12

Habitualmente, el policía militar de servicio le llevaba a Steiner una taza de té a las once de cada mañana. Llegó con cinco minutos de retraso, y encontró al alemán leyendo ante la ventana.

—Aquí tiene, coronel.

—Gracias, cabo.

—Supongo que preferiría café, ¿verdad, señor? —preguntó el cabo, a quien Steiner le caía bastante bien.

—Bueno, yo me eduqué aprendiendo a tomar té, cabo —le contestó Steiner—. Fui a la escuela aquí mismo, en Londres, en St. Paul.

—¿De veras, señor?

Se volvió hacia la puerta y Steiner preguntó:

—¿Ha regresado ya el teniente Benson?

—Tiene permiso hasta medianoche, señor, pero si le conozco bien diría que aparecerá esta misma tarde. Ya sabe cómo son estos oficiales jóvenes. Muy cumplidores. Andan a la búsqueda de ese segundo galón sobre sus hombreras.

Salió y el cerrojo se corrió con un sonido metálico. Steiner regresó a su asiento, junto a la ventana, a la espera del mediodía, como había hecho la mañana anterior, tomando té y tratando de esperar con paciencia.

Volvía a llover y sobre la ciudad se extendía un manto de niebla, tan densa que apenas si podía distinguir ya la otra orilla del río. Un mercante muy grande bajaba de los muelles de Londres, seguido por una hilera de gabarras. Los contempló durante un rato, preguntándose a dónde se dirigiría. Fue entonces cuando vio a la muchacha, justo como se la había descrito Devlin, con una boina negra y un impermeable destartalado.

Mary caminó cojeando sobre la calzada, con el cuello del impermeable subido y las manos bien metidas en los bolsillos. Se detuvo ante la entrada que conducía a la pequeña playa y se apoyó contra la pared, contemplando los barcos que avanzaban sobre el río. No miró hacia el priorato en ningún momento. Devlin había sido muy explícito en cuanto a eso. Se limitó a quedarse allí, observando el río durante diez minutos. Luego se dio media vuelta y se alejó.

Steiner percibió una gran excitación y tuvo que sujetarse a los barrotes de la ventana para no perder el equilibrio. En ese momento se abrió la puerta tras él y reapareció el cabo.

—Si ha terminado ya, mi coronel, le retiraré la bandeja.

—Sí, ya he terminado, gracias. —El policía militar tomó la bandeja y se volvió hacia la puerta—. Ah, no sé quién estará de servicio esta tarde, pero quisiera bajar a confesarme —dijo Steiner.

—Muy bien, señor. Tomaré nota de ello. A las ocho, como la otra vez.

Salió y cerró la puerta. Steiner se quedó escuchando el sonido producido por sus botas al alejarse por el pasillo. Luego se volvió hacia la ventana y se sujetó de nuevo a los barrotes.

—Y ahora recemos, señor Devlin —dijo en voz baja—. Ahora, recemos.

Cuando Devlin entró en St. Patrick llevaba la trinchera militar y el uniforme. No estaba muy seguro de saber por qué había acudido. Supuso que volvía a tratarse de una cuestión de conciencia, o quizá sólo pretendía atar los últimos cabos. Lo cierto era que no podía marcharse sin intercambiar unas palabras con el anciano sacerdote. Lo había utilizado, era muy consciente de ello, y eso no le sentaba nada bien. Pero lo peor sería el hecho de que volverían a encontrarse por última vez en la capilla de St. Mary, aquella misma noche. Eso era algo que no había forma de evitar, como tampoco podría evitar la pena que causaría.

La iglesia estaba en silencio, y sólo vio al padre Martin en el altar, arreglando unas flores. El anciano se volvió al escuchar sus pasos y una expresión de genuino placer apareció en su rostro.

—Hola, padre.

Devlin se las arregló para esbozar una sonrisa.

—Sólo he pasado para decirle que debo seguir mi camino. Esta mañana he recibido mis órdenes.

—Eso ha sido algo inesperado, ¿verdad?

—Sí, bueno, vuelven a alistarme —mintió Devlin casi hablando entre dientes—. Tengo que presentarme en un hospital militar en Portsmouth.

—Vaya, en fin, como suele decirse, estamos en guerra.

—Sí, la guerra —asintió Devlin—. La condenada guerra, padre. Está durando demasiado tiempo y todos nosotros nos vemos obligados a hacer cosas que normalmente no haríamos. A todos los soldados nos ocurre lo mismo, independientemente del lado en que se esté. Cosas que nos avergüenzan.

—Parece usted muy preocupado, hijo mío —dijo el anciano con suavidad—. ¿Puedo ayudarle de alguna forma?

—No, padre, no esta vez. Hay ciertas cosas que uno tiene que vivir por sí mismo. —Devlin extendió una mano y el anciano sacerdote se la estrechó—. Ha sido un verdadero placer para mí, padre.

—Y también para mí —dijo el padre Martin.

Devlin se dio media vuelta y se alejó, cerrando con un portazo. El anciano se quedó allí por un momento, con una expresión desconcertada. Después, se volvió y continuó arreglando sus flores.

A las cuatro de la tarde, cuando Schellenberg salió en busca de Asa, en Chernay había un pequeño atisbo de neblina. Encontró al piloto en el hangar, junto al Lysander, en compañía del sargento de vuelo Leber.

—¿Cómo está? —preguntó Schellenberg.

—Perfecto, general —le dijo Leber—. No podría estar en mejores condiciones. —Sonrió y añadió—: Naturalmente, el Hauptsturmführer acaba de comprobarlo todo por quinta vez, pero eso es comprensible.

El Lysander mostraba las insignias de la RAF, colocadas sobre tiras de lona, tal como había solicitado Asa, y la esvástica del timón de cola había sido tapada con una lona negra.

—Naturalmente, no hay ninguna garantía de que no se desprendan durante el vuelo —dijo Asa—. Tendremos que mantener los dedos cruzados para que eso no suceda.

—¿Y el tiempo? —preguntó Schellenberg.

—Incierto —contestó Leber—. La visibilidad podría ser restringida. Hay un par de frentes conflictivos que están penetrando. He comprobado la situación con nuestra base en Cherburgo, y la verdad es que se trata de una de esas ocasiones en que no se sabe muy bien qué puede pasar.

—Pero ¿el avión está preparado?

—Oh, sí —contestó Asa—. Una de las cosas buenas que tiene esta belleza es que está dotada de un depósito de emergencia. Supongo que la RAF lo hizo así en previsión de la clase de misiones a las que estaba destinado. Eso me permite una autonomía de vuelo de hora y media, y gracias a los servicios de inteligencia de la Luftwaffe en Cherburgo, puedo sintonizar mi radio con la frecuencia de la RAF una vez que me haya aproximado a la costa inglesa.

—Bien. Salgamos a dar un paseo. Tengo ganas de tomar el aire.

Caía una fina llovizna. Caminaron por el campo y Schellenberg se dedicó a fumar un cigarrillo, guardando silencio durante un rato. Llegaron al final y se apoyaron sobre una verja, mirando hacia el mar.

—¿Se siente bien respecto a lo que va a hacer? —preguntó Schellenberg al cabo de un rato.

—¿Se refiere al viaje? —replicó Asa encogiéndose de hombros—. El vuelo en sí no me preocupa. Lo problemático es la situación que pueda encontrar al otro lado.

—Sí, en ese aspecto estamos todos en manos de Devlin.

—Suponiendo que todo salga bien —dijo Asa— y aterrice aquí con nuestros amigos en algún momento de la próxima madrugada, ¿qué ocurrirá entonces? ¿Qué pasará con la situación en Belle Íle? ¿Se le ha ocurrido alguna idea?

—Sólo una y sería una aventura a la desesperada. Por otro lado, resultaría bastante sencilla, y a mí me gusta la sencillez.

—Soy todo oídos.

—Bien, el Führer desayunará con Rommel, el almirante y el Reichsführer. Sabemos que Berger actuará al final del desayuno.

—Sí, eso lo sé. Yo también estaba allí, ¿lo recuerda?

—¿Qué sucedería si usted, yo y el señor Devlin llegáramos cuando ellos aún estuvieran desayunando y descubriéramos el complot?

—Pues que todos estaríamos metidos en el mismo cesto, eso es evidente —dijo Asa—. Aunque usted hablara con el Führer, Berger seguiría adelante con su plan.

—Oh, sí, y al Reichsführer le vendría muy bien haberme dejado fuera de combate —asintió Schellenberg sonriendo—. Pero hay una carta oculta que no he mencionado. ¿Recuerda cuando nos dirigimos en coche a Belle Íle? ¿Recuerda el decimosegundo destacamento de paracaidistas estacionado en las afueras de St. Aubin? ¿Se acuerda del Hauptmann Erich Kramer y de sus treinta y cinco paracaidistas?

—Desde luego que sí.

—¿Qué cree usted que ocurriría si el coronel Kurt Steiner, una verdadera leyenda del regimiento paracaidista, apareciera para decirles que necesitaba de sus servicios porque había un complot de las SS para asesinar al Führer a quince kilómetros carretera arriba?

—¡Jesús! —exclamó Asa—. Esos tipos seguirían a Steiner a cualquier parte.

—Exactamente. Y los paracaidistas siempre se han distinguido por el disgusto que sienten con respecto a las SS.

—Funcionaría —asintió Asa.

—Siempre y cuando funcione todo lo demás.

—Un momento, a ver si lo he comprendido. ¿Nosotros llegaríamos primero? ¿Y luego nos seguiría Steiner?

—Así es. Digamos que unos quince minutos más tarde.

—Parece que ese desayuno será muy conflictivo —comentó Asa.

—Bueno, prefiero no pensar en eso ahora —dijo Schellenberg—. Tengo otras cosas en qué pensar. Vayamos a tomar una taza de café.

En la cocina de Ryan, Devlin había colocado varios objetos sobre la mesa.

—Veamos qué es lo que tenemos aquí —dijo—. Esos policías militares llevan esposas, pero me llevaré algo de cuerda extra para emergencias, por si acaso.

—He preparado tres mordazas —dijo Ryan—. Están hechas a base de vendajes y esparadrapo. Recuerda que también tienes que ocuparte del sacerdote.

—Preferiría olvidarme de él, pero tienes razón —dijo Devlin.

—¿Y un arma?

—Llevaré la Smith & Wesson en la tobillera, para casos de emergencia, y la Walther con el silenciador que le quité a Carver.

—¿Crees que se producirá alguna muerte? —preguntó Ryan con expresión de preocupación.

—Eso sería lo último que desearía. ¿Tienes esa cachiporra?

—Dios, se me había olvidado.

Ryan abrió el cajón de la mesa de la cocina y sacó una bolsa de cuero. Estaba cargada con plomo y llevaba un lazo para sujetarla a la muñeca. Era un artilugio llevado por muchos taxistas de Londres, como medida de autoprotección. Devlin la sopesó en la mano y la dejó sobre la mesa, junto a la Walther.

—Entonces, ¿eso es todo? —preguntó Ryan.

—Ahora —dijo Devlin sonriendo ligeramente—, todo lo que necesitamos es a Steiner.

En ese momento se abrió la puerta y entró Mary.

—Dios, me muero de hambre, muchacha —dijo su tío—. Qué buenos estarían unos huevos con jamón si pudieras arreglártelas.

—No hay problema —dijo ella—, pero nos hemos quedado sin pan y sin té. Iré un momento a la calle High antes de que cierren las tiendas. No tardaré.

Tomó la boina y el impermeable de detrás de la puerta y se marchó.

La anciana de la tienda le vendió una lata de salmón procedente del mercado negro, así como unos cigarrillos, el pan y el té. Mary lo llevaba todo en un bolso cuando salió de la tienda. La niebla se hacía más espesa por momentos, el tráfico era más lento y ella se detuvo con prudencia en la siguiente esquina, antes de cruzar la calzada.

Eric Carver, al volante de la limusina Humber de su hermano, se había detenido ante el semáforo. Ella sólo estaba a uno o dos metros de distancia cuando pasó por delante, y él la vio con toda claridad. Mary cruzó la calzada y giró por una calle lateral. En cuanto las luces se pusieron verdes, él la siguió con el Humber. Aparcó junto a la acera, bajó del coche y la siguió a pie con precaución.

Mary giró por Cable Wharf, caminando todo lo rápidamente que pudo, y cruzó de nuevo hacia la casa. En cuanto giró en la esquina, Eric se encaminó hacia allí y asomó la cabeza con cuidado. Ella acababa de llegar ante la puerta de la cocina.

Ésta se abrió, y Eric escuchó la voz dé Devlin diciendo:

—Ah, ya estás aquí. ¿Quieres entrar y dejar esa niebla ahí fuera?

La puerta se cerró.

—Muy bien, bastardo —dijo Eric en voz baja—. Ahora ya te tengo.

Se dio media vuelta y se alejó corriendo.

Jack Carver estaba en su dormitorio, vistiéndose, cuando Eric entró como una tromba.

—¿Cuántas veces te lo tengo dicho? —le espetó Carver—. No me gusta que nadie entre aquí de sopetón cuando me estoy vistiendo, y eso te incluye también a ti.

—Pero es que lo he encontrado, Jack. He descubierto dónde se oculta ese podrido bastardo. Vi a la chica. La seguí hasta su casa, y él estaba allí.

—¿Estás seguro?

—Pues claro que lo estoy.

—¿Dónde ha sido?

—En un lugar llamado Cable Wharf. Está en Wapping.

—Muy bien —asintió Jack con una expresión de satisfacción.

Se puso la chaqueta y cruzó el salón, seguido de cerca por Eric.

—¿Y qué vamos a hacer ahora? —le preguntó Eric a su hermano, que se sentó tras su mesa de despacho.

—¿Que qué vamos a hacer? Nos vamos a encargar de él —dijo Carver.

—¿Cuándo?

—Esta noche tengo un gran negocio que ultimar —dijo Carver mirando su reloj—. Eso lo sabes. Probablemente, habré terminado hacia las diez. Después de eso le haremos una visita, cuando crea que ya está tranquilamente a salvo para pasar la noche. —Carver sonrió, abrió un cajón y sacó una Browning—. Sólo tú y yo, y nuestra amiguita.

En el rostro de Eric apareció una expresión despiadada.

—Por Cristo, Jack, ya estoy impaciente —dijo.

El teniente Benson llegó al priorato poco antes de las siete. Saludó al portero, quien le franqueó la entrada, y subió en seguida la escalera. Tal como le habla dicho el policía militar a Steiner, su permiso duraba hasta la medianoche, pero el único tren disponible hasta Londres desde la casa de sus padres en Norwich había salido temprano. Al serle franqueada la entrada en el pasillo del piso superior, encontró a un cabo sentado en su despacho. El hombre se puso en pie de un salto.

—¿Ya ha regresado, señor?

—Me parece que eso es bastante evidente, Smith. ¿Dónde está el sargento Morgan?

—Se marchó hace más o menos una hora, señor.

—¿Todo ha estado tranquilo mientras yo he estado fuera?

—Así lo creo, señor.

—Echaremos un vistazo al libro de registros. —Smith se lo tendió y Benson lo ojeó—. ¿Qué dice esta anotación en la hoja de las admisiones? ¿El mayor Conlon?

—Oh, sí señor, el padre. Hizo una visita en compañía de la hermana y del padre Martin.

—¿Y quién le dio permiso?

—Tenía un pase del departamento de Guerra, señor. Ya sabe, uno de esos pases que permiten acceso sin restricciones a cualquier parte. Creo que el sargento Morgan anotó los detalles.

—Eso ya lo veo. La cuestión es: ¿qué andaba haciendo aquí ese tal Conlon?

—Era un hombre de aspecto agradable, señor, con el cabello gris y gafas. Parecía como si lo hubiera pasado mal. Ah, y tenía una Cruz Militar, señor.

—Bueno, pero eso podría significar cualquier cosa —dijo Benson de mal humor—. Ahora voy a ver a la hermana.

Ella estaba en su despacho cuando él llamó y entró. La hermana María Palmer levantó la mirada y le sonrió.

—¿Ya ha vuelto? ¿Ha pasado bien su permiso?

—Sí, no ha estado mal. ¿Está el padre Martin por aquí?

—Acaba de entrar en la capilla para escuchar las confesiones. ¿Puedo ayudarle en algo?

—Mientras yo estuve fuera vino por aquí un tal mayor Conlon.

—Ah, sí, el capellán del ejército. Un hombre muy agradable. Estaba de baja por herida de guerra. Tengo entendido que fue herido en Sicilia el año pasado.

—Sí, pero ¿qué estaba haciendo aquí?

—Nada. Apareció por aquí y sustituyó al padre Martin durante una noche. El padre Martin no se ha sentido muy bien últimamente.

—¿Y ha vuelto?

—No, por lo que me ha dicho el padre Martin, le han vuelto a llamar para que acuda a un hospital militar en Portsmouth. —Le miró con cierta expresión de extrañeza—. ¿Sucede algo?

—Oh, no, sólo que, cuando aparece un invitado inesperado con un pase del departamento de Guerra, a uno le gusta saber de quién se trata.

—Se preocupa usted demasiado —dijo la hermana.

—Probablemente. Buenas noches, hermana.

Pero la duda no acababa de abandonar sus pensamientos y en cuanto regresó a su despacho, en el piso de arriba, llamó por teléfono a Dougal Munro.

Jack Carter se había marchado a pasar el día en York. Su tren no llegaría a Londres hasta las diez, de modo que Munro estaba trabajando a solas en su despacho cuando recibió la llamada. Escuchó pacientemente lo que Benson tuvo que decirle.

—Ha hecho usted muy bien al llamarme —dijo—. No me gusta la idea de que oficiales con pases del departamento de Guerra metan las narices en nuestros asuntos. Pero eso es lo que pasa cuando se utiliza un lugar como el priorato, Benson. Esos religiosos no se comportan como las demás personas.

—Tengo anotados aquí, en la hoja de admisión, los detalles descriptivos de Conlon. ¿Quiere saberlos, señor?

—Mire, yo terminaré aquí dentro de poco y luego me marcharé a casa —le dijo Munro—. En cuanto pueda pasaré a verle. Dentro de una hora y media más o menos.

—Le espero entonces, señor.

Benson colgó el teléfono y el cabo Smith, que estaba de pie ante la puerta, le dijo:

—El coronel Steiner pidió bajar a la capilla para confesarse, señor.

—¿Y qué demonios tiene que confesar si se pasa todo el tiempo encerrado aquí? —replicó Benson.

—A las ocho de la noche, señor, como la otra vez. ¿Quiere que le acompañe con el cabo Ross?

—No —dijo Benson—, le acompañaremos los dos. Estoy esperando al brigadier Munro, pero no llegará hasta después de las ocho y media. Y ahora, tomemos una taza de té.

En Chernay, los elementos estaban decididamente en contra de ellos, con la lluvia y la niebla procedentes del mar y echándoseles encima. Schellenberg y Asa Vaughan estaban en la sala de radio, esperando, mientras el sargento de vuelo Leber comprobaba la situación con Cherburgo. Regresó junto a ellos al cabo de un momento.

—El avión del Führer aterrizó sin novedad, general. Justo a las seis, poco antes de que empezara a llover.

—¿Y bien? ¿Cuál es el veredicto? —quiso saber Asa.

—En partes del canal encontrará vientos que soplan hasta con fuerza ocho.

—Demonios, me las puedo arreglar con el viento —exclamó Asa—. ¿Qué más dicen?

—Hay niebla en todo el sur de Inglaterra, desde Londres hasta la costa del canal. Y otra cosa, dicen que las cosas serán peor aquí durante la noche. —Le miró con expresión preocupada—. Si quiere que le sea franco, señor, me huele mal.

—No se preocupe, sargento. Encontraré un camino.

Asa y Schellenberg salieron al viento y a la lluvia, y se dirigieron presurosos a la cabaña que estaban utilizando. Schellenberg se sentó en una de las camas y sirvió una copa de Schnapps en una taza esmaltada.

—¿Quiere tomar algo?

—Será mejor que no lo haga —dijo Asa encendiendo un cigarrillo.

Se produjo un silencio. Al cabo de un rato, Schellenberg dijo:

—Mire, si no cree que las condiciones sean adecuadas, si no quiere ir…

—No sea estúpido —le interrumpió Asa—. Pues claro que voy a ir. Devlin depende de mí. No puedo dejarle en la estacada. Lo del viento no me preocupa. Volé para los finlandeses durante uno de sus inviernos, ¿recuerda?, y allí soplan las ventiscas todos los días. Pero en cuanto a la niebla… Mire, despegar no representa ningún problema, pero aterrizar ya es otra cosa. Eso es lo que me preocupa, que no pueda encontrar dónde aterrizar una vez llegue allí. —En ese caso tendrá que regresar.

—Estupendo, sólo que, como nos ha informado Leber, las cosas no van a estar mucho mejor por aquí.

—Entonces, ¿qué quiere hacer?

—Marcharme en el último momento posible. Devlin quería que estuviese allí, preparado, para despegar a medianoche. Bien, hagámoslo lo más justo que podamos. No despegaré de aquí hasta las diez. Eso le dará al tiempo una oportunidad de cambiar.

—¿Y si no cambia?

—Iré de todos modos.

—De acuerdo —asintió Schellenberg levantándose—. Enviaré ahora mismo una señal a Shaw Place en tal sentido.

Lavinia Shaw, sentada ante la radio instalada en el estudio, con los auriculares puestos, captó el mensaje. Les envió una rápida respuesta: «Mensaje recibido y comprendido». Se quitó los auriculares y se volvió. Su hermano estaba sentado ante el fuego de la chimenea, con Nell tumbada a sus pies. Se dedicaba a limpiar la escopeta, con un vaso de escocés al lado.

—No despegarán hasta las diez, querido, debido a este condenado tiempo.

Se dirigió hacia las puertas de cristal, retiró las cortinas y abrió las ventanas, contemplando la niebla. Shaw se levantó y se situó a su lado.

—Pues yo hubiera dicho que una niebla densa como ésta era lo mejor para esta clase de aterrizaje secreto.

—No seas estúpido, Max. Esto es lo peor que podría sucederle a cualquier piloto. ¿No te acuerdas de aquella vez que no pude aterrizar en Helmsley, allá por el año treinta y seis? ¿No te acuerdas de que estuve dando vueltas y vueltas hasta que se me agotó el combustible y me estrellé contra aquel muro? Casi me mato.

—Lo siento, muchacha, ya se me había olvidado. —La lluvia empezó a salpicar la terraza, delante de ellos, visible a la luz procedente de la ventana—. Ahí lo tienes —dijo Shaw—. Eso debería ayudar a disipar la niebla. Y ahora cierra esa ventana y tomemos otra copa.

—¿Lo tienes todo? —preguntó Michael Ryan cuando la lancha motora se acercó a la pequeña franja de guijarros.

Devlin llevaba puesto un mono y botas altas. Se palpó los bolsillos, revisándolo todo.

—Creo que todo está en perfecto orden.

—Desearía que me permitieras acompañarte —dijo Ryan.

—Esto es asunto mío, Michael, y, si surge el menor atisbo de problema, tú y Mary salid de aquí pitando. En cierto modo, esta condenada niebla es una bendición. —Se volvió y sonrió a Mary desde la oscuridad—. En eso tenías mucha razón.

Ella se irguió y le besó en la mejilla.

—Que Dios le bendiga, señor Devlin. Rezaré por usted.

—En ese caso, todo saldrá bien.

Y tras decir esto descendió de la embarcación por la borda.

El agua no era muy profunda, lo que ya era algo, y empezó a vadear, con la luz de la linterna iluminando el túnel hasta que llegó al hueco abierto en el muro. Comprobó la hora en su reloj. Eran las ocho y dos minutos. Entró en la cripta, vadeando, y al llegar a los escalones los subió hacia la puerta.

Dougal Munro había terminado su trabajo algo antes de lo previsto, así que llamó un coche y le ordenó al chófer que le llevara al priorato de St. Mary. Fue un trayecto difícil, avanzando a treinta kilómetros por hora en la niebla, así que llegó poco después de las ocho.

—Espere. No estaré mucho tiempo —le dijo el brigadier al chófer, bajando del vehículo.

—Me apartaré de la carretera mientras espero, señor —replicó el conductor—. Con esta niebla, cualquiera podría embestirme por detrás. Giraré en la próxima esquina. Allí hay un patio.

—Está bien. Yo iré a buscarle cuando termine.

Munro subió los escalones y llamo al timbre de la puerta, que abrió el portero de noche.

—Buenas noches, brigadier —le saludó.

—¿Está la hermana María? —preguntó Munro.

—No. La han llamado para que acuda al hospital de Cromwell Road.

—Está bien. Subiré a ver al teniente Benson.

—Le vi entrar en la capilla hace unos pocos minutos, señor, con uno de los cabos y el oficial alemán.

—¿De veras?

Munro vaciló un instante, y finalmente cruzó el vestíbulo, dirigiéndose hacia la puerta de la capilla.

Devlin abrió con suavidad la puerta situada al final de los escalones y se llevó el mayor susto de su vida. El cabo Smith se encontraba de espaldas a él, a un par de metros de distancia. Estaba examinando una figura religiosa. Benson estaba junto a la puerta de entrada a la capilla. Devlin no vaciló. Sacó la cachiporra y golpeó a Smith en la nuca, volviendo a situarse bajo la protección de las sombras de la puerta cuando el cabo cayó al suelo con estruendo.

—¿Smith? —llamó Benson—. ¿Qué ocurre?

Corrió por la nave de la iglesia y se detuvo mirando fijamente el cuerpo caído en el suelo. Fue entonces, dándose cuenta demasiado tarde de que estaba sucediendo algo, cuando descendió la mano hacia el revólver Webley que llevaba en la funda.

Devlin surgió de entre las sombras, con la Walther con silenciador en la mano izquierda y la cachiporra en la derecha.

—Yo no haría eso, hijo. Este trasto no hace más ruido que una simple tos suya o mía. Y ahora, dese la vuelta.

Benson hizo lo que se le ordenaba y Devlin le propinó la misma clase de golpe que a Smith. El joven teniente gimió, se hundió de rodillas y cayó encima del cabo. Rápidamente, Devlin le registró en busca de esposas pero, al parecer, sólo las llevaba Smith.

—¿Está usted ahí, coronel? —llamó en voz alta.

Steiner salió del confesionario y el padre Martin se le unió. El anciano tenía aspecto de sentirse conmocionado y aturdido.

—¿Mayor Conlon? ¿Qué está ocurriendo aquí?

—Créame que lo siento mucho, padre —dijo Devlin haciéndole darse media vuelta y poniéndole las esposas con las manos a la espalda. Luego, sentó al anciano en uno de los bancos y sacó una de las mordazas que llevaba preparadas.

—Supongo que usted no es sacerdote, ¿verdad? —preguntó Martin.

—Un tío mío lo fue, padre.

—Le perdono, hijo mío —dijo Frank Martin sometiéndose a la colocación de la mordaza.

En ese preciso instante se abrió la puerta de la capilla y Dougal Munro entró en ella. Antes de que pudiera decir una sola palabra, Kurt Steiner ya lo había sujetado, pasándole un brazo de acero alrededor del cuello.

—¿Y éste quién es? —preguntó Devlin.

—El brigadier Dougal Munro, del SOE —le dijo Steiner.

—¿De veras? —Ahora, Devlin sostuvo la Walther en la mano derecha—. Este trasto tiene silenciador, como estoy seguro que ya habrá observado. Así que, brigadier, le ruego sea sensato.

Steiner le soltó y Munro dijo con amargura:

—Dios mío, Devlin… Liam Devlin.

—El mismo de siempre, brigadier.

—¿Qué hacemos ahora? —preguntó Steiner.

Devlin se sentía excitado y un tanto engreído.

—Un corto viaje río abajo, un suave recorrido por el campo y estará usted lejos antes de que éstos se hayan dado cuenta de lo ocurrido y sigan buscándole en círculos.

—Lo que quiere decir que tienen ustedes intención de salir por vía aérea —dijo Munro—. Muy interesante.

—Desde luego, soy un bocazas —gimió Devlin. Colocó el cañón del arma bajo la barbilla de Munro—. Si le dejo ahora, pondrá en alerta a la RAF antes de que sepamos dónde estamos. Podría matarle, pero hoy me siento con el ánimo generoso.

—¿Y eso qué alternativa nos deja?

—Tendremos que llevarle con nosotros. —Hizo un gesto a Steiner—. Vigílelo.

Abrió la puerta de la capilla. En ese momento, el portero de noche salió de su cubículo con una bandeja que contenía una tetera, dos tazas y un jarrito de leche. Subió la escalera silbando.

—Maravilloso —dijo Devlin—. No tendréis necesidad de mojaros los pies. Vamos a salir directamente por la puerta delantera y no tendremos más que cruzar la calzada. La niebla es espesa, de modo que nadie se dará cuenta de nada. —Abrió la puerta y urgió a Munro a atravesar el vestíbulo, con la Walther apoyada contra su espalda—. No lo olvide, brigadier. Una palabra en falso, y le vuelo la espina dorsal.

Fue Steiner quien abrió la puerta y abrió paso hasta la calle. La niebla, en efecto, era espesa como solo puede llegar a serlo en Londres, y hasta picaba en el fondo de la garganta. Devlin empujó a Munro hacia el otro lado de la calzada, seguido por Steiner. No vieron un alma y, ensimismados en su mundo privado, bajaron los escalones hasta la franja de guijarros. Una vez llegados abajo, Devlin se detuvo y le pasó el arma a Steiner.

—Tengo por aquí a unos amigos a los que no quiero que vea este viejo sabueso. Sería capaz de colgarlos en la prisión de Wandsworth por alta traición.

—Sólo si se lo merecen —le dijo Munro.

—Es una cuestión de opiniones.

Actuando con rapidez, Devlin le ató al brigadier las manos con la cuerda que había traído consigo. Munro llevaba una bufanda de seda para protegerse del frío. El irlandés se la quitó y le tapó con ella los ojos, atándosela a la nuca.

—Muy bien. Sigamos.

Empezaron a caminar sobre los guijarros, ayudando a Munro con una mano en el codo, y la lancha motora surgió de pronto ante ellos, entre la oscuridad.

—¿Eres tú, Liam? —le preguntó Ryan con suavidad.

—El mismo de siempre. Y ahora salgamos de aquí a toda velocidad —replicó Devlin.

En el dormitorio, Devlin se cambió con rapidez, volviendo a ponerse el traje de clérigo, con un suéter oscuro de cuello alto. Recogió las pocas pertenencias que necesitaba y lo puso todo en una bolsa, junto con la Luger y la Walther. Comprobó la Smith & Wesson en la funda de la tobillera, tomó la bolsa y salió. Al entrar en la cocina, Steiner estaba sentado ante la mesa, tomando el té con Ryan, mientras Mary le miraba con reverencia.

—¿Se encuentra bien, coronel? —le preguntó Devlin.

—Nunca me había sentido mejor, señor Devlin.

Devlin le arrojó la trinchera militar que había robado en el Club del Ejército y la Marina el día que conoció a Shaw.

—Esto debe ser suficiente para cubrir su uniforme. Estoy seguro de que Mary podrá encontrarle una bufanda.

—Claro que sí.

La muchacha salió corriendo y regresó poco después con una bufanda de seda blanca que le entregó a Steiner.

—Es usted muy amable —dijo él.

—Está bien, pongámonos en marcha. —Devlin abrió el armario situado bajo los escalones, revelando a Munro, a quien había dejado sentado en el rincón, con las manos atadas, y todavía con la bufanda atada alrededor de los ojos—. Nos vamos, brigadier.

Levantó a Munro de un tirón y lo hizo caminar hasta la puerta de entrada a la vivienda. Ryan ya había sacado la camioneta del garaje y la había dejado aparcada junto a la acera. Colocaron a Munro en la parte de atrás y Devlin comprobó su reloj.

—Son las nueve. Ha sido una hora muy larga, Michael, viejo amigo. Ahora, tenemos que marcharnos.

Se estrecharon las manos. Al volverse hacia Mary se dio cuenta de que ella estaba llorando. Devlin dejó la bolsa en la camioneta y abrió los brazos. Ella se abalanzó hacia ellos y él la abrazó.

—Te espera una vida maravillosa y eres una muchacha igualmente maravillosa.

—Nunca le olvidaré —dijo ella, sin dejar de llorar—. Rezaré todas las noches por usted.

Él se sintió demasiado emocionado como para decir nada. Se acomodó al lado de Steiner, en la camioneta, y puso el vehículo en marcha.

—Es una joven muy agradable —comentó el alemán.

—Sí —asintió Devlin—. No debería haberlos implicado ni a ellos ni al viejo sacerdote, pero no podía hacer otra cosa.

—Es la propia naturaleza del juego en que estamos metidos, señor Devlin —dijo Munro desde el asiento de atrás—. Dígame algo, aunque sólo sea por saciar mi curiosidad. Vargas.

—Oh, desde el principio me olí que se trataba de una rata —dijo Devlin—. Siempre me dio la impresión de que ustedes nos estaban invitando a venir. Me di cuenta de que la única forma de engañarles consistía en engañar también a Vargas. Y por eso él sigue recibiendo mensajes desde Berlín.

—¿Y sus propios contactos? No se trata de nadie que haya estado activo recientemente, ¿me equivoco?

—Más o menos.

—Es usted un bastardo muy astuto, eso debo admitírselo. Pero no se preocupe, como dice un viejo refrán, del plato a la boca se pierde la sopa.

—¿Y qué quiere decir con eso ahora?

—Niebla, señor Devlin, niebla —dijo Dougal Munro.