7
Esa semana fue una completa locura en la peluquería. Tras la actuación del sábado, no supo nada de Sofía o Diana… ni de Darío. No era que estuviera esperando su llamada… aunque ella tampoco se había animado a llamarlo. Sí se había planteado mandarle algún mensaje, pero ¿qué iba a decirle, que no había dejado de pensar en él en toda la semana o que le tenía de los nervios no saber nada de él? Y ya estaban a viernes…
De pronto, sonó el teléfono en el bolsillo de su bata y casi se le cae de la mano el rulo que le estaba poniendo a una clienta.
―Discúlpeme ―le dijo a la señora mientras tomaba el móvil con dedos temblorosos.
Sin embargo, todo el nerviosismo se convirtió en desilusión cuando vio que era su vecina.
―Hola, Matilde ―respondió un tanto intranquila, pues a esa hora Alejandro estaba en su casa―. ¿Va todo bien?
―Sí, no te preocupes, aunque me ha surgido un imprevisto ―añadió con pesar―. Tengo que salir.
―Entiendo ―murmuró, frunciendo los labios ante esa contrariedad―. Si me das un minuto, llamo a mi madre para ver si está en casa. ¿Tú podrías llevar a Alejandro allí?
―Por supuesto que sí ―le contestó―. Y, de verdad que lo siento.
Vanessa sabía perfectamente a lo que se refería su vecina, así que trató de tranquilizarla.
―Faltaría más, mujer ―exclamó―. Es mi madre la que se va a encargar de mi hijo, no él. Además, manda narices que me tengas que estar ayudando tú, cuando está ahí mi familia.
De modo inconsciente, se giró hacia su jefa quien la miraba con ojos comprensivos.
―Tú sabes que lo hago muy a gusto ―le aseguró Matilde un tanto culpable―. Alejandro se porta de maravilla.
―Y tú ya sabes por dónde voy ―puntualizó con tono incisivo―. Si no le gusta, que se vaya al bar a jugar al truc con sus amigotes. En fin… ―suspiró―, dame un minuto y te vuelvo a llamar.
Por suerte, su madre estaba en casa, pero no habría sido la primera vez que Alejandro tenía que quedarse en la peluquería. Era afortunada al tener una jefa como Paqui, que la había sacado de infinidad de apuros y, además, la vida le había obsequiado con un hijo que le facilitaba la tarea de ser madre, poniéndole las cosas todo lo fáciles que puede ponerlas un niño pequeño que no comprendía ni la mitad de lo que sucedía. Y, aunque para los adultos era fácil comprender, no así aceptar.
―¿Va todo bien? ―le preguntó Paqui al verla resoplar y secarse el sudor de la frente con el dorso de la mano.
―Sí, tranquila ―respondió, tratando de sonreírle.
―Gracias por quedarte esta semana a hacer horas ―murmuró, acercándose a ella―. Sé que, con tu hijo…
―Paqui, después de todo lo que has hecho por mí, que me quede un poco más tarde de la cuenta es una verdadera chorrada. ―La miró haciendo un mohín condescendiente.
―Eres muy buena chica ―dijo, posando una mano en su hombro con gesto fraternal―. Te mereces lo mejor.
―Gracias ―repuso con una sonrisa, antes de que su jefa se marchara.
Luego, bajó la cara y se sumergió en la tarea de llenar de rulos la cabeza de la clienta, sin querer que los buenos deseos de Paqui le afectasen. Hacía mucho tiempo que había dejado los sueños atrás, la esperanza de ser feliz, de sentir que su vida era plena… Y sin pretenderlo, el rostro de Darío se enredó entre sus pensamientos.
Aún no podía comprenderlo, porque no era posible que un hombre como él quisiera algo serio con una mujer como ella. Podría tener a cualquiera, así que ¿por qué elegir a una con un pasado que podía salpicarle, y con un hijo, ni más ni menos? ¿Acaso Darío era capaz de criar al hijo de otro como si fuera suyo? Ciertamente, no lo tenía nada claro, pero de lo que sí estaba segura era de que, cuando decidió tener a Alejandro, renunció al amor, porque no era amor para ella el único que exigiría, sino también para él. Si quien lo engendró no lo quiso, difícilmente querría otro hombre a una criatura que no llevara su sangre. Y no creía que Darío fuera una excepción…
Cuando salió de la peluquería era de noche, y estaba deseando llegar pronto a recoger a Alejandro, por lo que no vio que alguien la estaba esperando. Fue al echar a andar que notó que la cogían del brazo, dando un respingo, espantada.
―Tranquila, preciosa, soy yo ―sonó la voz de barítono de Darío cerca de su oído―. Perdona si te he asustado ―se disculpó.
Vanessa asintió, aunque se llevó la mano libre al pecho, tratando de acompasar su respiración.
―¿Qué haces aquí? ―le preguntó sin ocultar su sorpresa, y Darío aprovechó que la tenía agarrada del brazo para tirar y acercarla a él.
Ignoró su pregunta como si no tuviera importancia y la besó. Aunque ese beso era mucho más que un simple «hola». La estrechó entre sus brazos con fuerza, como si quisiera encajarla en su pecho, y devoró su boca con necesidad, poseyéndola con exigencia, robándole el aliento.
―Te he echado mucho de menos, mi muñeca ―confesó sobre sus labios, y manteniéndola aún abrazada.
―Pues no lo parece ―quiso reprocharle, aunque le costaba un mundo poder hablar―. No he sabido nada de ti en toda la semana.
―Ya hemos empezado con la grabación del disco ―le contó―. Además, tenía la esperanza de que me llamaras tú.
―He estado hasta arriba de trabajo ―admitió―. Fíjate a la hora que he salido ―se quejó.
―Ya… Llevo casi dos horas esperándote.
Vanessa se separó un poco, sin poder esconder su asombro y que rozaba la incredulidad.
―¿Por qué?
Aquella pregunta le arrancó una risotada a Darío.
―¿Crees que soy tan inconstante que voy a cambiar de idea de un día para otro?
El tono no era acusatorio pero, aun así, Vanessa agachó la cabeza al sentirse culpable por haberle mostrado sin reparos su desconfianza.
―¿Hasta cuándo? ―preguntó él con voz queda, haciéndose eco de sus pensamientos, y ella cerró los ojos, fuerte, mordiéndose el labio.
―Perdóname, yo…
No quiso dejarla terminar. La agarró por la barbilla, obligándola a alzar el rostro, y volvió a besarla, mucho más suave en esta ocasión, acariciando sus labios con dulzura, saboreándola, y emborrachándola a ella de su sabor masculino. Vanessa tuvo que agarrarse de sus musculosos bíceps al notar que las piernas se le debilitaban, al igual que se estremecía hasta el último rincón de su ser como respuesta a aquel beso abrumador.
―No me importa lo que creas ―lo oyó murmurar―. No pienso dar mi brazo a torcer tan pronto. Y sé que al final habrá valido la pena.
―Tal vez no sea así ―dijo con la única intención de protegerse, aunque se dejaba refugiar en su fuerte pecho―. Tal vez no soy lo que esperas, lo que imaginas.
La risa del joven resonó contra su mejilla.
―Yo no imagino nada ―le aclaró―. Sólo me dejo guiar por lo que he visto, por lo que veo en este momento ―añadió mientras la separaba de él para que lo mirara―. Y déjame decirte que me encanta. Y me muero por descubrir la parte de ti que aún no conozco.
―Pues he tenido una tarde infernal, así que puedo ser muy gruñona, por lo que entendería perfectamente que no quisieras arriesgarte a estar cerca ―bromeó.
―Quiero estar tan cerca de ti como se pueda estar ―le aseguró con voz profunda, rodeándole la cintura con los brazos, provocando que a Vanessa le diera un vuelco el corazón al escuchar sus palabras.
―Darío, yo…
―¿Me invitas a cenar? ―preguntó como si no quisiera escuchar lo que iba a decirle, como si lo temiera―. Yo cocino ―añadió, guiñándole un ojo y haciéndola sonreír.
―Está bien ―accedió―, pero tengo que ir a casa de mis padres a por Alejandro.
Darío la miró extrañado.
―Matilde ha tenido que salir.
Aquella afirmación inspiró un caudal de preguntas que el joven obvió. Se veía a una legua lo cansada que estaba y no quería agobiarla aún más. Así que le pasó un brazo por encima de los hombros y pusieron rumbo a casa de sus padres.
Por suerte, vivían en ese mismo barrio, aunque, a pesar de lo corto del trayecto, Vanessa tuvo el tiempo suficiente para tensarse como la cuerda de un violín, y con solo llevarla pegada a su costado, él podía apreciar que tenía los nervios crispados. Iba a preguntarle, finalmente, lo que sucedía cuando la vio detenerse frente a un portal. Sin embargo, no tuvo tiempo de llamar al timbre pues alguien abrió la puerta para salir a la calle. Era un hombre de avanzada edad, medio calvo, con un puro en los labios y cara de malas pulgas, y Vanessa se puso tan pálida que parecía al borde del desmayo… aunque Darío no supo qué le gustó menos, si la reacción de Vanessa o la expresión belicosa que se reflejaba en el rostro de aquel hombre.
―Por fin llegas ―lo oyó rezongar de muy malas maneras, mirando de arriba abajo a la joven, y haciendo lo mismo con él, de modo tan acusatorio que Vanessa huyó de su agarre, separándose un paso.
Darío no sabía muy bien cómo actuar, pues imaginaba que aquel viejo antipático era el padre de Vanessa y no quería complicar más lo que ya de por sí se veía que lo era.
―Vengo de trabajar, papá, ¿te enteras? ―se defendió ella, tratando de no amilanarse.
El hombre volvió a echarle una mirada a Darío y rio por lo bajo, sosteniendo el puro entre los dientes.
―Sí, claro… Lo que tú digas ―se mofó―. Y este es tu cliente, ¿no?
Lo que dejaban entrever aquellas palabras tenía un sentido inequívoco, y Darío no pudo evitar apretar los puños mientras daba un paso al frente, aunque Vanessa le cortó el paso, impidiéndole que avanzara y le rompiera la cara a ese energúmeno. Si su padre se dio cuenta de eso, no lo supo, pues se había dado la vuelta y estaba llamando a uno de los timbres. Una voz femenina respondió.
―Que baje el niño. Ya está aquí tu hija ―le ordenó.
Tras eso, se giró y se colocó de nuevo frente a ellos, con la única intención de volver a escudriñar minuciosamente al joven, quien se mordía el interior de la mejilla para no saltar sobre él y machacarle todos los huesos.
―¿De dónde los sacas? ―espetó con tono burlón y mirada de desprecio, y Darío ya no pudo callarse por más tiempo.
―Oiga, no le permito…
―¿Que no me lo permites? ―ironizó, alzando la vista para mirarlo a la cara, sin amilanarse ni un ápice―. Que tu hija, con apenas veinte años, se porte como una ramera y te traiga un bombo a casa te da derecho a eso y más ―sentenció con una mueca de asco.
―¿Por qué no te callas de una vez y te largas al bar a hincharte a carajillos y coñac? ―saltó ella, con el rostro enrojecido de la rabia y la vergüenza―. Si yo soy una ramera, tú eres un borracho ―remató, y una mano amenazante se alzó sobre ella, dispuesta a caerle encima duramente.
Sin embargo, Darío se interpuso entre ellos y le agarró el brazo con fuerza.
―Ni se le ocurra ―le advirtió con gesto amenazante cuando lo vio revolverse y tratar de liberarse de su agarre para continuar con lo que se proponía―. Vanessa ya no está sola. Si me entero de que le toca un solo pelo a su hija, volveré y le romperé hasta el alma.
A pesar de su corpulencia y del tono conminatorio de sus palabras, tal era la necedad de aquel hombre que nada parecía intimidarle, así que Darío no lo soltó hasta que no estuvo seguro de que, ciertamente, lo había disuadido. Además, justo en ese instante, la puerta del portal se abrió, y la llegada de Alejandro terminó de romper la tensa situación.
―Desde luego, los chulos camorristas son lo que más te pegan ―susurró su padre, sin privarse de la satisfacción de poner la puntilla final al asunto, pues, se marchó antes de que pudieran replicarle.
―¡Mamá! ¡Darío! ―exclamó el niño con alegría al verlos, totalmente ajeno a lo que allí había ocurrido.
Haciendo de tripas corazón y rehuyendo la mirada del batería, Vanessa se arrodilló y recibió a su hijo con un abrazo y una sonrisa. Darío, por su parte, palmeó su mano, saludándolo como lo hacían los chavales de su edad y, luego, se la pasó por la cabeza, despeinándolo.
―¿Qué tal, campeón?
―¿Cómo lo has pasado en casa de los yayos? ―quiso asegurarse Vanessa.
―Muy bien ―respondió Alejandro―. He estado con la yaya en la salita viendo la tele mientras ella hacía ganchillo.
―Genial ―dijo, aliviada―. ¿Nos vamos a casa?
Cuando la joven se puso en pie, Darío sabía perfectamente que esa pregunta no iba dirigida a él. Tras lo sucedido podía entenderlo, pero, aun así…
―Déjame que, al menos, te acompañe a casa ―le pidió al oído antes de que dijera algo más.
―Darío, después de…
―Sí… ―la interrumpió sin querer que siguiera por ahí―, después de esperarte casi dos horas, creo que me merezco robarte un par de besos en la oscuridad de tu portal, ¿no? ―añadió, bromeando, con la intención de arrancarle una sonrisa y borrar de su mente lo ocurrido, aunque fuera por un rato.
La verdad es que lo consiguió, haciéndola sonreír y que asintiera a su propuesta, pero su silencio durante todo el camino dejaba de manifiesto que no estaba bien. Al llegar, Vanessa le pasó las llaves a su hijo para que fuera subiendo, reflejándose en el rostro del chico su decepción.
―Nos vemos otro día ―le aseguró el batería, y Alejandro asintió con resignación, tras lo que se dispuso a subir las escaleras.
Vanessa lo observó hasta que desapareció de su vista, girándose entonces hacia Darío.
―Escucha, lo de antes…
Pero él no la dejó continuar. La tomó de las mejillas y la empujó con suavidad hasta la pared, aprisionando a la joven entre el muro y su poderoso cuerpo. Luego asaltó su boca en un beso arrebatador que le robara el aliento y el raciocinio, que le hiciera olvidar todo, quedando únicamente ellos y el ardor de sus bocas, devorándose. Vanessa le echó las manos al cuello, apresando su nuca, como si quisiera pegarlo más a ella, y Darío le rodeó la cintura con los brazos, aumentando el contacto de sus cuerpos y la intensidad de su beso, que se tornó voraz.
―Nada ha cambiado ―murmuró con voz ronca sin apenas separarse de sus labios―. Bueno, sí… ―quiso rectificar―, hoy te deseo mucho más que ayer.
Y Vanessa no pudo evitar gemir al sentir la protuberancia de su miembro henchido contra su abdomen.
―No pararé hasta que seas mía ―le aseguró, y puso sentencia a sus palabras atrapando de nuevo su boca con pasión.
Sus lenguas se buscaron con necesidad, sedientos del sabor del otro, entremezclándose su aliento y el deseo que les templaba la sangre. Pero ambos, cada uno por sus propios motivos, sabían que no era el momento y, a pesar de que sus cuerpos les pedían lo contrario, se separaron.
―Te llamaré ―dijo con firmeza, saboreando sus labios una vez más antes de irse.
Ella aguardó unos momentos en el zaguán a oscuras después de que Darío se hubiera ido, y un par de lágrimas amargas como la hiel le recorrieron las mejillas. Porque por mucho que se empeñara en no hacerlo, su corazón volaba por su cuenta en busca de su propio sueño. Pero lo ocurrido minutos antes no era más que su innegable realidad y se había manifestado de un modo bastante efectivo, como una bofetada en plena cara que te hace recuperar el sentido. Y lo peor era que Darío había estado presente, para que a él tampoco le quedaran dudas: esa era su vida y él no tenía cabida en ella.