10
El sol de la mañana entrando por la ventana la despertó. Al desperezarse, sintió adolorido todo el cuerpo, aunque sonrió satisfecha al recordar lo que lo había causado… Sin embargo, fue al dejar caer el brazo sobre el colchón cuando vino a darse cuenta de que el otro lado de la cama estaba vacío… Su gozo en un pozo: Darío se había marchado.
Se llevó las manos a la frente y se mesó el cabello… ¿Por qué le había propuesto acompañarlo a Pontevedra si luego iba a irse así? No tenía sentido ninguno… Después de haber compartido el mejor sexo de su vida, al menos para ella, Darío no tenía necesidad alguna de regalarle el oído. Ya la había llevado a la cama, ambos habían conseguido lo que querían, ¿verdad?, así que lo más lógico era que le hubiera dicho que no deseaba volver a verla, tal y como Vanessa esperaba desde que la había llamado el sábado por la mañana.
Sí, eso hubiera sido lo más razonable…
Con una punzada de decepción y tristeza en el pecho y que quiso obviar, apartó la colcha y se sentó en la cama… viendo esparcida por toda la habitación la ropa de Darío. Casi se le escapa un grito de alegría mientras el corazón empezaba a latirle a un ritmo frenético. No se había ido… entonces… Y el ruido proveniente del agua de la ducha le dio la respuesta.
Vanessa recordó en ese instante las palabras de su amiga Diana al decirle que en más de una ocasión se había equivocado con él. Pero es que todo parecía tan irreal… Desde que se conocieron, Darío nunca había actuado tal y como esperaba. Si ella creía que se quedaría, él se iba; y cuando pensaba que saldría por patas, él seguía allí, contra todo pronóstico, sobre todo a pesar del numerito que le había montado su padre delante de él y que estaba segura de que le habría hecho salir huyendo como alma que lleva el diablo. Ese hombre no hacía más que sorprenderla…
Como si aquello hubiera sido una inyección de energía, decidió no pensar más en ello y disfrutar del momento. Salió de la cama y, desnuda como estaba, fue hacia el cuarto de baño. Abrió despacio la puerta y percibió su impresionante silueta a través de la cortina. Estaba silbando alguna pieza de música clásica, aunque no sabía identificarla. Entonces, apartó la cortina y se colocó tras él, apoyando las palmas en su espalda.
Darío, sin embargo, tomó sus manos y le hizo estirar los brazos y que rodease su cintura, apretándola contra él. Suspiró complacido por su cercanía y se dio la vuelta para mirarla. El agua comenzaba a caer sobre ella, a recorrer su hermoso cuerpo, y una bocanada de deseo se removió en su interior, aunque se contuvo. Le apartó el cabello mojado del rostro y se inclinó sobre ella.
―Buenos días, preciosa ―le dijo, buscando su boca―. No quería despertarte. ¿He hecho mucho ruido?
―Si lo hubieras hecho habría sabido que no te habías marchado, tal y como he pensado al no encontrarte a mi lado ―reconoció en un arranque de sinceridad del que se arrepintió al instante. En cambio, él se rio.
―El día que confíes en mí, pensaré que te han abducido los extraterrestres ―bromeó, dándole un toquecito en la nariz.
Ella chasqueó la lengua, sabiendo que tenía razón. Queriendo tener las manos ocupadas y darse coraje, cogió el bote de gel y se echó un poco en la palma, comenzando a enjabonarle el musculoso pecho mientras tomaba aire.
―Perdóname ―se disculpó―. Estoy pagando contigo mis malas experiencias de estos años.
―Tus motivos tienes ―la justificó, sin embargo. Tomó un poco de jabón y la imitó, empezando a frotarle la zona de los hombros y la espalda―. Y yo tampoco estuve muy fino cuando nos conocimos.
―Aquello pasó a la historia ―le aseguró, sacudiendo la cabeza con firmeza, aunque él le sostuvo la barbilla para que lo mirara a los ojos.
―¿Es en serio? ―preguntó con un tono de ansiedad en su voz.
―Hace tiempo que me demostraste que no eres el gilipollas que yo creía ―repitió las mismas palabras que le dijera una vez, sorprendiéndolo. Primero, porque las recordaba, y segundo, por su afirmación.
Le acarició suavemente la mejilla y luego la besó, de forma suave y cálida, como el agua que seguía cayendo sobre ellos.
―Entonces…
―Reconozco que, en ocasiones, he preferido no confiar en ti ―admitió, un tanto avergonzada―, ni en esta historia ―añadió, mordiéndose el labio.
―Y, sin embargo, anoche…
Vanessa vio la confusión en sus ojos. Se rascó la frente en un gesto nervioso y decidió coger un poco más de gel.
―Vanessa… ―insistió él, a la espera de esa explicación―. Me encantó la escena de seducción, creo que quedó bien claro, pero temo que los motivos que te impulsaron a hacerlo fueran más allá que tu deseo hacia mí.
Ella tomó aire mientras lo enjabonaba con brío.
―Pensé que era nuestra última vez juntos y quería que fuera especial ―admitió―. Deseaba estar contigo, deseo estarlo desde que te conozco, y lo sabes ―añadió con firmeza, como si así se justificara.
―Por supuesto que lo sé ―respondió él. Le cogió ambas manos entre una de las suyas y se las sostuvo contra el pecho―. Y, por si te quedan dudas, yo también quiero estar contigo desde que nos conocimos. Sin embargo, eso mismo casi lo echa todo a perder, y de ahí mi obstinación por esperar.
―Pero, lo que no entiendo…
―Cuando te fuiste del camerino comprendí, aunque me lo negara a mí mismo en un primer momento, que jamás podrías ser un polvo de una noche ―le explicó―. Y necesitaba que tú pensaras lo mismo.
Ella lo miró sorprendida, sin saber qué decir.
―Querías que lo de anoche fuera especial… y tanto que lo fue, al menos para mí ―murmuró, rodeándola despacio entre sus brazos―. Hace semanas que trato de demostrarte que no deseo ser uno más en tu cama.
―No lo eres ―le aseguró, dejándose abrazar y apoyando la mejilla contra su pecho―. Temo continuamente que no vuelvas a llamarme o que no quieras verme más. Y no es agradable… ―se quejó.
―Pues yo no quisiera que te sintieras así ―lamentó―. De hecho, intento lo contrario, aunque sin éxito, por lo que veo ―trató de bromear.
―Venga ya, Darío ―exclamó, mirándolo con escepticismo―. Después de la que me montó mi padre la otra noche, lo normal es que hubieras salido escopeteado para no volver jamás.
Él resopló, quitándose el exceso de agua del cabello, tras lo que cerró el grifo de golpe. Bajo la atónita mirada de Vanessa, abrió la cortina y buscó una toalla para cubrirla, tras lo que se ató otra a la cintura. Luego la tomó en brazos y la llevó hasta la cama, donde la dejó con suavidad para, acto seguido, sentarse a su lado y comenzar a secarla, suavemente, aunque pensativo.
―Darío…
―A mi abuelo se lo tragó el mar cuando yo tenía siete años ―le dijo de sopetón y, comprendiendo ella que necesitaba hablar, decidió callar y escucharlo―. Aquel día me prometí a mí mismo que no iba seguir sus pasos, que no uniría mi vida al mar, a pesar de que eso era lo que se esperaba de mí. Toda mi familia subsiste gracias a la pesca, así ha sido desde hace generaciones, y no me refiero solo a los hombres, también mi madre, mi hermana, mi abuela…
Vanessa pudo apreciar cuánto le mortificaban los recuerdos, lo que pretendía narrarle. Había cerrado los ojos, como si tratara de ordenar sus pensamientos. Así que, ella aprovechó para, muy despacio, quitarle la toalla. Se acomodó a su lado, los cubrió a ambos con la colcha, y comenzó a secarle su oscuro cabello con mimo.
―Al principio, no pude cumplir con la promesa que me había hecho a mí mismo ―siguió hablando, un poco más tranquilo ahora―. No era más que un crío, no conocía otro tipo de vida y no creía que existiesen otras salidas para mí. Hasta que me llamaron para hacer el servicio militar. Me destinaron a la Escuela Naval de Marín, bastante cerca de casa.
―No te imagino con el pelo rapado ―quiso bromear ella, para quitarle hierro al asunto, mientras acariciaba su cabello, pero consiguió que él sonriera.
―Pues si me hubieras visto con el uniforme blanco de la Marina…
―¿Como Richard Gere en «Oficial y Caballero»? ―preguntó ella con aire pícaro, chasqueando él la lengua.
―¿Richard Gere? ―repitió con retintín―. Un panoli a mi lado ―dijo con presunción, señalándose―. Estaba imponente.
Ella se rio, pegándole en el brazo, aunque luego se acercó a darle un beso en los labios.
―Seguro que tienes alguna foto para enseñármela ―le pidió, traviesa, a lo que él asintió, sonriente.
―Alguna habrá por casa ―pensó.
―¿Y qué pasó? ―preguntó entonces, animándolo a continuar.
―Para hacerlo corto ―decidió―, te diré que entré en la banda de música, de tambores y cornetas, por diversión y por escaquearme y no tener que embarcarme con tanta frecuencia… Y me encantó ―añadió con una sonrisa y ojos risueños.
A ella la llenó de emoción ver la suya en su mirada, cómo aquella vía de escape se había convertido en su vida.
―Y así encontré la salida que llevaba años buscando ―continuó, girándose a mirarla, como si necesitara su aprobación, y que halló en su sonrisa, llenándolo de alivio―. A pesar de la oposición de mi familia, me esforcé al máximo, trabajé muy duro, y conseguí marcharme con una beca a Santiago de Compostela para estudiar música y alcanzar mi sueño de dedicarme a ello profesionalmente. Y aquí estoy ―finalizó, dándole un apretón en la mano, y aunque su mirada huidiza le dio la impresión a Vanessa de que se dejaba algo en el tintero, no quiso indagar.
―¿Y qué pasa con tu familia? ―sí que quiso saber, sin embargo.
―No me hablan prácticamente desde que me fui a Santiago, y de eso hace muchos años ―apuntó, encogiéndose de hombros―. La única que me apoyó en mi decisión fue mi abuela, pero, cada vez que iba de visita, era una bronca tras otra, por lo que dejé de ir. Así que ella venía a verme de vez en cuando.
―Debe ser una mujer de armas tomar ―dijo, sorprendida, al imaginar a una mujer de su edad viajando para visitar a su nieto.
―Tengo la sospecha de que te va a caer genial ―sonrió él, en una mezcla de complicidad y emoción.
―Seguro que sí ―decidió la joven, con rotundidad.
―Aunque, no puedo decirte lo mismo del resto ―añadió con un mohín―. No nos alojaríamos con ellos…
―Me hago una idea ―asintió―, pero mi intención es acompañarte, estar contigo, no con ellos.
―¿No te importa que me lleve mal con mi familia? ―quiso asegurarse, y ella negó, haciendo una mueca, como si eso quedara fuera de toda discusión―. Pues, por la misma regla de tres, a mí me importa un carajo cómo te lleves tú con la tuya.
Y Vanessa lo miró, en silencio, con la boca y los ojos bien abiertos, y no fue hasta que él tomó su mejilla que no reaccionó, parpadeando varias veces.
―Es a ti a quien quiero conocer, con quien quiero estar, a quien quiero hacerle el amor ―susurró, muy cerca de sus labios―, y ellos no pintan nada en esta historia.
―Darío…
―¿Qué sentiste anoche? ―le preguntó, volviendo a sorprenderla―. Dime si para ti solo significó sexo y nada más.
Ella negó con la cabeza mientras se mordía el labio y bajaba el rostro.
―No ―lo dijo también en voz alta, y él la obligó a mirarlo.
―No… ¿qué, Vanessa? ―preguntó con mirada vibrante, expectante.
―Que nadie me había hecho sentir como tú lo hiciste anoche, y no me refiero solo al sexo ―reconoció, cerrando los ojos, azorada.
Sin embargo, los cálidos labios de Darío la sosegaron.
―Pues no sabes cuánto me alegra saberlo ―susurró él, dándole suaves besos―, porque yo sentí lo mismo ―le confesó, y ella se apartó un poco, observándolo atontada―. ¿Por qué te sorprendes tanto? ―preguntó con un toque de humor, acariciándole la nuca.
―Porque podrías estar con cualquier mujer.
―Y tú, con cualquier hombre ―apuntó, reprimiendo una sonrisa, a lo que ella respondió con una mueca de reproche―. El punto es que yo no quiero estar con cualquier mujer, sino contigo ―le aseguró ahora muy serio.
La mirada azul de la joven se clavó en la suya, con un destello de ilusión que hizo que le diera un vuelco el corazón. Acunó sus mejillas entre sus manos y la acercó a él, buscando sus labios. Lo que comenzó con un beso suave, tierno, poco a poco se vio impregnado de pasión y, lo que segundos antes habían pronunciado a viva voz, parecía que necesitaran reafirmarlo con aquel beso, con el ardor de sus bocas, sus caricias, su aliento, su piel…
Los dedos de Darío rozaron uno de sus pechos y, aunque ella gimió y se arqueó ligeramente, yendo en su busca, él se contuvo. Dejó de besarla mientras negaba con la cabeza.
―Creo que anoche quedó muy claro que el sexo entre nosotros es fantástico ―murmuró, acariciándole los labios con el pulgar―, pero…
―Pero… ¿qué? ―musitó ella, depositando un pequeño beso en la yema de su dedo.
―No quiero que salgas corriendo porque yo mismo no me atrevo a ponerle nombre a esto, ni siquiera a darle una explicación ―añadió, tras lo que colocó una de las manos femeninas encima de su pecho―. Pero no puedo negar que mi corazón tiembla cada vez que te veo.
Y el de Vanessa se aceleró en ese instante, al borde del infarto.
―Entre nosotros hay algo ―continuó él, con voz grave y queda―. Llámalo una chispa especial, química… magia. Y, sea lo que sea, me gustaría saber adónde nos lleva.
―Yo… tengo miedo ―susurró la joven, temerosa de darle una respuesta.
―Y yo estoy aterrado ―le aseguró a su vez―. Aunque también temo que esta sea una de esas oportunidades que solo pasan una vez en la vida… dejar escapar la posibilidad de ser feliz.
―¿Tú crees que… tú y yo?
Darío no le respondió, pero colocó la palma de la mano justo sobre su corazón, y no tardó en sentirlo palpitar con fuerza contra su piel. Ella apartó la mirada, como si le avergonzara, pero él apretó con la mano libre la suya, que seguía sobre su propio corazón, para que su latido hablara por él. La joven no pudo evitar sonreír al percibirlo.
―Dejémosles que nos guíen, Vanessa ―le pidió con la voz tomada por la emoción―, aunque sea solo por esta vez.
Lo más sencillo hubiera sido negar, no arriesgarse y seguir a salvo, pero la palabra «felicidad» brillaba al final de aquella senda, al igual que los ojos de Darío mientras la observaba, esperando una respuesta.
Sólo tuvo que asentir, no hizo falta ninguna otra señal para que él comprendiera y se lanzara como un loco en busca de sus labios. La estrechó con fuerza entre sus brazos mientras devoraba su boca con ansia, empujándola para caer ambos sobre la cama. Y ella le correspondió con el mismo ardor, muy consciente de que Darío no estaba ofreciéndole una dosis de buen sexo… Era mucho más…
Darío iba a hacerle el amor.