8
Cuando Raúl abrió la puerta de su habitación, no pudo ocultar su asombro al ver a su compañero aguardando en el umbral.
―Creí que estarías con Vanessa ―comentó, dejándole pasar.
―Eso pensaba yo también ―replicó Darío con un resoplido.
Después de tantos años, al bajista no le fue difícil apreciar que algo sucedía. Cerró la puerta y soltó el libro que llevaba en la mano en el primer mueble que encontró a su paso y cogió un butacón para ponerlo cerca del que su amigo había escogido para sentarse.
―¿Qué ha pasado? ―preguntó con declarado interés.
Darío se inclinó hacia adelante, apoyando los codos en las rodillas, y se atusó el cabello, un tanto ansioso.
―He conocido al padre de Vanessa ―murmuró con la mandíbula tensa.
―Por tu cara, muy bien no ha debido ir ―supuso, temiéndose lo peor.
―Casi le pega ―farfulló entre dientes.
―¿Perdona? ―Raúl inclinó el rostro, como si no lo hubiera entendido bien.
―La ha llamado ramera y le ha levantado la mano, en plena calle, y sin importarle que estuviera yo allí ―dijo, claramente afectado.
―Jo… der ―recitó su amigo con lentitud―. ¿Y tú qué has hecho? ―preguntó, sabiendo que no le habría sido indiferente.
―Pues le he parado los pies, pero he tenido que contenerme para no reventarle la cabeza ―le aseguró.
―Me lo imagino ―asintió con mirada sombría, como si fuera un reproche.
―No tiene derecho ―exclamó Darío, aunque sabía que esa mirada reprobatoria no iba dirigida a él.
―Nunca lo tienen ―sentenció, rotundo―, pero ellos están convencidos de que sí ―hizo una pausa, como si estuviera barajando un pensamiento―. Has hecho bien en controlarte. Al fin y al cabo, es su padre.
―No es más que un viejo chocho que vive anclado en el pasado y que no le ha podido perdonar su error de juventud, cuando es ella la que ha pagado todas las consecuencias ―espetó, molesto, golpeando el brazo del sillón con el puño―. Pero le revienta el qué dirán por parte de sus amistades del bar ―añadió con una mueca cáustica.
―No sé por qué eso me resulta familiar ―murmuró en un mensaje críptico.
―Yo ya sabía que el pasado de Vanessa era jodido ―le recordó, envarándose en el sillón.
―Quiere decir eso que no te importa ―supuso.
―Claro que no ―respondió de mala manera, como si la mera duda ofendiese.
―Pero…
Siempre hay un pero.
―A ella le importa más de la cuenta ―apostilló, atusándose la barba, pensativo.
―¿Qué te traes entre manos? ―preguntó con obvia curiosidad.
Sin embargo, su amigo se mantuvo en silencio unos cuantos segundos, con la mirada perdida, como si realmente estuviera planeando algo, tras lo que negó con la cabeza.
―¿Y tú? ―le cuestionó en cambio, relajando la postura, aunque señalando el libro que le había visto al entrar. Achinó los ojos tratando de leer en la distancia y recitó―: ¿Arquitectura de computadores? ―Y acto seguido los abrió como platos, claramente asombrado―. Te he visto leer infinidad de cosas, de todo tipo, pero nunca nada que tenga relación con tu carrera… ¿Significa eso que…?
―Tal vez la retome ―admitió, rascándose la nuca, un tanto avergonzado.
Pero la respuesta de su amigo fue palmearle la espalda con ánimo.
―Eso está de puta madre, tío ―exclamó sonriendo―. Te quedaba un suspiro para acabarla.
―Sí, pero no cantes victoria todavía ―le pidió, alzando las palmas en un gesto de prudencia―. En cuanto terminemos la grabación del disco, empezaremos con la promoción y no tardaremos en embarcarnos en una gira.
―Lo importante es que te hayas decidido por fin a terminarla, y tienes toda la vida por delante para hacerlo ―trató así de alentarlo, aunque su amigo resopló―. Además, no serías la única persona en el mundo que estudia y trabaja a la vez ―se mofó, con una segunda intención muy clara y, aunque Raúl no dijo nada, la risotada de Darío no se hizo esperar―. ¿Te estás poniendo colorado? ―apuntó, inclinándose sobre él para observarlo mejor.
―Cállate, anda ―espetó el bajista, empujándolo para que se apartara.
―Apenas la conoces y ya es capaz de sacar lo mejor de ti ―murmuró con una sonrisa, repantigándose en el sillón.
―¿De qué coño hablas? ―inquirió, con voz temblorosa, como si se viera atrapado.
―Tu memoria es prodigiosa, chaval ―dijo en tono burlón―. No puedes haber olvidado que me contaste acerca de tu excursión del sábado por la noche tras la actuación ―agregó con tal diversión en su voz que parecía un niño pequeño.
―Pues la tuya podría serlo un poquito menos. ―Le hizo un mohín de disgusto.
―Venga ya ―se rio su amigo―. Para las tías eso debe ser de lo más romántico.
Raúl observó a su amigo de reojo un instante.
―Te debo parecer un idiota, ¿verdad? ―susurró, con los antebrazos sobre las rodillas y la cabeza gacha.
―Al contrario ―le aseguró tan firme que su amigo alzó la vista, sorprendido―. En estos momentos cuentas con el mayor de mis respetos ―añadió―. Aunque eso será solo hasta que decida volver a hacerte la puñeta para que no dejes escapar la oportunidad. ¿Qué? ―exclamó sonriente al ver que se restregaba la cara con ambas manos.
―Que me gustaba más cuando le dábamos la tabarra a Ángel ―respondió con resignación―. Porque tú te has saltado la cadena de mando ―decidió con falso reproche y señalándolo―. Dijiste que nunca te enamorarías y mírate.
―Yo no he dicho la palabra «amor» en ningún momento ―aclaró con tono de cautela―, pero quiero saber adónde me lleva esto.
―Sigues adelante ―aventuró Raúl, relajando la postura al dejar de ser el centro de atención.
―He tomado una decisión ―afirmó, sacudiendo la cabeza con rotundidad―. Y el siguiente paso que dé puede suponer un triunfo o a la más absoluta de las catástrofes.
Aquello parecía un gabinete de crisis.
En un principio, Diana y Sofía habían quedado ese sábado a comer en casa de esta última para que Vanessa les contase lo que sucedió después de la actuación de los chicos, pero, en cuanto la vieron entrar por la puerta con Alejandro y aquella expresión en su rostro, supieron que había algo más… mucho más.
Tuvieron que esperar a terminar de comer, cuando estuvieran solas. Ellas pasaron al comedor y el niño se quedó haciendo los deberes con Merche en la salita, ya que el día anterior no los había hecho en casa de sus abuelos. Precisamente, sobre lo sucedido el viernes se centró la conversación de las chicas, hasta que, llegados a cierto punto, tanto Sofía como Diana comenzaron a preguntarse por qué su amiga estaba tan preocupada.
―Te dijo que lo ocurrido no cambiaba nada, ¿no? ―hizo hincapié la maestra mientras servía una segunda taza de café para todas.
―He estado toda la noche tratando de convencerme de que esta historia se acaba aquí ―le respondió Vanessa, negando con la cabeza.
―¿Y eso por qué? ―inquirió Diana, frunciendo el ceño sin comprender.
―Para prepararme para lo que sabía que vendría después ―concluyó, refugiándose en su taza.
―¿Qué tiene que venir? ―preguntó Sofía con una mueca llena de escepticismo.
―Yo también creo que la cosa va viento en popa ―casi le reprochó Diana―. Dio la cara por ti delante de tu padre, y no tenía por qué hacerlo, a no ser que, en realidad, le intereses.
―Y luego, en tu portal, te dio uno de esos morreos que hacen que se te caigan las bragas, como dices tú ―añadió su otra amiga, queriendo aportar un toque de humor, aunque, al contrario que ellas dos, Vanessa no sonrió.
―Un momento… ―Diana pareció reaccionar―. ¿A qué te refieres con «sabía»?
―Me refiero a que esta mañana me ha llamado por teléfono ―les dijo―. Quiere hablar conmigo… ―hizo una pausa un tanto dramática―. Y me ha pedido que, a ser posible, estemos a solas.
Sofía y Diana se miraron la una a la otra, prefiriendo callar para que Vanessa continuara.
―Dejar a Alejandro en casa de mis padres después de que ayer…
―No, no ―saltaron las dos amigas a la vez.
―Sabes que puede quedarse con alguna de nosotras ―habló Sofía.
―La habitación de mi hermano Paco está vacía desde que se fue a Alicante ―le recordó Diana―. Yo voy a estar en casa esta noche, estudiando, así que déjalo conmigo.
―Pero… ¿para qué crees que quiere hablar contigo? ―preguntó Sofía con prudencia, y Diana se inclinó sobre la mesa, tan interesada como su amiga.
―Pues está claro, ¿no? ―repuso Vanessa, sacudiendo una mano en un gesto de impaciencia―. Nadie con dos dedos de frente tiene ganas de movidas como la de ayer.
―Darío te dijo que…
―Sí, Sofía ―la cortó de malas maneras―. Dijo que no cambiaba nada, pero ha debido pensárselo mejor. No me ha gustado ni un pelo su tono de voz ―agregó como si eso fuera la respuesta a todo.
―No sería la primera vez que te equivocas con él ―Diana dijo lo que Sofía también pensaba, pues asintió.
―En mis treinta años de vida, siempre me ha venido bien aquello del «piensa mal y acertarás». ―Apoyó la espalda en el respaldo de la silla y se cruzó de brazos, en actitud inflexible.
―¿Y ya te vas a dar por vencida? ―se sorprendió Sofía.
―¿Quién eres tú y qué has hecho con nuestra amiga? ―se mofó la otra chica.
―No la mires con esa cara ―volvió a intervenir la maestra al ver su expresión llena de ironía―. Con lo que te gusta ese hombre, y conociéndote como te conocemos, nos extraña que tires la toalla sin haberle hincado el diente ―añadió, alzando las cejas varias veces con aire pícaro, y de pronto, se dibujó una sonrisa maquiavélica en el rostro de Vanessa.
―Tenemos una conversación pendiente, ¿recuerdas? ―Se mordió la uña con coquetería―. Y como que me llamo Vanessa Sáez que no la olvidará.