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Londres - Berlín - Lisboa
1943

El piso del brigadier Dougal Munro sólo estaba a diez minutos andando del cuartel general del SOE en Londres, en la calle Baker. Como jefe de la sección D, tenía que estar localizable las veinticuatro horas del día y, además, el teléfono normal tenía una línea de seguridad directa a su despacho. Fue ese teléfono particular el que contestó aquella tarde de últimos de noviembre, mientras estaba sentado frente a la chimenea, trabajando en unos expedientes.

—Aquí Carter, brigadier. Acabo de regresar de Norfolk.

—Bien —le dijo Munro—. Venga a verme de camino para casa y cuénteme lo ocurrido.

Colgó el teléfono y se levantó para prepararse un whisky de malta. Era un hombre bajo y fuerte, de aspecto poderoso, con el cabello blanco y gafas con montura de acero. No era estrictamente mi profesional, y su rango de brigadier lo ostentaba por simples motivos de autoridad en ciertos lugares y a la edad de sesenta y cinco años, una edad a la que la mayoría de los hombres tenían que enfrentarse a la jubilación, incluso en Oxford. Lo cierto era que la guerra le había salvado. Aún estaba pensando en ello cuando sonó el timbre de la puerta. Acudió a abrir y dejó entrar al capitán Jack Carter.

—Parece estar helado, Jack. Puede servirse una copa.

Jack Carter apoyó el bastón contra una silla y se quitó el abrigo. Vestía el uniforme de capitán de los Green Howards, con la cinta de la Cruz Militar entre los distintivos. Su pierna postiza era un legado de Dunkerque, y cojeó ostentosamente al acercarse al armario donde estaban las botellas, sirviéndose un whisky.

—Bien, ¿cuál es la situación en Studley Constable? —preguntó Munro.

—Las cosas han vuelto a la normalidad, señor. Todos los paracaidistas alemanes han sido enterrados en una fosa común, en el cementerio de la iglesia.

—No habrán puesto ninguna identificación, ¿verdad?

—No por el momento, pero los habitantes de ese pueblo resultan un tanto extraños. En realidad, parecen tener una opinión muy elevada de Steiner.

—Sí, bueno, uno de sus sargentos resultó muerto al tratar de salvar la vida de dos niños del pueblo que se cayeron en la corriente del molino. De hecho, fue esa acción lo que echó a perder su camuflaje y provocó el fracaso de toda la operación.

—Además —añadió Carter—, dejó que los habitantes del pueblo se marcharan antes de que empezara lo peor del combate.

—Exactamente. ¿Ha conseguido el expediente sobre él?

Carter tomó su cartera de mano y extrajo un par de hojas grapadas. Munro las examinó.

Oberleutnant Kurt Steiner, de veintisiete años de edad. Ha hecho una carrera notable. Creta, norte de África, Stalingrado. Posee la Cruz de Caballero con Hojas de Roble.

—Siempre me ha intrigado su madre, señor. Una persona muy conocida en la sociedad de Boston. Lo que allá se conoce como una «brahmín de Boston».

—Todo eso está muy bien, Jack, pero no olvide que su padre fue un general alemán, y condenadamente bueno. Y ahora, ¿qué pasa con Steiner? ¿Cómo está?

—No parece haber razones para dudar de una recuperación completa. Justo en las afueras de Norwich hay un hospital de la RAF para las tripulaciones de bombarderos con problemas de quemaduras. Antes era un asilo. Tenemos a Steiner allí, con una guardia de seguridad. La cobertura es que se trata de un piloto de la Luftwaffe que ha sido derribado. Ha resultado muy conveniente que los paracaidistas alemanes y las tripulaciones de la Luftwaffe tengan más o menos el mismo uniforme.

—¿Y sus heridas?

—Tuvo mucha suerte, señor. Una bala le alcanzó en el hombro derecho, por detrás. La segunda estaba destinada directamente al corazón, pero se desvió al chocar con el esternón. El cirujano no cree que tarde mucho en recuperarse, sobre todo porque su estado físico es excelente.

Munro se levantó y se preparó otra pequeña copa de whisky.

—Repasemos lo que sabemos, Jack. Todo ese condenado asunto, el complot para raptar a Churchill, la planificación. ¿Todo eso se hizo sin el conocimiento del almirante Canaris?

—En efecto, señor. Al parecer, todo fue obra de Himmler. Presionó a Max Radl, en el cuartel general del Abwehr, para que lo planificara a espaldas del almirante. Eso es, al menos, lo que nos han asegurado nuestras fuentes en Berlín.

—Y, sin embargo, ¿él lo sabe todo ahora? —preguntó Munro—. Me refiero al almirante.

—Parece que así es, señor, y no se ha sentido precisamente complacido aunque, desde luego, ya no puede hacer nada al respecto. No puede echar a correr para contárselo al Führer.

—Y tampoco puede hacerlo Himmler —dijo Munro—, y mucho menos cuando ese proyecto se montó sin el conocimiento del Führer.

—Claro que Himmler le entregó a Max Radl una carta de autorización firmada por el propio Hitler —dijo Carter.

—Que se proponía hacerle firmar a Hitler, Jack. Apostaría a que esa carta fue lo primero que acabó en el fuego. No, Himmler no querrá dar a conocer lo ocurrido.

—Y nosotros no es que queramos ver publicada la noticia en la primera página del Daily Express, ¿verdad, señor? Imagínese, paracaidistas alemanes tratando de apoderarse del primer ministro, muertos en combate con rangers estadounidenses en un pueblo inglés.

—Sí, no creo que esa noticia ayudara precisamente al esfuerzo de guerra. —Munro volvió a mirar el expediente—. Ese tipo del IRA, Devlin, parece todo un personaje. ¿Y dice que, según su información, resultó herido?

—En efecto, señor. Estaba hospitalizado en Holanda y, sencillamente, una noche se largó. Tenemos entendido que ahora está en Lisboa.

—Probablemente con la esperanza de llegar de algún modo a Estados Unidos. ¿Lo tenemos vigilado? ¿Quién es nuestro hombre en Lisboa?

—El mayor Arthur Frear, señor, agregado militar de la embajada. Ha sido notificado —contestó Carter.

—Bien —asintió Munro.

—¿Qué hacemos entonces con Steiner, señor?

Munro frunció el ceño, pensando.

—En cuanto se encuentre en condiciones, tráigalo a Londres. ¿Seguimos teniendo a prisioneros alemanes de guerra en la Torre?

—Sólo ocasionalmente, señor, como prisioneros en tránsito que pasan por algún pequeño hospital. Ya no es como en los primeros tiempos de la guerra, cuando teníamos allí a la mayoría de las tripulaciones capturadas de los submarinos.

—Y a Hess.

—Eso es un caso especial, ¿no le parece, señor?

—Está bien. Tendremos a Steiner en la Torre. Podrá quedarse en el hospital hasta que decidamos un lugar más seguro. ¿Alguna otra cosa?

—Se ha producido una complicación, señor. El padre de Steiner, como usted sabe, estuvo involucrado en una serie de complots del ejército cuyo objetivo era asesinar a Hitler. El castigo está institucionalizado: ahorcado con cuerda de piano; toda la escena ha sido registrada por orden expresa del Führer.

—Qué desagradable —exclamó Munro.

—La cuestión, señor, es que hemos recibido una película de la muerte del general Steiner. Una de nuestras fuentes de Berlín consiguió sacarla vía Suecia. No sé si desearía usted verla. No es precisamente agradable.

Munro estaba enojado, se levantó y recorrió la habitación. Se detuvo de pronto, con una ligera sonrisa en la boca.

—Dígame, Jack, ¿continúa ese pequeño sapo de Vargas en la embajada española?

—José Vargas, señor, agregado comercial. Hace tiempo que no lo hemos utilizado.

—¿Y la inteligencia alemana está convencida de que está de su lado?

—El único lado que conoce Vargas es el que tenga la chequera más abultada, señor. Trabaja a través de su primo, en la embajada española de Berlín.

—Excelente —asintió Munro, ahora sonriendo—. Dígale que haga llegar a Berlín la noticia de que tenemos a Kurt Steiner. Dígale que informe que se encuentra en la Torre de Londres. Eso suena como algo bastante espectacular, ¿verdad? Y, lo más importante, que se asegure de que tanto Canaris como Himmler obtienen la misma información. Eso debería agitarlos un poco.

—¿Qué está tramando, señor? —preguntó Carter.

—Esto es la guerra, Jack, la guerra. Ahora, tómese otra copa y luego váyase a casa a dormir. Mañana le espera un día muy ajetreado.

Cerca de Paderborn, en Westfalia, en la pequeña ciudad de Wewelsburg, estaba el castillo del mismo nombre que Heinrich Himmler había aceptado del consejo local en 1934. Su intención original había sido convertirlo en una escuela para los dirigentes de las SS del Reich, pero cuando los arquitectos y constructores terminaron las obras de adaptación, después de haber gastado muchos millones de marcos, habían creado una monstruosidad gótica digna de un gran escenario en la MGM, como un vasto decorado de película de la clase de las que Hollywood se sintió tan orgullosa cuando se pusieron de moda las películas históricas. El castillo disponía de tres alas, torres, un foso, y el Reichsführer tenía sus propios apartamentos en el ala sur, así como lo que constituía su orgullo especial, un enorme comedor donde los miembros selectos de las SS se encontrarían en una especie de Tribunal de Honor. Todo el asunto se había visto influido por la obsesión de Himmler con el rey Arturo y los caballeros de la Tabla Redonda, y poseía una dosis considerable de ocultismo.

A unos quince kilómetros de distancia, en aquella noche de diciembre, Walter Schellenberg encendió un cigarrillo en el asiento posterior del Mercedes que le transportaba a toda velocidad hacia el castillo. Aquella misma tarde había recibido en Berlín la orden de reunirse con el Reichsführer. No se le había especificado la razón de la entrevista, un detalle que él, desde luego, no tomó como ninguna señal de posible ascenso.

Ya había estado en Wewelsburg en varias ocasiones, e incluso había inspeccionado los planos del castillo en el cuartel general de las SD, de modo que lo conocía bien. También sabía que los únicos hombres que se sentaban alrededor de aquella mesa, con el Reichsführer, eran chiflados como el propio Himmler, convencidos de todas las leyendas de los tiempos oscuros sobre la superioridad de los sajones, o servidores que disponían de sus propios sillones, con sus nombres inscritos en placas de plata. El hecho de que el rey Arturo hubiera sido romano-británico, y se hubiese enzarzado en una lucha contra los invasores sajones, hacía que todo aquello fuera aún más extravagante, pero ya hacía tiempo que Schellenberg había dejado de sentirse divertido ante los excesos del Tercer Reich.

Como deferencia ante las exigencias vigentes en Wewelsburg, se había puesto el uniforme negro de las SS, con la Cruz de Hierro de primera clase colgada del lado izquierdo de su chaqueta.

—En qué mundo vivimos —dijo con suavidad, cuando el coche iniciaba el ascenso por la carretera que conducía hasta el castillo, al tiempo que se iniciaba una ligera nevada—. A veces me pregunto quién demonios está dirigiendo esta casa de locos.

Sonrió, reclinándose en su asiento, con un aspecto repentinamente encantador, aunque la cicatriz de una de sus mejillas, producto de un duelo, indicaba un aspecto bastante más despiadado de su naturaleza. Aquello era una reliquia de sus tiempos de estudiante en la universidad de Bonn. A pesar de sus excelentes dotes para los idiomas, había empezado sus estudios en la facultad de Medicina, que luego cambió por la de Derecho. Pero, en la Alemania de 1933, los tiempos eran duros, incluso para los jóvenes cualificados recién salidos de la universidad.

Las SS estaban reclutando jóvenes universitarios bien dotados para cubrir los escalafones de los mandos superiores. Al igual que muchos otros, Schellenberg había considerado la oferta como un empleo, no como un ideal político, y el ascenso en su carrera había sido asombroso. Gracias a su facilidad para los idiomas, el propio Heydrich le había facilitado el acceso al Sicherheitsdienst, el servicio de seguridad de las SS, conocido como el SD. Su responsabilidad principal había sido siempre la de llevar a cabo tareas de inteligencia en el extranjero, lo que a menudo provocaba conflictos de competencia con el Abwehr, a pesar de que sus relaciones personales con Canaris eran excelentes. Una serie de brillantes golpes de mano en la inteligencia le habían permitido ascender con rapidez en el escalafón.

Ahora, a la edad de treinta años, era Brigadeführer de las SS y mayor general de la policía. Lo verdaderamente asombroso era que Walter Schellenberg no se consideraba a sí mismo como un nazi y consideraba al Tercer Reich como una lamentable charada y a sus protagonistas principales como actores de una calidad muy baja. Había judíos que le debían su supervivencia física; víctimas futuras de los campos de concentración, él se había encargado de desviar su ruta predestinada hacia Suecia y la seguridad. Se decía a sí mismo que aquello era un juego peligroso, una compensación para su conciencia, que él mantenía con sus enemigos. Hasta el momento, había conseguido sobrevivir sólo por una razón: Himmler necesitaba de su cerebro y de sus considerables habilidades, y eso fue suficiente.

Cuando llegó al foso sólo observó una ligera capa de nieve. No había agua. El Mercedes cruzó el puente, hacia la puerta de entrada, y él se dijo en voz muy baja:

—Demasiado tarde para quitarse de en medio, Walter, demasiado tarde.

Himmler le recibió en el salón privado de sus aposentos, en el ala sur. Schellenberg fue escoltado hasta allí por un sargento de las SS, con uniforme de gala, y encontró al ayudante personal de Himmler, un Sturmbanführer llamado Rossman, sentado ante una mesa situada junto a la puerta, vestido también con uniforme de gala.

—Mayor —dijo Schellenberg.

Rossman despidió al sargento.

—Un placer verle por aquí, general. Él le está esperando. Y, a propósito, no está de buen humor.

—Lo recordaré.

Abrió la puerta y Schellenberg entró en un gran salón con un techo abovedado y un suelo enlosado. Había tapices en las paredes y muebles de roble de color oscuro. En la gran chimenea de piedra había un fuego encendido. El Reichsführer estaba sentado ante una mesa de roble, repasando un montón de documentos. No iba vestido de uniforme, lo que no era habitual en él. Llevaba un traje de tweed, con camisa blanca y corbata negra. Los quevedos de montura de plata le daban el aspecto de un profesor universitario bastante desagradable.

A diferencia de Heydrich, que siempre se había dirigido a Schellenberg llamándolo por su nombre de pila, aunque sin tutearle, Himmler se mostraba invariablemente formal.

—General Schellenberg —dijo levantando la mirada—. Por fin ha llegado.

En su frase había una reprimenda implícita, por lo que Schellenberg replicó:

—Salí de Berlín en cuanto recibí su mensaje, Reichsführer. ¿En qué puedo servirle?

—Operación Águila, el asunto de Churchill. No le utilicé en ese asunto porque tenía usted otros deberes que cumplir. Sin embargo, creo que a estas alturas ya estará familiarizado con la mayor parte de los detalles.

—Desde luego, Reichsführer.

De repente, Himmler cambió de tema.

—Schellenberg, me siento cada vez más preocupado por las actividades traicioneras de muchos miembros del alto mando. Como sabe, la semana pasada un desgraciado mayor voló por los aires en su coche cerca de la entrada al cuartel general del Führer en Rastenburg. Evidentemente, se trataba de otro intento contra la vida de nuestro Führer.

—Me temo que así es, Reichsführer.

Himmler se levantó y le puso una mano en el hombro.

—Usted y yo, general, estamos comprometidos por un hermanamiento común, el de las SS. Hemos jurado proteger al Führer y, sin embargo, nos vemos amenazados constantemente por la conspiración de un puñado de generales.

—No hay pruebas directas, Reichsführer —dijo Schellenberg, aunque sabía que eso no era cierto del todo.

—Los generales von Stülpnagel, von Falkenhausen, Stieff, Wagner y otros, y hasta su buen amigo el almirante Wilhelm Canaris, Schellenberg. ¿Le sorprendería eso?

Schellenberg trató de conservar la calma, considerando la clara posibilidad de que su nombre pudiera ser pronunciado a continuación en aquella lista.

—¿Qué puedo decirle, Reichsführer?

—Y también Rommel, el zorro del desierto. El héroe del pueblo.

—Y ¡Dios mío! —balbuceó Schellenberg, sobre todo porque le pareció que eso era lo que debía hacer.

—Y ¡Pruebas! —espetó Himmler—. Yo conseguiré las pruebas antes de acabar con esto. Todos ellos tienen una cita concertada con el verdugo. Pero ocupémonos ahora de otras cosas. —Regresó ante la mesa y se sentó—. ¿Ha tenido usted tratos alguna vez con un agente llamado Vargas? —Examinó un papel que tenía ante él y añadió—: José Vargas.

—Le conozco. Es un contacto del Abwehr. Un agregado comercial en la embajada española en Londres. Por lo que sé, sólo se le ha utilizado ocasionalmente.

—Tiene un primo que también es agregado comercial en la embajada española aquí, en Berlín. Un tal Juan Rivera. —Himmler levantó la mirada hacia él—. ¿Es eso correcto?

—Es lo que tengo entendido, Reichsführer. Vargas utilizaría la valija diplomática desde Londres. La mayoría de los mensajes llegarían hasta su primo, aquí en Berlín, en el término de treinta y seis horas. Todo de forma muy ilegal, desde luego.

—Y menos mal que es así —dijo Himmler—. Este asunto de la operación Águila… ¿Dice usted que está familiarizado con los detalles?

—Sí, lo estoy, Reichsführer —contestó Schellenberg con suavidad.

—Tenemos un problema, general. Aunque la idea la sugirió el propio Führer, fue…, ¿cómo lo diría?, más una fantasía que otra cosa. No podía confiarse en que Canaris hiciera nada al respecto. Me temo que la victoria total para el Tercer Reich no está en un lugar muy alto en su lista de prioridades. Ésa fue la razón por la que yo, personalmente, me encargué de poner en marcha la operación, ayudado por el coronel Radl, del Abwehr, quien, por lo que tengo entendido, ha sufrido un ataque al corazón y no se confía mucho en que sobreviva.

—Entonces, ¿el Führer no sabe nada del asunto? —preguntó Schellenberg con precaución.

—Mi querido Schellenberg, él soporta sobre sus hombros la responsabilidad de la guerra en cada uno de sus aspectos. Nosotros tenemos el deber de aligerar esa carga en todo lo posible.

—Desde luego, Reichsführer.

—La operación Águila, aunque brillantemente concebida, terminó en un fracaso, ¿y quién va a querer llevarle al Führer un fracaso y ponérselo encima de la mesa? —Siguió hablando antes de que Schellenberg pudiera contestar—. Lo que me lleva a este informe que me ha llegado desde Vargas, en Londres, a través de su primo de aquí, en Berlín, ese tal Rivera…

Le tendió un documento del cuerpo de transmisiones y Schellenberg le echó un vistazo.

—¡Increíble! —exclamó—. Kurt Steiner está con vida.

—Y en la Torre de Londres —dijo Himmler guardando el documento.

—No lo tendrán allí durante mucho tiempo —dijo Schellenberg—. Puede parecer espectacular, pero la Torre no es nada adecuada para alojar durante mucho tiempo a prisioneros de alta seguridad. Lo trasladarán a algún otro sitio seguro, como hicieron con Hess. ¿Tiene usted alguna otra opinión sobre la cuestión?

—Sólo que los británicos guardarán silencio sobre el hecho de que lo tienen en sus manos.

—¿Por qué lo dice así? Tenga en cuenta que la operación Águila estuvo a punto de alcanzar el éxito.

—Pero Churchill no era Churchill —le recordó Himmler—. Eso fue lo que descubrió nuestro personal de inteligencia.

—Desde luego, Reichsführer, pero los paracaidistas alemanes descendieron sobre suelo inglés y libraron una batalla sangrienta. Si se publicara esa historia, el efecto sobre el pueblo británico sería desmoralizador en esta fase de la guerra. Una mayor prueba de ello es el hecho de que sean el SOE y su brigadier Munro los encargados de manejar el tema.

—¿Conoce usted a ese hombre?

—Sólo sé algo de él, Reichsführer. Es un oficial de inteligencia muy capacitado.

—Mis fuentes me indican que Rivera también ha transmitido está misma información a Canaris. ¿Cómo cree usted que reaccionará él?

—No tengo la menor idea, Reichsführer.

—Puede usted pasar a verle una vez que regrese a Berlín. Descúbralo. En mi opinión, no hará nada. Desde luego, no irá corriendo a hablar con el Führer. —Himmler examinó otra hoja de papel que tenía ante él—. Nunca lograré comprender a hombres como Steiner. Un héroe de guerra. La Cruz de Caballero con hojas de roble, un soldado brillante y, sin embargo, ha arruinado su carrera, se ha arriesgado al fracaso, lo ha arriesgado todo por proteger a una pequeña zorra judía a la que trató de ayudar en Varsovia. La operación Águila vino a salvarle, a él y a sus hombres, de la unidad de castigo en la que estaban sirviendo. —Dejó la hoja sobre la mesa—. El irlandés, desde luego, ya es otra cuestión.

—¿Se refiere a Devlin, Reichsführer?

—Sí, es un hombre verdaderamente repugnante. ¿Sabe usted a qué se parecen los irlandeses, Schellenberg? Todo es un chiste.

—Debo decir que, a juzgar por todos los informes, conoce bien su oficio.

—Estoy de acuerdo con eso, pero sólo intervino en este asunto por dinero. Alguien fue singularmente descuidado al dejarle salir tan tranquilamente de aquel hospital de Holanda.

—En efecto, Reichsführer.

—Mis informes indican que ahora está en Lisboa —dijo Himmler tomando otra hoja de papel—. Encontrará los detalles aquí. Está intentando llegar a Estados Unidos, pero no dispone de dinero. Según lo que dice aquí, trabaja como barman.

Schellenberg examinó con rapidez el informe.

—¿Qué quiere usted que haga en esta cuestión, Reichsführer?

—Regresará a Berlín esta misma noche. Vuele mañana a Lisboa. Convenza a ese bribón de Devlin para que vuelva con usted. No creo que eso le resulte muy difícil. Radl le entregó veinte mil libras por tomar parte en la operación Águila. Se le pagó en una cuenta numerada en Ginebra. —Himmler sonrió ligeramente—. Hará cualquier cosa por dinero. Es esa clase de hombre. Ofrézcale lo mismo…, incluso más, si se ve obligado a ello. Yo autorizaré pagos de hasta treinta mil libras.

—Pero ¿por qué, Reichsführer?

—¿Cómo que por qué? Para organizar la huida de Steiner, desde luego. Creía que eso ya sería evidente para usted. Ese hombre es un héroe del Reich, un verdadero héroe. No podemos seguir dejándolo en manos de los británicos.

Al recordar la forma en que el general Steiner había encontrado su fin en las celdas de la Gestapo, en la Prinz Albrechtstrasse, a Schellenberg le pareció mucho más probable que Himmler tuviera otras razones.

—Comprendo su punto de vista, Reichsführer —dijo con tranquilidad.

—Conoce muy bien la confianza que deposito en usted, general —dijo Himmler—. Y nunca me ha defraudado. Dejo todo este asunto en sus capaces manos. —Le entregó un sobre—. Aquí encontrará una carta de autorización que debe ser suficiente para cubrir todas las contingencias.

Schellenberg no la abrió y se limitó a preguntar:

Reichsführer, ha dicho usted que desea verme partir para Lisboa mañana mismo. ¿Me permite recordarle que es Nochebuena?

—¿Y qué demonios tiene eso que ver con nada? —replicó Himmler verdaderamente sorprendido—. En este caso es fundamental la rapidez, Schellenberg, y tras recordarle el juramento de fidelidad que ha hecho como miembro de las SS, le voy a decir por qué. Dentro de aproximadamente cuatro semanas, el Führer volará a Cherburgo, en Normandía. Exactamente el veintiuno de enero. Yo le acompañaré. Desde allí, nos dirigiremos a un château que hay en la costa, en Belle Íle. ¡Qué nombres tan extraños emplean estos franceses!

—¿Me permite preguntarle cuál es el propósito de esa visita?

—El Führer tiene la intención de reunirse personalmente con el mariscal de campo Rommel, para confirmarle su nombramiento como comandante del grupo de ejércitos B. Eso le otorgará responsabilidad directa sobre las defensas de la Muralla del Atlántico. En la reunión se tratará la estrategia necesaria en el caso de que nuestros enemigos decidan efectuar la invasión el año que viene. El Führer me ha concedido el honor de organizar la conferencia y, desde luego, la responsabilidad de su seguridad, que será una cuestión dependiente exclusivamente de las SS. Como ya le he dicho, Rommel estará allí, y probablemente también Canaris. El Führer en persona pidió que estuviera presente.

Empezó a arreglar los papeles, formando un montón ordenado y guardando algunos de ellos en una cartera de mano.

—Pero, Reichsführer —dijo Schellenberg—, sigo sin comprender la urgencia del caso Steiner.

—General, tengo la intención de presentárselo al Führer en esa reunión. Su huida y el haber estado tan cerca de conseguirlo, serán un gran golpe de mano para las SS. Su presencia, desde luego, le dificultará mucho las cosas a Canaris, y eso será bueno. —Cerró la cartera de mano, entrecerró los ojos al mirarle y añadió—: Y eso es todo lo que usted necesita saber.

Schellenberg, quien tenía la impresión de que aquel hombre sólo se mantenía sujeto a la cordura apoyado en las uñas de los dedos, dijo:

—Pero, Reichsführer, ¿y si Devlin no se deja convencer?

—En tal caso deberá emprender usted las acciones apropiadas. Con ese fin, he seleccionado a un hombre de la Gestapo, y deseo que le acompañe a Lisboa, como guardaespaldas. —Apretó un timbre que tenía sobre la mesa y Rossman entró—. Ah, Rossman. Veré ahora al Sturmbanführer Berger.

Schellenberg esperó, deseando desesperadamente poder fumarse un cigarrillo, pero sabiendo que Himmler desaprobaba por completo esa costumbre. La puerta se abrió de nuevo y Rossman apareció, acompañado por otro hombre. Alguien que constituyó toda una sorpresa. Era un hombre joven, de veinticinco o veintiséis años, con un cabello tan rubio que era casi blanco. En otro tiempo debió de haber sido apuesto, pero un lado de la cara había sido gravemente quemado. Schellenberg observó los lugares donde la piel había cicatrizado tensamente.

Extendió la mano.

—General Schellenberg, soy Horst Berger. Es un placer trabajar con usted.

Sonrió, observando aquel rostro echado a perder, que casi parecía el del propio diablo.

—Mayor —dijo Schellenberg. Luego, volviéndose hacia Himmler, añadió—: ¿Puedo empezar ya, Reichsführer?

—Desde luego. Berger se le unirá en el patio. Dígale a Rossman que entre. —Schellenberg llegó hasta la puerta y la abrió, antes de escuchar—. Una cosa más. Canaris no tiene que saber nada de esto. Ni lo de Devlin, ni lo de nuestras intenciones con respecto a Steiner, al menos por el momento. Y, desde luego, no debe mencionarse para nada lo de Belle Íle. ¿Comprende usted la importancia de esto?

—Desde luego, Reichsführer.

Schellenberg le dijo a Rossman que entrara y luego se alejó por el pasillo. En el piso de abajo encontró un lavabo, entró y encendió un cigarrillo. Luego, se sacó del bolsillo el sobre que le había entregado Himmler y lo abrió.

DEL JEFE Y CANCILLER DEL ESTADO

El general Schellenberg actúa bajo mis órdenes directas y personales en un asunto de la máxima importancia para el Reich. Sólo deberá dar cuenta de sus actos ante mí. Todo el personal, tanto militar como civil, sin distinción de rango, le asistirá en cualquier forma que él crea conveniente.

ADOLF HITLER

Schellenberg se estremeció y guardó la hoja en el sobre. La firma, desde luego, parecía correcta; él mismo la había visto suficientes veces como para saberlo, pero a Himmler le sería fácil conseguir la firma del Führer en algo como un documento más perdido entre otros muchos. Así pues, Himmler le daba a él los mismos poderes que había dado a Max Radl para la operación Águila, pero ¿por qué? ¿Por qué era tan importante que Steiner regresara dentro del tiempo indicado?

En todo aquel asunto tenía que haber algo más de lo que Himmler le había contado, eso era evidente.

Encendió otro cigarrillo y salió, perdiéndose al final del pasillo. Vaciló, sin estar muy seguro de saber dónde se encontraba, hasta que se dio cuenta de que la arcada que había al final daba a un balcón que se asomaba sobre el gran salón. Estaba a punto de dar media vuelta y seguir su camino en la dirección contraria cuando escuchó voces. Intrigado, siguió avanzando hacia el balcón y miró con precaución. Himmler estaba de pie a la cabecera de una gran mesa, flanqueado por Rossman y Berger. Era el Reichsführer el que hablaba.

—Berger, hay quienes se sienten más preocupados por las personas que por las ideas. Se ponen sentimentales con excesiva facilidad. No creo que usted sea uno de ellos.

—No, Reichsführer —dijo Berger.

—Desgraciadamente, el general Schellenberg lo es. Ésa es la razón por la que le envío a usted con él a Lisboa. Ese hombre, Devlin, debe venir, tanto si quiere como si no. Y espero que usted se ocupe de ello.

—¿Acaso el Reichsführer duda de la lealtad del general Schellenberg? —preguntó Rossman.

—Ha realizado grandes servicios para el Reich —dijo Himmler—. Probablemente, se trata del oficial mejor dotado que haya tenido bajo mi mando, pero siempre he dudado de su lealtad hacia el partido. En ese aspecto, sin embargo, no hay ningún problema, Rossman. Me es demasiado útil como para prescindir de él por el momento. Nosotros debemos emplear todas nuestras energías en la preparación para Belle Íle, mientras que Schellenberg se mantiene ocupado con el asunto Steiner. —Se volvió hacia Berger y añadió—: Será mejor que se marche.

Reichsführer. —Berger hizo entrechocar los talones y se dio media vuelta. Cuando ya había cruzado medio salón, Himmler le dijo:

—Demuéstreme qué puede usted hacer, Sturmbanführer.

Berger llevaba la funda de la pistolera abierta, se giró con una rapidez increíble y extendió el brazo. En la pared de enfrente había un fresco que representaba a unos caballeros medievales. Disparó tres veces y tres cabezas se desintegraron. Los disparos produjeron ecos en todo el salón, al tiempo que él enfundaba la pistola.

—Excelente —dijo Himmler.

Schellenberg ya había iniciado la retirada. Él también era bueno, quizá tanto como Berger, pero ahora no era ésa la cuestión. Ya en el vestíbulo, recogió el abrigo y la gorra; estaba sentado en el asiento posterior del Mercedes cuando Berger se le unió, cinco minutos más tarde.

—Siento mucho haberle hecho esperar, general —se disculpó al entrar en el vehículo.

—No importa —dijo Schellenberg haciendo un gesto al conductor, quien inició la marcha—. Puede fumar si gusta.

—Temo no tener ningún vicio —dijo Berger.

—¿De veras? Eso sí que es interesante. —Schellenberg se subió el cuello del abrigo y se reclinó sobre el rincón del asiento, colocándose la visera de la gorra sobre los ojos—. Nos queda un largo camino hasta Berlín. No sé qué piensa hacer usted, pero yo voy a dormir un rato.

Y eso fue lo que hizo. Berger se le quedó mirando durante un rato, y luego también se subió el cuello de su abrigo y se recostó en su rincón del asiento.

En el despacho de Schellenberg, en la Prinz Albrechtstrasse, había una cama militar de campaña, ya que a menudo pasaba la noche allí. Se encontraba en el pequeño cuarto de baño contiguo, afeitándose, cuando entró Ilse Huber, su secretaria. Tenía cuarenta y un años de edad y ya era viuda de guerra. Era una mujer sensual y atractiva, vestida con una blusa blanca y una falda negra.

Anteriormente, había sido secretaria de Heydrich, y Schellenberg, a quien le era muy fiel, la había heredado.

—Está aquí —le dijo ella.

—¿Rivera? —Schellenberg se limpió el jabón de la cara—. ¿Y Canaris?

—El herr almirante estará cabalgando por el Tiergarten a las diez, como es habitual en él. ¿Le acompañarás?

Schellenberg lo hacía con frecuencia, pero cuando se acercó a la ventana y observó la nieve en polvo que cubría las calles, se echó a reír.

—No esta mañana, gracias, aunque tengo que verle.

Además de hallarse totalmente entregada al bienestar de Schellenberg, ella tenía un cierto instinto para las cosas. Fue a servirle café de la cafetera que le había traído en una bandeja.

—¿Problemas, general?

—En cierto modo, cariño —contestó él. Bebió un trago de café y sonrió con aquella sonrisa suya, tan despiadada y peligrosa, que a ella le aceleraba los latidos del corazón—. Pero no te preocupes, no es nada que no pueda manejar. Te informaré de los detalles antes de marcharme. En esta ocasión voy a necesitar tu ayuda. Y, a propósito, ¿dónde está Berger?

—La última vez que le vi estaba abajo, en la cantina.

—Muy bien. Entonces veré a Rivera ahora.

Ella se detuvo en la puerta, antes de salir, y se volvió a mirarle.

—Ése me asusta. Me refiero a Berger.

Schellenberg se le acercó y le rodeó los hombros con un brazo.

—Ya te he dicho que no te preocupes. Después de todo, ¿cuándo no ha conseguido arreglárselas el gran Schellenberg?

Su actitud medio burlona la hizo reír, como siempre. Le dio un ligero apretón y ella salió del despacho sonriendo. Schellenberg se abrochó la chaqueta y se sentó ante su mesa. Un momento más tarde se abrió la puerta de nuevo y entró Rivera.

Vestía un traje marrón oscuro, y llevaba el abrigo doblado sobre el brazo. Era un hombre bajo de estatura, de piel cetrina y cabello negro con raya cuidadosamente trazada en el centro. Su aspecto era decididamente ansioso.

—¿Sabe usted quién soy? —le preguntó Schellenberg.

—Desde luego, general. Es un honor conocerle.

Schellenberg levantó una hoja de papel que, en realidad, era papel de carta del hotel donde se había alojado en Viena durante la semana anterior.

—Este mensaje que ha recibido usted de su primo, Vargas, en la embajada de Londres, referente al paradero de un cierto coronel Steiner… ¿Ha hablado del asunto con alguna otra persona?

Rivera pareció sentirse realmente impresionado.

—Absolutamente con nadie, general. Se lo juro por Dios —y extendió las manos con un gesto espectacular—. Por la vida de mi madre.

—Oh, no creo que a ella tengamos que meterla en esto. Seguramente estará muy cómoda en esa pequeña villa que le compró usted en San Carlos. —Rivera le miró con una nueva expresión de asombro. Schellenberg añadió—: Como ve, no hay nada que yo no sepa de usted. Del mismo modo, no existe ningún lugar al que usted pueda marcharse y en el que yo no pueda alcanzarle. ¿Me comprende?

—Perfectamente, general —contestó Rivera, que estaba sudando.

—Ahora pertenece usted al SD y al Reichsführer Himmler, pero es a mí a quien ha de responder, y a nadie más. De modo que empecemos con este mensaje recibido de su primo en Londres. ¿Por qué se lo ha enviado también al almirante Canaris?

—He seguido las órdenes de mi primo, general. En estos temas siempre hay una cuestión de pago por medio y en este caso… —Se encogió de hombros.

—¿Le pareció que podría usted cobrar dos veces? —preguntó Schellenberg asintiendo con un gesto. Aquello tenía sentido y, sin embargo, había aprendido que en aquel juego nunca había que dar nada por sentado—. Hábleme de su primo.

—¿Qué puedo decirle que el general no sepa ya? Los padres de José murieron durante la epidemia de gripe que se desató después de la Primera Guerra Mundial. Mis padres lo educaron. Éramos como hermanos. Fuimos juntos a estudiar a la universidad de Madrid. Durante la guerra civil combatimos en el mismo regimiento. Tiene un año más que yo, treinta y tres.

—No está casado y usted sí lo está —dijo Schellenberg—. ¿Tiene él alguna amiguita en Londres?

—Resulta que los gustos de José no se inclinan por las mujeres, general —contestó Rivera extendiendo las manos.

—Comprendo.

Schellenberg guardó silencio, reflexionando un momento. No tenía nada en contra de los homosexuales, pero esa clase de personas eran susceptibles al chantaje y ésa era una debilidad para cualquiera que estuviese involucrado en tareas de inteligencia. En consecuencia, un punto en contra de Vargas.

—¿Conoce usted Londres? —preguntó.

—Serví allí, en la embajada —asintió Rivera—. Estuve un año, en el treinta y nueve, junto con José. Dejé a mi esposa en Madrid.

—Yo también conozco Londres —dijo Schellenberg—. Hábleme del estilo de vida de su primo. ¿Vive en la embajada?

—Oficialmente, sí, general, pero dispone de un pequeño apartamento, para sus asuntos privados. Un pisito, como lo llaman los ingleses. Aceptó un contrato de arrendamiento por siete años cuando yo estaba allí, de modo que aún debe seguir ocupándolo.

—¿Y dónde está situado?

—En Stanley Mews, muy cerca de la abadía de Westminster.

—Y muy conveniente para las cámaras del Parlamento. Una buena dirección. Estoy impresionado.

—A José siempre le gustó lo mejor.

—Eso es algo que hay que pagar. —Schellenberg se levantó y se acercó a la ventana. Estaba nevando ligeramente—. ¿Es de confianza ese primo suyo? ¿Ha tenido tratos alguna vez con nuestros amigos británicos?

Rivera pareció estar asombrado.

—General Schellenberg, le aseguro que José, como yo, es un buen fascista. Combatimos juntos con el general Franco en la guerra civil y…

—Está bien. Sólo quería dejar clara esa cuestión. Y ahora escúcheme con mucha atención. Es posible que decidamos intentar un rescate del coronel Steiner.

—¿De la Torre de Londres, señor? —preguntó Rivera con los ojos muy abiertos.

—En mi opinión, lo trasladarán pronto a algún otro lugar seguro. Hasta es posible que ya lo hayan hecho así. Le enviará hoy mismo un mensaje a su primo pidiéndole toda la información posible.

—Desde luego, general.

—Muy bien, póngase a trabajar entonces. —Cuando Rivera llegó ante la puerta, Schellenberg añadió—: Como comprenderá, no necesito decirle que, si se filtrara una sola palabra de lo que se ha dicho aquí, usted, amigo mío, terminaría en el fondo del río Spree, y su primo en el Támesis. Le puedo asegurar que poseo un brazo extraordinariamente largo.

—Por favor, general —empezó a protestar Rivera de nuevo.

—Ahórreme toda esa cháchara sobre lo buen fascista que es usted. Limítese a pensar en lo generoso que yo puedo llegar a ser. Ésa será una base mucho más saludable sobre la que cimentar nuestras relaciones.

Rivera se marchó y Schellenberg telefoneó pidiendo su coche. Poco después, se puso el abrigo y abandonó el despacho.

El almirante Wilhelm Canaris tenía cincuenta y seis años. Había sido un destacado capitán de submarino durante la Primera Guerra Mundial, dirigía el Abwehr desde 1935 y, a pesar de ser un alemán leal, siempre se había sentido incómodo con el nacionalsocialismo. Aunque se oponía a cualquier plan para asesinar a Hitler, estaba implicado desde hacía varios años en el movimiento alemán de resistencia, recorriendo un camino peligroso que finalmente le condujo a su caída y muerte.

Aquella mañana, mientras cabalgaba a lo largo de la orilla, entre los árboles del Tiergarten, los cascos de su caballo levantaban la nieve en polvo, y ese sonido le llenaba de una feroz alegría. Los dos dachshunds que le acompañaban a todas partes le seguían con una velocidad sorprendente. Vio a Schellenberg de pie junto a su Mercedes, lo saludó con un gesto de la mano y se volvió hacia él.

—Buenos días, Walter. Debería estar conmigo.

—No esta mañana —le dijo Schellenberg—. Estoy a punto de emprender uno de mis viajes.

Canaris desmontó y el conductor de Schellenberg le sostuvo las riendas del caballo. Canaris le ofreció un cigarrillo a Schellenberg y ambos se dirigieron hacia un parapeto desde el que se dominaba el lago.

—¿Algo interesante? —preguntó Canaris.

—No, sólo cuestión de rutina —contestó Schellenberg.

—Vamos, Walter, suéltelo. Guarda usted algo en su mente.

—Está bien. Es el asunto de la operación Águila.

—Eso no tiene nada que ver conmigo —le dijo Canaris—. La idea se le ocurrió al Führer. ¡Qué tontería! ¡Matar a Churchill cuando ya tenemos perdida la guerra!

—Desearía que no dijera usted esa clase de cosas en voz alta —dijo Schellenberg con suavidad.

—Se me ordenó que preparara un estudio de viabilidad al respecto —dijo Canaris, ignorando la observación—. Sabía que el Führer se olvidaría del tema en cuestión de días, como así fue. Pero Himmler no lo olvidó. Deseaba hacerme la vida lo más incómoda posible, como siempre. Actuó a mis espaldas, sobornó a Max Radl, uno de mis ayudantes de mayor confianza. Y todo el asunto terminó en una verdadera catástrofe, como ya sabía que sucedería.

—Claro que Steiner estuvo a punto de conseguirlo —dijo Schellenberg.

—¿Conseguir, qué? Vamos, Walter. No niego la audacia y valentía de Steiner, pero el hombre contra el que se disponían a actuar no era Churchill. Habría sido algo impresionante si hubiesen conseguido traerlo. Habría sido una verdadera gozada ver la expresión en el rostro de Himmler.

—Y ahora nos hemos enterado de que Steiner no murió —dijo Schellenberg—. Sabemos que lo tienen en la Torre de Londres.

—Ah, ¿de modo que Rivera también le ha pasado al Reichsführer el mensaje de su primo? —Canaris sonrió cínicamente—. Con la intención de doblar la recompensa, como siempre.

—¿Qué cree usted que harán los británicos?

—¿Con Steiner? Lo encerrarán bajo siete llaves hasta el final de la guerra, como han hecho con Hess, sólo que, en su caso, tendrán la boca cerrada. No sentaría bien que se supiera, del mismo modo que al Führer no le sentaría bien enterarse de los hechos.

—¿Lo cree usted posible?

—¿Quiere decir por mi boca? —replicó Canaris echándose a reír—. ¿De modo que se trata de eso? No, Walter. Yo ya tengo suficientes problemas en estos últimos tiempos como para buscarme más. Puede asegurarle al Reichsführer que permaneceré tranquilo, si él hace lo mismo.

Empezaron a caminar de regreso hacia el Mercedes.

—Supongo que podrá confiarse en él —dijo Schellenberg—. Me refiero a ese Vargas. ¿Podemos creerle?

—Soy el primero en admitir que nuestras operaciones en Inglaterra han ido de mal en peor —dijo Canaris, tomándose muy en serio el tema—. Al servicio secreto británico se le ocurrió una idea genial cuando dejaron de matar a nuestros operativos y se limitaron a atraparlos y convertirlos en agentes dobles.

—¿Y Vargas?

—Nunca se puede estar seguro, pero no lo creo. Su posición en la embajada española, el hecho de que sólo haya trabajado ocasionalmente, sin estar integrado en ninguna red, sin contactos con ningún otro agente en Inglaterra…, ¿comprende? —Habían llegado junto al coche. Canaris sonrió—. ¿Alguna otra cosa?

Schellenberg no pudo evitar el decirlo. Aquel hombre le gustaba.

—Como sabrá muy bien, se ha producido otro atentado contra la vida del Führer en Rastenburg. Por lo visto, las bombas que transportaba el joven oficial implicado explotaron prematuramente.

—Muy descuidado por su parte. ¿A dónde quiere ir a parar, Walter?

—Lleve cuidado, por el amor de Dios. Corren unos tiempos peligrosos.

—Walter, yo nunca he estado de acuerdo con la idea de asesinar al Führer. —El almirante volvió a montar sobre la silla y tomó las riendas—. Por muy deseable que esa posibilidad pueda parecer a algunas personas, ¿y quiere que le diga por qué, Walter?

—Estoy seguro de que me lo va a decir.

—Gracias a la estupidez del Führer, Stalingrado nos costó más de trescientos mil muertos y noventa y un mil prisioneros, incluyendo a veinticuatro generales. La mayor derrota que hemos sufrido jamás. Una metedura de pata tras otra, gracias al Führer. —Se echó a reír con dureza—. ¿No se da cuenta de la verdad, amigo mío? En realidad, que él siga vivo no hace sino acortar la guerra para nosotros.

Y tras decir esto lanzó el caballo al galope, seguido por los dachshunds, que ladraban a su espalda, y se perdió entre los árboles.

De regreso en su despacho, Schellenberg se cambió en el cuarto de baño, poniéndose un ligero traje de franela gris, mientras hablaba con Ilse Huber a través de la puerta abierta, informándola de todo el asunto.

—¿Qué te parece? —le preguntó saliendo del cuarto de baño—. ¿Verdad que es como un cuento de hadas de los hermanos Grimm?

—Más bien como una historia de terror —dijo ella tendiéndole el abrigo largo de cuero negro.

—Repostaremos en Madrid y continuaremos viaje. Estaremos en Lisboa a últimas horas de la tarde.

Se puso el abrigo, se ajustó un sombrero gacho y tomó la bolsa de viaje que ella le había preparado.

—Espero noticias de Rivera en el término de dos días. Dale treinta y seis horas de tiempo y luego presiónalo. —La besó en la mejilla y añadió—: Cuídate, Ilse. Hasta pronto.

Y se marchó.

El avión era un JU-52, con sus famosos tres motores y el pellejo de metal ondulado. Tras despegar de la base militar de la Luftwaffe, en las afueras de Berlín, Schellenberg se desabrochó el cinturón y se inclinó para tomar el maletín. Berger, sentado al otro lado del pasillo, sonrió.

—¿Estaba bien el herr almirante, general?

«Eso no ha sido muy inteligente por tu parte —pensó Schellenberg—. Supuestamente, tú no sabías que yo iba a verle».

—Parecía estar como siempre —contestó, devolviéndole la sonrisa.

Abrió el maletín, empezó a leer el informe completo sobre Devlin y examinó una fotografía suya. Al cabo de un rato, dejó de leer y miró por la ventanilla, recordando lo que le había dicho Canaris sobre Hitler: «Que él siga vivo no hace sino acortar la guerra para nosotros».

Le pareció extraño que aquel pensamiento diera vueltas y más vueltas en su cabeza, sin querer marcharse.