especial que enlazaba después hasta Londres, pero esta vez no quería correr riesgos. Tomó el tren local desde Belfast a Larne, entró en un lavabo público del puerto y se encerró en él. Cuando salió de allí, quince minutos más tarde, llevaba el uniforme.
El cambio se notó en seguida. El barco iba lleno, pero no de personal militar. Sacó el justificante de viaje que le habían dado en Berlín. El empleado de las reservas apenas si lo miró, observó el uniforme de mayor, la cinta de la Cruz Militar y el alzacuello de sacerdote y le entregó inmediatamente una reserva a bordo.
Le ocurrió lo mismo en Stranraer, donde, a pesar del increíble número de personas que iban a subir al tren, fue instalado en un asiento de un vagón de primera clase. Desde Stranraer a Glasgow; de allí, descendiendo, hasta Birmingham y finalmente a Londres. Llegó a King’s Cross a las tres de la madrugada del día siguiente. Al bajar del tren, como un rostro más perdido entre la multitud, lo primero que escuchó fue una sirena de alarma antiaérea.
El principio del año 1944 fue conocido por los londinenses como el Pequeño Blitz, cuando la Luftwaffe volvió de nuevo la atención de sus incursiones nocturnas sobre Londres, una vez mejorado notablemente el rendimiento de sus aviones. La sirena que Devlin había escuchado anunciaba la aproximación de los JU-88, encargados de abrir el camino, procedentes de Chartres, en Francia. Los bombarderos pesados llegarían más tarde pero, para entonces, él ya estaba, lo mismo que otros muchos miles de ciudadanos, instalado bajo tierra, dispuesto a pasar una dura noche en una estación de metro, un lugar comparativamente seguro.
Mary Ryan era una mujer en la que solía fijarse la gente, no porque fuera particularmente hermosa, sino porque tenía un aspecto un tanto extraño, casi etéreo. Lo cierto es que su salud nunca había sido buena y las presiones de la guerra no la ayudaban en nada. Siempre tenía el rostro pálido, con manchas oscuras por debajo de los ojos, y cojeaba fuertemente desde que era una niña. Ahora sólo contaba con diecinueve años de edad, pero parecía mayor.
Su padre, un activista del IRA, había muerto de un ataque al corazón en la prisión de Mountjoy, en Dublín, justo antes de la guerra; su madre había muerto de cáncer en 1940, dejándola con un único pariente, su tío Michael, el hermano menor de su padre, que vivía en Londres desde hacía años y que estaba sólo desde la muerte de su esposa en 1938. Ella se había trasladado desde Dublín a Londres y ahora le llevaba la casa y trabajaba como ayudante en una gran tienda de comestibles en la calle Wapping High.
Aunque acababa de quedarse sin trabajo porque esa misma mañana, cuando se presentó a las ocho, tanto la tienda como una considerable parte de la calle habían quedado reducidas a un montón de escombros humeantes. Se quedó allí un momento, viendo las ambulancias y los bomberos apagando todavía los restos, mientras los hombres de la unidad de rescate se movían por entre los cimientos para comprobar si quedaba alguien con vida.
Al cabo de un rato, como ella ya no podía ayudar en nada, se volvió y se alejó, cojeando con rapidez por la calle, como una figura extraña con su boina negra y el viejo impermeable. Se detuvo ante una tienda situada en una calle secundaria, compró leche y una hogaza de pan, así como algunos cigarrillos para su tío, y volvió a salir. Al girar por Cable Wharf, empezó a llover.
Originalmente, había habido veinte casas de espaldas al río, pero quince de ellas habían sido demolidas por una bomba durante el blitz. Otras cuatro más se utilizaban como casas de huéspedes. Ella y su tío vivían en la última, la del extremo. La puerta de la cocina estaba situada a un lado; se llegaba a ella por una terraza de hierro, con las aguas del Támesis por debajo. Se detuvo junto a la barandilla, mirando hacia el puente y la Torre de Londres, recortada en la distancia, no muy lejos. Le encantaba el río y nunca se cansaba de contemplarlo. Los grandes barcos procedentes de los muelles de Londres pasaban arriba y abajo, acompañados por el constante tráfico de barcazas. Al final de la terraza había una escalera de madera, que descendía hasta un pequeño embarcadero privado. Su tío tenía amarrados allí dos botes, un esquife de remo y otra embarcación algo mayor, con un pequeño motor y una cabina. Al mirar hacia allí, vio a un hombre fumando un cigarrillo y protegiéndose de la lluvia. Llevaba un sombrero negro impermeable y una maleta que había dejado en el embarcadero, a su lado.
—¿Quién es usted? —preguntó ella con tono áspero—. Eso de ahí abajo es de propiedad privada.
—Buenos días, señorita —saludó él alegremente, tomó la maleta y subió la escalera.
—¿Qué es lo que quiere? —preguntó ella.
—Estoy buscando a Michael Ryan —contestó Devlin con una sonrisa—. ¿Le conoce usted? Llamé a la puerta, pero no obtuve respuesta.
—Soy su sobrina, Mary. Tío Michael no ha regresado aún a casa. Ha tenido turno de noche.
—¿Turno de noche? —repitió Devlin.
—Sí, en los taxis. De diez a diez, doce horas seguidas.
—Comprendo. —Miró su reloj—. Lo que quiere decir que todavía falta hora y media.
Devlin se dio cuenta de que ella todavía se sentía algo desconcertada, no muy dispuesta a invitarle a pasar.
—No creo haberle visto antes —dijo ella.
—No es sorprendente y, además, acabo de llegar de Irlanda.
—Entonces, ¿conoce usted a tío Michael?
—Oh, sí, somos viejos amigos. Mi nombre es Conlon, el padre Harry Conlon —añadió, abriéndose la parte superior del cuello del impermeable para que ella pudiera ver el alzacuellos.
Mary se tranquilizó al instante.
—¿Quiere pasar y esperarle dentro, padre?
—No lo creo. Preferiría dar un pequeño paseo y regresar más tarde. ¿Podría dejar aquí la maleta?
—Desde luego.
Ella abrió con llave la puerta de la cocina, él la siguió al interior de la vivienda y dejó la maleta en el suelo.
—¿Conoce usted el priorato de St. Mary, por casualidad?
—Oh, sí —contestó ella—. Tiene que seguir por Wapping High hasta llegar a Wapping Hall. Está cerca de St. James’s Stairs, junto al río. A poco más de un kilómetro de aquí.
Él salió de la vivienda.
—Desde aquí tienen ustedes una vista grandiosa. Dickens escribió una novela que empieza narrando la historia de una joven y su padre que, en un bote sobre el Támesis, se dedican a buscar los cuerpos de los ahogados para sacarles lo que llevan en los bolsillos.
—Nuestro amigo mutuo —dijo ella—. Y la joven se llama Lizzie.
—Santo Dios, es usted una joven muy instruida.
—Los libros lo son todo para mí —dijo ella, a quien el padre empezaba a caerle simpático.
—¿Y no es eso lo que importa? —dijo él llevándose una mano al sombrero—. Volveré dentro de un rato.
Se alejó caminando a lo largo de la terraza, con sus pasos arrancando ecos de las tablas, mientras ella cerraba la puerta.
Desde Wapping High se observaba con claridad el daño causado por el blitz a los muelles de Londres, pero lo extraño era comprobar el ajetreo que reinaba allí, con barcos por todas partes.
—Me pregunto qué le parecería esto al viejo Adolf —dijo Devlin en voz baja—. No me extrañaría nada que se llevara una fea sorpresa.
Encontró sin problemas el priorato de St. Mary. Se hallaba situado al otro lado de la carretera principal, frente al río, con sus altos muros de piedra gris, aún más oscurecidos por la suciedad de la ciudad acumulada con el paso de los años, con el techo de la capilla claramente visible al otro lado, y un campanario elevándose por encima. Le pareció interesante observar que la gran puerta de roble de la entrada permanecía abierta.
El tablero de anuncios que había junto a ella decía: «Priorato de St. Mary, Hermanitas de la Piedad. Madre superiora: hermana María Palmer». Devlin se apoyó contra la pared, encendió un cigarrillo y observó. Al cabo de un rato apareció un portero vestido con un uniforme azul. Se quedó de pie en el escalón superior, miró a uno y otro lado de la calle y luego regresó al interior.
Por debajo de allí había una estrecha franja de guijarros y barro, entre el río y el muro de contención. A corta distancia estaban los escalones que descendían desde el muro. Devlin los bajó con naturalidad y caminó por la estrecha franja de guijarros, recordando los dibujos del arquitecto y el viejo túnel de drenaje. Una vez acabada la franja de guijarros, el agua lamía el muro. Y entonces la vio: era una entrada en forma de arco, casi completamente inundada, con una luz que apenas tendría poco más de sesenta centímetros.
Regresó a la carretera, y en la siguiente esquina del priorato encontró un local público llamado «El Gabarrero». Entró en el bar. Había una mujer joven, con pantalones y un pañuelo a la cabeza, fregando el suelo. Levantó la mirada, sorprendida al ver su rostro.
—¿Sí? ¿Qué desea? No abrimos hasta las once.
Devlin se había desabrochado el impermeable y ella vio el alzacuello.
—Siento mucho molestarla. Soy Conlon, el padre Conlon.
La mujer llevaba una cadena alrededor del cuello y él vio un crucifijo. La actitud de ella cambió en seguida.
—¿Qué puedo hacer por usted, padre?
—Sabía que iba a alojarme en el vecindario y un compañero me pidió que visitara a un amigo suyo, el padre confesor del priorato de St. Mary, pero, estúpido de mí, he olvidado su nombre.
—Ése tiene que ser el padre Frank —dijo ella sonriendo—. Bueno, así es como lo llamamos nosotros, el padre Frank Martin. Es el sacerdote que está a cargo de St. Patrick, más abajo, junto a la carretera, y también se ocupa del priorato. Sólo Dios sabe cómo puede arreglárselas a su edad. No cuenta con ninguna ayuda, pero supongo que eso se debe a la guerra.
—¿Ha dicho St. Patrick? Que Dios la bendiga, buena mujer —le dijo Devlin saliendo a la calle.
La iglesia no mostraba nada realmente notable. Su arquitectura era de finales de la época victoriana, como la mayoría de las iglesias católicas de Inglaterra, construidas después de que se hubieran introducido en la ley inglesa los cambios que legitimaron esa rama de la religión cristiana.
Despedía los olores habituales a cirios e incienso, y tenía las imágenes religiosas de siempre, las estaciones de la Cruz, cosas que, a pesar de su educación jesuita, nunca habían significado mucho para Devlin. Se sentó en un banco y al cabo de un rato apareció el padre Martin, procedente de la sacristía, y se arrodilló ante el altar. El anciano permaneció de rodillas, rezando, y Devlin se levantó y se marchó sin hacer ruido.
Michael Ryan tenía casi un metro noventa de estatura, y se conservaba bastante bien para sus sesenta años. Sentado ante la mesa de la cocina, llevaba una chaqueta de cuero negro y una bufanda blanca, con una gorra de tweed que había dejado a su lado, sobre la mesa. Estaba tomando un té en un gran tazón que Mary le había preparado.
—¿Conlon, has dicho? —Sacudió la cabeza—. Nunca he tenido un amigo llamado Conlon. Y, ahora que lo pienso, nunca he tenido un amigo que fuera sacerdote.
Se escucharon unos golpes en la puerta de la cocina. Mary se volvió y la abrió. Devlin estaba allí de pie, bajo la lluvia.
—Que Dios bendiga a todos los de esta casa —dijo y entró.
Ryan se quedó mirándole fijamente, frunciendo el ceño. Entonces, una expresión desconcertada apareció en su rostro.
—Santo Dios del cielo, no puede ser… Liam Devlin, ¿eres tú?
Se levantó y Devlin le puso las manos sobre los hombros.
—Los años han sido amables contigo, Michael.
—Pero ¿y a ti, Liam? ¿Qué han hecho contigo?
—Oh, no creas en todo lo que vean tus ojos. Necesitaba un cambio de aspecto. Y me añadieron unos pocos años. —Se quitó el sombrero y se pasó los dedos a través del cabello corto y gris—. Este pelo le debe más a la industria química que a la naturaleza.
—Pasa, hombre, pasa —dijo Ryan, cerrando la puerta—. ¿Te has escapado o qué?
—Algo así. Necesita explicación.
—Te presento a Mary, mi sobrina —dijo Ryan—. ¿Recuerdas a Seamus, mi hermano mayor? Murió en la prisión de Mountjoy.
—Un buen hombre que tuvo que vivir los peores tiempos —dijo Devlin.
—Mary…, éste es mi viejo amigo Liam Devlin.
El efecto que ello produjo en la joven fue extraordinario. Fue como si una luz se le hubiera encendido en su interior. En su rostro apareció una expresión que casi parecía santa.
—¿Usted es Liam Devlin? ¡Santa madre de Jesús! He oído hablar de usted desde que era muy pequeña.
—Espero que no haya sido nada malo —contestó Devlin.
—Siéntese, por favor. ¿Quiere tomar un té? ¿Ha desayunado ya?
—Ahora que me doy cuenta, resulta que no.
—Tengo unos huevos, y aún me queda algo del jamón del mercado negro que trajo tío Michael. Lo compartiremos.
Mientras la joven se ocupaba en la cocina, Devlin se quitó el impermeable y se sentó frente a Ryan.
—¿Tienes teléfono aquí?
—Sí, en el vestíbulo.
—Bien. Más tarde necesitaré hacer una llamada.
—¿De qué se trata, Liam? ¿Acaso el IRA ha decidido volver a empezar en Londres?
—En esta ocasión no actúo para el IRA —le dijo Devlin—, al menos de forma directa. Si quieres que te sea franco, vengo desde Berlín.
—Había oído decir que la organización había tenido tratos con los alemanes —dijo Ryan—, pero ¿cuál es el propósito, Liam? ¿Me estás diciendo que tú apruebas esas cosas?
—La mayoría de ellos son unos nazis bastardos —dijo Devlin—. Pero no todos. Su objetivo consiste en ganar la guerra; el mío, en cambio, es conseguir una Irlanda unida. He hecho tratos extraños con ellos, siempre por dinero, pagado en una cuenta suiza a nombre de la organización.
—¿Y ahora estás aquí en su nombre? ¿Por qué?
—La inteligencia británica tiene custodiado a un hombre no lejos de aquí, en el priorato de St. Mary. Es un tal coronel Steiner. Resulta que es un buen hombre, y no un nazi. Tendrás que confiar en mi palabra en cuanto a eso. También resulta que los alemanes desean su regreso. Y ésa es la razón por la que yo estoy aquí.
—¿Para ayudarle a escapar? —preguntó Ryan sacudiendo la cabeza, con un gesto pesimista—. Nunca ha habido nadie como tú. Eres un condenado lunático.
—Trataré de no involucrarte mucho en esto, pero necesito algo de ayuda. No será nada complicado, te lo prometo. Podría pedirte que lo hicieras en consideración a los viejos tiempos, pero no lo haré. —Devlin se inclinó, levantó la maleta, la dejó sobre la mesa y la abrió. Apartó las ropas que contenía, pasó un dedo por el fondo y tiró del forro, poniendo al descubierto el dinero que llevaba escondido allí. Tomó un paquete de billetes de cinco libras y lo dejó sobre la mesa—. Aquí tienes mil libras, Michael.
Ryan se pasó los dedos por el cabello.
—Dios santo, Liam, ¿qué puedo decir?
La joven dejó delante de cada uno de ellos sendos platos de huevos con jamón.
—Deberías sentirte avergonzado de aceptar un solo penique después de las historias que me has contado sobre el señor Devlin. Deberías hacerlo por nada y sentirte feliz por ello.
—Ah, qué hermoso es ser joven —exclamó Devlin rodeando la cintura de la muchacha con un brazo—. Si al menos la vida fuera así. Pero, de todos modos, aférrate a tus sueños, muchacha. —Se volvió hacia Ryan y preguntó—: ¿Qué me dices, Michael?
—Por Cristo, Liam, sólo se vive una vez, pero para demostrarte que soy un hombre débil, aceptaré las mil libras.
—Lo primero es lo primero. ¿Tienes algún arma de fuego por aquí?
—Una pistola Luger de antes de la guerra. Está escondida bajo los tablones del suelo de mi dormitorio. Debe de estar ahí desde hace por lo menos cinco años, junto con la munición correspondiente.
—Comprobaré su estado. ¿Es conveniente que yo me quede aquí? No será por mucho tiempo.
—Estupendo. Disponemos de mucho espacio.
—Y ahora, el tema del transporte. He visto tu taxi negro en el exterior. ¿Puedo utilizarlo?
—No, tengo una camioneta Ford en el cobertizo. Sólo la utilizo de vez en cuando. Es por la situación del combustible, ¿comprendes?
—Me parece bien. Y ahora, si me lo permites, utilizaré tu teléfono.
—Sírvete.
Devlin cerró la puerta y se quedó a solas ante el teléfono. Marcó el número de información y pidió que le dieran el número de teléfono de Shaw Place. Sólo tuvo que esperar un par de minutos. Luego, la operadora le dio el número y él lo anotó. Se sentó en una silla, junto al teléfono, pensando en aquello durante un rato. Finalmente, levantó el auricular, marcó el número de conferencias y pidió que le pusieran en comunicación con aquel número.
Al cabo de un rato, alguien levantó el teléfono en el otro extremo de la línea y una voz de mujer contestó:
—Charbury tres, uno, cuatro.
—¿Está sir Maxwell Shaw en casa?
—No, no está ahora. ¿Quién es?
Devlin decidió hacer un intento más. Al recordar por el expediente que ella había decidido volver a utilizar desde hacía tiempo su nombre de soltera, preguntó:
—¿Es usted la señorita Lavinia Shaw?
—Sí, soy yo. ¿Quién es usted?
—¿Sigue esperando el halcón? —preguntó Devlin, pronunciando la frase clave—. Ha llegado el momento de hacerlo.
El efecto que produjeron sus palabras fue inmediato y espectacular.
—¡Oh, Dios mío! —exclamó Lavinia Shaw y luego se produjo un silencio.
—¿Sigue usted ahí, señorita Shaw? —preguntó Devlin después de haber esperado un rato.
—Sí, sí, estoy aquí.
—Tengo que verles, a usted y a su hermano, lo antes posible. Es urgente.
—Mi hermano está en Londres —dijo ella—. Tenía que ver a su abogado. Se aloja en el Club del Ejército y la Marina. Me dijo que almorzaría allí y tomaría el tren de regreso esta misma tarde.
—Excelente. Póngase en contacto con él y dígale que me espere…, digamos a las dos. Soy Conlon, el mayor Harry Conlon.
—¿Se va a producir? —preguntó ella tras una pausa.
—¿A qué se refiere, señorita Shaw?
—Ya sabe…, a la invasión.
Reprimió el fuerte deseo de echarse a reír.
—Estoy seguro de que volveremos a hablar después de que me haya entrevistado con su hermano.
Regresó a la cocina, donde Ryan seguía sentado ante la mesa. La joven, que estaba lavando los platos en el fregadero, dijo:
—¿Está todo bien?
—Estupendo —contestó él—. Todo viaje necesita dar un primer paso. —Tomó la maleta—. Y ahora, si me podéis mostrar dónde está mi habitación, necesito cambiarme.
Ella le acompañó al piso de arriba, y le introdujo en una de las habitaciones traseras, desde donde se dominaba el río. Devlin abrió la maleta y colocó el uniforme sobre la cama. La Smith & Wesson la deslizó bajo el colchón, junto con el cinturón y la pistolera, así como una funda de tobillo que también sacó de la maleta. Encontró el cuarto de baño al final del pasillo, se afeitó rápidamente y se cepilló el cabello. Regresó después a su habitación y se cambió de ropa.
Quince minutos más tarde bajó la escalera, resplandeciente en su uniforme.
—Jesús, Liam, nunca creí que fuera a ver este día —dijo Ryan.
—Ya conoces el viejo dicho, Michael —replicó Devlin—. Cuando se es una zorra perseguida de cerca por los sabuesos, se tienen más oportunidades pareciéndose a un perro. —Se volvió a mirar a Mary y le sonrió—. Y ahora, querida muchacha, otra taza de té vendría pero que muy bien.
Fue en ese momento cuando la joven quedó totalmente prendada de él, así, de improviso, en lo que los franceses llaman coup de foudre. Ella notó que se ruborizaba y se volvió a la cocina.
—Desde luego, señor Devlin. Le prepararé otro.
Para sus miembros, el Club del Ejército y la Marina era conocido humorística y sencillamente como «El Cuchitril». Se trataba de un grande tenebroso palazzo de estilo veneciano situado en el Pall Mall. Su comité de gobierno había adquirido fama desde la época victoriana por su indulgencia para con los miembros caídos en desgracia o con problemas, y sir Maxwell Shaw era uno de aquellos casos típicos. Nadie había visto la necesidad de expulsarlo como consecuencia de su detención amparada en la regulación 18B. Después de todo, él era un oficial y caballero que había sido herido y condecorado por su valentía al servicio de su país.
Estaba sentado en un rincón del salón matutino, tomando el escocés que el camarero le había traído, y pensando en la asombrosa llamada telefónica que había recibido de Lavinia. Era increíble que precisamente ahora, después de tanto tiempo, llegara la llamada. Pero, Dios santo, vaya si se sentía agitado. No se sentía así desde hacía muchos años.
Pidió otro escocés y, en ese mismo instante, se le aproximó el portero.
—Su invitado acaba de llegar, sir Maxwell.
—¿Mi invitado?
—El mayor Conlon. ¿Quiere que le haga pasar?
—Sí, desde luego. Inmediatamente, hombre.
Shaw se levantó, ajustándose la corbata, al tiempo que el portero regresaba acompañado por Devlin, quien extendió la mano hacia él y se presentó alegremente.
—Harry Conlon. Es un placer conocerle, sir Maxwell.
Shaw quedó boquiabierto, no tanto por el uniforme como por el alzacuello. Se estrecharon las manos mientras el camarero le traía su vaso de escocés.
—¿Quiere tomar uno de éstos, mayor?
—No, gracias. —El camarero se marchó, Devlin se sentó y encendió un cigarrillo—. Parece usted un tanto aturdido, sir Maxwell.
—Bueno, hombre, claro que lo estoy. Quiero decir, ¿a qué viene todo esto? ¿Quién es usted?
—¿Sigue esperando el halcón? —preguntó Devlin—. Ha llegado el momento de hacerlo.
—Sí, pero…
—No hay peros que valgan, sir Maxwell. Aceptó usted un compromiso hace mucho tiempo, cuando Werner Keitel le reclutó a usted y a su hermana, digamos que para la causa. ¿Está usted con nosotros o no? ¿Cuál es su postura?
—¿Quiere decir que tiene trabajo para mí?
—Hay un trabajo que hacer.
—¿Se va a producir finalmente la invasión?
—Todavía no —contestó Devlin con suavidad—, pero será pronto. ¿Está con nosotros?
Se había preparado para ejercer cierta presión, pero al final no fue necesario hacerlo. Shaw se tomó el whisky de un solo trago.
—Pues claro está que sí. ¿Qué es lo que necesita de mí?
—Vayamos a dar un pequeño paseo —dijo Devlin—. El parque que hay al otro lado de la calle me parece muy bien.
Había empezado a llover, y las gotas de lluvia repiqueteaban sobre las ventanas. Por un momento, no apareció ningún portero en el guardarropa. Shaw encontró finalmente su sombrero hongo, el impermeable y el paraguas. Entre el montón de gabardinas había una trinchera militar. Devlin la tomó, le siguió fuera del edificio y se la puso mientras caminaba.
Cruzaron hacia el parque de St. James y caminaron a lo largo de la orilla del lago, hacia el palacio de Buckingham; Shaw llevaba el paraguas abierto. Al cabo de un rato se situaron bajo la protección de unos árboles y Devlin encendió un cigarrillo.
—¿Quiere uno de éstos?
—Por el momento, no, gracias. ¿Qué es lo que quiere de mí?
—Antes de la guerra su hermana solía pilotar un Tiger Moth. ¿Sigue teniéndolo?
—La RAF lo requisó en el invierno del treinta y nueve para utilizarlo como avión de entrenamiento.
—Ella utilizaba un cobertizo como hangar. ¿Sigue en pie ese cobertizo?
—Sí.
—¿Y el lugar que empleaba para despegar y aterrizar? El prado del sur, creo que lo llamaban ustedes. ¿No ha sido roturado para contribuir al esfuerzo de guerra o algo así?
—No, todos los terrenos que hay alrededor de Shaw Place, terrenos que antes eran nuestros, se utilizan ahora como pastos para las ovejas.
—¿Y el prado del sur sigue siendo suyo?
—Desde luego. ¿Es importante?
—Ya lo puede asegurar. Dentro de no mucho llegará un avión desde Francia.
—¿De veras? —preguntó Shaw con una expresión muy animada en el rostro—. ¿Para qué?
—Para recogerme a mí y a otro hombre. Cuanto menos sepa usted, tanto mejor para todos, pero es importante. ¿Puede causarle problemas algo de todo esto?
—Santo cielo, no. Encantado de ayudar, viejo. —Frunció el ceño ligeramente y preguntó—: Supongo que no es usted alemán, ¿verdad?
—Irlandés —contestó Devlin—. Pero estamos del mismo lado. Werner Keitel les entregó una radio. ¿La tiene todavía?
—Ah, bueno, ahí me ha pillado, viejo, pero me temo que ya no la tenemos. Mire, en el cuarenta y uno el gobierno promulgó una regulación estúpida y yo estuve en prisión unos pocos meses.
—Ya lo sé.
—El caso es que mi hermana Lavinia…, bueno, ya sabe cómo son las mujeres. Sintió pánico. Pensó que la policía podía llegar en cualquier momento para revolver la casa de arriba abajo. Por donde nosotros vivimos hay muchas marismas, algunas de ellas muy profundas, así que arrojó la radio en una. —Le miró con una expresión de ansiedad—. ¿Representa eso un problema, viejo?
—Sólo de naturaleza temporal. ¿Regresa hoy mismo a su casa?
—En efecto.
—Bien. Estaré en contacto. Mañana, o al día siguiente. —Devlin arrojó su cigarrillo al suelo—. ¡Jesús, qué lluvia! Así es Londres…, nunca cambia.
Y tras decir esto se alejó a buen paso.
Al girar hacia la terraza situada en el costado de la casa, en Cable Wharf, la lluvia se desplazaba al otro lado del río. Había un toldo extendido desde el cable de la barca a motor hasta la cabina. Mary Ryan estaba sentada debajo, a cubierto de la lluvia, leyendo un libro.
—¿Está disfrutando mucho ahí abajo? —preguntó Devlin.
—Sí, sí, mucho. Tío Michael está en la cocina. ¿Quiere que le traiga algo?
—No, estoy bien por el momento.
Al entrar, vio a Ryan sentado ante la mesa de la cocina, que había cubierto con periódicos. Estaba limpiando una pistola Luger, y tenía los dedos manchados de aceite.
—Que Dios me ayude, Liam, ya casi se me ha olvidado cómo se hace esto.
—Dame un minuto para cambiarme y yo me ocuparé —le dijo Devlin.
Regresó cinco minutos más tarde, llevando unos pantalones oscuros y un suéter negro de cuello alto. Tomó las partes componentes de la Luger y empezó a engrasarlas. Después, montó el arma completa con movimientos expertos.
—¿Fue todo bien? —preguntó Ryan.
—Si consideras ir bien al hecho de conocer a un loco de remate, entonces sí —contestó Devlin—. Michael, estoy tratando con un aristócrata inglés tan totalmente fuera de sí que sigue esperando ávidamente una invasión alemana, y eso sólo cuando está sobrio.
Le habló a Ryan de Shaw Place, del propio Shaw y de su hermana. Cuando hubo terminado, Ryan dijo:
—Parecen estar locos los dos.
—Sí, pero el problema consiste en que necesito una radio y ellos no la tienen.
—¿Qué vas a hacer, entonces?
—Estaba pensando en los viejos tiempos, cuando vine por aquí para encargarme de aquella unidad de servicio activo. Ellos conseguían armas, y hasta explosivos, de fuentes de los bajos fondos. ¿Estoy en lo cierto?
—Sí, eso es cierto —asintió Ryan—. Y, por lo que recuerdo, tú, Michael, eras el hombre encargado de los contactos.
—Pero eso fue hace ya mucho tiempo.
—Vamos, Michael. Estamos en guerra y el mercado negro funciona para todo, desde gasolina hasta cigarrillos. Lo mismo sucede en Berlín. No me digas que no andas metido en eso hasta el cuello conduciendo un taxi londinense, como conduces.
—Está bien —admitió Ryan levantando una mano, a la defensiva—. Quieres una radio, pero de la clase que la quieres, tendrá que ser equipo del ejército.
—Así es.
—No sirve de nada acudir a algún comerciante poco escrupuloso de una calle secundaria.
Hubo un silencio entre ellos. Devlin volvió a desmontar la Luger y limpió todas las piezas con un paño.
—Entonces, ¿a quién tengo que acudir?
—Hay un tipo llamado Carver —contestó Ryan—. Jack Carver. Tiene un hermano que se llama Eric.
—¿Qué son, estraperlistas?
—Mucho más que eso. Jack Carver es probablemente el gángster más poderoso de Londres en estos tiempos. De todo lo que se obtiene en los bajos fondos, absolutamente de todo, Carver recibe un tanto, y no sólo del mercado negro, sino también de la prostitución, el juego, la protección…, de lo que quieras imaginar.
—Yo conocí a un tipo en Dublín que hacía esa misma clase de trabajo —dijo Devlin—. No era tan malo.
—Jack Carver es un bastardo original, y el joven Eric es un sapo. Todas las chicas de la calle le tienen pánico.
—¿De veras? —dijo Devlin—. Me sorprende que eso no se haya puesto en práctica aquí hasta ahora.
—No fueron los gángsteres de Nueva York los que inventaron el procedimiento de enterrar a los muertos en bloques de cemento utilizados después para construir las nuevas autopistas —dijo Ryan—. Esa idea la patentó Jack Carver. Era él quien suministraba las armas y explosivos a esa unidad de servicio activo, en el treinta y seis. Si tuviera abuela, sería capaz de vendérsela a los alemanes si creyera que con eso ganaría dinero.
—Estoy terriblemente asustado —dijo Devlin con una sonrisa—. Bien, Carver es la clase de hombre capaz de echarle mano a cualquier cosa, de modo que si quiero una radio…
—Exactamente.
—Estupendo, ¿dónde puedo encontrarle?
—A unos tres kilómetros de aquí, en Limehouse, hay una sala de baile. Se llama el Astoria. Es propiedad de Carver. En el piso de arriba dispone de up gran apartamento. Le gusta. Es conveniente para que su hermano se lleve a sus chicas.
—Y supongo que también para él, ¿no?
—Supones mal, Liam. Las mujeres no le interesan lo más mínimo.
—Entiendo por dónde vas —asintió Devlin.
De repente, sus manos se movieron con una destreza increíble y montó la Luger en un santiamén. Terminó el trabajo en muy pocos segundos e introdujo un cargador por la culata.
—Santo Dios, pareces como la muerte misma cuando haces eso —dijo Ryan.
—No es más que un truco que cualquiera puede aprender, Michael. —Devlin recogió los periódicos manchados de aceite y los dejó en el cubo de la basura, debajo del fregadero—. Y ahora creo que vamos a dar un pequeño paseo río abajo. Me gustaría conocer tu opinión sobre algo.
Bajó la escalera hasta el bote y encontró a Mary todavía leyendo. El agua goteaba de los bordes del toldo y sobre el río se había extendido una ligera neblina. Devlin llevaba puesta la trinchera militar que había robado del Club del Ejército y la Marina. Se apoyó contra la barandilla de hierro, con las manos metidas en los bolsillos.
—¿Qué estás leyendo?
—Nuestro amigo mutuo —contestó ella levantando el libro.
—Yo también he empezado a leer algo.
—Vamos a tener niebla en los próximos días —dijo ella, levantándose—. Una niebla bastante densa.
—¿Cómo lo sabes?
—No estoy segura, pero casi siempre tengo razón. Creo que lo primero que reconozco es el olor.
—¿Y a ti te gusta eso?
—Oh, sí. Una se encuentra como a solas, encerrada en su propio mundo íntimo.
—¿Y no es eso lo que todos andamos buscando? —preguntó él tomándola por el brazo—. Tu tío Michael y yo vamos a dar un pequeño paseo bajo la lluvia, por el río. ¿Por qué no vienes con nosotros? Si no tienes nada mejor que hacer, claro.
Fueron hasta el priorato de St. Mary en el taxi de Ryan. Aparcó a un lado de la carretera y permanecieron sentados en el interior del vehículo, mirando la entrada. En el exterior había aparcado un Morris de color verde oliva. Decía «Policía Militar» en el costado de la puerta. Mientras observaban, el teniente Benson y un cabo salieron por la puerta, subieron al coche y se alejaron.
—A través de la puerta principal no creo que puedas llegar muy lejos —comentó Ryan.
—Siempre hay más de una forma de despellejar a un gato —dijo Devlin—. Vayamos a pasear un poco.
La franja de guijarros que él había recorrido antes parecía haberse ampliado ahora, y cuando se detuvo para indicarles la posición de la arcada, observó que su luz parecía mayor.
—Esta mañana estaba casi totalmente cubierta por el agua —dijo.
—El Támesis es un río con mareas, Liam, y ahora es marea baja. Habrá momentos en que ese sitio se encontrará por completo debajo del agua. ¿Es importante?
—Corre cerca de los cimientos del priorato. Según los planos hay una reja que da a la cripta, por debajo de la capilla del priorato. Podría ser una forma de entrar.
—En ese caso deberías echar un vistazo.
—Naturalmente, pero no ahora. Más adelante, cuando haya mejorado la situación y esté todo bien oscuro.
La lluvia aumentó de intensidad, hasta adquirir casi proporciones de monzón, y Ryan exclamó:
—Por el amor de Dios, salgamos de aquí.
Empezó a subir los escalones. Devlin tomó a Mary por el brazo.
—¿Tendrás escondido por alguna parte un bonito vestido? Porque, si lo tienes, te llevaré a bailar esta noche.
Ella se detuvo y se volvió a mirarle y cuando echaron a caminar de nuevo, su cojera aún pareció más pronunciada.
—Yo no bailo, señor Devlin. No puedo.
—Oh, sí, claro que puedes, mi amor. Puedes hacer cualquier cosa en el ancho y amplio mundo, con tal de que pongas toda tu mente en ello.