6

Las marismas de Romney, a unos setenta kilómetros al sudeste de Londres, en la costa de Kent, es una zona de unos quinientos kilómetros cuadrados ganados al mar gracias a un sistema de diques y canales cuya construcción se inició en épocas tan lejanas como la de los romanos. Buena parte de esa zona se halla por debajo del nivel del mar y sólo la existencia de numerosas zanjas de drenaje impide que vuelva a su estado natural.

Charbury no era ni siquiera un pueblo. Se trataba apenas de un caserío compuesto por no más de quince casas, una iglesia y una tienda. Ni tan sólo contaba con un pub, y la mitad de las casas de campo estaban vacías; en las habitadas sólo vivían viejos. La gente joven se había marchado hacía tiempo para efectuar trabajos de guerra o ingresar en las fuerzas armadas.

Estaba lloviendo esa mañana, cuando sir Maxwell Shaw caminó por la calle del pueblo, seguido de cerca por un perro labrador negro. Era un hombre de constitución pesada y estatura media, rostro nudoso, que indicaba la costumbre de darse a la bebida, y un bigote negro que no le ayudaba en nada a mejorar su aspecto, un aspecto taciturno y malhumorado la mayor parte del tiempo, siempre dispuesto a plantear problemas, por lo que la gente prefería evitarle.

Llevaba un sombrero de tweed, con la visera vuelta hacia abajo, una cazadora impermeable y botas Wellingtons. Bajo uno de los brazos sostenía una escopeta de dos cañones y doce cartuchos. Al llegar ante la tienda, se inclinó y acarició al perro labrador entre las orejas, suavizando la expresión de su rostro.

—Buena chica, Nell. Quédate quieta aquí.

Al entrar en la tienda, sonó una campanilla. Había un anciano de unos setenta años apoyado sobre el mostrador, hablando con una mujer que parecía aún más vieja y que estaba detrás del mostrador.

—Buenos días, Tinker —saludó Shaw.

—Buenos días, sir Maxwell.

—Me prometió usted unos cigarrillos, señora Dawon.

La anciana sacó un paquete de cigarrillos de debajo del mostrador.

—Le he conseguido doscientos Players de mi marido en Dymchurch, sir Maxwell. Pero son del mercado negro y me temo que un poco caros.

—¿No lo es todo en estos tiempos que corren? Anótelo en mi cuenta.

Se guardó el paquete en el bolsillo de la cazadora y salió de la tienda. Al cerrar la puerta, escuchó decir a Tinker:

—Pobre diablo.

Respiró profundamente para contener la cólera y tocó ligeramente al perro labrador.

—Vamos, muchacha —dijo y echó a caminar por la única calle del pueblo.

Había sido el abuelo de Maxwell Shaw quien hiciera la fortuna de la familia, como dueño de una fundición en Sheffield, que había progresado gracias a la industrialización victoriana. Fue él quien adquirió la propiedad, la rebautizó con el nombre de Shaw Place y se retiró a ella, en 1885, millonario y con una baronía. Su hijo no había demostrado ningún interés por la empresa familiar, que había pasado a otras manos. Militar de carrera, había muerto al frente de sus hombres en la batalla de Spion Kop, durante la guerra de los bóers.

Maxwell Shaw, nacido en 1890, había seguido los pasos de su padre. Pasó por Eton, la academia militar de Sandhurst, y obtuvo un nombramiento de oficial en el ejército de la India. Sirvió en Mesopotamia durante la Primera Guerra Mundial y regresó a la patria en 1916, para ser transferido a un regimiento de infantería. Su madre aún vivía y su hermana Lavinia, diez años menor que él, estaba casada con un piloto del Royal Flying Corps y ella misma actuó como enfermera. En 1917, Maxwell regresó de Francia gravemente herido y con la Cruz Militar. Durante su convalecencia conoció a la joven que se convertiría en su esposa en el baile local de cazadores, y contrajo matrimonio con ella antes de regresar a Francia.

Fue en 1918, el último año de la guerra, cuando todo pareció suceder de pronto. Su madre murió.

Poco después también murió su joven esposa a consecuencia de una mala caída durante una cacería. Estuvo en cama durante diez días, tiempo suficiente para que Shaw obtuviera permiso para regresar y estuviera con ella en el momento de su muerte Fue Lavinia la que le apoyó en aquella situación y lo sostuvo ante la tumba. Un mes más tarde, ella misma se quedó viuda cuando su esposo fue derribado en el frente occidental.

Después de la guerra, lo que ambos heredaron fue un mundo diferente, como todos los demás, pero a Shaw no le gustó. Al menos, él y Lavinia se tenían el uno al otro, y tenían Shaw Place aunque, a medida que fueron transcurriendo los años y disminuyendo el dinero, las cosas empezaron a ser cada vez más difíciles. Él fue miembro conservador del Parlamento durante un tiempo y luego perdió su escaño, de forma humillante, a manos de un socialista. Como muchos de los de su clase, era violentamente antisemita y eso, exacerbado por la aplastante derrota política sufrida, le llevó a relacionarse con sir Oswald Mosley y el Movimiento Fascista Británico.

En todas estas actividades se vio apoyado por Lavinia, aunque el principal interés de su hermana consistiera en tratar de mantener la cabeza por encima del agua y conservar la propiedad. Desencantados con la forma en que había cambiado la sociedad y el lugar que les había correspondido ocupar en ella, terminaron por considerar a Hitler, al igual que otros muchos, como un gobernante modélico, y admiraron lo que estaba haciendo por Alemania.

Y entonces, durante el transcurso de una cena en enero de 1939, fueron presentados a un mayor llamado Werner Keitel, agregado militar en la embajada alemana. Lavinia disfrutó durante varios meses de una relación amorosa apasionada y el mayor se convirtió en un visitante asiduo de Shaw Place, pues también era piloto de la Luftwaffe y compartía la afición de Lavinia por la aviación. En aquella época, ella tenía un Tiger Moth, guardado en un viejo cobertizo; utilizaba el prado sur como pista de aterrizaje. Con frecuencia volaban juntos en el biplano de dos asientos, recorriendo grandes zonas de la costa sur, y ella permitía que Keitel disfrutara con el gran interés que sentía por la fotografía aérea.

Nada de todo aquello le importó a Shaw. Lavinia ya había tenido otras relaciones anteriores y, en cuanto a él mismo, sentía muy poco interés por las mujeres. El asunto con Keitel, sin embargo, fue diferente debido a las consecuencias que tuvo.

—Bueno, al menos sabemos dónde estamos con él —dijo Devlin hablando de Shaw—. Es la clase de tipo que solía hacer transportar a los niños a Australia por haber robado una hogaza de pan.

Schellenberg le ofreció un cigarrillo.

—En aquella época, Werner Keitel fue un agente del Abwehr empleado para seleccionar agentes camuflados. No era lo habitual entonces. Se avecinaba una guerra, eso era evidente, y se estaban haciendo muchos preparativos para León Marino.

—Y la propiedad de ese tipo era perfecta —observó Devlin—. Situada en el quinto infierno, pero a sólo setenta kilómetros de Londres, y con ese prado sur donde poder aterrizar un avión.

—En efecto. Según el informe de Keitel, le resultó extrañamente fácil reclutarlos a ambos. Les proporcionó una radio. La hermana ya conocía el código Morse. Se les prohibió expresamente participar en cualquier otro tipo de actividades, claro. Más tarde, Keitel resultó muerto en el transcurso de la Batalla de Inglaterra.

—¿Tenían un nombre en código?

Ilse, que hasta entonces había permanecido tranquilamente sentada, extrajo otra hoja del expediente.

—Halcón. Se le tiene que alertar con el mensaje: «¿Sigue esperando el halcón?». Ha llegado el momento de hacerlo.

—Bueno —dijo Devlin—, de modo que estaban ahí, esperando el gran día, la invasión que nunca se produjo. Me pregunto cuál será ahora la situación.

—Resulta que disponemos de alguna otra información —le dijo Ilse—. Tenemos aquí un artículo que fue publicado en una revista estadounidense. —Comprobó la fecha—. En marzo del cuarenta y tres. Se titula «El Movimiento Fascista Británico». El periodista consiguió una entrevista con Shaw y su hermana. También hay una foto.

Lavinia aparecía montada a caballo, con la cabeza cubierta por un pañuelo, y era bastante más atractiva de lo que Devlin se había imaginado. Shaw estaba de pie junto a ella, con una escopeta bajo el brazo.

Schellenberg leyó el artículo con rapidez y luego se lo pasó a Devlin.

—Bastante triste. Ahí dice que, como la mayoría de los que eran como él, fue detenido sin juicio durante unos meses, en el cuarenta, amparándose en la regulación 18B.

—¿En la prisión de Brixton? Eso tuvo que haber sido toda una conmoción para él —comentó Devlin.

—El resto es incluso más triste. Tuvieron que vender terrenos. Se quedaron sin sirvientes. Sólo estaban ellos dos, dependiendo el uno del otro, en una vieja casa que se desmoronaba. Podría ser perfecto. Echemos un vistazo al mapa del Canal. —Se acercaron a la mesa de mapas—. Aquí, en Francia, en Cap de la Hague y Chernay. Antes había aquí un club aéreo. Dispone de una pista de aterrizaje que sólo utiliza la Luftwaffe en casos de emergencia, para repostar y esas cosas. Sólo hay media docena de hombres y es perfecto para nuestros propósitos, porque sólo se encuentra a poco menos de cincuenta kilómetros del château de Belle Íle, donde tendrá lugar la conferencia del Führer.

—¿A qué distancia de nuestros amigos, en las marismas de Romney?

—A unos doscientos treinta kilómetros, la mayor parte del trayecto sobre el mar.

—Estupendo —asintió Devlin—, a excepción de una sola cosa. ¿Estarán dispuestos los Shaw a ser activados de nuevo?

—¿No podría Vargas encargarse de averiguarlo?

—Como ya le dije antes, Vargas podría echarlo todo a perder. Eso sería exactamente lo que desearía la inteligencia británica. La oportunidad de detener a todos los que pudieran. —Devlin sacudió la cabeza con un gesto negativo—. No, los Shaw tendrán que esperar a que yo llegue allí, lo mismo que todo lo demás. Si están dispuestos a participar, entonces entraremos en acción.

—Pero ¿cómo se comunicará con ellos? —preguntó Ilse.

—Es posible que todavía tengan esa radio y yo puedo manejar uno de esos trastos. En el cuarenta y uno, cuando el Abwehr me reclutó para ir a Irlanda, pasé por el habitual cursillo de radio y morse.

—¿Y si no la tienen?

—Entonces pediré una, la tomaré prestada o la robaré —contestó Devlin echándose a reír—. ¡Jesús, general! Se preocupa usted demasiado.

Shaw vio un conejo y se llevó la escopeta al hombro, pero ya era demasiado tarde y falló el tiro. Lanzó una maldición, se sacó un frasco del bolsillo y tomó un trago. Nell gimió, dirigiéndole una mirada de ansiedad. En esta zona, los juncos eran casi tan altos como un hombre, y el agua gorgoteaba en las grietas del terreno, deslizándose hacia el mar. El paisaje era de la desolación más completa; el cielo tenía un aspecto negruzco, cubierto por nubes hinchadas, y lluvioso. Cuando empezó a llover, Lavinia apareció montada a caballo, avanzando a lo largo de un dique, en su dirección.

—Hola, querido —le saludó, tirando de las riendas—. He escuchado tu disparo.

—Últimamente parece que no soy capaz ni de darle a una pared de ladrillos. —Volvió a llevarse el frasco a los labios e hizo un gesto señalando lo que les rodeaba—. Fíjate…, un mundo muerto, Lavinia. Todo está condenadamente muerto, incluido yo mismo. Si al menos sucediera algo…, cualquier cosa.

Y se volvió a llevar el frasco a los labios.

Asa Vaughan cerró el expediente y levantó la mirada. Schellenberg se inclinó hacia él, desde el otro lado de la mesa, y le ofreció un cigarrillo.

—¿Qué le parece?

—¿Por qué yo?

—Porque me han dicho que es usted un gran piloto capaz de volar en cualquier cosa.

—Habitualmente, los halagos le pueden llevar a uno a cualquier parte, general, pero examinemos esto. Cuando entré a formar parte de las SS, digamos que «inducido», el trato fue que sólo actuaría contra los rusos. Para mí quedó bien claro que no tendría que participar en ningún acto que fuera en detrimento de la causa de mi país.

Devlin, sentado junto a la ventana, se echó a reír duramente.

—Qué cantidad de sandeces, hijo. Si creyó usted eso, habría sido capaz de creer en cualquier otra tontería. A usted le tuvieron metido entre la espada y la pared desde el momento en que le pusieron ese uniforme.

—Me temo que tiene toda la razón, capitán —dijo Schellenberg—. Con esa clase de argumentación no llegaría muy lejos con el Reichsführer.

—Ya me lo imagino —dijo Asa con una expresión taciturna en su rostro.

—¿Cuál es su problema? —preguntó Devlin—. ¿Dónde preferiría estar? ¿Otra vez en el frente oriental o aquí? Además, no tiene alternativa. Niéguese y ese viejo cabrón de Himmler le enviará en un santiamén a un campo de concentración.

—Parece que no hay nada que oponer, excepto un pequeño detalle —le dijo Asa—. Si me atrapan en Inglaterra llevando este uniforme, me encontraré con el consejo de guerra más rápidamente constituido de toda la historia de Estados Unidos y de ahí al pelotón de fusilamiento.

—No, no le sucederá eso, hijo —dijo Devlin—. Le ahorcarán. Nada de pelotones de fusilamiento. Pero hablemos ahora del vuelo. ¿Cree que podría hacerlo?

—No veo ninguna razón para que no se pueda. Si voy a tener que hacerlo, necesito conocer la aproximación al canal de la Mancha desde Inglaterra. Por lo que puedo ver, tendría que volar sobre el agua durante la mayor parte del tiempo y girar hacia el continente en los últimos kilómetros.

—Exactamente —asintió Schellenberg.

—En cuanto a esa casa, Shaw Place, significaría un aterrizaje nocturno. Pero incluso con luna necesitaría de algún tipo de guía para orientarme. —Asintió con un gesto, pensando en ello—. Cuando era un muchacho, en California, mi instructor de vuelo era un tipo que había volado con la escuadrilla Lafayette, en Francia. Recuerdo que me contaba cómo en aquellos tiempos en que las cosas eran mucho más primitivas, utilizaban a menudo unas pocas lámparas de bicicleta, colocadas en el campo e invertidas, dispuestas en forma de L al revés, con el cruce en la parte por donde soplara el viento.

—Es un método muy sencillo —dijo Devlin.

—En cuanto al avión, tendría que ser pequeño. Algo así como un Fieseler Stork.

—Sí, bien, confío en que eso se esté solucionando —dijo Schellenberg—. He hablado con el oficial al mando del Ala Aérea Enemiga. Se hallan estacionados en Hildorf, a sólo un par de horas en coche desde Berlín, y nos esperan por la mañana. En su opinión, cree poder encontrarnos un avión adecuado.

—Supongo que así será —dijo Asa levantándose—. ¿Qué viene ahora?

—Ahora vamos a comer, hijo —le contestó Devlin—. Lo mejor que puede ofrecer el mercado negro. Luego regresará conmigo al apartamento de frau Huber, y ambos compartiremos la habitación libre. No se preocupe, dispone de camas gemelas.

La capilla del priorato de St. Mary de las Hermanitas de la Piedad era fría y húmeda y olía a cera e incienso. En el confesionario, el padre Frank Martin esperó a que se hubiera marchado la hermana cuya confesión acababa de escuchar. Después apagó las luces y salió.

Era el sacerdote que estaba a cargo de St. Patrick, a dos calles de distancia, y con esa responsabilidad se incluía el ser el padre confesor del priorato. Tenía setenta y seis años y era un hombre pequeño y frágil, con el cabello muy blanco. De no haber sido por la guerra, le habrían jubilado ya, pero eso era como todo lo demás en estos últimos tiempos, había que poner todas las manos a la obra.

Entró en la sacristía, se quitó el alba y dobló cuidadosamente la estola de color violeta. Se puso el abrigo, pensando en lo pesado que resultaba trabajar hasta las primeras horas de la noche, pero finalmente se impusieron la compasión y la caridad cristianas. En aquellos momentos había dieciocho pacientes, siete de ellos en fase terminal. No estaría nada mal volver a darse una vuelta por las salas. No las había visitado desde primeras horas de la tarde y eso no le parecía suficiente.

Se dispuso a salir por la capilla cuando vio a la madre superiora, la hermana María Palmer, dedicada a fregar el suelo, una tarea humilde que se había impuesto ella misma para recordar lo que consideraba como su mayor debilidad: el pecado de orgullo.

El padre Martin se detuvo al verla y sacudió la cabeza.

—Es usted demasiado dura consigo misma.

—No lo suficiente —dijo ella—. Me alegro de verle. Se ha producido un cambio desde que estuvo aquí antes. Nos han vuelto a traer a un prisionero de guerra alemán.

—¿De veras?

Salieron de la capilla por la entrada del vestíbulo.

—Sí, un oficial de la Luftwaffe recientemente herido, pero que ya está recuperándose. Un tal coronel Kurt Steiner. Lo han colocado en el piso de arriba, como los otros que habíamos tenido.

—¿Han puesto guardias?

—Media docena de policías militares. El responsable es un joven segundo teniente llamado Benson.

En ese momento, Jack Carter y Dougal Munro bajaron por la escalera principal.

—¿Está todo a su entera satisfacción, brigadier? —preguntó la hermana María Palmer.

—Perfectamente —contestó Munro—. Intentaremos causarles las menores molestias posibles.

—No es ninguna molestia —le aseguró ella—. Y, a propósito, le presento al padre Martin, nuestro sacerdote.

—Padre —saludó Munro y, volviéndose a Carter, añadió—: Me marcho ahora, Jack. No olvide traer a un médico para que compruebe su estado.

—Quizá no le haya quedado claro que yo soy doctora, brigadier —intervino la hermana María Palmer—. Sean cuales fueren las dolencias del coronel Steiner, estoy segura de que podemos encargarnos de cuidarlas. De hecho, ahora que ustedes han terminado, me ocuparé de visitarlo para asegurarme de que ha sido bien instalado.

—Bueno, hermana, no estoy seguro de que deba hacerlo —dijo Jack Carter.

—Capitán Carter, permítame recordarle que este priorato, del que yo soy responsable, no sólo es una casa de Dios, sino también un lugar donde atendemos a los enfermos y a los moribundos. He visto la ficha médica del coronel Steiner y he observado que sólo han transcurrido unas semanas desde que fue gravemente herido. Por lo tanto, necesitará mi atención y, como he observado por su expediente que también es de religión católica, es posible que también necesite los cuidados espirituales del padre Martin, aquí presente.

—Tiene toda la razón, hermana —intervino Munro—. Ocúpese de que así sea, ¿quiere, Jack?

El brigadier salió y Carter se volvió para iniciar la marcha escalera arriba. Al final había una puerta, pesadamente tachonada con acero. Un policía militar estaba sentado ante una pequeña mesa situada junto a la puerta.

—Abra —le ordenó Carter. El policía militar llamó a la puerta, que fue abierta un instante después, desde dentro, por otro policía. Entraron y Carter dijo—: Utilizamos las otras habitaciones como alojamientos para los hombres.

—Ya veo —asintió la hermana María Palmer.

La puerta que daba a la primera habitación estaba abierta. Había una pequeña mesa junto a una cama estrecha; en ella estaba sentado Benson, el joven teniente. Se puso en pie de un salto.

—¿Qué puedo hacer por usted, señor?

—La hermana y el padre Martin deberán tener acceso siempre que lo soliciten. Órdenes del brigadier Munro. Ahora hablaremos con el prisionero.

Salieron al pasillo, que terminaba en una pared desnuda. Al lado había una puerta junto a la que estaba sentado otro policía militar.

—Que Dios nos ayude —comentó el padre Martin—, están ustedes vigilando muy bien al prisionero.

Benson abrió la puerta, que estaba cerrada con llave, y Steiner, que se hallaba de pie ante la ventana, se volvió a saludarles. Ofrecía un aspecto impresionante con su uniforme azul grisáceo de la Luftwaffe, la Cruz de Caballero con hojas de roble colgada en el cuello, y las otras medallas ofreciendo un espectáculo magnífico.

—Le presento a la madre superiora —dijo Carter—, la hermana María Palmer. No tuvieron oportunidad de hablar antes. Y el padre Martin.

—Mañana le haré bajar a la enfermería para someterle a un reconocimiento a fondo, coronel —dijo la hermana María Palmer.

—¿Le parece bien, señor? —preguntó Benson a Carter.

—Por el amor de Dios —dijo ella—, acompáñelo usted mismo, teniente, rodeado de todos sus hombres. Pero, si no está en la enfermería a las diez, tendremos unas palabras.

—No hay problema —asintió Carter—. Ocúpese de ello, Benson. ¿Alguna otra cosa, hermana?

—No, eso será suficiente por esta noche.

—Si no les importa, quisiera hablar un momento con el coronel, en privado —dijo el padre Martin.

Carter asintió haciendo un gesto y se volvió hacia Steiner.

—Le vigilaré de vez en cuando —le dijo.

—Estoy seguro de que así lo hará.

Salieron todos, a excepción del padre Martin, quien cerró la puerta y se sentó en la cama.

—Hijo mío, ha debido de pasarlo usted muy mal. Eso es algo que se le nota en la cara. ¿Cuándo fue la última vez que acudió a misa?

—Hace tanto tiempo de eso que ni lo recuerdo. La guerra, padre, tiende a interponerse en todo.

—¿Y tampoco se ha confesado? ¿También ha transcurrido mucho tiempo desde la última vez que pudo aliviar la carga de sus pecados?

—Me temo que sí —contestó Steiner sonriendo, con un sentimiento de simpatía hacia aquel hombre—. Sé que tiene usted buenas intenciones, padre.

—Por el amor del cielo, hijo, yo no estoy preocupado por usted y yo. Lo único que me interesa es usted y Dios. —El padre Martin se levantó—. Rezaré por usted, hijo mío, y le visitaré a diario. En cuanto sienta usted la necesidad de confesión y de misa, le ruego que me lo comunique y me ocuparé de que pueda unirse a nosotros, en la capilla.

—Me temo que el teniente Benson también insistiría en venir —dijo Steiner.

—Bueno, eso también le haría algo de bien a su alma inmortal, ¿no le parece? —replicó el anciano sacerdote con una sonrisa, saliendo de la habitación.

Asa Vaughan estaba sentado ante la mesa del comedor, en el apartamento de Ilse Huber, con Devlin sentado frente a él.

—¿Cree realmente que este asunto puede funcionar? —preguntó el estadounidense.

—Cualquier cosa puede funcionar mientras el motor siga en marcha, ¿no es cierto?

Asa se levantó y caminó inquieto por el comedor.

—¿Qué demonios estoy haciendo yo aquí? ¿Lo comprende usted? Parece como si todo se me hubiera echado encima, como si hubiese sucedido de pronto. Por lo visto, yo no tuve nada que decir al respecto. Y parece ser que ahora tampoco puedo hacer nada.

—Pues claro que puede hacer algo —dijo Devlin—. Siga adelante con el asunto, vuele con el avión hasta Inglaterra, aterrice y entréguese.

—¿Y de qué serviría eso? Jamás me creerían, Devlin. —Hubo una expresión horrorizada en su rostro cuando añadió—: Ahora que lo pienso en serio, me doy cuenta de que nunca me creerán.

—En tal caso, será mejor que confíe en que Adolf Hitler gane la guerra —dijo Devlin.

Pero a la mañana siguiente, en la base aérea de Hildorf, el estadounidense pareció sentirse mucho más animado cuando el mayor Koenig, el oficial al mando del Ala Aérea les mostró lo que tenían, Parecía tener a su disposición muestras de la mayoría de los aviones aliados. Había un B-17, un bombardero Lancaster, un Hurricane, un Mustang, todos ellos con la insignia de la Luftwaffe.

—Y ahora, esto es lo que he pensado que mejor podría convenir a sus propósitos —dijo—. Está aquí, en el hangar del fondo.

El avión que había allí era un monoplano de ala alta, con un solo motor y una envergadura de alas de más de quince metros.

—Muy bonito —dijo Asa—. ¿Qué es?

—Un Westland Lysander. Alcanza una velocidad máxima de trescientos setenta kilómetros por hora a diez mil pies de altura. Puede aterrizar y despegar en muy poco terreno. Completamente cargado, sólo necesita doscientos veinte metros.

—Eso significa que podrá efectuar el vuelo en menos de una hora —le dijo Schellenberg a Asa.

—¿Pasajeros? —preguntó Asa.

—¿En cuántos está usted pensando? —preguntó Koenig.

—En dos.

—Se pueden acomodar perfectamente, incluso si son tres. Hasta podría llevar a cuatro un poco apretados. —Se volvió hacia Schellenberg—. Pensé en seguida en este aparato en cuanto usted planteó sus necesidades. Lo recogimos en Francia el mes pasado. Era de la RAF. El piloto recibió una bala en el pecho al ser atacado por un caza nocturno JU. Consiguió aterrizar y perdió el conocimiento antes de poder destruirlo. Estos aviones son utilizados por la inteligencia británica para efectuar operaciones encubiertas. Operan con la Resistencia francesa, transportando agentes desde Inglaterra y sacando a otros. Éste es el aparato perfecto para esa clase de trabajo.

—Bien, en ese caso es mío —dijo Schellenberg.

—Pero, general… —empezó a decir Koenig.

Schellenberg extrajo del bolsillo la directiva del Führer.

—Lea esto, por favor.

Koenig así lo hizo. Se la devolvió y se puso firmes, entrechocando los talones.

—A sus órdenes, general.

—Bien —dijo Schellenberg volviéndose a mirar a Asa—, ¿cuáles son sus necesidades?

—Bueno, evidentemente, quiero probarlo. Acostumbrarme al cacharro, aunque no creo que eso sea ningún problema.

—¿Alguna otra cosa?

—Sí, también quisiera que se le colocaran los distintivos de la RAF para el vuelo hacia Inglaterra, aunque debiera hacerse de modo temporal, como si fuera una lona que pudiera despegarse con facilidad, para volver a convertirlo en un avión de la Luftwaffe en el camino de regreso.

—Eso es fácil de solucionar —dijo Koenig.

—Excelente —le dijo Schellenberg—. El Hauptsturmführer Vaughan se quedará aquí y probará ahora el aparato. Practicará con él todo el tiempo que desee durante el resto del día. Después, introducirá usted los cambios que se necesiten y enviará el avión, el próximo fin de semana, a su lugar de destino en Francia, que mi secretaria se encargará de notificarle.

—Desde luego, general —asintió Koenig.

—Disfrute mientras pueda —añadió Schellenberg mirando a Asa—. Le he pedido a la Luftwaffe que nos preste un Fieseler Stork. Volaremos a Chernay y mañana mismo inspeccionaremos el campo de aterrizaje. Mientras estamos allí también me gustaría echarle un vistazo a ese château de Belle Íle.

—¿Y quiere que sea yo el que pilote?

—No se preocupe, hijo —le dijo Devlin cuando Schellenberg ya se marchaba—. Tenemos toda nuestra confianza depositada en usted.

En Londres, Dougal Munro se encontraba trabajando en su mesa de despacho cuando entró Jack Carter.

—¿Qué hay, Jack?

—He recibido un informe médico de la hermana María Palmer, señor. Es sobre Steiner.

—¿Y cuál es la opinión de la hermana?

—Todavía no está recuperado del todo. Queda una infección residual. Me pidió que la ayudara a conseguir algo de ese nuevo medicamento maravilloso, la penicilina. Al parecer, lo cura todo, pero hay muy poco suministro.

—Entonces, consígasela, Jack, consígala.

—Muy bien, señor. Estoy seguro de que podré hacerlo.

Ya en la puerta, vaciló antes de salir, y Munro preguntó con impaciencia:

—Por el amor de Dios, ¿qué ocurre ahora, Jack? Estoy metido en el trabajo hasta las orejas, y entre mis preocupaciones no es la más pequeña una reunión que debe celebrarse a las tres en el cuartel general del estado mayor de las fuerzas aliadas, presidida por el propio general Eisenhower.

—Bueno, se trata del asunto Steiner, señor. Quiero decir que ya lo tenemos donde queríamos, instalado en el priorato. ¿Qué sucederá ahora?

—Liam Devlin, si es a él a quien eligen finalmente para realizar el trabajo, no va a lanzarse en paracaídas mañana por la noche, para caer en el patio del priorato de St. Mary, y si lo hiciera así, ¿qué? La única forma que tendríamos de vigilar mejor a Steiner sería acostándolo con un policía militar, y eso no serviría de nada.

—Entonces, ¿nos limitamos a esperar, señor?

—Pues claro que sí. Si ellos intentan hacer algo, necesitarán semanas para organizado, pero eso no importa. Después de todo, tenemos a Vargas en el bolsillo. Si ocurre cualquier cosa, seremos los primeros en saberlo.

—Muy bien, señor.

Cuando Carter abrió la puerta, Munro añadió:

—Disponemos de todo el tiempo del mundo, Jack. Lo mismo que Steiner.

Aquella noche, cuando Steiner entró en la capilla lo hizo escoltado por el teniente Benson y un cabo de la policía. La capilla estaba fría y húmeda, con un aspecto un tanto fantasmagórico debido a las velas encendidas en el altar y la luz roja de la lámpara del sagrario. Instintivamente, introdujo las puntas de los dedos en el agua bendita, como una especie de regresión a su niñez, avanzó y se sentó en el extremo de un banco, junto a dos monjas, dispuesto a esperar su turno. La madre superiora salió del confesionario, le sonrió al verle y pasó de largo. Una de las monjas entró. Al cabo de un rato salió y fue sustituida por la otra.

Cuando le llegó el turno, Steiner entró y se arrodilló; la oscuridad le pareció sorprendentemente reconfortante. Vaciló, sin saber qué decir, pero el fantasma de la niñez volvió a surgir y dijo casi automáticamente:

—Bendígame, padre.

El padre Martin se dio cuenta en seguida de quién se trataba.

—Que el Señor Jesús te bendiga y te ayude a confesar tus pecados.

—Maldita sea, padre —explotó Steiner de pronto—. Ni siquiera sé por qué estoy aquí. Quizá sólo quería salir de aquella habitación.

—Oh, estoy seguro de que Dios te perdonará por eso, hijo. —Steiner sintió el loco deseo de echarse a reír. El anciano añadió—: ¿Hay algo que quieras decirme? ¿Alguna cosa?

Y de repente, sin premeditación, Steiner se encontró diciendo:

—Mi padre…, mataron a mi padre y lo colgaron de un garfio como si fuera un trozo de carne.

—¿Quién hizo eso, hijo mío?

—La Gestapo…, la maldita Gestapo. —Steiner apenas si podía respirar, y sentía la garganta seca y los ojos calientes—. Odio, eso es lo que siento, y sed de venganza. Deseo vengarme. Pero ¿de qué le sirve eso a un hombre como usted, padre? ¿Acaso no soy culpable de un gran pecado?

—Que nuestro Señor Jesucristo te absuelva —dijo el padre Martin con voz serena—, y yo, por su autoridad, te absuelvo de todos tus pecados, en el nombre del Padre, y del Hijo, y del Espíritu Santo amén.

—Pero padre, no ha comprendido —dijo Kurt Steiner—. Yo ya no puedo rezar.

—Está bien, hijo mío —le dijo el padre Martin—… Yo rezaré por ti.