29
Cuando Vanessa se despertó esa mañana, necesitó unos cuantos segundos para asimilar dónde estaba, pero, enseguida, le vinieron a la mente los recuerdos de lo acontecido la noche anterior. La emoción que sintió al volver a ver a Darío, a pesar de que creía que la había traicionado; la dicha de estar de nuevo entre sus brazos; la forma en la que le hizo el amor, llegando al fondo de su alma, como nunca nadie antes que él lo había hecho… aunque también recordaba la conversación que mantuvieron después, el momento en el que, por fin, Darío le aclaró todo lo sucedido. Se sentía tan culpable… Lo dejó solo en el que, sin duda, fue el peor día de su vida y, aunque él aseguraba que no había nada que perdonar, no le iba a alcanzar la suya para compensarle.
Se giró hacia su lado de la cama, dispuesta a despertarlo a besos, para comprobar que estaba vacía. Sin embargo, en esta ocasión, no se inquietó; Darío le había dado claras muestras de que podía confiar en él plenamente, así que, estuviera donde estuviera, sabía que volvería a ella.
No le hizo falta esperar pues, mientras se levantaba, escuchó sonidos en la planta inferior, al parecer, provenientes de la cocina, aunque, antes de bajar, fue hasta la habitación de Darío, directa a su armario. Era una cursilada, lo sabía, pero siempre había querido hacerlo. Cogió una de sus camisas, una negra, y se la puso, viéndose envuelta en su aroma, estremeciéndose al sentirse abrazada por la prenda como si fuera él. Únicamente le faltaba su calor, pero eso tenía fácil arreglo.
Bajó la escalera sin hacer ruido y, aún en silencio, se asomó a la cocina a observarlo, desde el quicio de la puerta. Por lo visto, acababa de ducharse pues mechones de cabello húmedo caían sobre su rostro mientras estaba concentrado, preparando el desayuno. No llevaba puesto nada más que los vaqueros, mostrando ese torso de duros pectorales que tantas veces había acariciado, sus abdominales marcados cual deliciosa tableta de chocolate, y acabando en aquellos oblicuos que se perdían bajo el pantalón. Tenía un cuerpo fabuloso, y no era de extrañar que las mujeres se relamieran al verlo, aunque se iban a tener que conformar con eso porque ella era la única que podía saborearlo, disfrutarlo a su antojo. Y no solo su cuerpo de infarto, también su corazón, lo más importante, lo más valioso para ella. Ese hombre era suyo, en todos los sentidos, y no podía ser más feliz.
Entró en la cocina, anunciando así su presencia, y él se giró a mirarla. Se colocó un mechón tras la oreja y la vio avanzar hacia él, estudiándola con una sonrisa de medio lado. Cuando llegó a su altura, le aferró con un brazo la cintura y la pegó contra su cuerpo, tras lo que se inclinó para alcanzar su labio inferior y mordisquearlo de forma juguetona.
―Esa camisa te queda mejor que a mí, preciosa ―murmuró con voz ronca―. Eres demasiado apetecible.
―Pues si supieras lo que estaba pensando yo hace un momento ―le contestó, pícara y coqueta, deslizando un dedo por su torso.
―Soy todo oídos ―murmuró en actitud vanidosa.
―Y un poquito presumido, también ―le reprochó ella, fingiendo molestarle.
―¿No te parezco guapo? ―preguntó, haciéndose el interesante―. Porque creo que hay muchas mujeres que no estarían de acuerdo contigo.
Vanessa le pellizcó el brazo y, estaba a punto de replicar, pero él la besó intensamente, impidiéndoselo.
―Me importa muy poco lo que piensen las demás ―murmuró Darío sobre sus labios―. Solo espero ser suficiente para ti, para que te quedes conmigo.
―¿Suficiente? ―susurró ella, alzando una mano hasta su mejilla―. Eres mucho más que suficiente. Va a resultar que el Príncipe Azul sí existe.
―¿Cómo? ―preguntó, entre sorprendido y halagado, y Vanessa apartó la mirada, avergonzada, aunque él le giró la barbilla para que lo mirara―. ¿Qué título te gusta más, mujer de mis sueños o de mi vida?
La joven no contestó, pero le echó los brazos al cuello y lo besó. Cualquiera de los dos le bastaba. Y él, lleno de gozo, lo entendió. Profundizando su beso, la cogió por la cintura y la alzó, sentándola en el banco de la cocina para poder sentirla más cerca, y ella le abrazó las caderas con sus piernas, aumentando su contacto.
―¿Sabes? Tengo muchísima hambre, pero prefiero devorarte a ti primero ―susurró Darío, empezando a desabrocharle la camisa.
―Me alegro, porque yo pienso darme un festín contigo ―le sonrió ella, dejándose hacer… y ambos lanzaron un improperio en voz alta cuando sonó el timbre.
―No pienso abrir ―decidió él, comenzando a deslizarse sus labios hacia el cuello femenino.
―Muñeco, podrían ser noticias ―respondió ella un tanto seria, y Darío resopló porque tenía razón.
Los dos, en aquella casa, parecían haber estado inmersos en una burbuja las últimas horas, pero la realidad estaba en su puerta y no podían mantenerla alejada eternamente.
La ayudó a bajar y fue a abrir, acompañándolo ella mientras se abrochaba la camisa, y el joven lanzó un segundo improperio al ver quién estaba en el umbral.
Verónica.
―¿Dónde cojones has estado? ―le recriminó él, nada más verla.
La joven tenía la mirada gacha, se mostraba afligida, descorazonada. Sin contestarle, dio un paso hacia el interior de la casa y se arrojó a sus brazos.
―En vez de echar mano a hombres ajenos, a mi hombre, deberías preocuparte por el tuyo, ¿no te parece? ―exclamó Vanessa, apartándola de Darío de forma desdeñosa.
―Pero… ¿Qué haces tú aquí? ―inquirió Vero, atónita, mirando a uno y otro, como si estuviera viendo un fantasma―. Creí que…
―Pensabas que me habías quitado de en medio, ¿no? ―le reclamó, furiosa, dando un paso hacia ella con los puños apretados, aunque Darío la cogió de la mano, deteniéndola―. Me descubriste en la ventana, sabías que lo estaba viendo todo y no dudaste en aprovecharlo para tener vía libre con Darío, ¿verdad?
―¿Cómo has podido hacerme esto? ―le decía Verónica al batería, con los ojos llenos de lágrimas e ignorando a Vanessa deliberadamente.
―¡Yo no te he hecho nada! ―se defendió él, lleno de cólera, y pasándole un brazo por los hombros a Vanessa, para que no quedase lugar a dudas―. Tú eres la que se ha inmiscuido en mi relación con Vanessa desde que puse un pie en el pueblo.
―Pero… dejé a Wences por ti, lo denuncié… ―sollozó, mostrándose desesperada.
―¿Denunciarlo, por qué? ¿Por lo que tú misma le obligabas a hacer? ―la acusó duramente―. Y no me refiero a que te golpeara ―añadió al ver que quería replicarle―, me parece una salvajada, pero, de igual modo, aborrezco que lo convirtieras en el monstruo que es.
―¿Yo? ―exclamó, haciéndose la dolida―. ¿Qué barbaridades estás diciendo? ¡Yo no he hecho nada!
―Claro que no ―se mofó con ironía―. Ya lo hacía él por ti, para darte todo lo que le pedías.
―¡Yo nunca le pedí nada! ―alegó con ardor―. Él quería compensarme por haberte abandonado por él.
―Y tú te dejaste comprar, como la zorra que eres ―intervino Vanessa, y Vero, en un arranque de furia, fue hacia ella, alzando las manos, tensas como garras. A punto estuvo de atacarla si no hubiera sido porque Darío se interpuso.
―¡Aléjate de ella! ¡Y de mí! ―le exigió―. No vuelvas a acercarte a nosotros.
―¡No puedes decirme eso! ―le gritó ella, escupiendo ira por la boca―. ¡Denuncié a Wences por ti! Porque te quiero, siempre te he querido. Él lo sabía y nunca pudo soportarlo. Por eso me pegaba, y luego me llenaba de joyas y regalos caros, para que lo perdonara.
―Lo tuyo no tiene límites ―se rio él, dibujándose una mueca de asco en su cara―. Hablé con mi hermano la otra anoche, antes de que tuviera el accidente, y sé muy bien que tú tienes gran parte de culpa en lo que ha pasado.
―¿Yo? ¡Esa es la que tiene la culpa de todo! ―señaló a Vanessa, que avanzó un paso, queriendo cargar contra ella, aunque Darío se lo impidió, bloqueándola con un brazo―. Si no la hubieras traído…
―No habría cambiado nada ―le aseguró él, con rotundidad, acercando a Vanessa a él.
―Pues yo creo que sí ―dijo, apretando los dientes… y Darío no lo vio venir. Verónica abrió el bolso de bandolera que llevaba colgado, sacó una pistola y apuntó directamente hacia Vanessa.
―¿Qué coño haces, Verónica? ¿Te has vuelto loca? ―le chilló Darío, cubriendo a Vanessa con su cuerpo al colocarla detrás de él, interponiéndose entre la pistola y ella.
―¡Apártate! ―le ordenó, sosteniendo el revólver con ambas manos, moviéndolo, tratando de poner a Vanessa a su alcance―. Acabaré con ella y tú volverás a ser mío.
―Cálmate, Vero, por favor ―le pidió, aterrado, extendiendo una mano hacia ella en gesto pacificador. No daba crédito a lo que estaba pasando―. Vamos a hablarlo, ¿vale? Pero tienes que bajar esa pistola. Te puedes hacer daño.
La respuesta de la joven fue una desagradable risotada.
―Déjate de jueguecitos conmigo ―se burló―. A la única que voy a hacer daño es a esa puta que has traído al pueblo para restregármela por las narices, para vengarte de mí.
―No, Vero… Escúchame…
Darío no sabía ni qué decirle ni cómo actuar. Trataba de acercarse a ella para arrebatarle el arma, pero temía por Vanessa; un paso en falso y la tendría a tiro… y antes muerto a que le pasara algo. Echó el brazo hacia atrás, pegándola más a él para que no se moviera, notando que sollozaba de lo asustada que estaba.
―Dame la pistola ―le pidió entonces a Vero, sosegando el tono de voz todo lo que pudo―. No vas a conseguir nada así. ¿Quieres tenerme? Pues baja el arma.
―¿Y estarás conmigo? ―preguntó ella, sonriendo, de repente, con la mirada propia de una mente desquiciada―. ¿Para siempre?
―Sí, Vero ―afirmó el joven con suavidad, tratando de parecer convincente, pero no debió conseguirlo porque, la enajenada sonrisa de Verónica se esfumó de golpe, frunciéndose sus labios con ira.
―Mientes ―siseó, fulminándolo con la mirada y apuntándole directamente con la pistola―. Sé que me estás mintiendo. Pero, si no vas a ser para mí, no vas a ser para nadie más ―sentenció.
―¡¡No!! ―gritó Darío, al verla dispuesta a apretar el gatillo, y Vanessa chilló aterrada al oír el estallido de un disparo resonando en la estancia.
Después, se hizo el silencio, roto por un cuerpo cayendo pesadamente sobre el suelo, inerte… el de Verónica. Tras ella, de pie, en el umbral de la puerta, el Teniente Feijoo aún tenía el brazo extendido, sosteniendo su pistola, humeante.
Vanessa recibió, de buena gana, la taza de tila que Carmen le ofrecía. Después de que estallase el infierno en casa de Darío, el Teniente Feijoo les pidió que se marcharan. Era un panorama muy desagradable y no hacía falta que estuvieran allí. Él aguardaría la llegada del juez para el levantamiento del cadáver y se encargaría de resolverlo todo. Ni siquiera hacía falta su declaración porque el policía había sido testigo de lo sucedido. Así que Darío le confirmó que se irían a casa de sus padres, y Feijoo se ofreció a avisarle cuando estuviera todo resuelto.
Y allí estaba ella, en la habitación de soltero de Darío, sentada en su antigua cama, de cuerpo y medio, y dejándose reconfortar por su abuela, que también debería estar deshecha, primero por lo ocurrido con Wences y Vero y, después, por la desaparición del marido de Cristina, del que no había rastro. Sin embargo, se mostraba impasible, mostrando una fortaleza envidiable.
―¿Ya estás mejor? ―le preguntó la anciana, sentándose a su lado.
―Sí, muchas gracias ―le agradeció Vanessa el gesto―. Y tú, ¿cómo te encuentras? ―no pudo evitar preguntarle.
―Bien, lo de la otra noche fue un vahído sin importancia ―la tranquilizó, golpeando cariñosamente su rodilla―. Cuando me operaron hace un par de meses, hicieron un buen trabajo con esta válvula ―añadió, señalándose el corazón―. Confío en que todo se arreglará de un modo u otro. Por lo menos, tú ya has vuelto con mi nieto.
―Siento mucho haberlo dejado así ―admitió, bajando la mirada, pero Carmen volvió a darle otro apretón de los suyos, queriendo animarla.
―Es normal, viendo lo que viste…
―En ese momento, fue como si me convirtiera en un grano de arena de aquella playa, sentí que no era nada, menos que nada ―le contó, cerrando los ojos un instante al recordar la dolorosa sensación―. Me di cuenta, en solo un segundo, de que mi amor por él, por muy grande que fuera, era inútil, no servía de nada, porque no podía obligar a Darío a que me quisiera… ¿Y qué debía hacer yo con todo este amor que siento por él?
―Pero él sí te quiere, y mucho ―apuntó Carmen, con una sonrisa―. Y tú, volviste.
―Tuvieron que abrirme los ojos ―dijo de pronto en voz muy baja, como si le estuviera haciendo una confidencia, mirándola la anciana muy extrañada.
―¿A quién tengo que estarle eternamente agradecido? ―se escuchó el vozarrón de Darío resonando en la habitación. Carmen se sobresaltó, pero Vanessa se echó a reír al haberlo visto entrar.
Él se acercó a ella y extendió la mano para coger la suya y tirar hasta que la estrechó entre sus brazos.
―Creí que habías regresado porque no puedes vivir sin mí ―alegó él en actitud vanidosa, y ella negó con la cabeza, haciéndose la dura―. Pues me lo vas a tener que aclarar luego. El Teniente Feijoo está aquí y quiere vernos ―le dijo, y tanto ella como Carmen lo acompañaron hasta la sala.
Allí, de pie, en mitad de la estancia, el teniente hablaba con Cristina. Sus padres seguían en el hospital a la espera del parte médico sobre el estado de Wences, y Cristina había decidido volver con su abuela para que descansara después de haberles dado ese susto el día anterior.
―Seguimos sin tener pistas sobre el paradero de tu marido ―le decía Andrés a Cristina en ese momento―. ¿Se ha puesto en contacto contigo?
―No, no ―se apresuró a contestar ella, apurada, incluso sacó su teléfono móvil para que comprobase el registro de llamadas.
Sin embargo, Andrés le tomó la mano, impidiéndoselo y… Darío tuvo que toser porque se habían quedado en silencio, alelados, mirándose. Entonces, el policía carraspeó, soltando por fin a Cristina, y sacó una tarjeta de visita del bolsillo de su camisa.
―Ponte en contacto conmigo si llegas a saber algo de él ―le dijo en tono serio, en su papel de policía, aunque se inclinó levemente y añadió―: Y puedes llamarme si necesitas algo, cualquier cosa, ¿entendido?
Darío tuvo que darse la vuelta y taparse la boca para no echarse a reír al ver a su hermana roja como un tomate quien, cogiendo la tarjeta, empezó a mirar a su alrededor en plan «tierra, trágame», y, tras asentir de forma casi imperceptible, escapó, directa hacia la cocina.
―¿Quería hablar con nosotros, teniente? ―preguntó Vanessa, en vista de que Darío aún no podía pronunciar palabra.
―Siéntese ―le pidió Carmen, haciéndolo ellos tres en el sofá y el policía en un sillón.
―Tú dirás ―habló por fin Darío, sin abandonar su costumbre de tutearlo.
―Sí ―dijo, aclarándose la voz―. Cuando fui a tu casa esta mañana, era para comentaros que habíamos detenido al padre de Verónica ―les contó, sorprendiéndolos a todos―. Trabajaba para tu hermano… por exigencia de su hija ―remató, y Darío blasfemó en voz baja―. Sí, a mí también me engañó cuando vino a denunciarlo. Le dije que era una víctima cuando, en realidad…
―Si no llega a ser por usted, quién sabe lo que habría pasado ―le agradeció Vanessa, que todavía tenía el miedo en el cuerpo.
―Hablando de eso, finalmente voy a necesitar vuestras declaraciones ―añadió poniéndose en pie, dando a entender que se marchaba ya, levantándose también los demás.
―¿No está claro lo que ha pasado? ―preguntó Carmen, sin entender.
―Sí. En realidad, las necesito para mí ―les aclaró y, aunque lo que daba a entender parecía serio, no lo aparentaba―. Así que os agradecería que os pasarais los dos por la comisaría de Poio.
―¿Van a abrirte un expediente? ―se sorprendió Darío.
―Espero que no llegue a tanto ―respondió sin darle importancia, y dirigiéndose hacia la puerta―. Y, ya sabes, tienes mi teléfono ―añadió, mirando al batería, justo antes de irse.
―Vaya por Dios… ―suspiró Carmen cuando se fue, y Vanessa se acercó a ella.
―¿Te sientes bien? ―le preguntó, preocupada.
―Sí, filliña, es que todo esto es demasiado para esta vieja ―recitó, dándole palmaditas en la mano―. Creo que me voy a acostar un poco, antes de la cena.
―Descansa, avoiña ―le dijo Darío, besando su frente.
Cuando la anciana se retiró, el joven caminó hasta Vanessa y la rodeó con sus brazos.
―¿Tú estás bien?
―Tu abuela tiene razón en que han sido demasiadas cosas en muy poco tiempo ―respondió, apoyándose en él, agotada.
―¿Crees que soportarás una más? ―le cuestionó, esbozando una sonrisa pícara―. Me parece que te gustará.
Ella lo miró recelosa, y él se rio.
―Ven conmigo ―le pidió, cogiéndola de la mano.
Volvieron a su cuarto y Darío la instó a sentarse en la cama. Luego él fue hasta la cómoda y empezó a rebuscar en un cajón del que sacó algo, que escondió rápidamente tras su espalda al darse la vuelta hacia ella.
―Recuerdas lo que te dije acerca de reírte de mí, ¿verdad? ―le cuestionó él, frunciendo el ceño.
―Y tú sabes que basta que me digas eso para que me parta la caja ―le respondió, y quien no pudo evitar reírse fue él. Se sentó a su lado y le dejó en el regazo una fotografía.
Vanessa lanzó un grito, mezcla de sorpresa y emoción. En efecto, era una fotografía… de Darío en su jura de bandera, con el uniforme blanco de la Marina, y tenía que reconocer que estaba que quitaba el hipo. Estaba muy cambiado, eso es cierto, sin su barba y su pelo largo, pero, a pesar de su juventud, ya era un hombre muy atractivo, y el uniforme le hacía un cuerpazo.
―¿Y? ¿Qué te parece? ―preguntó el batería con impaciencia, pero Vanessa se limitaba a estudiar la foto, poniéndolo más nervioso aún.
En realidad, se estaba haciendo la dura pues, pasados unos segundos, muy seria, dejó la fotografía a un lado, en la cama, y exclamó en voz alta, aunque no demasiado para que solo lo oyeran ellos dos:
―Cris, ¿me traes un babero?
―Serás… Te vas a enterar ―la amenazó bromeando por haberle hecho pasar un mal rato. Se tiró sobre ella cayendo los dos sobre la cama, y le cogió las manos que le sostuvo por encima de la cabeza, como si fuera a castigarla.
―¡Eh, que pisas la foto! ―lo riñó ella, riéndose, y él aferró ambas muñecas con una sola mano y cogió la fotografía para ponerla encima de la mesita―. Es para mí, ¿no? ―decidió, y Darío negó con la cabeza.
―Mi abuela me puede matar si ve que no está en su cómoda.
―¿Tu abuela, dices? ―quiso asegurarse―. Entonces no me costará convencerla para que me la dé ―alegó en tono pícaro.
―Te veo muy convencida ―se hizo el molesto―. Aunque no me extraña porque, cuatro días aquí, y te has metido a toda mi familia en el bolsillo.
―No exageres ―le quitó ella importancia, pero él asentía una y otra vez.
―Si no hubiera sido por ti, yo no habría hablado con mi padre.
―Muñeco, no ha sido por mí, ha sido a raíz de…
Vanessa no terminó la frase, aunque a Darío tampoco le hizo falta. La soltó y se colocó a su lado, en aquella cama de ciento cinco en la que apenas cabían, con expresión taciturna, llena de melancolía, y ella le acarició la mejilla.
―Sí, ya sé que fue en el hospital donde, por fin, mi padre reconoció que fue muy injusto conmigo ―admitió―, y creo que ha sido una forma muy dura de darse cuenta.
―No es culpa tuya, sino de Wences… Verás cómo se recupera ―dijo al ver en sus ojos ese ramalazo de miedo que sentía cuando pensaba en que su hermano había estado a un paso de la muerte―. El hematoma está remitiendo y poco a poco va disminuyendo el peligro.
―A lo mejor él preferiría estar muerto, sabiendo lo que le espera cuando salga del hospital ―reconoció―. Y no solo por lo de Verónica, sino porque va a tener que responder ante la justicia.
―Ten fe ―le pidió ella, en actitud confiada―. Saberse al borde de la muerte le hizo arrepentirse, ¿no? ―preguntó, asintiendo él―. Tal vez todo esto le haga cambiar, teniendo en cuenta que, quien era su peor influencia, ya no está.
―No me lo recuerdes, anda ―resopló él, apartándole un rubio rizo de la frente―. Por un segundo he creído que iba a matarte.
―Y por salvarme a mí, podría haberte disparado a ti ―le reprochó.
―Es que te quiero más que a mi vida ―le declaró, muy serio, y ella, impulsada por aquella repentina emoción que la embargó al escucharlo, buscó sus labios en un arrebatado beso.
Darío le correspondió y la estrechó entre sus brazos, latiéndole el corazón de forma tan errática que temía sufrir un infarto.
―Yo también te quiero, Darío ―le dijo ella, abandonando sus labios lo justo para poder hablar.
―¿Seguro? ―preguntó él, de pronto, y Vanessa apartó ligeramente el rostro para mirarlo.
―¿Cómo…?
―¿Seguro que no prefieres a Richard Gere subido en su Triumph Bonneville y con su impoluto uniforme blanco? ―inquirió con sonsonete.
―¿Para qué lo quiero a él si tengo a mi oficial aquí mismo? ―replicó, tirándole de la barba.
―De oficial tengo poco, muñeca ―se rio él.
―Entonces, mi caballero ―decidió ella, riendo también.
―Eso, puede ser ―admitió, cogiéndola de la cintura y girando ambos para que quedara encima de él―. Estoy a vuestra merced, preciosa mía, vuestros deseos son órdenes.
―¿Puedo pedir lo que quiera? ―preguntó, divertida, a lo que él asintió.
―Lo que deseéis.
―Que no dejes de quererme nunca ―le dijo, mirándolo intensamente.
Darío alzó el rostro y buscó su boca, besándola con fervor.
―Deseo concedido…