17
Finalmente, el ensayo se alargó más de lo que Darío había previsto y salieron bastante tarde del local. Tal y como pensaba, Alejandro resultó ser un alumno excelente y pronto cogió el ritmo. Sin embargo, se encontró con antiguos amigos a los que saludar y fue inevitable recordar viejos tiempos. Algunos, incluido Iago, insistieron en que él y Vanessa debían quedar a tomarse unas cervezas con ellos, antes de que volvieran a Valencia, sobre todo, al contarles este lo guapa que era la novia del batería. Tuvo que reconocer que lo llenó de orgullo su comentario, y no solo porque tuviera razón, pues Vanessa era preciosa, sino porque él era el afortunado que disfrutaba de ella; de su delicioso cuerpo, su sonrosada y apetecible boca, su sabor… aunque, lo que más ansiaba en esos momentos era adueñarse de su corazón, gozarlo para siempre.
Atajaron por Rúa Pedaporta hasta la Avenida de la Cruz, acompañados por el atardecer en el Atlántico, que se dejaba ver en los pasajes que quedaban entre casa y casa, como pequeñas rendijas que volcaban hacia aquella ría. Seguro que a Vanessa le encantaría aquel ocaso…
Apretó el paso, cogiendo a Alejandro de la mano. Estar separado de ella, sabiéndola tan cerca, le hacía echarla de menos, más que cuando estaban en Valencia y pasaban días sin verse. Ahora, en cambio, no deseaba otra cosa que llegar a casa y darle todos los besos que habría querido darle durante toda la tarde. Quién lo habría pensado… Apenas unos meses atrás, si alguien le hubiera vaticinado un cambio tan rotundo en él a causa de una mujer, se habría reído en su propia cara… y ahí estaba, deseando verla y estrecharla entre sus brazos.
Al llegar a casa de sus padres, volvió a llamar al timbre, aunque, esta vez, quien les abrió fue Cristina.
―¡Hola! ―la saludó con entusiasmo Alejandro.
―¡Ya era hora! ―exageró ella, haciéndolos pasar―. Emilio y Ana no han parado de preguntarme cuándo llegabas.
El niño sonrió y echó a correr hacia el salón.
―Están en el patio, y tu madre, en la cocina ―le dijo, elevando la voz, sin saber si la habría oído―. Y con un cabreo del copón ―añadió más bajo, alargando el brazo para colocarlo en el pecho de su hermano y así detenerlo, mirándola él extrañado.
―¿Qué ha pasado? ―preguntó.
―Vero. Eso es lo que ha pasado.
―Mierda ―masculló Darío, mesándose el cabello.
―Deberías habérselo dicho ―lo aleccionó su hermana.
―Sí, debería… ―murmuró malhumorado, sabiendo que ya era tarde para lamentaciones. Aunque a la otra le había faltado tiempo para soltárselo. Ya tendría unas palabritas con ella…
―Se fue a su casa ―Cristina se hizo eco de sus pensamientos y le dio a entender que tendría que descargar su mal genio sobre Vero en otra ocasión―. Tu chica tiene un par de narices.
Darío no contestó, pero lo sabía perfectamente. Echó a andar hacia el interior de la casa, dispuesto a soportar el chaparrón que, sin duda, se le venía encima.
Conforme entraba en la cocina, Alejandro ya salía para el patio. Vanessa lo miraba sonriente, aunque esa sonrisa se esfumó al instante, en cuanto lo vio entrar a él. Tenía las manos metidas en una bola de masa que aplastaba contra el mármol de la cocina y, tal vez, eso lo salvó de que le soltara un buen bofetón al acercarse a ella para darle un beso. Se contuvo, bien supo él que se había tragado las ganas de hacerlo, aunque sí le giró la cara, aterrizando sus labios en la mejilla de la joven.
―Preferiría que lo discutiéramos en mi casa ―le planteó él por lo bajo, y ella le respondió con una mueca de desinterés.
―Ya sé todo lo que tenía que saber.
«Y no por ti», imaginó él que le habría gustado añadir, pero siguió sumida en la tarea de apalear aquella masa que estaba sufriendo su cólera.
―Pues si la hubieras visto desahogarse con la cebolla ―murmuró Carmen, como si hubiera leído su mente, y su nieta exclamó, llamándole la atención.
―De verdad, avoiña… En fin… Lo que tenéis que hacer es iros y hablar lo que tengáis que hablar… ¡Niños! ―gritó Cristina, antes de que Vanessa pudiera replicar.
―¿Qué pasa, mamá? ―preguntó su hijo al llegar los tres a la cocina.
―Alejandro, ¿te gustaría venir a cenar a mi casa? ―le planteó, sonriente, y el chico abrió los ojos como platos, sin saber qué decir.
―¡Sí! ―exclamó Emilio―. Mi padre me ha comprado un juego de fútbol para la consola ―le dijo muy animado, entusiasmándolo aún más.
―Mamá, ¿puedo ir? ―Corrió hacia Vanessa, esbozándose una súplica en su rostro―. Porfa, porfa ―añadió, dando saltitos.
La joven fue hacia el fregadero a lavarse las manos. La verdad era que su hijo no tenía muchos amigos fuera del colegio; ella tenía que trabajar y no podía pasarse las tardes en el parque como hacían muchas mamás, así que Alejandro no estaba muy acostumbrado a ese tipo de cosas. Por otro lado, le quedaba claro que Cristina lo estaba haciendo para que Darío y ella pudieran hablar tranquilos, y no estaba muy segura de querer hacerlo… Temía lo que pudiera contarle.
―Venga, mujer, se lo pasará muy bien ―escuchó la voz de Cristina a su espalda.
Se giró hacia Darío y lo vio apoyado en la mesa de la cocina, con las piernas y los brazos cruzados, muy serio. En cuanto se percató de que lo estaba mirando, asintió ligeramente con la cabeza, pidiéndole tiempo para esa conversación.
―Está bien ―aceptó, suspirando―. Pero pórtate bien ―le advirtió a su hijo, que corrió a abrazarla.
―¡Guay! ―exclamó Emilio, pasándole a Alejandro un brazo por encima de los hombros―. Lo pasaremos genial.
―Y si se hace tarde, hasta se podría quedar a dormir, ¿verdad? ―intervino Darío con su voz de barítono, dirigiéndose a su hermana.
―Claro que sí ―le respondió, respaldándolo, y se acercó a los chicos―. Tu padre aún está en la lonja ―le dijo a Emilio―. ¿Quieres que nos acerquemos a ver si se la enseña a Alejandro por dentro?
―¿Una lonja? ―preguntó el chico, extrañado.
―Es un supermercado de peces ―le explicó Ana, con su vocecita de niña y haciéndose la interesante, mientras jugueteaba en la mesa con una bola de masa que le había dado su abuela.
Tanto Carmen como Cristina no pudieron evitar reír, no así Darío y Vanessa, quienes no dejaban de mirarse, como si quisieran tener esa conversación pendiente en silencio. Pero fue ella la primera en apartar los ojos de él, y al joven no le gustó aquella sombra que apreció en ellos antes de rehuirlo. Porque podía ver a la Vanessa guerrera, la que le había partido la cara el día que se conocieron. Sin embargo, una nueva Vanessa estaba haciendo su aparición, y temía no ser capaz de lidiar con ella.
―¿Por qué no nos vamos ya? ―le preguntó en voz baja, acercándose.
No le contestó, pero caminó hacia su hijo y se agachó para ponerse a su altura.
―Hazle caso a Cristina, ¿vale? ―le pidió mientras el niño sacudía la cabeza sin parar, en un repetitivo y emocionado «sí»―. Y no te separes de ellos, no conoces el pueblo.
―Tranquila, no lo perderé de vista ―le aseguró la joven―. Y, para cualquier cosa, tardo menos en ir a casa de mi hermano que en llamarlo.
―Lo único que va a pasar es que se va a divertir de lo lindo, exageradas ―las riñó Carmen, queriendo acortar aquella despedida. El ambiente parecía una olla a presión a punto de estallar.
Vanessa así lo entendió también y le dio un beso apretado a su hijo, provocando su risa, aunque se apartó haciéndose el duro frente a su nuevo amigo… típico en los chicos pequeños… y, tal vez, también en los no tan pequeños…
Hicieron el trayecto hasta casa en silencio. El mismo camino que horas atrás recorrieron de la mano, los veía ahora separados un paso, uno al lado del otro, sí, pero esos míseros cincuenta centímetros parecían un abismo. Darío aprovechó esa distancia entre ellos, que no era solo física, para pensar. Porque no conseguía discurrir qué le había molestado más a Vanessa: que no le hubiera dicho que estuvo con Verónica en el pasado o el hecho de haber estado con ella. Y, que fuera lo segundo, significaba mucho más de lo que parecía.
Al llegar, nada más entrar, ella fue directa hacia la escalera, sin duda para escapar a su habitación, por lo que Darío la siguió. Casi le cierra la puerta en las narices… Por suerte, él había puesto el pie, evitando el golpe.
―Vanessa…
―He cambiado de idea ―espetó, a modo de explicación a su actitud―. Me gustaría estar sola ―agregó, dándole la espalda y con voz monótona, libre de toda emoción, aunque no era difícil ver que, por dentro, bullía.
―Y, a mí, que me contases lo que ha pasado ―replicó, acercándose, despacio.
―¿Qué parte quieres oír? ―Se giró de pronto, encarándolo, llena de furia―. ¿La parte en la que me llama Barbie Malibú o en la que me dice zorra?
Ahora, quien bullía por dentro, era él.
―Me cago en…
―Sabes que tengo narices para plantarle cara a algo así ―se mofó al verlo tan exaltado, deambulando delante de ella con los puños apretados, blasfemando―. Lo que me jode es… ―se detuvo, tratando de encontrar las palabras adecuadas―. No sé cómo lo habrán interpretado tu abuela y tu hermana, pero, a mí, me ha quedado claro que se siente con derecho sobre ti, y no solo para decidir si yo te convengo.
―¿Derecho? ―repitió con incredulidad, deteniéndose frente a ella.
―¿Lo tiene? ―inquirió, alzando la voz. Porque necesitaba saber si…
―¡No tiene derecho ni a mirarme a la cara! ―replicó él, enrojecido por la cólera―. Y la única zorra que hay aquí es ella, que me engañó con mi propio hermano, durante vete a saber cuánto tiempo.
Vanessa lanzó una exclamación, mirándolo con espanto, porque nunca imaginó que la relación de Vero con Wences empezara mientras aún estaba con Darío… ¿Y eso su familia lo veía bien, pero estaba mal que él fuera músico? ¿Qué clase de gente era esa?
―¿Por qué no quisiste decírmelo? ―le reprochó aunque su enfado comenzaba a diluirse.
―No es algo muy agradable para contárselo a la mujer con la que has pasado la mejor noche de tu vida ―alegó Darío en su defensa. Parecía más calmado, pero ahora era él quien se mantenía alejado, distante, porque a Vanessa le dio un vuelco el corazón al escuchar esas palabras y, sin embargo, él las dijo demasiado serio―. Creí que lo del uniforme de la Marina te impresionaría más que el hecho de saber que me habían puesto los cuernos con mi hermano.
Había culpabilidad en sus ojos oscuros, aunque también mucho resentimiento, y Vanessa lo lamentó por él.
―¿Ves? Eso precisamente es lo que quería evitar ―apuntó él con dureza, sobresaltándola.
―¿Qué…?
―No quiero tu lástima…
―¡No te tengo lástima! ―se defendió ella, alzando la barbilla―. Esas cosas pasan, si no, fíjate en mí. Otra cosa es que piense que no te lo mereces. No, no te lo mereces ―insistió, levantando la voz al ver su mueca de incredulidad―. Y, de haberlo sabido, no me habría reprimido y le habría arrancado esas greñas descoloridas que tiene por cabello.
Lo hizo reír. Darío trató de mantenerse firme, pero le fue imposible. Y no le costaba imaginarla mientras se peleaba con Vero, como una tigresa defendiendo su territorio… Lo que le llevaba a preguntarse si él estaba dentro de ese territorio.
―¿Qué es lo que te ha molestado tanto? ―quiso saber, acercándose un paso a ella, estudiándola. Sin embargo, ella dio el mismo paso hacia atrás, a la defensiva.
―No me gusta hacer el ridículo ―alegó, no sin cierta turbación.
―Me extraña que lo hayas hecho ―bromeó él, avanzando otra vez hacia ella, insistente―. Dímelo ―continuó―. Porque estabas muy enfadada cuando he llegado.
―Y no tenía por qué, ¿no? ―volvió a atacar, aunque no era más que para protegerse. Se cruzó de brazos y, con ese gesto, era como si quisiera mantenerlo fuera de su alcance―. Total, no soy nada tuyo, tal y como me ha insinuado tu ex.
―Para todos en casa, incluida Verónica, eres mi novia.
Darío sabía que se estaba aproximando al verdadero motivo, y ella se veía descubierta. Se alejó de él y rodeó la cama, que quedó entre los dos.
―Entiendo que hayas querido ser educado al no sacarlos de su error. ―Lo miró de reojo.
―Soy el chico malo, ¿recuerdas? ―Volvió a caminar hacia ella… Al final acabaría atrapándola, en todos los sentidos―. Soy insolente por definición, así que, si algo me molesta, no tengo por qué callarme.
―O sea, te gusta que piensen que soy tu novia ―dijo con sonsonete―. Habría estado bien que les hubieras dicho que no lo soy.
Que insistiera en aquella afirmación golpeó a Darío con dureza. En un par de zancadas consumió el espacio que lo separaba de ella y la agarró por los hombros, haciendo que diera un respingo de la impresión, a causa de su brusquedad.
―¿No lo eres o no quieres serlo?
Vanessa abrió mucho los ojos, sorprendida, sin saber qué decir. En realidad, sí lo sabía, pero no quería hacerlo, no quería exponerse…
―Aún sigo muy enfadada, así que no es buen momento para que me preguntes eso…
―¡No me vengas con historias! ―La sacudió él, ligeramente, por lo que ella hizo el intento de zafarse, sin éxito―. ¿Por qué no contestas? ¿Necesitas que lo diga yo primero?
―Lo que necesito es que me sueltes ―le exigió ella, forcejeando con más fuerza―. ¡Déjame!
―Ni lo sueñes ―siseó.
―¡Déjame! ―repitió, golpeándolo en el pecho con los puños, como si pudiera vencer a un hombre de su tamaño. De hecho, la ignoró y la cogió por las muñecas, tirando de ella y pegándola a él, juntándose sus cuerpos con violencia. Vanessa dio un respingo, sobresaltada, y tuvo que echar la cabeza hacia atrás para poder mirarlo a la cara.
―¿Por qué temes que Verónica pueda tener derecho sobre mí? ―preguntó, ansioso por saber.
―¡Yo no temo una mierda! ―gritó, intentando, otra vez, soltarse de él, aunque en vano―. Por mí, como si te vas con ella y te la follas para consolarla.
―Mientes… ―murmuró, herido por sus palabras.
Y le soltó las muñecas… Aunque no para dejarla marchar. Tomó su rostro entre sus grandes manos, cerniéndose sobre ella, y la besó. Fue un beso rudo al principio, exigente, forzado, porque Vanessa trataba por todos los medios de zafarse, golpeando sus brazos, y Darío la retenía a pesar de su lucha. Temía acabar con un mordisco en el labio o con los testículos en la garganta a causa de un rodillazo, pero, aun así, no la soltó, no le dio tregua, y siguió besándola de forma impetuosa y agresiva, sin dejarla pensar o reaccionar, y devoraría su boca mientras pudiera.
Sin embargo, poco a poco, Vanessa comenzó a corresponderle, su cuerpo se destensaba y sus labios se dejaban llevar por los suyos. Entonces, Darío liberó su rostro y atrapó la fina cintura, elevándola sobre las puntillas mientras su lengua reclamaba la suya, demandando su boca que se entreabrió, dándole libre acceso. Y la disfrutó como si fuera la última vez que podía hacerlo. Se esmeró en emborracharse de su sabor, de su aliento, de los suaves gemidos que escapaban de su garganta, producto de su arrebatado beso, y no se separó de ella hasta que le robó el aliento.
―Tú eres la única que tiene derecho sobre mí ―murmuró sobre sus labios y mirándola a los ojos, para no perderse detalle alguno de ese brillo, de ese titilar que provocaba con sus palabras y que a él lo cautivaba.
―Darío… ―pronunció con voz trémula. ¿Acaso significaba que…?
―Eres la única que tiene derecho a decidir qué hacer con mi corazón, y si puedo quererte tal y como lo hago ―le confesó, y ella se agarró de su nuca, temiendo caer al escuchar lo que tanto deseaba.
―No juegues conmigo ―le rogó, mientras las lágrimas acudían a sus ojos, así que los cerró, agachando la cabeza, aunque él se lo impidió, sujetándole la barbilla.
―No lo hago. Te estoy diciendo que te quiero ―le confirmó con voz suave, en la que se percibía un toque de temor―. Y me gustaría saber la razón de estas lágrimas ―añadió, secándole las mejillas con los pulgares, y conteniendo la respiración. Porque si le decía que no…
―Tratan de decirte que yo también te quiero ―respondió en voz muy baja, tanto que Darío dudó de lo que había escuchado.
―Preferiría que me lo dijeran tus labios ―susurró, delineando el contorno de su boca con los dedos y con el corazón a punto de estallar de tan fuerte que latía.
―Te quiero…
Darío capturó su boca en un beso fiero mientras su interior rugía de emoción contenida. Porque un «te quiero» no bastaba para expresar lo que sentía, y lo que significaba para él que Vanessa sintiera lo mismo, notar los finos dedos enredándose en su pelo, los suaves tirones para acercarlo más a ella, la forma en que su divino cuerpo se pegaba al suyo, acoplando perfectamente a pesar de que se perdía en sus brazos por la diferencia de estatura. Compartían sentimiento, deseo, pasión, y no había duda de que ambos se morían por demostrarlo.
Vanessa fue la primera, la que le quitó la camiseta a Darío, y esos labios, carnosos y suaves, sobre sus pectorales lo hicieron gemir.
―Hazme el amor ―le pidió ella, destilando una sensualidad que lo hizo temblar. Le tomó las mejillas y la besó, un beso cálido, húmedo, abrumador…
―No, muñeca ―murmuró con voz ronca, sin apenas separarse―. Vamos a hacernos el amor, porque yo también te necesito, estoy loco por tus besos y tus caricias, y quiero que lo que sientes por mí quede grabado en mi piel.
Vanessa cerró los ojos y suspiró… Sería cursi, pero se sentía como una diva de cine en blanco y negro al borde del desmayo, en brazos de su galán. Ese hombre le ofrecía lo que más deseaba y ella ya no dudaría en darle lo mismo.
Le mordisqueó con suavidad el labio inferior, coqueta, halagada… Lo condujo despacio hacia la cama y del mismo modo lo empujó para que se tumbara. Él obedeció y atrapó la estrecha cintura entre ambas manos cuando la joven se sentó a horcajadas sobre sus muslos y se inclinó para besarlo.
―Te quiero, muñeco ―le susurró, y él sonrió antes de elevar el rostro y profundizar su beso. Le encantó que lo llamara así… La giró para que cayera de espaldas sobre la cama y se colocó sobre ella, hundiendo la boca en la deliciosa curva de su cuello―. Desnúdame ―escuchó que le pedía, con impaciencia.
―Si lo hago, no podré detenerme ―le confesó, besando la suave piel―. Y tengo que ir a mi habitación a por…
―No hace falta ―respondió ella, y Darío alzó el rostro para mirarla, sin ocultar su sorpresa ―. Tomo la píldora ―le aclaró―. Es lógico que no me fie de los preservativos, ¿no?
El joven asintió, porque lo entendía perfectamente.
―Y, nuestro encuentro en el camerino, me deja claro que no es nuestra costumbre hacerlo sin protección ―continuó ella.
―Nunca ―le ratificó él.
―Nunca… ―concordó Vanessa.
―Pero, hoy… ―Darío contenía la respiración.
―Te quiero sin barreras.
Y él supo que no se refería únicamente a la que suponía el preservativo. Alzó una mano y la pasó por los rizos dorados, apoyando la frente en la suya.
―Me tendrás tal y como tú desees.
―¿Estás seguro? ―preguntó ella con cierto titubeo, y él la miró―. Porque aquel día, en mi casa, me dijiste que nos dejáramos llevar y viéramos adónde nos llevaba esto, y ahora… lo que quiero es…
―¿Qué? ―demandó, con el alma en suspenso, y la joven tomó aire, y valor, antes de hablar.
―Que no me rompas el corazón.
A Darío le tembló el suyo. Esa era la otra Vanessa, la vulnerable, la frágil, la que temía amar, expresar lo que sentía por miedo a que le hicieran daño, y la que él deseaba cuidar, con todas sus fuerzas.
―No podría romper el tesoro más precioso que la vida ha puesto a mi alcance ―le aseguró, mirándola a los ojos y que viera en ellos que era sincero―. Te quiero, Vanessa.
Ella alzó el rostro y reclamó sus labios, abrumada por sus palabras, y él la estrechó con fuerza, para besarla con la boca y con todo su cuerpo. Cuando su beso avivó el deseo por ella hasta lo insoportable, se colocó a su lado y comenzó a desnudarla. Se deshizo de la camiseta y comenzó a delinear con los dedos la tira de puntilla del sostén y que enmarcaba la parte superior de sus pechos.
―Eres tan perfecta… Eres perfecta para mí. Y no dejaré que nadie diga lo contrario.
Vanessa sabía que se refería a lo sucedido con Verónica, aunque, antes de que pudiera replicar, Darío bajó el rostro y trazó con la punta de la lengua la línea de su clavícula, y ella se echó a temblar, agarrándole la cabeza para que no se separara, pues deseaba sentir esa lengua recorriendo hasta el último centímetro de su piel. Él, entre tanto, bajó los tirantes del sujetador, tirando hacia abajo un poco más, hasta dejar al descubierto sus pechos. Vanessa lanzó el primero de los gemidos cuando Darío atrapó con su boca uno de los sonrosados pezones.
Lo torturó lentamente, alimentando su propio deseo con los jadeos femeninos, con la impaciencia que mostraba su cuerpo al retorcerse en la cama, con el sabor de su piel… Sus ansias lo vencieron y, sin apenas apartarse, le bajó los vaqueros y las braguitas… Hundió la boca en su dulce sexo, sin preámbulos ni advertencias, y el gemido de Vanessa se elevó una octava ante su invasión, ante la sensación tan placentera que amenazaba con derretirla sobre el colchón, pero que le hizo abrir las piernas para él, deseando perderse en el éxtasis que le ofrecía la tersura de su lengua.
―Creo que soy adicto a tu sabor ―le confesó él, atrapando segundos después con los dientes la carne trémula y deseosa donde se concentraba todo su placer.
―Darío, no… Por favor… ―consiguió murmurar ella, y, en otras circunstancias, él la habría ignorado, la habría hecho gritar mientras disfrutaba del dulzor de su orgasmo, pero entendía que había algo que deseaba por encima de eso… y lo comprendía porque él también lo ansiaba.
Se sentó en la cama y se deshizo de toda su ropa, viendo cómo ella terminaba de quitarse el sujetador. Estando ambos ya desnudos, Darío se recostó a su lado, buscando su boca y deslizando la mano otra vez hacia su sexo, jugueteando con los dorados rizos y los húmedos pliegues de su carne. Sabía que estaba lista, preparada para recibirlo, pero no quería renunciar a disfrutar un poco más de ella ni tampoco a las ardientes caricias que una de sus delicadas manos comenzó a prodigar en su más que enhiesto miembro. Nunca se acostumbraría a lo rápido que esa mujer lo llevaba al límite.
―¿Qué es lo que me haces, mi meiga? ―susurró sobre sus labios, lamiéndolos, despacio―. Pretendía que esto durase toda la noche, pero mis deseos y los de mi cuerpo van por rumbos distintos. No puede esperar más a ser parte del tuyo.
―Si le preguntaras al mío, te diría que se muere por sentirte dentro ―repuso en tono sugerente, ardiente, mientras acrecentaba el ritmo de sus caricias al tiempo que lo guiaba hacia su propio sexo―. Y yo tampoco quiero esperar más.
Darío le dio un beso profundo e intenso y, dejándose llevar por el deseo que los dos compartían, se colocó con cuidado sobre ella. La propia Vanessa lo guió hacia su entrada, y ambos ahogaron un grito en el instante en que sus cuerpos se unieron, cuando ella se vio llena de él por fin, cuando el cálido satén envolvió a Darío de tal forma que lo tentaba a no abandonarlo jamás. Y lo hizo, durante un segundo, para volver a hundirse en él aún más, robando gemidos de sus gargantas ante la sublime sensación de sentirse plenamente.
―Muñeca… ―masculló, tenso, luchando por no rebasar el punto de no retorno en ese mismo momento, pero Vanessa abrió un poco más los muslos y le agarró las nalgas, exigiéndole un mayor contacto―. Joder…
No podía resistirse… Ella le pedía más, y él no quería otra cosa que hacerlo. Deslizó las manos por los costados femeninos hasta sus piernas y las elevó hasta colocarlas alrededor de su cintura, inclinándose su cadera hacia él. Sus sexos se encontraron plenamente y la pasión se desató como un huracán, aumentando el ritmo de sus movimientos y tornando en frenesí el vaivén de sus cuerpos.
―Darío… yo…
―Sí, Vanessa… yo siento lo mismo. Te quiero…
―Te quiero…
El orgasmo los sorprendió a ambos, poderoso, turbador, traspasándoles por dentro, hasta el corazón, hasta el alma… y unidos, más allá de la fusión de sus sexos. Darío no se detuvo hasta que las suaves paredes que lo constreñían no dejaron de palpitar, alargando el placer un poco más, y Vanessa seguía atrapándolo entre sus piernas, como si nunca quisiera dejarlo escapar. Ciertamente, no quería, y temía abrir los ojos, que ahora cerraba con fuerza, y que Darío se hubiera desvanecido como el humo.
En cambio, no lo hizo. Salió con sumo cuidado de ella, sin dejar de besarla, sin dejar de acariciarla, manteniendo el contacto, aliento contra aliento, piel sobre piel. Se tumbó a su lado y la abrazó, besando su frente, y aún tembloroso a causa de lo que había experimentado.
―Me faltan palabras para expresar lo que acabo de sentir ―le confesó, y tenía que reconocer que esperaba que ella hiciera una declaración de ese tipo, no ese sollozo que recibió como respuesta―. ¿Qué pasa? ―preguntó, no sin temor, pues tenía miedo a que, para ella, no hubiera sido lo mismo.
―Pues que me has convertido en una llorona ―se quejó, escondiendo el rostro con sus manos, y Darío no pudo evitar reírse. Vanessa era una mujer fuerte, valiente, decidida, pero también sensible y tierna por dentro, más allá de esa coraza con la que se enfrentaba al mundo para protegerse, para evitar sufrir.
―No me importa que llores, siempre y cuando sean lágrimas de alegría ―puntualizó, obligándola a apartar las manos de su cara―. ¿Lo son? ―preguntó, secándole las mejillas.
―De alegría, felicidad, ilusión, amor, y no sé cuántas cosas más ―reconoció, haciendo un mohín infantil―. Siento tantas emociones y tan distintas que creo que me va a estallar el corazón.
―¿Y eso te parece mal? ―preguntó divertido, deshaciendo con la punta del dedo la arruga que se le formaba en el ceño.
―No ―negó con rapidez―. Es solo que me sorprende. Siempre imaginaba que no sería capaz. Has despertado en mí sentimientos que creía muertos.
Darío la abrazó fuerte y la besó, despacio, con dedicación.
―Basta con encontrar la persona adecuada ―le dijo, recordando lo que una vez le dijera Raúl.
―Y eres tú ―le confesó ella, y Darío sonrió, sintiendo un hormigueo de emoción por sus palabras.
―Y eres tú ―le repitió, bajito―. Me negaba a creerlo, pero lo supe desde el momento que te marchaste del camerino.
―Pues yo, aquella noche en mi casa, cuando hicimos el amor…
―Cuando me sedujiste ―puntualizó él, aunque no como un reproche porque su sonrisa dejaba patente lo mucho que le había gustado.
―Sí, cuando te seduje ―sonrió también ella, orgullosa de sí misma―. Pero, uno de los motivos por lo que lo hice fue porque creía que no te iba a ver más ―le recordó―. Y dolía mucho. Aunque me negase a admitirlo, ya estaba enamorada de ti.
Darío suspiró, complacido al escucharla, y le acarició la mejilla antes de besarla con suavidad. Él también supo ese día que le sería imposible separarse de ella…
―¿De verdad fue la mejor noche de tu vida? ―la escuchó preguntarle, y él se apartó un poco para poder mirarla mejor.
―No ―respondió sin apenas meditarlo, firme, y pronto, una sombra de tristeza oscureció aquellos preciosos ojos azules, y que se transformó en asombro al verlo sonreír―. Hoy es la mejor.
Vanessa le golpeó en el hombro, fingiendo estar enfadada, pero se mordía el labio, entre tímida y coqueta, haciéndole entender que ella sentía lo mismo.
―Aunque… ¿sabes qué es lo bueno? ―le preguntó él de repente, y ella negó con la cabeza―. Que la noche acaba de empezar.
La joven se echó a reír, pero Darío no quería perder más el tiempo. Sin previo aviso, bajó el rostro y capturó con la boca uno de los sensibles pezones, y ella lanzó un largo gemido que lo satisfizo ampliamente.
―Acabo de recordar que me debes cierta demostración ―la oyó susurrar en tono sensual.
Por el rabillo del ojo vio que dejaba caer los brazos en la almohada, por encima de su cabeza, en un gesto de completo abandono a sus caricias, que provocó en Darío una respuesta inmediata y reflejada en su miembro, que se endureció al instante… aunque, tendría que esperar…
―Yo tampoco lo había olvidado, muñeca, y siempre pago mis deudas.