4

Mientras el coche avanzaba por Tower Hill, la niebla fue desplegándose a partir del Támesis.

—¿Cuál es ahora la situación aquí? —preguntó Munro.

—Todo el lugar está vigilado, brigadier. No se permite la entrada del público, como solía hacerse antes de la guerra. Tengo entendido que algunos días se organizan visitas para militares aliados de uniforme.

—¿Y los alabarderos de la guardia?

—Oh, siguen funcionando, y continúan viviendo con sus familias en los alojamientos para casados. Todo esto ha sido bombardeado en más de una ocasión. Exactamente tres veces mientras Rudolf Hess estuvo aquí, ¿lo recuerda?

Fueron detenidos ante un puesto de centinela donde se les comprobaron los pases. Luego, siguieron avanzando entre los jirones de niebla, con los sonidos del tráfico amortiguado, y el angustioso ulular de la sirena de niebla de un barco, desde el Támesis, que seguía su curso río abajo, hacia el mar.

Se les volvió a comprobar la documentación antes de cruzar un puente levadizo y pasar por una gran puerta de acceso.

—No es precisamente el día más apropiado para tener el corazón lleno de alegría —comentó Munro.

No había gran cosa que ver, debido a la niebla; sólo muros de piedra gris. Llegaron finalmente a la guardia interior, completamente aislados del exterior.

—El hospital está por allí, señor —dijo Carter.

—¿Ha organizado las cosas como le ordené?

—Sí, señor, aunque debo admitir que con cierta mala gana.

—Es usted un hombre agradable, Jack, pero esta guerra no lo es. Vamos, bajaremos y seguiremos el camino a pie.

—Sí, señor.

Carter se esforzó por seguirle el paso, con la pierna planteándole problemas, como siempre. La niebla era amarillenta y acre, y parecía agarrarse al fondo de la garganta, como si fuera ácido.

—Impresionante, ¿verdad? —preguntó Munro—. Es verdaderamente muy densa. ¿Cómo la llamaría Dickens? ¿Típica de Londres?

—Así lo creo, señor.

—Qué lugar más sangriento es éste, Jack. Se supone que está poblado de fantasmas. Aquella desgraciada mujer, lady Jane Grey; y Walter Raleigh rondando incesantemente los muros. Me pregunto cómo le sentará esto a Steiner.

—No creo que le ayude precisamente a dormir, señor.

Uno de los famosos cuervos negros de la Torre surgió de entre la niebla, enorme, aleteando y lanzándoles un graznido.

—¡Apártate, criatura nauseabunda! —gritó Munro, violentamente sobresaltado—. ¿Qué le había dicho yo? Son los espíritus de los muertos.

La pequeña sala del hospital estaba pintada de un verde oscuro. Había una cama estrecha, una mesita y un armario ropero, así como un cuarto de baño adjunto. Kurt Steiner, vestido con pijama y un batín de paño, estaba sentado junto a la ventana, leyendo. La ventana estaba cubierta por rejas, aunque era posible pasar la mano a través de ellas y abrir el marco. Prefería sentarse allí porque, con buen tiempo, podía ver la guardia interior y la Torre Blanca. Eso le permitía formarse una ilusión de espacio, y el espacio significaba libertad. Se escuchó el crujido de los cerrojos procedente de la sólida puerta. Ésta se abrió y un policía militar entró en la celda.

—Tiene usted visita, coronel.

Munro entró, seguido por Carter.

—Puede usted dejarnos a solas, cabo —le dijo al policía militar.

—A sus órdenes.

El hombre salió, cerrando la puerta. Munro iba vestido de uniforme, más por motivos de efecto que por cualquier otra cosa. Se quitó el abrigo británico y Steiner observó las insignias y distinciones de un oficial de estado mayor.

—¿Oberleutnant Kurt Steiner?

Steiner se levantó de la silla.

—¿Brigadier?

—Munro, y éste es mi ayudante, el capitán Jack Carter.

—Caballeros, ya les informé hace algún tiempo de mi nombre, rango y número de serie —dijo Steiner—. No tengo nada más que añadir, excepto que me sorprende que nadie intentara apretarme las tuercas desde entonces. Me disculpo por el hecho de que sólo haya una silla, de modo que no puedo invitarles a que se sienten.

Su inglés era perfecto y a Munro le asombró sentir una cierta simpatía por él.

—Nos sentaremos en la cama, si nos lo permite. Jack, ofrézcale un cigarrillo al coronel.

—No, gracias —dijo Steiner—. Una bala en el pecho fue una buena justificación para dejarlo.

—Su inglés es realmente excelente —dijo Munro, una vez que se hubieron sentado.

—Brigadier —dijo Steiner sonriendo—, sin duda alguna sabrá usted que mi madre era estadounidense y que viví en Londres durante muchos años, de joven, cuando mi padre fue agregado militar en la embajada alemana. Fui educado en St. Paul’s.

Tenía veintisiete años de edad, y se encontraba en buena forma, a excepción de unas mejillas ligeramente hundidas, debido, sin duda, a la hospitalización. Era un hombre bastante tranquilo, con una ligera sonrisa en los labios, y un aire de confianza en sí mismo que Munro ya había observado antes en muchos militares aerotransportados.

—No se le ha sometido a ningún otro interrogatorio, no sólo debido al estado en que se ha encontrado durante tanto tiempo —dijo Munro—, sino también porque sabemos todo lo que hay que saber con respecto a la operación Águila.

—¿De veras? —replicó Steiner con sequedad.

—Sí. Una tarea propia para el departamento de operaciones especiales, coronel. Nuestro trabajo consiste en saber las cosas. Estoy seguro de que le sorprenderá saber que el hombre al que intentaron asesinar aquella noche en Meltham House no era el señor Churchill.

Steiner le miró con incredulidad.

—¿Qué está intentando decirme ahora? ¿Qué disparate es este?

—No es ningún disparate —intervino Jack Carter—. Se trataba de un hombre llamado George Howard Foster, conocido en el ambiente del music hall como el Gran Foster. Un ilusionista de cierto renombre.

Steiner se echó a reír inconteniblemente.

—¡Pero eso es maravilloso! Y tan sangrientamente irónico. ¿No lo comprenden? Si hubiéramos tenido éxito y hubiésemos logrado llevarlo de regreso con nosotros… Dios santo, un artista de music hall. Me habría encantado ver la cara que ponía ese bastardo de Himmler. —Aparentemente preocupado por haber ido demasiado lejos, suspiró profundamente y se controló—. ¿Y qué?

—Su amigo, Liam Devlin, resultó herido, pero sobrevivió —dijo Carter—. Logró llegar a un hospital holandés, y después escapó a Lisboa. Por lo que sabemos, su segundo en el mando, Neumann, todavía sobrevive y está hospitalizado.

—Lo mismo que quien lo organizó todo, el coronel Max Radl —añadió Munro—. Sufrió un ataque al corazón.

—De modo que no quedamos muchos —comentó Steiner en voz baja.

—Es algo que nunca ha podido comprender, coronel —dijo Carter—. Usted no es nazi, eso lo sabemos. Arruinó su carrera tratando de ayudar a una mujer judía en Varsovia y, sin embargo, la última noche que estuvo en Norfolk intentó apoderarse de Churchill.

—Soy un militar, capitán. La función había empezado, y esto es un juego, ¿no está de acuerdo conmigo?

—Y al final el juego se burló de usted, ¿no es así? —dijo Munro con perspicacia.

—Algo así.

—¿No ha tenido esto nada que ver con el hecho de que su padre, el general Karl Steiner, haya sido detenido en el cuartel general de la Gestapo, en Prinz Albrechtstrasse, en Berlín, por complicidad en una conjura contra el Führer? —preguntó Carter.

La expresión de Steiner se ensombreció.

—Capitán Carter, el Reichsführer Himmler es notable por muchas cosas, pero no precisamente por la caridad y la compasión.

—Y fue Himmler quien estuvo detrás de todo este asunto —dijo Munro—. Presionó a Max Radl para que actuara a espaldas del almirante Canaris. Ni siquiera el Führer tenía la menor idea de lo que se estaba tramando. Y sigue sin saberlo.

—Nada me sorprendería —dijo Steiner levantándose y dirigiéndose hacia la pared. Una vez allí, se volvió hacia sus visitantes—. Y ahora, caballeros, ¿a qué viene todo esto?

—Quieren que regrese —le dijo Munro.

Steiner le miró fijamente, incrédulo.

—Está bromeando. ¿Por qué razón iban a molestarse?

—Lo único que sé es que Himmler quiere que salga usted de aquí.

Steiner volvió a sentarse en la silla.

—Pero eso es una tontería…, con el debido respeto a mis compatriotas. Los prisioneros alemanes de guerra no se han destacado por haber escapado de Inglaterra, ni siquiera desde la Primera Guerra Mundial.

—Ha habido uno —le dijo Carter—. Un piloto de la Luftwaffe, pero incluso él tuvo que hacerlo desde Canadá, a través de Estados Unidos, antes de que los estadounidenses entraran en guerra.

—Pasa por alto lo más importante —dijo Munro—. Aquí no estamos hablando de un prisionero que se limita a escapar. Aquí estamos hablando de una especie de complot, si así lo quiere. Una operación montada meticulosamente, dirigida por el general Walter Schellenberg, del SD. ¿Le conoce usted?

—Sólo de oídas —contestó Steiner automáticamente.

—Claro que se necesitaría al hombre adecuado para llevar a cabo la operación, y ahí es donde entra en liza Liam Devlin —añadió Carter.

—¿Devlin? —repitió Steiner sacudiendo la cabeza—. Tonterías, Devlin es uno de los hombres más notables que haya conocido jamás, pero ni siquiera él podría sacarme de este lugar.

—Sí, desde luego, aunque no sería de este sitio, porque vamos a trasladarle a una casa de seguridad en Wapping, en el priorato de St. Mary. Más adelante se le informará de los detalles.

—No, no me lo creo. Esto es un truco, una trampa —dijo Steiner.

—Buen Dios, ¿qué beneficio cree usted que conseguiríamos nosotros? —preguntó Munro—. En la embajada española hay un hombre llamado José Vargas, agregado comercial. A veces trabaja para ustedes, por dinero. Opera a través de un primo suyo que trabaja a su vez en la embajada española en Berlín, y utiliza la valija diplomática.

—Pero resulta que también trabaja para nosotros por la misma razón, por dinero —añadió Carter—. Y los dos han estado en contacto, indicándonos así el interés de los suyos por sacarle de aquí, y solicitando más información en cuanto a su paradero.

—Incluso nosotros mismos le hemos dicho lo que necesita saber —dijo Munro—. También le hemos comunicado cuál será su nuevo domicilio, en el priorato.

—Ahora lo comprendo —dijo Steiner—. Permiten ustedes que el plan se desarrolle para que Devlin venga a Londres. Necesitará ayuda, claro. Tendrá que utilizar a otros agentes y, en el momento apropiado, ustedes los detendrán a todos.

—Sí, eso es una forma de concebirlo —asintió Munro—. Aunque también existe otra posibilidad, claro.

—¿Y cuál sería ésa?

—Sencillamente, que las cosas sigan su curso. Que le permita escapar a Alemania…

—¿Donde trabajaría para usted? —preguntó Steiner sacudiendo la cabeza—. Lo siento, brigadier. Carter tenía razón, no soy un nazi, pero sigo siendo un militar…, un soldado alemán. Me sería muy difícil aceptar la palabra traidor.

—¿Diría usted acaso que su padre y otros como él fueron traidores porque intentaron eliminar al Führer? —preguntó Munro.

—En cierto modo, eso es diferente. Se trataría de alemanes intentando resolver sus propios problemas.

—Un punto de vista muy limpio —admitió Munro. Se volvió y preguntó—: ¿Jack?

Carter se levantó y llamó a la puerta. Ésta se abrió y apareció el policía militar. Munro se levantó.

—Si quiere usted seguirme, coronel, hay algo que me gustaría enseñarle.

Por lo que se refería a Adolf Hitler, los traidores no debían contar con la posibilidad de una muerte honorable. Ningún oficial encontrado culpable de haberse conjurado contra él debía morir ante un pelotón de fusilamiento. El castigo estaba tipificado que sería la muerte por horca, para lo que, habitualmente, se empleaba un garfio de colgar carne y un hilo de cuerda de piano. Era frecuente que las víctimas tardaran en morir, a veces de forma muy desagradable. El Führer había ordenado que todas aquellas ejecuciones fueran filmadas. Algunas eran tan impresionantes que, según se decía, hasta el propio Himmler había tenido que salir de la sala de proyección, con náuseas.

La ejecución que se estaba proyectando ahora en el gran almacén situado al final del pasillo, era una filmación parpadeante y bastante granulosa. El joven sargento de inteligencia, anónimo en la oscuridad, situado detrás del proyector, utilizaba como pantalla la misma pared pintada de blanco. Steiner estaba sentado en una silla, solo. Munro y Carter se hallaban situados detrás de él.

El general Karl Steiner, sostenido por dos hombres de las SS, ya había muerto a causa de un ataque al corazón, el único buen detalle de todo el procedimiento. De todos modos, lo colgaron del garfio y se apartaron del cuerpo. La cámara permaneció enfocada fijamente sobre la patética figura, que se balanceaba ligeramente de un lado a otro, hasta que la pantalla quedó en blanco.

El sargento encendió las luces. Kurt Steiner se levantó de la silla, se volvió y se dirigió hacia la puerta sin decir una sola palabra. La abrió, pasó ante el policía militar y caminó por el pasillo, dirigiéndose a su celda. Munro y Carter le siguieron. Cuando entraron en la habitación, encontraron a Steiner de pie ante la ventana, apretando con las manos los barrotes y mirando hacia el exterior. Se volvió hacia ellos. Tenía el rostro muy pálido.

—¿Saben, caballeros? Creo que ha llegado el momento de empezar a fumar de nuevo.

Jack Carter sacó con nerviosismo un cigarrillo del paquete de Players, le ofreció uno y se lo encendió.

—Siento mucho que lo haya tenido que ver —dijo Munro—, pero era importante que supiera usted que Himmler había quebrantado su promesa.

—Vamos, brigadier —dijo Steiner con sequedad—. Usted no siente nada. Lo único que quería era demostrar su punto de vista, y lo ha conseguido. Nunca creí que mi padre tuviera una posibilidad de supervivencia, hiciera yo lo que hiciese. En cuanto a Himmler, mantener sus promesas no es algo que le preocupe en especial.

—¿Y qué piensa usted ahora? —preguntó Munro.

—Ah, ¿de modo que llegamos por fin al propósito del ejercicio? ¿Estaré dispuesto ahora, lleno de rabia, a ofrecer mis servicios a los aliados? ¿Permitiré que me faciliten la huida a Alemania, donde asesinaría a Hitler a la primera oportunidad que se me presentara? —Sacudió la cabeza con tristeza—. No, brigadier. Pasaré unas cuantas malas noches a causa de lo que acabo de ver. Incluso es posible que pida ver a un sacerdote, pero la cuestión esencial sigue siendo la misma. La participación de mi padre en un complot contra la vida de Hitler fue como alemán. No lo estaba haciendo para favorecer la causa de los aliados. Lo estaba haciendo por Alemania.

—Sí, desde luego, eso es fácil de comprender —intervino Carter.

—Entonces —dijo Steiner volviéndose hacia él—, también se dará cuenta de que hacer lo que sugiere el brigadier sería una traición con respecto a todo aquello que mi padre defendió y por lo que, en ultimo término, dio la vida.

—Muy bien —dijo Munro levantándose—. Estamos perdiendo nuestro tiempo. Será usted transferido al priorato de St. Mary a principios de año, coronel. Su amigo Devlin no tiene la menor esperanza de sacarlo de allí, claro, pero nos encantará que lo intente. —Se volvió a Carter y añadió—: Pongámonos en marcha, Jack.

—¿Me permite una cosa más, brigadier? —le interrumpió Steiner.

—¿Sí?

—Mi uniforme. Le recuerdo que, según la Convención de Ginebra, tengo derecho a llevarlo puesto.

Munro miró a Carter, quien dijo:

—Ha sido reparado, coronel, y limpiado. Me ocuparé de que lo reciba usted hoy mismo, con todas sus medallas, naturalmente.

—Entonces, ya está todo dicho —dijo Munro saliendo de la celda.

Carter se sacó del bolsillo el paquete de cigarrillos y una caja de cerillas y los dejó sobre la mesita.

—Ha mencionado usted a un sacerdote. Me ocuparé de que le visite uno, si así lo desea.

—Se lo haré saber en tal caso.

—¿Quiere un suministro de cigarrillos?

—Será mejor que no. Ése tenía un gusto horrible —contestó Steiner consiguiendo esbozar una sonrisa.

Carter se encaminó hacia la puerta y, una vez allí, vaciló y se volvió.

—Si le ayuda en algo saberlo, coronel, parece ser que su padre murió de un ataque al corazón. Aunque no conozco las circunstancias…

—Oh, me las imagino muy bien, pero gracias de todos modos —le interrumpió Steiner.

Permaneció allí de pie, con las manos metidas en los bolsillos del batín, muy tranquilo. Carter, sin saber qué otra cosa podía añadir, salió al pasillo y siguió a Munro.

Algo más tarde, cuando su coche avanzaba en la niebla a lo largo de Tower Hill, Munro dijo:

—No lo aprueba usted, ¿verdad, Jack?

—No, realmente no, señor. Y, en mi opinión, ha sido una crueldad innecesaria.

—Sí. Bueno, como ya le dije antes, ésta no es una guerra agradable. Al menos, ahora sabemos a qué atenernos con respecto a nuestro amigo Steiner.

—Supongo que sí, señor.

—En cuanto a Devlin…, si es lo bastante loco como para intentarlo, habrá que dejar que venga cuando quiera. Teniendo a Vargas para informarnos de cada uno de sus movimientos, no podemos equivocarnos.

Se reclinó en el asiento y cerró los ojos.

Devlin no llegó a Berlín hasta el día de Año Nuevo. Había tardado dos días en conseguir un billete en el expreso a París desde Madrid. Una vez allí, la prioridad conseguida gracias a Schellenberg le permitió encontrar billete en el expreso a Berlín, pero bombarderos B-17 de la 8.ª Fuerza Aérea de Estados Unidos, que operaban desde Inglaterra, habían causado daños muy graves en las vías de distribución del tráfico ferroviario de Frankfurt. Eso exigió desviar la ruta de la mayor parte de los trenes procedentes de Francia y Holanda.

El tiempo era malo en Berlín. Hacía la clase de tiempo que no parecía decidirse en un sentido u otro, con la lluvia transformándose en aguanieve, y viceversa. Devlin, que todavía llevaba un traje más apto para Lisboa, se las había arreglado para conseguir una gabardina en París, pero se sentía helado y su estado era bastante miserable cuando avanzó con dificultades entre la multitud que atestaba la estación central de Berlín.

Desde la barrera donde se encontraba, junto a la policía de seguridad, Ilse Huber le reconoció en seguida por la fotografía de su expediente. Ya había hablado con el sargento al mando de la policía, de modo que en cuanto apareció Devlin, con una bolsa en la mano y los papeles preparados, ella intervino de inmediato.

—¿Herr Devlin? Por aquí, por favor —dijo tendiéndole la mano—. Soy Ilse Huber, la secretaria del general Schellenberg. Tiene usted un aspecto terrible.

—Pues lo mismo me siento yo.

—Nos está esperando un coche —dijo ella.

El coche era un Mercedes con un gallardete de las SS bien visible.

—Supongo que eso hará que la gente se aparte del camino con rapidez, ¿no es así? —preguntó Devlin.

—Ayuda, desde luego —admitió ella—. Al general Schellenberg se le ocurrió pensar que podría haberse visto usted sorprendido por el tiempo que hace.

—Ya lo puede asegurar.

—He tomado medidas para llevarle inmediatamente a una tienda de segunda mano. Allí le conseguiremos todo lo que necesite. También tendrá que alojarse en algún lugar. Tengo un apartamento situado no muy lejos del cuartel general. Hay dos dormitorios. Si le parece, puede disponer de uno de ellos mientras esté aquí.

—Creo que la pregunta sería más bien: ¿qué le parece a usted? —replicó él.

—Señor Devlin —contestó ella con un encogimiento de hombros—, mi esposo murió en el frente ruso. No tengo hijos. Mis padres murieron durante una incursión de la RAF sobre Hamburgo. La vida podría ser difícil si no fuera por una sola cosa. Trabajar para el general Schellenberg suele ocuparme dieciséis horas diarias, de modo que estoy poco tiempo en casa.

Ella le sonrió y Devlin la miró con expresión bondadosa.

—En tal caso, está hecho. Es Ilse, ¿verdad? Vayamos a ver lo de las ropas. Me siento como si se me hubieran congelado algunas de mis partes más intimas.

Cuarenta minutos más tarde, cuando salieron de la tienda de ropa de segunda mano a la que ella le había llevado, él llevaba un traje de tweed, botas de cordones, un pesado abrigo que le llegaba casi a la altura de los tobillos, guantes y un sombrero flexible.

—Ahora ya está equipado para soportar el invierno en Berlín —dijo ella.

—¿A dónde vamos ahora? ¿A su apartamento?

—No, ya iremos allí más tarde. El general Schellenberg quiere verle lo antes posible. Está en la Prinz Albrechtstrasse.

Devlin escuchó el sonido de disparos a medida que bajaban la escalera.

—¿Qué es todo eso? —preguntó.

—Es la galería de tiro que hay en el sótano —contestó Ilse—. Al general le gusta practicar.

—¿Es bueno?

—El mejor —contestó ella casi impresionada—. Nunca había visto a nadie disparar mejor que él.

—¿De veras? —preguntó Devlin, quien no pareció quedar muy convencido.

Pero tuvo la oportunidad de cambiar de opinión un momento más tarde, cuando abrieron la puerta y entraron. Schellenberg estaba disparando contra una serie de soldados rusos de cartón, observado por un sargento mayor de las SS que, evidentemente, estaba al mando de la galería de tiro. Disparó con rapidez contra tres blancos, alcanzando a dos de ellos en el centro del corazón. Se detuvo para recargar el arma y se dio cuenta de su presencia.

—Ah, señor Devlin, ¿de modo que por fin ha llegado?

—Ha sido un infierno de viaje, general.

—Y, por lo que veo, Ilse ya se ha ocupado de su guardarropa.

—¿Cómo lo ha deducido? —preguntó Devlin—. Sólo ha podido ser por el olor de las bolas de naftalina.

Schellenberg se echó a reír y recargó la Mauser.

—Schwarz —le dijo al sargento mayor—. Tráigale algo al señor Devlin. Tengo entendido que es un excelente tirador.

Schwarz introdujo un cargador en la culata de una Walther PPK y se la entregó al irlandés.

—¿Y bien? —preguntó Schellenberg.

—Su turno, general.

Nuevos blancos saltaron al fondo de la galería y Schellenberg disparó seis veces con mucha rapidez, volviendo a hacer dos agujeros en la zona del corazón de tres blancos separados.

—Vaya, eso sí que es toda una proeza.

Devlin levantó la mano cuando apenas había terminado de hablar. Hizo tres disparos tan seguidos que casi podrían haberse escuchado como uno solo. Un agujero apareció entre los ojos de cada uno de los tres blancos. Luego, bajó la Walther e Ilse Huber exclamó:

—¡Dios mío!

Schellenberg le entregó su pistola a Schwarz.

—Un talento notable, señor Devlin.

—Más bien una notable maldición. Y ahora, ¿qué viene a continuación?

—El Reichsführer ha expresado su deseo de verle.

—La última vez que nos vimos no le caí muy bien —gruñó Devlin—. Ese hombre sólo sabe trabajar en el castigo de los demás. Está bien, pasemos por eso cuanto antes.

El Mercedes giró, saliendo de la Wilhelmplatz, entró en la Vosstrasse y se dirigió hacia la cancillería del Reich.

—¿Qué es todo esto? —preguntó Devlin.

—Las cosas han cambiado un poco desde que Goering afirmó que si una sola bomba caía sobre Berlín, se le podría llamar Maier.

—¿Quiere decir que se equivocó?

—Me temo que sí. El Führer se ha hecho construir un búnker por debajo de la cancillería. Es su cuartel general subterráneo. Hay treinta metros de hormigón, de modo que la RAF puede arrojar todas las bombas que quiera.

—¿Quiere eso decir que es aquí donde tiene intención de ofrecer su última resistencia? —preguntó Devlin—. ¿Quizá mientras se escucha la música de Wagner por los altavoces?

—Sí, pero bueno, no nos gusta pensar en eso —dijo Schellenberg—. Las personas importantes disponen aquí de alojamientos secundarios, lo que, evidentemente, incluye al Reichsführer.

—¿Y qué va a pasar ahora? ¿Esperan que la RAF arrase la ciudad esta noche o qué?

—No, no es nada tan excitante. Al Führer le gusta tener reuniones con su estado mayor en la sala de mapas. Después, ofrece cenas.

—¿Ahí abajo? —preguntó Devlin, estremeciéndose—. Preferiría comer un bocadillo de carne asada.

El Mercedes se introdujo por la rampa para coches y un centinela de las SS se le aproximó. A pesar del uniforme de Schellenberg, el centinela comprobó a conciencia sus identidades, antes de permitirles el paso. Devlin siguió a Schellenberg a lo largo de un pasillo interminable, con paredes de cemento y débilmente iluminado. Los ventiladores eléctricos del sistema de ventilación producían un suave zumbido, y de vez en cuando se percibía una ligera ráfaga de aire frío. Había guardias de las SS aquí y allá, pero no se veía a muchas personas. Mientras seguían avanzando por el pasillo, se abrió de pronto una puerta y un joven cabo salió. Devlin distinguió por detrás una sala atestada de equipos de radio y una serie de operadores.

—No cometa el error de pensar que no hay nadie aquí —dijo Schellenberg—. Hay salas como ésa por todas partes. Hay un par de cientos de personas en lugares como esa sala de radio.

Un poco más adelante se abrió otra puerta y, ante el asombro de Devlin, Hitler salió por ella, seguido de un hombre de anchos hombros y fornido, que llevaba un uniforme indescriptible. Al aproximarse, Schellenberg apartó a Devlin a un lado y se puso firme. El Führer hablaba con el otro hombre en voz baja, y los ignoró por completo. Pasó junto a ellos y descendió la escalera situada en el extremo del pasillo.

—El hombre que iba con él era Bormann —dijo Schellenberg—. El Reichsleiter Martin Bormann, jefe de la cancillería del partido nazi. Un hombre muy poderoso.

—¿Y ése era el Führer? —preguntó Devlin—. Y pensar que he estado casi a punto de tocarle la chaqueta…

—A veces, amigo mío, me pregunto cómo se las ha arreglado para durar tanto como ha durado —dijo Schellenberg con una sonrisa.

—Ah, bueno, eso tiene que ser gracias a mi buena suerte, general.

Schellenberg llamó a una puerta, la abrió y entró. Una mujer joven, una auxiliar de las SS en uniforme, estaba sentada ante una máquina de escribir, en un rincón de la estancia. El resto del espacio estaba ocupado por archivadores y la mesa de despacho detrás de la cual estaba sentado Himmler, revisando un expediente. Levantó la mirada y se quitó los quevedos.

—Bien, general, ¿de modo que ha llegado?

—Que Dios les bendiga a todos —dijo Devlin con tono alegre.

Himmler esbozó una mueca y le dijo a la mujer:

—Déjenos. Vuelva dentro de quince minutos. —La mujer salió y él siguió diciendo—: Le esperaba en Berlín bastante antes, herr Devlin.

—Su sistema ferroviario parece haber tenido problemas con la RAF —le dijo Devlin encendiendo un cigarrillo, sobre todo porque sabía lo mucho que eso le disgustaba a Himmler.

El Reichsführer se sintió fastidiado, pero no dijo nada. Se volvió hacia Schellenberg y comentó:

—Hasta el momento, general, parece haber malgastado usted una gran cantidad de tiempo. ¿Por qué no regresó con usted herr Devlin directamente desde Lisboa?

—Ah, el general hizo un trabajo estupendo —intervino Devlin—. Era yo quien tenía planes para Navidad, ¿comprende? No, el general fue muy razonable. Mucho más de lo que podría decir con respecto a ese otro tipo, Berger. Él y yo no pudimos congeniar.

—Eso es lo que tengo entendido —dijo Himmler—. Pero eso apenas importa, ya que el Sturmbanführer tiene otras obligaciones de las que ocuparse. —Se reclinó en la silla antes de preguntar—: ¿De modo que, en su opinión, este asunto puede llevarse adelante? ¿Cree que puede sacar a Steiner de donde está?

—Eso depende del plan —contestó Devlin—, pero todo es posible.

—Sería un golpe de mano muy notable para todos nosotros —asintió Himmler.

—Es posible que lo sea —dijo Devlin—, pero lo que a mí me preocupa es el regreso. La última vez casi no lo consigo.

—En aquella ocasión se le pagó muy bien, y debo recordarle que esta vez también se le pagará bien.

—Y eso es un hecho —dijo Devlin—. Como dijo mi anciana madre, el dinero será mi muerte.

Himmler parecía sentirse extremadamente molesto.

—¿Es que no puede tomarse nada en serio, irlandés?

—La última vez que tuve el placer de ver a su señoría ya le di una respuesta a eso. Es a causa de la lluvia.

—Oh, sáquelo de aquí —exclamó Himmler—. Y continúe con el asunto, general. No hace falta decirle que espero un informe regular sobre sus progresos.

Reichsführer —saludó Schellenberg haciendo salir a Devlin.

Ya en el pasillo, el irlandés sonreía con una amplia mueca.

—He disfrutado con eso.

Dejó caer el cigarrillo al suelo y lo aplastó en el momento en que Berger aparecía tras doblar una esquina, con un mapa enrollado bajo el brazo.

Iba vestido de uniforme, con las cruces de Hierro de primera y segunda clase. Se puso rígido al verlos, y Devlin dijo alegremente:

—Muy apuesto, hijo, pero a mí me da la impresión de que alguien se ha dedicado a estropearle su buen aspecto.

El rostro de Berger estaba muy pálido y aunque la hinchazón ya había disminuido, era evidente que su nariz estaba rota. Ignoró a Devlin y saludó formalmente a Schellenberg.

—General.

Pasó a su lado y llamó a la puerta del despacho de Himmler.

—Debe de sentirse muy bien ahí dentro —observó Devlin.

—Sí —asintió Schellenberg—. Interesante.

—Bien, ¿y ahora a dónde? ¿A su despacho?

—No, eso lo dejaremos para mañana. Le llevaré a comer y después le dejaré en el apartamento de Ilse. Pasará una buena noche de sueño y mañana empezaremos a trabajar.

Al llegar a la boca del túnel sintieron una bocanada de aire fresco y Devlin respiró profundamente.

—Gracias a Dios —exclamó echándose a reír.

—¿De qué se ríe ahora? —preguntó Schellenberg.

En la pared había un cartel con la imagen muy idealizada de un soldado de las SS, debajo de la cual se leía la frase: «Al final está la victoria».

—Que Dios se apiade de nosotros, general —dijo Devlin, sin dejar de reír—, pero algunas personas son capaces de creer cualquier cosa.

Berger entrechocó los talones ante la mesa de Himmler.

—He traído el plano del château de Belle Íle, Reichsführer.

—Excelente —dijo Himmler—. Déjeme ver.

Berger desenrolló el plano y el Reichsführer lo examinó.

—Bien, muy bien —dijo al cabo de un momento, levantando la mirada—. Estará usted a cargo de todo, Berger. ¿Cuántos hombres sugeriría para la guardia de honor?

—Veinticinco. Treinta como mucho, Reichsführer.

—¿Ha visitado ya el lugar? —preguntó Himmler.

—Volé a Cherburgo anteayer y luego me dirigí al castillo. Es realmente espléndido. Los propietarios son unos aristócratas franceses que huyeron a Inglaterra. Por el momento sólo han quedado allí un encargado y su esposa. Les he informado de que nos haremos cargo del lugar en un próximo futuro, aunque, naturalmente, no le he dicho la razón.

—Excelente. No hay ninguna necesidad de acercarse por allí durante las dos próximas semanas. En otras palabras, espere todo lo posible antes de que sus hombres se hagan cargo del control. Ya sabe cómo son los de esa denominada Resistencia francesa. Una pandilla de terroristas dedicados a poner bombas y asesinar. —Enrolló el plano y se lo devolvió a Berger—. Después de todo, Berger, la seguridad del Führer se encontrará en esta conferencia bajo nuestra más directa responsabilidad. Y esa responsabilidad es sagrada.

—Desde luego, Reichsführer.

Berger volvió a entrechocar los talones y salió. Himmler tomó la pluma y empezó a escribir de nuevo.

El Mercedes avanzó por la Kurfürstendamm al tiempo que empezaba a nevar otra vez. Por todas partes se observaban las pruebas de los estragos causados por las bombas, y la perspectiva de la avenida era algo menos que agradable, con la prohibición de encender luces y la llegada de la oscuridad.

—Fíjese en todo esto —dijo Schellenberg—. Había sido una gran ciudad… Arte, música, teatro, y los clubs, señor Devlin. El Paraíso y el Nilo Azul. Siempre abarrotados con los travestidos más hermosamente vestidos que se hayan visto jamás.

—Mis gustos nunca han ido por ese lado —dijo Devlin.

—Y tampoco los míos —dijo Schellenberg riendo—. Siempre pienso que se están perdiendo algo muy bueno. Bien, vayamos a comer. Conozco un pequeño restaurante en una calle secundaria, no lejos de aquí, donde cocinan razonablemente bien. Con productos del mercado negro, claro, pero me conocen, y eso siempre ayuda.

El lugar era bastante hogareño y apenas si había una docena de mesas. Estaba dirigido por un hombre y su esposa que, evidentemente, conocían bien a Schellenberg. El hombre se disculpó porque no tenía bocadillos de carne asada, pero pudo ofrecer caldo de cordero, con carne, patatas y col, así como una botella de Hock.

El reservado en el que se sentaron era bastante privado y una vez que hubieron terminado de comer, Schellenberg preguntó:

—¿Cree usted realmente que esa operación es posible?

—Cualquier cosa es posible. Recuerdo un caso que se produjo durante la revolución irlandesa, en mil novecientos veinte. Los ingleses habían capturado a un tipo llamado Michael Fitzgerald, un importante líder del IRA. Lo encerraron en la prisión de Limerick. Un hombre llamado Jack O’Malley, que sirvió con el ejército británico en Flandes, con el rango de capitán, sacó su viejo uniforme, camufló a media docena de sus hombres como soldados y se presentó en la prisión de Limerick con una orden falsa para trasladar a Fitzgerald al castillo de Dublín.

—¿Y funcionó?

—Como si fuera un hechizo. —Devlin sirvió lo que quedaba de la botella, repartiéndolo en los dos vasos—. Aquí, sin embargo, tenemos un problema, y es bastante importante.

—¿De qué se trata?

—De Vargas.

—Ya nos hemos ocupado de eso. Le hemos dicho que debemos disponer de información convincente acerca de a dónde tienen intención de trasladar a Steiner.

—¿Está usted convencido de que lo trasladarán?

—Estoy seguro. No seguirán teniéndolo en la Torre. Es demasiado absurdo.

—¿Y cree que Vargas conseguirá la información correcta? —Devlin sacudió la cabeza con expresión dubitativa—. Tiene que ser muy bueno.

—Siempre lo ha sido en el pasado, según ha podido saber el Abwehr. Se trata de un diplomático español, señor Devlin, un hombre situado en una posición privilegiada. No es un agente ordinario. Y he ordenado investigar a fondo a ese primo suyo, ese tal Rivera.

—Está bien, acepto eso. Digamos que Rivera está perfectamente limpio, pero ¿quién ha comprobado a Vargas? Nadie. Rivera no es más que un conducto a través del cual van y vienen los mensajes, pero ¿y si Vargas es otra cosa?

—¿Quiere decir que puede tratarse de una trampa de la inteligencia británica para atraernos?

—Bueno, miremos las cosas tal como ellos podrían considerarlas. Sea quien fuere el que lleve a cabo la operación, necesita contar con amigos en Londres, alguna clase de organización. Si yo estuviera al mando del lado británico, soltaría un poco de cuerda, dejaría que las cosas empezaran y luego detendría a todo aquel que se pusiera a mi alcance. Desde ese punto de vista, sería todo un golpe.

—¿Me está diciendo que se lo ha pensado mejor, que ahora no quiere ir?

—No, no es eso. Lo que le estoy diciendo es que, si lo hago, tengo que partir de la suposición de que allí me están esperando. Ese Vargas nos ha vendido. Una vez que pienso así, las cosas son completamente diferentes.

—¿Está hablando en serio? —preguntó Schellenberg.

—Yo aparecería como un perfecto idiota si organizáramos las cosas sobre la base de que Vargas está de nuestro lado y, al llegar allí, resultara que no lo está. Táctica, general, eso es lo que necesitamos en este caso. Es como en el ajedrez. Uno tiene que pensar por lo menos con tres jugadas de antelación.

—Señor Devlin, es usted un hombre muy notable —le dijo Schellenberg.

—Fui un genio en mis buenos tiempos —asintió Devlin con aires de solemnidad.

Schellenberg se encargó de pagar la cuenta y salieron. Seguía nevando ligeramente cuando se dirigieron hacia el Mercedes.

—Ahora le llevaré al apartamento de Ilse y volveremos a reunimos por la mañana. —En ese momento empezaron a sonar las sirenas de alarma. Schellenberg llamó a su conductor—. Hans, a esta dirección. —Luego, se volvió hacia Devlin—. Pensándolo mejor, creo que sería preferible regresar al restaurante y permanecer tranquilamente sentados en el sótano, en compañía de las demás personas sensatas. Es un lugar bastante cómodo. Ya he estado antes allí.

—¿Por qué no? —replicó Devlin y regresó con él—. ¿Quién sabe? Quizá puedan encontrarnos allí una botella de algo.

Por detrás de ellos, el fuego de las baterías antiaéreas retumbaba como una tormenta desde las afueras de la ciudad.