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Cuando Darío entró en casa esa noche, tenía la sensación de que se había marchado hacía meses, y apenas pasaba un día desde que fue en busca de Vero para aclarar aquel malentendido, un día desde que Vanessa se había ido… Su preciosa muñeca… La echaba tanto de menos, le hacía tanta falta… Dios, la amaba como un loco, y del mismo modo iba a enloquecer si no conseguía recuperarla.

 

Dejó las llaves encima de la mesa, que tintinearon al caer sobre las de Vanessa, y apretó los puños, lleno de rabia e impotencia. Todo se había ido a la mierda en cuestión de minutos, en un mísero parpadeo, y se preguntaba por qué entonces, cuando cerraba los ojos y los volvía a abrir, ella no estaba frente a él, tan guapa como siempre, con su mirada azul traspasándolo. Alargaría los brazos hacia él, dándole el refugio que tanto necesitaba en esos momentos, y lo llenaría de besos y caricias que le dijeran que todo iba a salir bien, que nunca más se volvería a marchar.

 

Sin embargo, un escalofrío lo recorrió ante la soledad de aquella casa. Apenas había dejado de llover desde la noche anterior y la temperatura parecía haber descendido diez grados por lo menos. A todo eso, había que sumarle que estaba empapado y tenía todos los músculos del cuerpo entumecidos después de tantas horas de hospital. La vida de su hermano pendía de un hilo…

 

Se agachó frente a la chimenea y la encendió, como un autómata, con la mente asaltada por imágenes, flashes que lo deslumbraban, cegándolo por el dolor. La sangre de su hermano mezclándose con los pequeños riachuelos que formaban la lluvia, esa ambulancia que parecía que nunca iba a llegar, la horrible sensación de sentir que a Wences se le escapaba la vida y no poder hacer nada por contenerla… ni por contener el sufrimiento de su familia al enterarse.

 

Sus padres, su abuela y Cristina se reunieron con él en la sala de espera de la UCI. De Vero y Bieito no se sabía nada… Trató de explicarles lo que había sucedido pues, como era obvio, no podían creerlo, aunque no tuvieron más remedio que convencerse al ver que dos policías nacionales custodiaban la puerta de la sala de cuidados intensivos, como si en cualquier momento Wences pudiera levantarse y salir corriendo… Ojalá… Pero estaba muy grave, había sufrido traumatismos severos y le habían inducido al estado de coma, pues a los médicos les preocupaba la presión intracraneal; su cabeza se había llevado la peor parte.

 

Además, como si todo aquello no fuera suficiente, los periodistas no tardaron en asomar la nariz por el hospital. El Teniente Feijoo intervino enseguida y los mantuvo alejados, pero aquello fue demasiado para la salud de su abuela. Por suerte, no pasó de un desmayo al disparársele la tensión, producto del disgusto, y no era para menos. A la posibilidad de que Wences muriera, había que sumarle lo que había hecho. Era un delincuente, un narcotraficante, un asesino… y para el mundo entero podría ser un miserable, alguien que no merecía levantarse de esa cama, pero, a pesar de todo eso, de sus crímenes y del daño que le hiciera en el pasado, Wenceslao era su hermano y lo quería.

 

Se pasó las manos por el rostro, suspirando, y se puso en pie. Luego, sacó el móvil del bolsillo de los vaqueros y, tal y como había hecho en infinitas ocasiones a lo largo del día, llamó a Vanessa, y como se temía, no le contestó. Blasfemó para sus adentros y dejó el teléfono en la mesa, tras lo que subió a su cuarto para darse una ducha y cambiarse de ropa. Después, llamaría a Sofía.

 

Había estado dilatando el momento, ya que tenía la esperanza de poder solucionar las cosas con Vanessa, pero, mientras tanto, necesitaba saber que estaba bien, enfadada, dolida, sí, pero de vuelta a su casa. Se la imaginaba sola, con Alejandro, por ahí, y se le retorcían las entrañas porque, si le sucediese algo, no podría soportarlo.

 

El agua caliente de la ducha calmó la tensión de sus músculos, aunque no el dolor de los recuerdos. Había hecho el amor con Vanessa en esa misma bañera, en un sensual baño de espuma que ella le preparó, rodeado por la tibieza del agua y la suavidad de sus largas y torneadas piernas. Lo que daría por que estuviera allí con él en ese instante…

 

Salió del baño con una toalla en la cintura y comenzó a vestirse. Se puso los vaqueros, por inercia, pero ya no siguió con la camiseta ni se calzó, y bajó así, tal cual, al salón. Se sentó en la alfombra, frente a la chimenea, con la mirada fija en las llamas que crepitaban, deshaciendo la madera. Por primera vez en mucho tiempo, se sintió perdido, sin saber cómo continuar, pero estaba demasiado agotado para pensar en ello, y no porque no hubiera pegado ojo la noche anterior. Solo tenía ganas de quedarse allí, viendo el fuego consumirlo todo, deseando arrojar su dolor a esa chimenea y que desapareciera también. Y, seguramente, allí hubiera permanecido toda la noche si no hubieran llamado al timbre.

 

Estuvo tentado de no abrir, no sentía deseos de ver a nadie y, además, temía que se tratase de los periodistas. Sin embargo, se levantó ante la idea de que pudieran ser su hermana o sus padres, y ellos no tenían llaves. La única a la que se las había dado era a Vanessa… Su Vanessa… Y definitivamente, el no tenerla a su lado iba a volverlo loco pues, al abrir, la vio frente a él, apoyada en la maleta y calada hasta los huesos, tan bonita como recordaba… porque aquella visión debía ser fruto del cansancio, no era real…

 

―Darío… ―la oyó decir en voz baja y llena de lo que parecía temor, y la primera reacción que él tuvo fue tirar de su brazo y hacerla entrar.

 

Aún no sabía si era un fantasma, una alucinación o un sueño, pero no se lo planteó, le pudo la necesidad de atraparla entre la puerta y su cuerpo, hacerla prisionera de sus brazos y que no escapara jamás. Pero la sintió, notó la humedad de la ropa contra su torso desnudo, el aliento cálido alcanzando su rostro y la piel de sus mejillas que apresaba entre sus manos. Era ella… Había vuelto…

 

―No me vuelvas a dejar, ¿me oyes? ―le pidió, le exigió, le rogó…

 

―Yo… ―parecía dudar―. Me he enterado de lo de tu hermano ―dijo, girando el rostro, como si no quisiera verlo, como si hacerlo lo borrara todo de un plumazo. Sin embargo, él se lo impidió, obligándola a mirarlo.

 

―Me niego a creer que solo has regresado por eso ―murmuró sin querer perder el último granito de esperanza que le quedaba.

 

Vanessa no contestó, aunque se apartó de él. Dio un paso hacia el interior de la sala y Darío se apoyó en la puerta, dispuesto a no dejarla marchar hasta que no hubiera escuchado toda la verdad.

 

―Vanessa…

 

―Os vi ―le confirmó así lo que, en realidad, ya sabía―. Así que, sí, debería contestarte que solo he vuelto por lo de tu hermano ―añadió rehuyéndole de nuevo la mirada, con voz temblorosa, y él abandonó la custodia de la puerta para acercarse a ella poco a poco―. Desde que salí de Valencia no he hecho más que repetirme que ese es el único motivo, porque no soy capaz de quitarme de la cabeza vuestra imagen, los dos juntos, abrazándoos, besándoos.

 

Darío casi la había alcanzado, y alargó una mano para tocarla, pero ella también alargó la suya, pidiéndole con aquel gesto que no lo hiciera, que la dejara terminar.

 

―¿Qué has hecho conmigo? ―le reprochó ella entonces, retrocediendo un paso, lanzándole una mirada dura, y él sintió que el alma se le desplomaba hasta los pies―. No hace mucho, si me hubiera pasado esto, habría ido hasta esa playa y os habría arrancado los ojos a los dos ―exclamó, llena de rabia―, para luego reírme de todo lo sucedido y sacarte de mi vida, olvidarte sin más… Y sin embargo, ahora…

 

―Escúchame…

 

Pero ella no quería, sacudió las manos haciéndolo callar mientras su precioso rostro se llenaba de llanto.

 

―Por tu culpa ya no soy esa Vanessa ―lo acusó, en una mezcla de rabia y vulnerabilidad―. Ahora, si me dijeras aquello de «no es lo que parece», que no significó nada para ti, te creería, joder, ¡te creería!

 

Darío ya no quería oír nada más. En un par de zancadas, llegó hasta ella y tomó su rostro entre ambas manos, asaltando su boca en un beso fiero, hambriento, lleno de necesidad y miedo. Notó que lo agarraba de las muñecas, pero él no iba a permitir que se apartase hasta no dejarla sin aliento, así que profundizó su beso, queriendo borrar, de los dos, la amargura que habían compartido en las últimas horas por aquel absurdo.

 

Cuando abandonó sus labios, le vio los ojos inundados de lágrimas y de un dolor que no merecía, y él blasfemó en voz baja al sentirlo como suyo.

 

―Ni es lo que parece ni significó nada para mí. Porque tú eres la única mujer a la que quiero besar, la que lo significa todo para mí. Esa es la verdad ―le dijo todo lo firme que pudo, tratando de contener sus propias lágrimas―. Y ojalá sea cierto que me crees porque estoy desesperado, aterrado ante la idea de perderte. Déjame que te lo explique, te lo ruego ―le pidió, y creyó morir al verla negar con la cabeza.

 

―No quiero que me expliques nada ―murmuró, sin apenas poder hablar―. Lo único que quiero es que me abraces, que me beses… que hagas que mi corazón vuelva a latir.

 

Darío ahogó un sollozo mientras atrapaba el cuerpo de Vanessa entre sus brazos y lo estrechaba con fuerza.

 

―Mi preciosa muñeca… Te quiero tanto… tanto… ―susurró contra su oído―. Deja de llorar, por favor, no llores más ―le pedía, cuando él mismo no era capaz de reprimir sus lágrimas.

 

Notó que los dedos femeninos se hundían en su espalda desnuda, aferrándose a él, como si fuera su tabla de salvación, cuando era él quien había estado a la deriva sin ella, perdido y sin esperanzas.

 

Buscó su boca de nuevo, como si necesitara respirar de su aliento para volver a la vida, y ella no le rechazó, al contrario, entreabrió sus labios y le exigió que profundizara ese beso que los inundó de calidez cuando sus lenguas se encontraron y empezaron a acariciarse. Él gimió ante su contacto, y ella se deshacía en sus brazos, curvándose hacia él con tal de sentirlo un poco más cerca, que la atrapara con la piel.

 

Entendiendo lo que deseaba, Darío la soltó un instante para quitarle la camiseta empapada, notando que temblaba al despojarla de la prenda. Entonces, echó a un lado los mojados bucles de su cabello y empezó a besarle el cuello.

 

―Déjame darte mi calor… Déjame amarte ―susurró en su oído, mordisqueándole con suavidad el lóbulo de la oreja―. Te necesito, muñeca, no imaginas cuánto.

 

―Me temo que sí que lo sé ―musitó, girando su rostro para mirarlo.

 

Darío besó sus labios, con lentitud y dedicación, saboreándolos, ávido de su dulzor.

 

―No hay nada que temer ―le respondió él, delineándolos con el pulgar―. Porque nunca más nos volveremos a separar, ¿verdad?

 

Vanessa asintió cerrando los ojos, estremecida por la caricia de su piel y de su voz, de esa promesa que tanto había deseado escuchar en las últimas horas, y se dejó llevar. Con un jadeo, echó la cabeza hacia atrás cuando Darío se inclinó y comenzó a trazar con la lengua la línea de su clavícula, deshaciéndose del sujetador en menos de un segundo, aunque a ella le pareció una eternidad, pues no podía esperar más a fundirse con él.

 

Sin embargo, Darío la entendía a la perfección, más bien, compartía su mismo deseo, pues, sin querer dilatarlo más, le quitó el resto de la ropa, haciéndolo luego él.

 

Clavando los ojos en la claridad de los suyos, la condujo hasta la alfombra, caldeada por el fuego de la chimenea, sentándose y colocándola a horcajadas sobre sus muslos. En ese momento, lo que más ansiaba era sentirla, de todas las formas posibles.

 

―Pensé que nunca más volvería a tenerte así ―le confesó él con esa voz profunda que la hacía vibrar por dentro mientras sus pieles, completamente desnudas, por fin se encontraron―. Si supieras cuánto te quiero.

 

―Demuéstramelo, Darío ―le rogó―. Hazme ver que el amor que sientes por mí es tan inmenso como el que yo siento por ti.

 

El joven le tomó las mejillas y la acercó a él.

 

―Dímelo otra vez ―le pidió, mirándola intensamente a los ojos―. Dime que me quieres.

 

―¿Por qué crees que he vuelto? A pesar de que…

 

―No, no lo digas ―la cortó, esbozándose una súplica en su mirada―. No quiero ni que lo pienses, porque no es verdad. Te juro que no es verdad.

 

―Pues haz que lo olvide ―murmuró, reprimiendo un sollozo.

 

―Lo haré… ―susurró, depositando suaves besos en sus labios―. No pararé hasta convencerte de que soy tuyo, por entero, y que no existe más mujer para mí que tú.

 

Esta vez, fue Vanessa la que buscó los labios masculinos. Hundió los dedos en su largo y oscuro pelo y se pegó a él, buscando su cobijo y su piel.

 

Del contacto de su desnudez no tardaron en saltar las chispas de la pasión, y las manos comenzaron a viajar a lo largo de sus cuerpos, recibiéndose, reconociéndose, queriendo recuperar todo el tiempo que habían estado separados. Necesitaban tocarse, como si fuera lo único que pudiera convencerlos de que estaban juntos y, del mismo modo, sus bocas se negaban también a alejarse, respirándose, alimentándose el uno del otro, sin que importase nada más.

 

Sin embargo, la de Darío sí lo hizo para bajar hasta uno de sus redondeados pechos, y Vanessa gimió con fuerza cuando capturó la cima entre sus labios. El joven gruñó de satisfacción, le resultaba tan excitante escucharla, saber que la hacía vibrar de ese modo. Se arqueaba contra él, exigiéndole más, agarrándole el cabello para que continuara, y Darío no tenía intención ninguna de detenerse hasta haber quedado completamente saciados. Dios… tenía tantas ganas de ella que no sabía por dónde empezar.

 

Llevó las manos a sus nalgas y la apretó contra él, haciendo que sus sexos se rozasen, y Vanessa se sintió arder, parecía que aquel fuego que chisporroteaba en la chimenea recorría sus venas, incendiándola con placer abrasador.

 

―No puedo esperar más ―murmuró en un hilo de voz, deseando que, por fin, la poseyera, que la hiciera suya, porque ansiaba sentirse plena, llena de él.

 

En cambio, Darío, deseaba dilatar ese momento un poco más. La tumbaría sobre la mullida alfombra y, sin darle tregua, la recorrería con la lengua, descendiendo hasta alcanzar su intimidad. Necesitaba saborearla, que se retorciera de placer bajo sus manos, que gritara su nombre mientras la atravesaba el orgasmo más intenso de toda su vida.

 

―Darío… ―gimió, en una súplica, elevándose su pelvis al encuentro de su miembro henchido que golpeaba contra los suaves pliegues, lanzando descargas ardientes de placer.

 

La recorrió con la mirada, empapándose de la gloriosa visión de esa apasionada mujer. La boca, entreabierta; los ojos cerrados y todos los sentidos fijos en el torbellino de sensaciones que le provocaba con su mero contacto; sus pechos agitándose al ritmo de su jadeante respiración; y su cuerpo vibrando al compás que marcaban sus caricias.

 

Su propio autocontrol se fue al garete. Atrapó su cintura para alzarla y la colocó sobre él, entrando en ella de una sola vez, profundamente. Ambos quedaron sin habla, sobrepasados por la plenitud de aquella sensación que los embargaba de forma devastadora. Lo que la unión de sus cuerpos provocaba en ellos rompía con las leyes de lo físico, iba mucho más allá, y ninguno de los dos habría sido capaz de expresarlo de viva voz, aunque ya se encargaban sus ojos de hacerlo. Anclándose con la mirada, comenzaron aquella danza en la que primaba dar, entregarse, compenetrarse hasta el punto de que uno no podría existir sin el otro, sin temor a obsequiarse con el corazón y decididos a correr el riesgo al saber que no estarían jamás en mejores manos, ya que su amor era el mejor refugio, el tesoro más valioso de todos.

 

Se prodigaron besos, caricias y palabras de amor con las que estremecieron sus almas, mientras que el fuego de la pasión y el placer sacudía sus cuerpos, fundiéndose más y más hasta convertirse en uno, hasta que aquel éxtasis arrollador cual torbellino los sorprendió.

 

Vanessa se agarró a Darío como si temiera caer, pero él la sostuvo con fuerza entre sus brazos, como haría siempre, y acompañándola por aquella brillante espiral que los lanzó a los confines del más intenso placer. Poco a poco, se fue mitigando en forma de suaves hondas, pero no rompieron su abrazo. De hecho, Darío se separó de Vanessa lo justo para poder besar sus párpados cerrados que contenían lágrimas que pugnaban por salir.

 

―Te pedí que no lloraras más, muñequita ―susurró con dulzura, acariciando sus mejillas húmedas.

 

―Me dijiste que podía llorar si eran lágrimas de felicidad ―le recordó, incapaz de reprimirse.

 

―Tienes razón ―admitió―. Y ojalá borrasen todas las que has derramado por la tristeza ―añadió, terminando de enjugárselas.

 

―Lo harán ―le sonrió, convencida de ello―. Aunque, necesito comprenderlo, Darío ―le dijo―. Quiero olvidarlo, pero, primero, debo entender lo que vi.

 

Él asintió porque también lo creía así. Muy despacio, salió de ella y la alzó entre sus fuertes brazos mientras se ponía en pie sin esfuerzo alguno, como si el cuerpo de Vanessa fuese una pluma.

 

―¿A dónde me llevas? ―le preguntó la joven, agarrándose a su cuello con ambas manos.

 

―Tengo la intención de explicártelo todo, y de demostrártelo ―le aclaró, subiendo la escalera―. ¿Prefieres tu habitación o la mía?

 

―La tuya ―decidió con rapidez―. La mía me trae malos recuerdos ―añadió, aunque a Darío le tranquilizó lo despreocupado de su tono de voz.

 

―En ese caso, habrá que crear otros nuevos. Y te aseguro que serán infinitamente mejores ―decidió él, abriendo de un puntapié la puerta de la habitación de Vanessa.

 

―¿Para qué me preguntas si vas a hacer lo que te dé la gana? ―trató de reprocharle ella, aunque no podía evitar sonreír.

 

Darío la dejó con suavidad en la cama y se tumbó cerca de ella.

 

―Ese es el punto, muñeca ―replicó con una sonrisa lobuna dibujada en su rostro, rozando con la yema de los dedos la curva de su cadera―. Voy a hacer lo que me dé la gana… contigo.

 
…y navegar en tu mar
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