5

Mientras se acercaban al despacho de Schellenberg, en la Prinz Albrechtstrasse, el aire de la mañana olía a humo.

—Parece ser que anoche alcanzaron su objetivo —dijo.

—Ya lo puede asegurar —asintió Devlin.

Se abrió la puerta del despacho y apareció Ilse Huber, dándoles los buenos días.

—Menos mal que ha aparecido, general. Empezaba a sentirme un poco preocupada.

—El señor Devlin y yo nos pasamos la noche en el sótano de ese restaurante que hay en Marienstrasse.

—Rivera viene hacia aquí —dijo ella.

—Estupendo, hágale pasar en cuanto llegue.

Ella salió del despacho, y diez minutos más tarde hizo entrar a Rivera. El español se quedó allí de pie, moviendo el sombrero, mirando con nerviosismo a Devlin.

—Puede hablar con entera libertad —le dijo Schellenberg.

—He recibido otro mensaje de mi primo, general. Dice que van a trasladar a Steiner desde la Torre de Londres a un lugar llamado el priorato de St. Mary.

—¿Le ha dado la dirección?

—Sólo me ha dicho que está en Wapping, junto al río.

—Un tipo muy notable, ese primo suyo —intervino Devlin—. Haber conseguido con tanta facilidad una información tan importante.

Rivera sonrió con avidez.

—José está seguro de que esta información es correcta, señor. La obtuvo de un amigo suyo, un soldado de los guardias escoceses. Hay una compañía de ellos sirviendo en la Torre en estos momentos. Utilizan los locales públicos cercanos y mi primo… —Rivera se encogió de hombros—. Bueno, es un tema ciertamente delicado.

—Sí, sí, lo comprendemos, Rivera —intervino Schellenberg asintiendo con un gesto—. Muy bien, puede marcharse por ahora. Estaré en contacto si le necesito.

Ilse le acompañó fuera y luego regresó al despacho.

—¿Desea que haga alguna cosa en especial, general? —preguntó.

—Sí, encuéntreme en los archivos una de esas guías, ya sabe a qué me refiero, eso de Londres calle a calle. Mire a ver si se menciona este lugar.

Ilse abandonó el despacho.

—En cierta fase de mi carrera llegué a conocer bien Wapping —dijo Devlin.

—¿Con el IRA?

—En la campaña de atentados con bombas. Los hombres duros siempre querían estar actuando; son los que serían capaces de volar al papa por los aires si creyeran que eso ayudaría a la causa. En el treinta y seis hubo una unidad de servicio activo que colocó un par de bombas en Londres. ¿Conoce esa clase de cosas? Ya sabe, mujeres, niños, transeúntes. En aquellos tiempos yo estaba encargado de imponer las órdenes y los de la dirección querían detener aquel tipo de cosas. Era muy mala publicidad, ¿comprende?

—¿Y fue entonces cuando conoció Wapping?

—Por un amigo de mi juventud en el condado de Down. En realidad, un amigo de mi madre.

—¿Quién es ese amigo?

—Michael Ryan. Estaba al frente de una de nuestras casas de seguridad. No participaba activamente en nuestros asuntos. Era un camuflaje seguro.

—¿Y se encargó usted de esa unidad en servicio activo?

—Sólo eran tres —dijo Devlin encogiéndose de hombros—. No quisieron dejarse convencer. Después de eso me marché a España y me uní a la brigada Lincoln-Washington. Contribuí lo mío contra Franco hasta que los italianos me hicieron prisionero. Finalmente, el Abwehr me sacó del atolladero.

—Y ese amigo suyo en Wapping, ese tal Ryan…, me pregunto qué habrá pasado con él.

—Me imagino que el viejo Michael seguirá estando a cubierto. Seguramente no habrá querido saber nada más. Es de esa clase de hombres. Ya había tenido sus dudas en cuanto al empleo de la violencia. En el cuarenta y uno, cuando el Abwehr me envió a Irlanda, me encontré con un amigo suyo en Dublín. A juzgar por lo que me dijo, tengo la seguridad de que el IRA no utilizó a Mick durante la campaña de bombas en Inglaterra, al principio de la guerra.

—¿Podría sernos de alguna utilidad? —sugirió Schellenberg.

—Jesús, general, está haciendo correr el carro delante del caballo, ¿no le parece?

Ilse entró en ese momento, llevando un libro de color anaranjado.

—Lo he encontrado, general. El priorato de St. Mary, en Wapping. Mire, aquí, justo en el recodo del Támesis.

Schellenberg y Devlin examinaron el mapa.

—Esto no nos va a servir de mucho —observó Devlin.

—Se me acaba de ocurrir una idea —dijo Schellenberg tras un momento de reflexión—. Operación León Marino, en el cuarenta.

—¿Se refiere a la invasión nunca realizada?

—Sí, pero estuvo bien planeada. Una de las tareas que se le encomendaron al SD fue llevar a cabo una investigación completa de Londres. Estoy hablando de edificios. Había que determinar su utilidad en caso de que Londres fuera ocupada.

—¿Quiere decir saber cuál era el lugar adecuado para instalar el cuartel general de la Gestapo? ¿Se refiere a esa clase de cosas?

—Exactamente —asintió Schellenberg sonriendo le amistosamente—. Teníamos en los archivos una lista de muchos cientos de lugares parecidos, de los que incluso habíamos obtenido planos. —Se volvió hacia Ilse Huber—. Mire a ver qué puede hacer.

—En seguida, general.

Devlin se sentó junto a la ventana, y Schellenberg ante su mesa de despacho. Ambos encendieron cigarrillos.

—Anoche me dijo que prefería actuar partiendo de la idea de que Vargas era un traidor —dijo Schellenberg.

—Sí, en efecto.

—¿Qué haría usted entonces? ¿Cómo manejaría todo este asunto?

—Fácil… En el momento más intenso del bombardeo de anoche se me ocurrió una idea genial. No le diremos a Vargas que voy a ir.

—No le comprendo.

—Obtendremos la información que necesitemos. En realidad, es muy probable que ya tengamos la suficiente. Luego, una vez a la semana, Rivera se encargará de pedir más información en su nombre, general. Los horarios seguidos por Steiner en el priorato, el sistema de guardia y esa clase de cosas. Pero yo ya estaré en Londres. Y ahora, Walter, hijo mío, debe admitir que es una buena idea.

Schellenberg no pudo evitar lanzar una risotada. Luego se levantó.

—Muy buena…, condenadamente maravillosa. Vayamos a la cantina y tomemos un café a la salud de esa idea.

Más tarde, Schellenberg pidió que le trajeran el Mercedes y ambos fueron al Tiergarten y caminaron alrededor del lago, con los pasos crujiendo sobre la ligera nieve en polvo.

—Hay otra dificultad —dijo entonces Devlin—. La rama especial se las arregló para localizarme cuando estuve en Norfolk. Resultó que lo hicieron a últimas horas del día, pero lo consiguieron, y una de las cosas que les ayudaron fue el hecho de que, como ciudadano irlandés, tuve que acudir al registro de extranjeros, en la policía local, y eso exigió entregar una foto de pasaporte.

—Comprendo. ¿Qué sugiere ahora?

—Un cambio completo en mi aspecto… Un verdadero cambio.

—¿Quiere decir el color del cabello y todo eso?

—Sí —asintió Devlin—, y también añadir unos pocos años si es posible.

—Creo que podré ayudarle con eso —dijo Schellenberg—. Conozco a unos pocos amigos en los estudios de cine de la UFA, aquí, en Berlín. Algunos de sus maquilladores son capaces de lograr cosas sorprendentes.

—Y otra cosa…, nada de registro de extranjeros esta vez. Yo nací en el condado de Down, que está en el Ulster, lo que me convierte oficialmente en ciudadano británico. Nos aferraremos a eso cuando se trate de preparar los documentos falsos.

—¿Y su identidad?

—La última vez fui un héroe de guerra. Un apuesto irlandés que había sido herido en Dunkerque y desmovilizado. —Devlin se tocó la cicatriz de la bala en un lado de la cabeza—. Esto ayudó a que se creyeran el cuento, claro.

—Bien, en ese caso prepararemos algo parecido. ¿Qué me dice del método de entrada?

—De nuevo el paracaídas.

—¿En Inglaterra?

—Demasiado arriesgado —denegó Devlin con un gesto—. Y, si alguien me ve, seguro que informará. No, lo haremos en Irlanda, como la última vez. Si me detectan allí, a nadie le importará. Luego, sólo tendré que dar un paseo para cruzar la frontera con el Ulster; tomaré el tren de la mañana para Belfast y ya estaré en territorio británico.

—¿Y después?

—El barco. De Belfast a Heysham, en Lancashire. La última vez tuve que tomar la otra ruta, desde Larne a Stranraer, en Escocia. Los barcos van llenos, como los trenes. —Devlin sonrió con una mueca—. Estamos en guerra, general.

—Así que ya está en Londres. ¿Qué ocurrirá entonces?

Devlin encendió un cigarrillo.

—Bueno, si no entro en contacto con Vargas, eso significa que no recibiré ninguna ayuda de sus fuentes oficiales.

—Pero necesitará la ayuda de otros —dijo Schellenberg frunciendo el ceño—. También necesitará armas y un radiotransmisor porque, si no tiene posibilidad de comunicarse…

—Está bien —dijo Devlin—. Al parecer, vamos a tener que hacer algunas cosas confiando en los demás. Antes estuvimos hablando de mi viejo amigo en Wapping, de Michael Ryan. Existen muchas posibilidades de que él siga donde estaba y, en tal caso, me ayudará, al menos proporcionándome los contactos adecuados.

—¿Como, por ejemplo…?

—Michael conducía un taxi y trabajaba además para los del hampa. En los viejos y buenos tiempos conocía a muchos amigos de los bajos fondos. La clase de bribones capaces de hacer cualquier cosa por dinero, como tráfico de armas y ese tipo de cosas. La unidad de servicio activo del IRA a la que tuve que eliminar en Londres en el treinta y seis utilizaba mucho los contactos con gente de los bajos fondos, incluso para comprar los explosivos que empleaban en sus atentados.

—Eso sería excelente. Contaría con la ayuda de su amigo del IRA, y con la asistencia de algún elemento criminal cuando la necesitara. Pero también cabría la posibilidad de que su amigo ya no estuviera en Londres.

—O de que hubiera resultado muerto durante el blitz, general. No hay nada garantizado.

—¿Y sigue queriendo correr el riesgo?

—Mire, llegaré a Londres y valoraré la situación, porque de todos modos eso es algo que tengo que hacer, por muy inteligente que parezca el plan que elaboremos aquí. Si no encuentro a Michael Ryan, si la operación me parece totalmente imposible, tomaré el siguiente barco con dirección a Belfast, volveré a cruzar la frontera en sentido contrario y me encontraré sano y salvo en Dublín antes de que usted lo sepa. —Devlin sonrió con una mueca—. En tal caso le haré saber las malas noticias desde su embajada de allí. Y ahora, ¿podríamos regresar a su despacho? Hace tanto frío que tengo la impresión de que se me van a caer las pelotas.

En el despacho, después de haber almorzado, empezaron de nuevo, con Ilse sentada en un rincón, tomando notas.

—Digamos, para seguir con el argumento, que una noche oscura llega con Steiner a Londres.

—¿Quiere decir que lo he sacado del priorato?

—Exactamente. Y ése sólo sería el primer paso. ¿Cómo conseguiría hacerle regresar? ¿Lo llevaría a Irlanda? ¿Volvería por el mismo camino por donde habría entrado?

—Eso no sería muy saludable —contestó Devlin—. De Valera, el primer ministro irlandés, ha jugado de una forma muy inteligente. Ha mantenido a Irlanda al margen de la guerra, pero eso no quiere decir que esté a favor de ustedes. Todas las tripulaciones de la Luftwaffe que han terminado por caer en Irlanda han sido encerradas en campos de concentración. Por otro lado, si un avión de la RAF se extravía y se estrella, habitualmente le ofrecen al piloto un buen desayuno de huevos con jamón y lo envían de regreso a casa.

—Y también tengo entendido que ha detenido y encarcelado a miembros del IRA.

—En el cuarenta y uno —dijo Devlin—, regresé en un barco neutral, un carguero brasileño que partió de Irlanda rumbo a Lisboa, pero eso es algo arriesgado, y no hay nada garantizado.

—No cabe la menor duda de que buscarán al coronel en cuanto se haya escapado —dijo Ilse con timidez.

—En efecto —asintió Devlin—. Policía, ejército, la Guardia de Interior, los servicios de seguridad. Vigilarán todos los puertos, y especialmente las rutas irlandesas. —Sacudió la cabeza con un gesto negativo—. No, una vez que haya logrado escapar tenemos que abandonar Inglaterra casi inmediatamente. Tenemos que emprender el camino antes de que sepan lo que les ha ocurrido.

Schellenberg asintió con un gesto, pensativo.

—Se me ocurre pensar que una de las cosas más inteligentes de la operación Águila fue la forma en que se transportó a Inglaterra al coronel Steiner y a sus hombres.

—¿Se refiere al Dakota? —preguntó Devlin.

—Se utilizó un Dakota de la RAF que se había estrellado en Holanda y que fue debidamente reparado. Si alguien lo descubría, todo indicaba que se trataba de un avión británico que regresaba a su base, y todo lo que tuvo que hacer para pasar fue volar por debajo de los ochocientos pies de altura, porque la mayoría de los sectores costeros de Inglaterra no disponen de radar de baja cota de vuelo.

—Funcionó a las mil maravillas —dijo Devlin—, excepto para el camino de regreso. Gericke, el piloto, estuvo en el mismo hospital que yo. Resultó que fue derribado por un caza nocturno de la Luftwaffe.

—Sí, fue un final desgraciado, pero resulta una idea intrigante. Un avión pequeño, volando por debajo de la cota de detección del radar. Un avión británico. Un lugar adecuado donde aterrizar. Podría conseguir que usted y Steiner salieran de allí y estuvieran en Francia en muy poco tiempo.

—Y resulta que los cerdos también saben volar. Vamos, general. No sólo necesitaría un avión adecuado, sino también un lugar donde aterrizar. ¿Me permite recordarle que, además, necesitaría un piloto excepcional?

—Vamos, señor Devlin, usted mismo ha dicho que cualquier cosa es posible. Disponemos de lo que denominamos Ala de Vuelo Enemiga, en la que la Luftwaffe prueba toda clase de aviones británicos y estadounidenses capturados. Disponen incluso de B-17. Yo mismo los he visto. —Se volvió hacia Ilse—. Póngase inmediatamente en contacto con ellos. Amplíe su investigación sobre la operación León Marino para descubrir todos los lugares de la zona general de Londres que tuvimos intención de utilizar para operaciones encubiertas, aterrizajes nocturnos y esa clase de cosas.

—Y un piloto —le dijo Devlin—. Como ya he dicho antes, tiene que tratarse de alguien especial.

—Me pondré a trabajar en seguida en ello.

Al volverse para salir, alguien llamó a la puerta y luego entró una joven vestida con el uniforme de auxiliar de las SS. Llevaba una carpeta grande.

—El priorato de St. Mary, en Wapping. ¿Era eso lo que deseaba el general?

—Buena chica, Sigrid —dijo Ilse con una risa de triunfo—. Espérame en el despacho. Tengo algo más para ti. —Se volvió y le entregó la carpeta a Schellenberg—. Le pediré que se ponga a trabajar en lo otro.

Al llegar ante la puerta, Schellenberg le dijo:

—Hay otra posibilidad, Ilse. Compruebe los expedientes de esas organizaciones derechistas británicas que florecieron antes de la guerra, aquellas que a veces contaron incluso con miembros del Parlamento entre sus afiliados.

—¿Y quiénes demonios podrían ser ésos, general? —preguntó Devlin una vez que Ilse se hubo marchado.

—Los antisemitas, gentes con simpatías fascistas. Ciertamente, muchos miembros de la aristocracia y de las clases altas británicas admiraban al Führer antes de la guerra.

—¿Se refiere a esos que se sintieron desilusionados cuando los panzers no aparecieron ante el palacio de Buckingham?

—Algo parecido. —Schellenberg abrió la gruesa carpeta, extrajo el primer plano y lo abrió—. Muy bien, señor Devlin, aquí tiene usted, en toda su gloria, el priorato de St. Mary.

Asa Vaughan tenía veintisiete años de edad. Nacido en Los Ángeles, su padre era un productor de cine; se había sentido fascinado por volar desde una temprana edad y había obtenido la licencia de piloto incluso antes de ingresar en West Point. Posteriormente, había completado su entrenamiento como piloto de combate, con calificaciones tan buenas que se le envió a seguir un curso para instructores en la base de la Marina, en San Diego. Y entonces llegó la noche en que todo su mundo se colapso, la noche en que se había metido en una pelea de borrachos en un bar del puerto y había golpeado en la boca a un mayor.

Fue el 5 de octubre de 1939. Aquella fecha se le había quedado grabada en el corazón. Nada de escándalo ni de tribunal militar. Nadie quería eso. Únicamente su dimisión. Después, se marchó a la opulenta mansión de sus padres en Beverly Hills, pero sólo pudo soportarlo durante una semana. Se preparó una bolsa de viaje y se marchó a Europa.

Como la guerra había empezado en septiembre, la RAF estaba aceptando a unos pocos estadounidenses; sin embargo, su expediente no gustó. Luego, el 30 de noviembre, los rusos invadieron Finlandia. Los finlandeses necesitaban pilotos con urgencia y los voluntarios de muchas naciones acudieron a unirse a la Fuerza Aérea Finlandesa. Entre ellos se encontraba Asa.

Fue una guerra sin esperanzas desde el principio, y ello a pesar de la valentía del ejército finlandés; la mayoría de los aviones de combate eran anticuados. No es que los rusos fueran mucho mejores, pero disponían de unos pocos de los nuevos FW 190 que Hitler le había prometido a Stalin como gesto de buena voluntad tras el reparto de Polonia.

Asa había volado en biplanos como el Fiat Falco italiano y el Gloucester Gladiator británico, superado desesperadamente por el enemigo, y contando únicamente con una cierta ventaja gracias a su habilidad superior como piloto. Había conseguido derribar personalmente a siete aparatos enemigos, lo que le convirtió en un as. Luego llegó aquella mañana de vientos feroces y ventisca de nieve en la que tuvo que descender a cuatrocientos pies de altura, voló a ciegas, perdió un motor y, en el último momento, hizo un aterrizaje forzoso.

Eso ocurrió en marzo de 1940, dos días antes de la capitulación de los finlandeses. Con la pelvis fracturada y la espalda rota, había estado hospitalizado durante dieciocho meses, estaba siendo sometido a la última fase de la terapia y seguía siendo teniente de la Fuerza Aérea Finlandesa cuando, el 25 de junio de 1941, Finlandia unió sus fuerzas con la Alemania nazi y declaró la guerra a Rusia.

Volvió a asumir sus deberes militares gradualmente, primero trabajando como instructor de vuelo, sin participar directamente en ninguna acción de combate. Transcurrieron los meses y, de pronto, pareció como si se le hubiera caído el techo encima. Primero fue lo de Pearl Harbor y luego la declaración de guerra entre Alemania e Italia por un lado y Estados Unidos por el otro.

Los alemanes le retuvieron en un campo de concentración durante tres meses; luego habían acudido a verle unos oficiales de las SS. Himmler estaba ampliando las legiones extranjeras de las SS con escandinavos, franceses, prisioneros de guerra indios que habían pertenecido al ejército británico en el norte de África. Existía incluso el Britisches Freikorps, con sus tres leopardos en el cuello, en lugar de las runas de las SS, y la Union Jack en la manga izquierda. No es que hubiera muchos, pues apenas si sumaban cincuenta, y la mayoría de ellos eran bribones que habían preferido la buena comida, las mujeres y el dinero a los campos de concentración.

La legión George Washington era algo diferente. Había sido creada, supuestamente, para los simpatizantes estadounidenses de la causa nazi y, por lo que Asa sabía, nunca había contado con más de media docena de miembros, y él no llegó a conocer a los demás. Tenía que elegir entre unirse a la legión o ser enviado a un campo de concentración. Discutió todo lo que pudo. El acuerdo final fue que sólo serviría en el frente ruso. Tal y como salieron las cosas, raras veces tuvo que intervenir en combates directos, ya que se admiraba tanto su habilidad como piloto que se le utilizaba principalmente como piloto del servicio de correo, transportando a oficiales de alta graduación.

Así pues, aquí estaba ahora el Hauptsturmführer Asa Vaughan, de los Estados Unidos de América, no lejos de la frontera rusa con Polonia, al mando de un Stork, con los bosques y la nieve a cinco mil pies por debajo, acompañado por un Brigadeführer de las SS llamado Farber, que estaba sentado detrás de él, examinando unos mapas.

—¿Cuánto falta ahora? —preguntó Farber levantando la mirada.

—Veinte minutos —contestó Asa.

Hablaba un alemán excelente, aunque con acento estadounidense.

—Bien, estoy congelado hasta los huesos.

«¿Cómo demonios he podido meterme en esto? —se preguntó Asa—. ¿Y cómo diablos voy a salir?». Una gran sombra apareció de pronto. El Stork se balanceó de uno a otro lado y Farber lanzó un grito de alarma. Por un momento, un caza se situó a estribor, con la estrella roja claramente pintada en su fuselaje. Luego, se apartó.

—Un caza Yak ruso —dijo Asa—. Tenemos problemas.

El Yak se acercó de nuevo, con rapidez, desde atrás, disparando con sus dos cañones y ametralladoras. El Stork se agitó, despidiendo trozos de las alas. Asa picó el morro y descendió, seguido por el Yak, giró en semicírculo y volvió a elevarse. El piloto, consciente de su superioridad en todos los aspectos, le saludó desde la carlinga. Parecía estar disfrutando.

—¡Bastardo! —exclamó Asa.

El Yak se ladeó de nuevo y se acercó con rapidez. Un proyectil del cañón golpeó al Stork, y Farber gritó cuando una bala le alcanzó en el hombro.

—¡Haga algo, por el amor de Dios! —gritó cuando el parabrisas se hizo añicos.

Asa, con la mejilla ensangrentada a causa de una astilla, gritó:

—¿Quiere que haga algo? Está bien, lo haré. Vamos a ver si ese bastardo es capaz de volar.

Picó de nuevo el morro del Stork y lo hizo bajar directamente hasta dos mil pies de altura. Esperó a que llegara el Yak, se ladeó y lo hizo descender otra vez. El bosque que cubría la llanura nevada de abajo parecía precipitarse hacia ellos.

—¿Qué está haciendo? —gritó Farber.

Asa continuó bajando hasta mil pies de altura y luego hasta quinientos, con el Yak pegado a la cola, ávido por rematar a su presa. En el momento justo, el estadounidense hizo bajar los flaps, reduciendo la velocidad. El Yak se ladeó para evitar la colisión y se abalanzó directamente contra el bosque, a quinientos kilómetros por hora. Se vio una lengua de fuego y Asa tiró del mando y elevó el aparato, estabilizándolo una vez alcanzados los dos mil pies de altura.

—¿Se encuentra bien, general? —preguntó.

Farber se sujetaba el hombro con una mano. La sangre se le filtraba por entre los dedos.

—Es usted un genio…, un verdadero genio. Me ocuparé de que reciba la Cruz de Hierro por esto.

—Gracias —dijo Asa limpiándose la sangre de la mejilla—. Eso es precisamente todo lo que necesito.

En la base de la Luftwaffe situada en las afueras de Varsovia, Asa se dirigió hacia la cantina de oficiales, sintiéndose inconcebiblemente deprimido. El oficial médico le había puesto dos puntos en la herida de la mejilla, pero se había mostrado mucho más preocupado por el estado del Brigadeführer Farber.

Asa entró en la cantina y se quitó la chaqueta de vuelo. Por debajo llevaba un uniforme gris de campaña muy bien cortado, con las runas de las SS en las solapas. En la manga izquierda mostraba un escudo con las barras y estrellas y en el puño izquierdo unas letras bordadas decían: «Legión George Washington». Sobre la chaqueta mostraba la cinta de la Cruz de Hierro de segunda clase, y la Cruz de Oro al Valor, de Finlandia.

Su propia singularidad hacía que la mayoría de los demás pilotos le evitaran. Pidió un coñac, se lo tomó con rapidez y pidió otro.

—Y ni siquiera es la hora del almuerzo —dijo una voz tras él. Asa se volvió y vio al Gruppenkommandant, el coronel Erich Adler, sentado en un taburete junto a él—. Champaña —le ordenó al barman.

—¿Qué es lo que se celebra ahora? —preguntó Asa.

—En primer lugar, mi miserable amigo yanqui, el buen Brigadeführer Farber te ha recomendado para la concesión inmediata de una Cruz de Hierro de primera clase, lo que, a juzgar por lo que dice, te mereces.

—Pero, Erich, yo ya tengo una medalla —dijo Asa en tono de queja.

Adler ignoró el comentario, esperó a que les sirvieran el champaña y luego le pasó una copa.

—En segundo lugar, ya has terminado tu servicio aquí. A partir de ahora permanecerás en tierra.

—¿Qué?

—Tienes que volar a Berlín en el transporte más inmediato que encuentres, con prioridad uno. Habitualmente, eso suele estar reservado para Goering. Tienes que presentarte al general Walter Schellenberg, en el cuartel general del SD en Berlín.

—Eh, un momento —dijo Asa—. Yo sólo vuelo en el frente ruso. Ése fue el acuerdo.

—Si yo estuviera en tu pellejo, no discutiría. Esta orden procede del propio Himmler. —Adler levantó su copa—. Buena suerte, amigo mío.

—Que Dios me ayude, pero creo que voy a necesitarla —dijo Asa Vaughan.

Devlin se despertó hacia las tres de la madrugada, escuchando el sonido de la artillería antiaérea en la distancia. Se levantó, avanzó a oscuras por la sala y miró a través de una rendija por entre las cortinas. Observó los fogonazos en el lejano horizonte, más allá de la ciudad. Por detrás de él, Ilse encendió la luz en la cocina.

—Yo tampoco podía dormir. Prepararé café.

Ella se había puesto un batín para protegerse del frío. Llevaba el cabello en dos trenzas que la hacían parecer curiosamente vulnerable. Él regresó a su habitación, tomó el abrigo y se lo puso sobre el pijama. Luego se sentó ante la mesa, fumando un cigarrillo.

—Dos días y todavía no hemos encontrado un lugar adecuado para que aterrice un avión —dijo—. Creo que el general se está poniendo impaciente.

—Le gusta tener las cosas hechas para ayer —dijo Ilse—. Al menos, hemos encontrado ya una base adecuada en la costa francesa, y el piloto parece prometedor.

—Ya lo puede asegurar —dijo Devlin—. Un yanqui en las SS, aunque no tuvo mucha alternativa, a juzgar por lo que dice su expediente. Ya estoy impaciente por conocerle.

—Mi esposo fue de las SS, ¿lo sabía usted? Un sargento mayor en un regimiento de panzers.

—Lo siento —dijo Devlin.

—A veces pensará usted que todos somos unos seres perversos, señor Devlin, pero debe comprender cómo empezaron las cosas. Después de la Primera Guerra Mundial, Alemania estaba de rodillas, arruinada.

—¿Y entonces llegó el Führer?

—Pareció ofrecer mucho. Nuevamente orgullo, prosperidad. Luego fue cuando empezaron tantas cosas malas, sobre todo lo de los judíos. —Ilse vaciló, antes de añadir—: Una de mis tatarabuelas fue judía. Mi esposo tuvo que conseguir un permiso especial para casarse conmigo. Eso es algo que está ahí, en mi expediente, y a veces me despierto por la noche y me pregunto qué me ocurriría si alguien decidiera hacer algo respecto a eso.

—Tranquilícese ahora, muchacha —dijo Devlin tomándole las manos—. A las tres de la madrugada todos tenemos esa sensación de que las cosas tienen mal aspecto. —Había lágrimas en los ojos de Ilse—. Vamos, la haré reír. Tendré que disfrazarme para llevar a cabo esta pequeña operación en la que me he metido. ¿Adivina de qué me disfrazaré?

Ella ya había empezado a sonreír ligeramente.

—No, dígamelo.

—De sacerdote.

—¿Usted, un sacerdote? —preguntó ella abriendo mucho los ojos y echándose a reír después—. Oh, no, señor Devlin.

—Eh, un momento, espere a que se lo explique. La sorprenderá saber los grandes conocimientos religiosos que poseo. Oh, sí. —Y asintió con un gesto muy solemne—. Fui monaguillo hasta que, después de que los británicos ahorcaran a mi padre, mi madre y yo fuimos a vivir con un viejo tío que era sacerdote en Belfast. Él me envió a una escuela jesuita. Allí le meten a uno la religión en la cabeza a machamartillo. —Encendió otro cigarrillo—. Oh, le aseguro que puedo representar el papel de sacerdote tan bien como cualquiera de ellos, ya me entiende.

—Bueno, esperemos que no tenga que celebrar misa o escuchar confesiones —dijo ella riendo—. Tómese otro café.

—Santo Dios, buena mujer, acaba de darme una idea con eso. ¿Dónde está su maletín? ¿Dónde está el expediente que estuvimos mirando antes? ¿El del general?

Ella desapareció en su dormitorio y regresó al cabo de un instante con el expediente.

—Aquí lo tiene.

Devlin lo hojeó con rapidez, y luego asintió satisfecho.

—Lo que me imaginaba. Aquí está, en el expediente. Los Steiner son una antigua familia católica.

—¿A dónde quiere ir a parar?

—Esto es el priorato de St. Mary, la clase de lugar que los sacerdotes visitan con frecuencia para escuchar confesiones. Las Hermanitas de la Piedad son santas comparadas con el resto de nosotros, pero necesitan la confesión antes de acudir a misa, y para realizar esas dos funciones se necesita un sacerdote. Además, habrá algunos pacientes que serán católicos.

—Quiere decir, ¿incluyendo a Steiner?

—No pueden negarle un sacerdote teniéndole en un lugar como ése. —Sonrió con una mueca maliciosa—. Es una idea.

—¿Ha pensado alguna cosa más con respecto a su aspecto? —preguntó Ilse.

—Ah, eso podemos dejarlo para dentro de unos pocos días. Luego, veré a uno de esos de la industria cinematográfica que mencionó el general. Me pondré en sus manos.

—Esperemos que podamos encontrar algo en los archivos de la operación León Marino —dijo ella, asintiendo—. El problema consiste en que hay mucho material que revisar. —Se levantó—. En cualquier caso, creo que ahora voy a acostarme.

En el exterior sonó la sirena de alarma aérea. Devlin sonrió secamente.

—No, no va a poder acostarse. Será mejor que se vista, como una buena chica, y bajaremos y pasaremos otra alegre noche en los sótanos. La veré dentro de cinco minutos.

—¿Un sacerdote? —preguntó Schellenberg—. Sí, eso me gusta.

—A mí también —dijo Devlin—. Es algo así como llevar un uniforme, ¿comprende? Es como un soldado, un cartero, un jefe de estación; lo que se recuerda es el aspecto de las cosas, no la cara, lo que, en este caso, significa el uniforme. Los sacerdotes son así, amables y anónimos.

Se hallaban de pie ante una mesa plegable de mapas que Schellenberg había ordenado instalar, con los planos del priorato de St. Mary extendidos ante ellos.

—Después de haber estudiado esto durante unos días, ¿cuál es su opinión? —preguntó Schellenberg.

—Lo más interesante de todo es este plano —dijo Devlin tabaleando en la mesa con el dedo—. Corresponde a los cambios arquitectónicos que se introdujeron en mil novecientos diez, cuando el priorato fue nuevamente consagrado a la Iglesia católica y cuando las hermanitas se hicieron cargo del edificio.

—¿A dónde quiere ir a parar?

—En el subsuelo, Londres es un laberinto, un mundo subterráneo de cloacas. En cierta ocasión leí que por debajo de la ciudad hay más de ciento cincuenta kilómetros de riachuelos, como el Fleet, que nace en Hampstead y desemboca en el Támesis a la altura de Blackfriars, todo subterráneo.

—¿Y eso qué quiere decir?

—Setecientos u ochocientos años de cloacas, ríos subterráneos, túneles, y nadie sabe dónde están la mitad de ellos hasta que excavan o introducen cambios, como hicieron en el priorato. Observe el plano del arquitecto. Indica una inundación regular de la cripta, por debajo de la capilla. Pudieron enfrentarse con el problema porque descubrieron una corriente que corría a través de un túnel del siglo dieciocho, y que pasaba justo por el lado. ¿Lo ve? Está indicado aquí, en el plano, y se señala que esa corriente da al Támesis.

—Muy interesante —asintió Schellenberg.

—Construyeron una reja en la pared de la cripta, para permitir que el agua fuera a dar a ese túnel. Aquí, en el plano, hay una nota que lo indica.

—¿Quiere decir que es un camino de salida?

—De momento, es una posibilidad. Habrá que comprobarlo —dijo Devlin dejando caer el lápiz que sostenía en la mano—. Lo importante es saber lo que sucede dentro de ese lugar, general. Pero, por lo que sabemos, podría ser tremendamente fácil. Un puñado de guardias, una falta de disciplina…

—Por otro lado, podrían estar esperándole.

—Ah, pero eso no será así si creen que yo continúo en Berlín —le recordó Devlin.

En ese momento entró Ilse Huber, con aspecto muy agitado.

—General, tuvo usted razón al aconsejarme que comprobara las organizaciones derechistas británicas. He encontrado detalles sobre un hombre, al que se hace referencia en la operación León Marino.

—¿Cómo se llama? —preguntó Schellenberg.

—Shaw —contestó ella—. Sir Maxwell Shaw.

Y dejó sobre la mesa dos abultados expedientes.