3

El barón Oswald von Hoyningen-Heune, el embajador alemán en Lisboa, era un amigo, un aristócrata de la vieja escuela que tampoco era nazi. Se sintió encantado de ver a Schellenberg y así lo demostró.

—Mi querido Walter, qué alegría verte. ¿Cómo está Berlín por el momento?

—Hace más frío que aquí —contestó Schellenberg. Ambos cruzaron el umbral de las puertas de cristal y salieron a una agradable terraza. El jardín era algo digno de ver; estaba lleno de flores por todas partes. Un mozo, vestido con chaqueta blanca, trajo café en una bandeja y Schellenberg suspiró—. Sí, comprendo que te aferres a este puesto, en lugar de volver a Berlín. Lisboa parece ser el mejor lugar en estos tiempos que corren.

—Lo sé —asintió el barón—. Todo mi personal tiene la preocupación constante de recibir la orden de ser transferido. —Sirvió el café—. El momento de tu llegada resulta extraño, Walter. Es Nochebuena.

—Ya conoces a tío Heini cuando siente comezón entre los dientes —dijo Schellenberg utilizando el apodo habitual empleado en las SS para referirse a Himmler, a sus espaldas, claro.

—Tiene que tratarse de algo importante —dijo el barón—. Sobre todo si te ha enviado a ti.

—Hay un hombre al que queremos, un irlandés…, un tal Liam Devlin. —Schellenberg sacó la foto de Devlin de la cartera y se la entregó—. Trabajó para el Abwehr durante un tiempo. La conexión con el IRA. La otra semana se escapó de un hospital en Holanda. Según nuestras informaciones, se encuentra aquí, trabajando como camarero en un club en Alfama.

—¿El barrio antiguo? —preguntó el barón, asintiendo con un gesto—. Si es un irlandés, no necesito decirte que eso le convierte oficialmente en un neutral. Parece tratarse de una situación algo delicada.

—No hay necesidad de ser duros con él —dijo Schellenberg—. Confío en que podamos convencerle para que regrese pacíficamente. Tengo que ofrecerle un trabajo que podría resultarle muy lucrativo.

—Estupendo —asintió el barón—. Sólo recuerda que nuestros amigos portugueses valoran su neutralidad, y mucho más ahora que la victoria se nos parece escapar de entre las manos. No obstante, el capitán Eggar, mi agregado de policía aquí, podrá ayudarte en todo lo que esté a su alcance. —Levantó el teléfono y habló con un ayudante. Al colgarlo, añadió—: Le he echado un vistazo a tu acompañante.

—El Sturmbanführer Horst Berger, de la Gestapo —dijo Schellenberg.

—No parece que sea de los de tu tipo.

—Un regalo de Navidad del Reichsführer. No tuve otra alternativa que aceptarlo.

—¿De veras? ¿Así están las cosas?

Se escucharon unos golpes en la puerta y un hombre de algo más de cuarenta años entró en el despacho. Llevaba un poblado bigote y un traje de gabardina marrón que no le sentaba muy bien. Schellenberg reconoció en seguida al tipo: era un policía profesional.

—Ah, aquí está usted, Eggar. Ya conoce al general Schellenberg, ¿verdad?

—Desde luego. Es un gran placer verle de nuevo. Nos conocimos durante el curso del asunto Windsor, en el cuarenta.

—Sí, bueno, ahora preferimos olvidar aquel asunto. —Schellenberg le pasó la fotografía de Devlin—. ¿Ha visto usted a este hombre?

—No, general —contestó Eggar después de examinarla.

—Es irlandés, ex IRA, si es que eso se puede ser alguna vez. Treinta y cinco años. Trabajó para el Abwehr durante un tiempo. Queremos que regrese. Nuestra última información es que ha estado trabajando como camarero en un bar llamado Flamingo.

—Conozco ese lugar.

—Bien. Encontrará usted fuera a mi ayudante, el mayor Berger, de la Gestapo. Hágale pasar. —Eggar salió y regresó acompañado por Berger. Schellenberg hizo las presentaciones—. El barón Von Hoyningen-Heune, embajador, y el capitán Eggar, agregado de policía. El Sturmbanführer Berger. —Este último, con su traje oscuro y su rostro destrozado, fue una presencia escalofriante cuando asintió formalmente con un gesto e hizo entrechocar los talones—. El capitán Eggar conoce ese bar Flamingo. Quiero que vaya usted allí, con él, y compruebe si Devlin sigue trabajando en ese lugar. En tal caso, no contactará, repito, no contactará con él de ninguna forma. Limítese a informarme. —Berger no expresó ninguna emoción al escuchar las órdenes. Se volvió hacia la puerta y, al abrirla, Schellenberg añadió—: Durante los años treinta, Liam Devlin fue uno de los pistoleros más notables del IRA. Caballeros, harían ustedes muy bien en recordar ese hecho.

La observación iba dirigida a Berger, como éste no dejó de apreciar. Sonrió débilmente y dijo:

—Lo tendremos en cuenta, general.

Se volvió y abandonó el despacho, seguido por Eggar.

—Es un mal tipo. Hay que llevar cuidado. Sin embargo… —El barón comprobó su reloj—. Son justo las cinco, Walter. ¿Qué te parece una copa de champaña?

El mayor Arthur Frear tenía cincuenta y cuatro años, aunque parecía más viejo con su traje arrugado y el cabello blanco. Debería haber estado jubilado a estas alturas, con una pensión modesta, llevando una vida de digna pobreza en Brighton o Torquay. En lugar de eso, y gracias a Adolf Hitler, estaba empleado como agregado militar en la embajada británica en Lisboa, donde, extraoficialmente, representaba al SOE.

El Luces de Lisboa, en el extremo sur del barrio de Alfama, era uno de sus lugares favoritos. Había sido muy conveniente para él que Devlin estuviera allí tocando el piano, aunque por el momento no se veía el menor rastro de él. De hecho, Devlin le estaba vigilando a través de una cortina, desde el fondo del local Llevaba un traje de lino inmaculadamente blanco con el cabello oscuro cayéndole sobre la frente y una mirada llena de diversión en sus vividos ojos azules, mientras vigilaba a Frear. Lo primero que Frear supo acerca de su presencia fue cuando le vio deslizarse en una silla a su lado, y pedir una cerveza.

—El señor Frear, ¿verdad? —Hizo un gesto de asentimiento mirando al barman—. José me dice que anda usted metido en el negocio del Oporto.

—Así es —dijo Frear con jovialidad—. Llevo años exportándolo a Inglaterra, para mi empresa.

—Nunca ha sido de mi gusto —le dijo Devlin—. Claro que si estuviéramos hablando de whisky irlandés…

—Me temo que, en eso, no puedo ayudarle —dijo Frear volviendo a reír—. Pero hombre, ¿se da cuenta de que lleva una corbata de la brigada de Guardias?

—¿De veras? Resulta extraño que usted lo sepa. —Devlin sonrió amigablemente—. Y yo que la había comprado hace apenas una semana en un tenderete del rastro…

Se levantó, y Frear preguntó:

—¿Es que no va a ofrecernos ninguna melodía esta noche?

—Oh, eso llega más tarde… —contestó Devlin dirigiéndose hacia la puerta y sonriéndole con una mueca—, mayor —añadió, antes de desaparecer.

El Flamingo era un pequeño bar y restaurante bastante destartalado. Berger se vio obligado a dejar las cosas en manos de Eggar, que hablaba el idioma con fluidez. Al principio, no consiguieron nada. Sí, Devlin había trabajado allí durante un tiempo, pero se había marchado hacía tres días. Luego, una mujer que había entrado para vender flores a los clientes escuchó la conversación e intervino. Según dijo, el irlandés trabajaba ahora en otro establecimiento, el Luces de Lisboa, sólo que ya no estaba empleado como camarero, sino como pianista, en el bar. Eggar le entregó una propina y ambos salieron.

—¿Conoce usted el lugar? —preguntó Berger.

—Oh, sí, bastante bien. También está en el barrio antiguo. Debo advertirle que los clientes que frecuentan estos locales suelen ser bastante rudos.

—La canalla de esta vida nunca me ha causado problemas —aseguró Berger—. Y ahora, indíqueme el camino.

Los altos muros del Castelo de Sao Jorge se elevaban por encima de ellos a medida que avanzaban por entre un dédalo de calles estrechas. Al llegar a una pequeña plaza situada frente a una iglesia, Devlin salió de una callejuela y cruzó el empedrado, delante de ellos, dirigiéndose al café.

—Dios mío, si es él —murmuró Eggar—. Es exactamente como en esta foto.

—Pues claro que es él, estúpido —exclamó Berger—. ¿No es éste el Luces de Lisboa?

—No, mayor, es otro café. Uno de los más notables de Alfama. Aquí hay gitanos, toreros y criminales.

—En ese caso, es una suerte que hayamos venido armados. Cuando entremos, lleve su pistola en el bolsillo derecho y con la mano encima.

—Pero el general Schellenberg nos dio instrucciones expresas de…

—No discuta conmigo. No tengo la intención de perder ahora a este hombre. Haga lo que le digo y sígame.

Y Berger se dirigió directamente hacia el café, desde donde surgía una música de guitarra.

En el interior, el lugar era luminoso y aireado, a pesar de que estaba cayendo el atardecer. La barra del bar era de mármol y las botellas se alineaban contra un espejo antiguo situado tras ellas. En las paredes, pintadas de blanco, había anuncios de corridas de toros. El hombre que atendía el bar, bajo y feo, con un solo ojo, llevaba un delantal y una camisa manchada y estaba sentado sobre un taburete alto, leyendo un periódico. Había otros cuatro hombres jugando al póquer en otra mesa; eran gitanos morenos, de aspecto feroz. Un hombre más joven, apoyado contra la pared, rasgueaba una guitarra.

El resto del local estaba vacío, a excepción de Devlin, sentado ante una mesa, contra la pared del fondo, leyendo un pequeño libro, con una jarra de cerveza. La puerta crujió al abrirse y Berger entró, seguido de Eggar. El guitarrista dejó de tocar y las conversaciones de los jugadores se apagaron cuando Berger se quedó quieto junto a la puerta, como si la muerte los hubiera visitado. Berger pasó junto a los jugadores de cartas, seguido de cerca por Eggar, a su izquierda.

Devlin levantó la mirada, sonrió amistosamente y tomó la jarra de cerveza con la mano izquierda.

—¿Liam Devlin? —preguntó Berger.

—¿Y quién es usted?

—El Sturmbanführer Horst Berger, de la Gestapo.

—Dios santo, ¿y por qué han enviado al diablo? Yo me siento a gusto aquí, y no armo jaleo.

—Es usted más pequeño de lo que yo creía —le dijo Berger—. No me impresiona.

—Pues yo no dejo de estar impresionado todo el tiempo, hijo —replicó Devlin volviendo a sonreír.

—Debo pedirle que venga con nosotros.

—Resulta que aún me queda la mitad del libro por leer. El tribunal de medianoche y en irlandés. ¿Me creería si le dijera que lo encontré en un tenderete del rastro hace apenas una semana?

—¡Ahora! —exclamó Berger.

Devlin se limitó a tomar un trago de cerveza.

—Me recuerda usted un fresco medieval que vi una vez en una iglesia en Donegal. La gente corría, aterrorizada, ante un hombre con la cabeza cubierta por una capucha. Todo aquel a quien tocaba el hombre contraía la muerte negra, ¿comprende?

—¡Eggar! —ordenó Berger.

Devlin disparó a través de la parte superior de la mesa, desportillando la pared, junto a la puerta. Eggar trató de sacar la pistola del bolsillo. La Walther que Devlin había tenido sobre las rodillas apareció sobre la mesa y volvió a disparar, atravesándole la mano derecha a Eggar. El agregado de policía lanzó un grito y cayó contra la pared. Se le cayó la pistola al suelo y uno de los gitanos se apresuró a recogerla.

Berger se metió la mano en el interior de la chaqueta, dirigiéndola hacia la Mauser que llevaba en la pistolera del hombro. Devlin le arrojó la cerveza a la cara y levantó la mesa hacia él. El borde le golpeó al alemán en sus partes y éste se inclinó hacia delante. Devlin le apretó el cañón de la Walther contra la nuca, introdujo la mano en la chaqueta de Berger y extrajo la Mauser, que arrojó hacia la barra del bar.

—Un regalo para ti, Barbosa. —El hombre le dirigió una mueca al tiempo que se hacía cargo de la Mauser. Los gitanos se levantaron, dos de ellos con navajas en las manos—. Habéis tenido mucha suerte al no haber elegido la clase de sitio donde ni siquiera se ocupan de recoger los restos —dijo Devlin—. Un lote realmente malo, estos tipos. Hasta el hombre de la capucha no cuenta mucho con ellos. Ese que está ahí, Barbosa, se encontraba con el de la capucha muchas tardes, en las plazas de toros de España. Allí fue donde le metieron el cuerno en el ojo.

La expresión del rostro de Berger le pareció más que suficiente. Devlin se guardó el libro en el bolsillo, rodeó al alemán, sosteniendo la Walther contra su pierna, y se inclinó para ver la mano de Eggar.

—Un par de nudillos desaparecidos. Vas a necesitar un médico.

Se guardó la Walther y se volvió dispuesto a marcharse.

Berger perdió el control de hierro con el que se había contenido hasta entonces. Corrió hacia él, con las manos extendidas. Devlin se balanceó y lanzó el pie derecho, alcanzando a Berger por debajo de la rótula. Cuando el alemán se dobló sobre sí mismo, levantó una rodilla hacia su rostro, arrojándolo hacia atrás, contra la barra. Berger se incorporó a duras penas, sosteniéndose sobre el mostrador de mármol, mientras los gitanos se echaban a reír.

—¡Jesús! —exclamó Devlin sacudiendo la cabeza—. Hijo, yo diría que los dos tendríais que encontrar una clase de trabajo diferente.

Dio media vuelta y se marchó.

Cuando Schellenberg entró en la pequeña enfermería, Eggar estaba sentado ante una mesa, mientras el médico de la embajada le vendaba la mano derecha.

—¿Cómo está? —preguntó Schellenberg.

—Sobrevivirá —contestó el médico terminando el vendaje y cortando la tira de esparadrapo—. Es posible que en el futuro sienta la mano un poco rígida. Ha sufrido algún daño en los nudillos.

—¿Me permite un momento? —El médico asintió con un gesto y salió. Schellenberg encendió un cigarrillo y se sentó en el borde de la mesa—. Supongo que encontraron ustedes a Devlin, ¿verdad?

—¿No ha sido informado el herr general? —preguntó Eggar.

—No he hablado todavía con Berger. Todo lo que sabía es que habían regresado ustedes en un taxi y en peores condiciones de las que estaban al marcharse. Y ahora, cuénteme con exactitud lo ocurrido.

Y así lo hizo Eggar, cuya cólera aumentaba a medida que se intensificaba el dolor.

—No quiso escuchar, herr general. Tuvo que hacerlo de esta manera.

—No ha sido culpa suya, Eggar —le aseguró Schellenberg poniéndole una mano en el hombro—. Me temo que el mayor Berger se ve a sí mismo como el único hombre. Le llegó la hora de aprender una lección.

—Oh, Devlin se encargó de eso —dijo Eggar—. La última vez que lo vi, el rostro del mayor no tenía muy buen aspecto.

—¿De veras? —dijo Schellenberg sonriendo—. Y yo que estaba convencido de que ya no podía tenerlo peor.

Berger estaba desnudo hasta la cintura ante una palangana, en el pequeño cuarto de baño donde había sido alojado, examinándose el rostro ante el espejo. Alrededor del ojo izquierdo ya le había aparecido un morado, y tenía la nariz hinchada. Schellenberg entró en ese momento, cerró la puerta y se apoyó contra ella.

—De modo que ha desobedecido mis órdenes.

—Actué lo mejor que supe —dijo Berger—. No quería perderlo.

—Y él fue mejor que usted. Ya se lo advertí.

Había una expresión de cólera en el rostro de Berger, reflejado en el espejo, tocándose la mejilla.

—Ese pequeño cerdo irlandés. La próxima vez ya me encargaré de él.

—No hará nada de eso porque, a partir de ahora, yo mismo me ocuparé de este asunto —dijo Schellenberg—. A menos, desde luego, que prefiera usted que informe al Reichsführer de que hemos perdido a ese hombre debido a su estupidez.

—General Schellenberg —dijo Berger volviéndose hacia él—. Debo protestar.

—Póngase firme cuando hable conmigo, Sturmbanführer —le espetó Schellenberg. Berger hizo lo que se le ordenaba, y la disciplina de hierro de las SS volvió a hacerse cargo de la situación—. Hizo usted un juramento al unirse a las SS. Juró obediencia total a su Führer y a quienes fueran nombrados para mandarle, ¿no es así?

Ja wohl, Brigadeführer.

—Excelente —asintió Schellenberg—. Empieza usted a recordar. No lo vuelva a olvidar, porque las consecuencias podrían ser desastrosas. —Se volvió hacia la puerta, la abrió y sacudió la cabeza—. Tiene un aspecto horrible, mayor. Trate de hacer algo con esa cara suya antes de bajar a cenar.

Salió y cerró la puerta. Berger se volvió a mirarse en el espejo.

—¡Bastardo! —exclamó con suavidad.

Liam Devlin estaba sentado ante el piano del Luces de Lisboa, con un cigarrillo colgándole de la comisura de la boca y una jarra de cerveza sobre la tapa del piano. Eran las diez de la noche; sólo faltaban dos horas para Navidad y el café estaba abarrotado de gente alegre. Estaba tocando una melodía titulada Luz de luna en el camino, una de sus favoritas, y lo hacía con lentitud, de modo inolvidable. Se dio cuenta de la llegada de Schellenberg en cuanto éste entró en el local, no porque lo hubiera reconocido, sino sólo por la clase de hombre que era. Lo observó dirigirse al bar y pedir un vaso de vino. Luego apartó la mirada, consciente de que se le acercaba.

Luz de luna en el camino —dijo Schellenberg—. Me gusta. Una de las mejores melodías de Al Bowlly —añadió, mencionando el nombre del que había sido uno de los vocalistas más populares de Inglaterra hasta su muerte.

—Resultó muerto durante el blitz de Londres, ¿lo sabía? —replicó Devlin—. Nunca quería bajar a los refugios, como hacían todos los demás, cuando sonaban las sirenas de ataque aéreo. Lo encontraron muerto en la cama, a causa de la explosión de una bomba.

—Un hecho desgraciado —dijo Schellenberg.

—Supongo que eso depende del lado en que uno se encuentre.

Devlin empezó a tocar Un día de niebla en Londres.

—Es usted un hombre de muchos talentos, señor Devlin —dijo Schellenberg.

—Pasable para tocar el piano en un bar, eso es todo —dijo Devlin—. Son los frutos de una juventud malgastada. —Extendió la mano hacia su jarra de cerveza, sin dejar de tocar con la otra—. ¿Y quién es usted, hijo?

—Me llamo Schellenberg, Walter Schellenberg. ¿Es posible que haya oído hablar de mí?

—Desde luego que sí —asintió Devlin con una mueca—. He vivido lo bastante en Berlín como para haber escuchado su nombre. Ahora es general, ¿verdad? ¿Y nada menos que del SD? ¿Tiene usted algo que ver con los dos idiotas que me buscaron las cosquillas esta tarde?

—Eso es algo que lamento mucho, señor Devlin. El hombre contra el que disparó es el agregado de policía de la embajada. El otro, el mayor Berger, es de la Gestapo. Sólo está conmigo siguiendo órdenes expresas del Reichsführer.

—Santo Dios ¿Ya volvemos otra vez con el viejo Himmler? La última vez que le vi no me dio exactamente su aprobación.

—Pues el caso es que ahora le necesita.

—¿Para qué?

—Para que vaya usted a Inglaterra en nuestro nombre, señor Devlin. A Londres, para ser más exactos.

—No, gracias. Ya he trabajado para la inteligencia alemana dos veces en esta guerra. La primera vez en Irlanda, donde casi me vuelan la cabeza.

Y se dio un golpecito con el dedo en la cicatriz de bala que tenía en un lado de la frente.

—Y la segunda vez en Norfolk, donde recibió una bala en el hombro derecho y sólo pudo escapar por un pelo, dejando a Kurt Steiner atrás.

—Ah, ¿de modo que también sabe eso?

—¿Lo de la operación Águila? Oh, sí.

—Ese coronel era un buen hombre. No es que fuese muy nazi…

—¿Ha sabido lo que fue de él?

—Desde luego… Trajeron a Max Radl al hospital donde yo estaba en Holanda, después de que sufriera su ataque al corazón. Recibió un informe de fuentes de inteligencia en Inglaterra, comunicando que Steiner había resultado muerto en un lugar llamado Meltham House, cuando trataba de apoderarse de Churchill.

—En esa información hay dos datos erróneos —le dijo Schellenberg—. Dos cosas que Radl no sabía. La persona que estaba allí aquel fin de semana no era Churchill, que en esos momentos se dirigía a participar en la conferencia de Teherán. Era su doble. Un actor de music hall.

—¡Jesús, María y José! —exclamó Devlin dejando de tocar el piano.

—Y, lo que es más importante, Kurt Steiner no murió. Está con vida, se encuentra bien y ahora lo tienen en la Torre de Londres, y ésa es la razón por la que quiero que regrese usted a Inglaterra y haga ese trabajo para mí. Porque se me ha confiado la tarea de conseguir que regrese sano y salvo al Reich, y sólo dispongo para ello de poco más de tres semanas.

Frear había entrado en el café un par de minutos antes y reconocido a Schellenberg al instante. Se retiró hacia una mesa apartada, desde donde llamó al camarero, pidió una cerveza y observó a los dos hombres, que salieron al jardín de la parte trasera. Se sentaron ante una mesa y contemplaron las luces de los barcos en el Tajo.

—General, han perdido ustedes la guerra —dijo Devlin—. ¿Por qué siguen intentándolo?

—Oh, todos tenemos que hacer lo mejor que podamos hasta que esta maldita guerra haya terminado. Como no dejo de decir, resulta difícil saltar del tiovivo una vez que éste se ha puesto en marcha. Esto no es más que un juego en el que participamos.

—Como el viejo cabrón de pelo blanco sentado en la mesa del fondo que nos está vigilando ahora —comentó Devlin.

Schellenberg se volvió a mirar con naturalidad.

—¿Y quién puede ser?

—Pretende estar metido en el negocio del Oporto. Se llama Frear. Mis amigos me han dicho que es el agregado militar de la embajada británica.

—Da lo mismo —siguió diciendo Schellenberg con calma—. ¿Está usted interesado?

—¿Y por qué iba a estarlo?

—Por dinero. Recibió veinte mil libras por su trabajo en la operación Águila, pagadas en una cuenta en Ginebra.

—Y yo me encuentro empantanado aquí, sin dos peniques en el bolsillo.

—Veinticinco mil libras, señor Devlin. Pagadas en cualquier forma que usted desee.

Devlin encendió otro cigarrillo y se reclinó en la silla.

—¿Para qué lo quieren? ¿Por qué tomarse todas estas molestias?

—Hay por medio una cuestión de seguridad.

—Vamos, general —exclamó Devlin echándose a reír duramente—. Pretende usted que vuelva a saltar por la noche sobre Irlanda, desde un Dornier a cinco mil pies de altura, como la última vez, y está tratando de hacerme colar esa sarta de mentiras.

—Está bien —admitió Schellenberg levantando una mano, en un gesto defensivo—. El veintiuno de enero se celebrará una reunión en Francia. Participarán el Führer, Rommel, Canaris y Himmler. El Führer no conoce la operación Águila. El Reichsführer quisiera presentar a Steiner en esa reunión.

—¿Y por qué querría hacer una cosa así?

—La misión de Steiner terminó en fracaso, pero condujo a soldados alemanes a entablar una batalla en territorio inglés. Es un héroe del Reich.

—¿Y para eso tanto jaleo?

—A lo que hay que añadir que el Reichsführer y el almirante Canaris no siempre están de acuerdo. Me refiero a lo de presentar a Steiner. —Se encogió de hombros—. El hecho de que su huida haya sido organizada por las SS…

—¿Haría que Canaris apareciera como un estúpido? —Devlin sacudió la cabeza—. Menuda pandilla. Ninguno de ellos me importa lo más mínimo, y mucho menos los motivos de ese viejo cuervo de Himmler, pero Kurt Steiner ya es otra cosa. Ése sí que es un buen tipo. Pero la condenada Torre de Londres…

Sacudió la cabeza, con gesto pesimista, ante lo que Schellenberg le aseguró:

—No lo tendrán allí. Supongo que no tardarán en trasladarlo a una de las casas de seguridad que deben tener en Londres.

—¿Y cómo podrá usted descubrir eso?

—Tenemos en Londres a un agente nuestro que trabaja en la embajada española.

—¿Puede estar seguro de que no es uno doble?

—Bastante seguro en este caso. —Devlin se quedó allí sentado, en silencio, con el ceño fruncido, ante lo que Schellenberg añadió—: Treinta mil libras. —Sonrió—. Le aseguro que soy bueno en mi trabajo, señor Devlin. Le prepararé un plan que funcionará.

—Me lo pensaré —dijo Devlin asintiendo con un gesto y levantándose.

—Pero el tiempo es una cuestión esencial. Necesito regresar a Berlín.

—Y yo necesito tiempo para pensar. Y, además, es Navidad. He prometido ir al campo, a una finca de toros que dirige una amigo mío llamado Barbosa. En otros tiempos fue un gran torero en España, donde les gustan los cuernos bien afilados. Regresaré dentro de tres días.

—Pero, señor Devlin… —intentó Schellenberg de nuevo.

—Si me quiere a mí, tendrá que esperar —le interrumpió Devlin dándole una palmadita en el hombro—. Dejemos eso ahora, Walter. ¿Qué le parece la Navidad en Lisboa? ¿Luces, música, chicas bonitas? En estos precisos momentos seguro que en Berlín se ha producido un apagón y apuesto a que estará lloviendo. ¿Qué prefiere usted?

Schellenberg se echó a reír sin poderlo evitar y, por detrás de ellos, Frear se levantó y salió.

Un asunto urgente había obligado a Dougal Munro a permanecer en su despacho del cuartel general del SOE la mañana del día de Navidad. Estaba a punto de marcharse cuando Jack Carter entró, cojeando. Era poco después del mediodía.

—Confío en que sea algo urgente, Jack —dijo Munro—. Tengo un compromiso para almorzar con unos amigos en Garrick.

—Pensé que le gustaría saber esto, señor. —Carter le tendió un mensaje—. Del mayor Frear, nuestro hombre en Lisboa. Se refiere a nuestro amigo Devlin.

—¿Y qué pasa con él? —preguntó Munro, deteniéndose.

—¿Adivina con quién ha mantenido una estrecha conversación anoche, en un club de Lisboa? Con Walter Schellenberg.

Munro se sentó ante la mesa.

—¿A qué demonios está jugando ahora el bueno de Walter?

—Sólo Dios lo sabe, señor.

—Lo más probable es que sea el diablo. Comuníquese inmediatamente con Frear. Dígale que vigile lo que anda tramando Schellenberg. Si él y Devlin abandonan juntos Portugal, quiero saberlo en seguida.

—Lo haré ahora mismo, señor —contestó Carter, abandonando el despacho apresuradamente.

Había tratado de nevar durante las Navidades, pero en la noche del 27 llovía en Londres, cuando Jack Carter entró en un pequeño local cerca de la plaza Portman, no lejos del cuartel general del SOE, que era la razón por la que lo había elegido al recibir la llamada telefónica de Vargas. El café, llamado Mary’s Pantry, estaba totalmente a oscuras desde el exterior, pero al entrar se encontró en un lugar brillantemente iluminado, alegre y con decoraciones navideñas. Eran las primeras horas de la noche, y sólo había tres o cuatro clientes.

Vargas estaba sentado en un rincón, tomando café y leyendo un periódico. Llevaba un pesado abrigo azul y había dejado el sombrero sobre la mesa. Tenía una piel olivácea, mejillas hundidas y bigote delgado, con brillantina en el pelo y la raya hecha por el centro.

—Espero que esto sea algo bueno —dijo Carter.

—¿Le habría molestado si no lo fuera, señor? —replicó Vargas—. He tenido noticias de mi primo, en Berlín.

—¿Y?

—Quieren saber más información con respecto a Steiner. Están interesados en montar una operación de rescate.

—¿Está seguro de lo que dice?

—Ése fue el mensaje. Quieren saber toda la información posible sobre su paradero. Parecen creer que ustedes lo trasladarán de la Torre.

—¿Quiénes son? ¿El Abwehr?

—No. El general Schellenberg, del SD, está a cargo. Al menos, mi primo está trabajando para él.

Carter asintió con un gesto, sintiéndose muy excitado, y se levantó.

—Quiero que me llame por teléfono, al número habitual, exactamente a las once, y no me falle. —Se inclinó hacia él y añadió—: Ésta es una gran operación, Vargas. Cobrará usted mucho dinero si es inteligente.

Se volvió, salió del local y avanzó por la calle Baker, con toda la rapidez que le permitió su pierna.

En ese preciso momento, en Lisboa, Walter Schellenberg subía por una calleja empedrada de Alfama, en dirección al Luces de Lisboa. Escuchó la música procedente del local incluso antes de llegar a él. Al entrar, se encontró con que el lugar se hallaba vacío, a excepción de la presencia del barman y Devlin, sentado ante el piano.

El irlandés se detuvo para encender un cigarrillo y sonrió.

—¿Ha disfrutado de sus Navidades, general?

—Podría haber sido peor. ¿Y usted?

—Los toros estaban muy bien. Me enredé. Creo que bebí demasiado.

—Un juego peligroso.

—En realidad, no tanto. En Portugal afeitan las puntas de los cuernos. Nadie muere.

—No parece que ese tipo de juego valga mucho la pena —comentó Schellenberg.

—¿Y no le parece que se trata precisamente de eso? Vino, uvas, toros y mucho sol, así es como he pasado yo las Navidades, general. —Empezó a tocar Luz de luna en el camino—. Y mientras tanto pensaba en el viejo Al Bowlly, muerto en un ataque aéreo, y en Londres, con sus calles cubiertas por la niebla. ¿No le parece algo muy extraño?

Schellenberg sintió un ramalazo de excitación, interior.

—¿Quiere decir que irá?

—Con una condición. Me reservo el derecho a cambiar de opinión en el último momento si considerara que la situación no está clara del todo.

—Tiene mi palabra.

Devlin se levantó y ambos salieron a la terraza.

—Volaremos a Berlín por la mañana —dijo Schellenberg.

—Usted lo hará, general, no yo.

—Pero, señor Devlin…

—En este juego hay que pensar en todo, eso es algo que usted sabe muy bien. Mire allá abajo. —Al otro lado de la pared, Frear había entrado en el local y estaba hablando con uno de los camareros, dedicado a limpiar las mesas—. Ese viejo Frear me ha estado vigilando. Me ha visto hablar con el gran Walter Schellenberg. Supongo que ese detalle estará incluido en uno de los informes que envía a Londres.

—¿Qué sugiere entonces?

—Usted volará de regreso a Berlín y se pondrá a trabajar en los preparativos. Habrá muchas cosas que hacer. Consígame los documentos adecuados en la embajada, dinero para gastos de viaje, etcétera, mientras yo hago el viaje por ferrocarril, mucho menos arriesgado. De Lisboa a Madrid, y luego tomaré el París Exprés. Organice allí las cosas para que pueda volar si así lo desea, o continuaré viaje en tren.

—Tardará por lo menos dos días.

—Como ya le he dicho, tendrá usted cosas que hacer mientras tanto. No me diga que el trabajo no se le ha ido acumulando.

—Tiene razón —asintió Schellenberg—. Bien, tomemos un trago por eso. Por nuestra empresa inglesa.

—Santa madre de Dios, nada de eso, general. La última vez, alguien utilizó también esa frase conmigo. No se dieron cuenta de que fue así como se describió a la Armada Invencible, y fíjese en lo que ocurrió con ella.

—Entonces, que sea a nuestra salud, señor Devlin —asintió Schellenberg—. Yo beberé a su salud, y usted a la mía.

Munro estaba sentado ante la mesa en su piso de Haston Place, escuchando con atención, mientras Carter le informaba de lo más destacado de su conversación con Vargas.

—Ya tenemos dos piezas del rompecabezas, Jack —asintió—. Schellenberg está interesado en rescatar a Steiner, y ¿dónde está Schellenberg ahora? En Lisboa, codeándose con Liam Devlin. ¿A qué conclusión le conduce eso?

—Que quiere reclutar a Devlin para la causa, señor.

—Desde luego. Es el hombre perfecto —asintió Munro—. Esto podría conducirnos a posibilidades muy interesantes.

—¿Cómo cuáles, señor?

—Sólo estaba pensando en voz alta —contestó Munro sacudiendo la cabeza—. Ha llegado el momento de pensar en cambiar a Steiner de sitio. ¿Qué sugeriría usted?

—Está la cárcel de Kensington, en Londres —dijo Carter.

—Olvídelo, Jack. Sólo se la utiliza para prisioneros en tránsito, ¿no es cierto? Para prisioneros de guerra como las tripulaciones aéreas de la Luftwaffe.

—También está Cockfosters, señor, pero eso también es una cárcel, y la escuela situada frente a la prisión de Wandsworth, donde hemos retenido a una serie de agentes alemanes. —Munro no pareció sentirse impresionado, y Carter lo volvió a intentar—. Claro que también está Mytchett Place, en Hampshire. Han convertido eso en una especie de fortaleza en miniatura para Hess.

—Quien vive allí rodeado de un esplendor tan solitario que en junio del cuarenta y uno saltó de un balcón y trató de suicidarse. No, eso no nos serviría. —Munro se levantó y se dirigió a la ventana. La lluvia se había convertido ahora en aguanieve—. Creo que ha llegado el momento de que hable con nuestro amigo Steiner. Lo intentaremos para mañana.

—Muy bien, señor. Me ocuparé de todos los preparativos.

—Ese Devlin… —dijo Munro volviéndose—, ¿tenemos una foto suya en los archivos?

—Una foto de pasaporte, señor. Cuando estuvo en Norfolk tuvo que rellenar un formulario de registro para extranjeros. Es una obligación para los ciudadanos irlandeses y para ello se necesita una foto de pasaporte. Los de la rama especial se encargaron de conseguirla. No es muy buena.

—Esa clase de fotos nunca lo son. —Munro sonrió de repente—. Ya lo tengo, Jack. Ya sé dónde podemos llevar a Steiner. A ese lugar de Wapping. Al priorato de St. Mary.

—¿Las Hermanitas de la Piedad, señor? Pero si eso es un hospicio para casos terminales.

—También cuidan a los tipos que se han desmoronado, ¿no? ¿A apuestos pilotos de la RAF que han sufrido colapsos nerviosos?

—En efecto, señor.

—Y olvida usted a ese agente Baum, del Abwehr, en febrero. El que recibió un tiro en el pecho cuando la rama especial y el MI5 trataron de detenerle en Bayswater. Lo atendieron en el priorato, y fue allí donde lo interrogaron. He visto los informes. Los del MI5 no lo utilizan con regularidad, eso lo sé con seguridad. Será un lugar perfecto. Reconstruido en el siglo diecisiete. Antes perteneció a una orden de clausura, de modo que el lugar está rodeado de fuertes muros. El edificio fue construido como una fortaleza.

—Nunca lo he visto, señor.

—Yo sí. Es un lugar un tanto extraño. Fue protestante durante años, cuando los católico-romanos fueron proscritos. Luego, un industrial Victoriano que resultó ser un chiflado religioso lo convirtió en un hospicio para mendigos. Permaneció desocupado durante varios años y luego, en mil novecientos diez, lo compró un benefactor. El lugar fue nuevamente consagrado a la Iglesia católica, y las Hermanitas de la Piedad se hicieron cargo de él. —Asintió con un gesto, lleno de entusiasmo—. Sí, creo que el priorato nos servirá estupendamente bien.

—Hay una cosa más, señor. Le recuerdo que éste es un asunto de contraespionaje, lo que significa que cae estrictamente dentro de las competencias del M15 y de la rama especial.

—No, si resulta que ellos no saben nada al respecto —dijo Munro sonriendo—. Cuando Vargas llame, véalo en seguida. Dígale que deje pasar tres o cuatro días y que luego notifique a su primo que Steiner va a ser trasladado al priorato de St. Mary.

—¿Pretende invitarles a que lo intenten y monten la operación, señor?

—¿Por qué no, Jack? No sólo atraparíamos a Devlin, sino también a cualquier otro contacto del que pueda disponer. No puede trabajar solo. No, en este asunto hay toda clase de posibilidades. Ya puede usted retirarse.

—Muy bien, señor.

Carter cojeó hasta la puerta y Munro exclamó entonces:

—Estúpido de mí. Se me olvida lo más evidente. Walter Schellenberg va a querer saber de qué fuente procede esta información. Tiene que parecer buena.

—¿Me permite una sugerencia, señor?

—Desde luego.

—José Vargas es un homosexual practicante y en estos momentos en la Torre de Londres está de servicio una compañía de Guardias escoceses. Digamos que Vargas ha obtenido la información de uno de esos guardias, al que ha conocido en uno de los pubs que frecuentan los soldados, en los alrededores de la Torre.

—Oh, muy bien, Jack, excelente —afirmó Munro—. Adelante, pues.

Desde un discreto puesto de observación situado en la explanada del aeropuerto, en las afueras de Lisboa, Frear observó a Schellenberg y a Berger caminar por la pista y aproximarse a los Junkers allí estacionados. Permaneció en su puesto, viendo cómo se alejaba el taxi que los había llevado, y sólo se dirigió hacia la parada de taxis una vez hubo comprobado que el avión había despegado.

Media hora más tarde, entró en el Luces de Lisboa y se sentó ante la barra. Pidió una cerveza y le preguntó al barman:

—¿Dónde está hoy nuestro amigo irlandés?

—Oh, ¿ése? Se ha marchado —contestó el hombre encogiéndose de hombros—. No creaba más que problemas. El jefe lo despidió. Anoche vino por aquí un cliente, un hombre muy agradable. Creo que era alemán. Ese Devlin tuvo una pelea con él, y casi llegaron a las manos. Tuvo que ser sacado a rastras.

—Me pregunto qué hará ahora —dijo Frear.

—Bueno, hay muchos bares en Alfama, senhor —dijo el barman.

—Sí, en eso tiene usted mucha razón. —Frear se terminó la cerveza—. Será mejor que me marche.

Salió y, poco después, Devlin surgió desde detrás de la cortina, en el fondo del bar.

—Buen hombre, José. Y ahora, tomemos juntos una copa de despedida.

Era a últimas horas de la tarde y Munro estaba sentado ante su mesa, en el despacho del cuartel general del SOE, cuando Carter entró.

—Otro comunicado de Frear, señor. Schellenberg se marchó esta mañana en avión, en dirección á Berlín, pero Devlin no se marchó con él.

—Si Devlin es todo lo astuto que yo me imagino, Jack, habrá detectado la presencia de Frear desde el principio. En un lugar como Lisboa no se puede ser agregado militar de una embajada sin que la gente sepa esas cosas.

—¿Quiere decir que se ha marchado a Berlín siguiendo otra ruta?

—Exactamente. Girando y revolviéndose como el zorro que es, aunque eso no le sirva de nada con nosotros. —Munro sonrió—. Tenemos a Rivera y a Vargas en el bolsillo, y eso significa que siempre estaremos situados un paso por delante de ellos.

—Entonces, ¿qué ocurrirá ahora, señor?

—Ha llegado el momento de esperar, Jack. Nos limitaremos a esperar y ver cuál es su siguiente movimiento. ¿Ha organizado esa entrevista con Steiner?

—Sí, señor.

Munro se acercó a la ventana. El aguanieve se había convertido de nuevo en lluvia.

—Da la impresión de que vayamos a tener niebla ahora —espetó—. Maldito tiempo. —Emitió un suspiro y exclamó—: ¡Qué guerra, Jack, qué guerra!