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Había sido un domingo eterno… Ángel pasó todo el día con Sofía; Raúl, encerrado en su cuarto enfrascado en uno de sus libros… y él parecía un león enjaulado. Tuvo que alargar la sesión de gimnasio, tratando de deshacer la tensión de su cuerpo, aunque aliviar el nerviosismo era harina de otro costal.

 

Debía aceptarlo. Nunca había tenido la necesidad de conquistar a una mujer; prácticamente se le echaban en sus brazos sin apenas mover un dedo. Sin embargo, con Vanessa, se lo iba a tener que currar.

 

Mientras aparcaba el coche cerca de casa de la joven, la idea de que no sabía qué tipo de hombres le gustaban se cruzó por su mente. Aunque antes de que un escalofrío dominara su cuerpo se dijo que sí sabía perfectamente lo que no soportaba en un tío. Su actuación en el camerino fue de lo más esclarecedora.

 

Recordó las palabras de Raúl. Las mujeres que se le acercaban lo hacían atraídas por el músico, el personaje. En cambio, Vanessa buscó en él al hombre, a Darío, el auténtico, así que se convenció de que un buen inicio era ser él mismo.

 

Comprobó la dirección del colegio de Alejandro en el navegador de su teléfono móvil y no tardó en recorrer las dos manzanas que había de distancia. Al llegar, la situación le recordó a la gente que hacía cola en las puertas de los recintos donde celebraban sus conciertos. La zona estaba infestada de mamás, tanto que incluso cortaban la circulación de la calle frente a la escuela. No pudo evitar sentirse fuera de lugar; si bien era cierto que también había padres, ninguno tenía pinta de rockero.

 

De pronto, la puerta de la verja se abrió, y Darío se dirigió hacia el edificio que le había indicado Sofía. No tardó en divisar a Alejandro. Con una sonrisa en la cara, corría en dirección a una mujer que rozaría los cuarenta, y que lo recibió con alegría. La novia de Ángel le había contado que acostumbraba a recogerlo la vecina y que era bastante simpática. Ojalá no se lo pusiera muy difícil…

 

―Hola, Matilde… ―escuchó a Alejandro decirle, aceptando la mano que la mujer le ofrecía, y él se detuvo un par de pasos atrás; tomó aire, se armó de valor, y se acercó, plantándose frente al niño.

 

―Hola, colega ―lo saludó, y el chico se detuvo en seco.

 

―¿Darío? ―preguntó con una mezcla de asombro e ilusión, aderezado con un brillo de admiración en los ojos que hizo que al joven le diera un vuelco el corazón―. ¿Qué haces aquí?

 

―Alejandro, ¿conoces a este señor? ―inquirió la vecina, mirando al batería de arriba abajo con desconfianza. De hecho, tiró de la mano del niño y puso rumbo hacia la salida.

 

―Me llamo Darío y soy un amigo de Vanessa ―se presentó, apresurándose a seguirla, aunque eso no animó a la mujer a detenerse―. Me gustaría llevar al chico a dar una vuelta ―añadió, y eso sí que hizo que Matilde frenase de golpe, provocando que casi tropezase con ella. Se giró a mirarlo bastante enfurruñada. Menos mal que era simpática…

 

―Mire, yo no sé qué tipo de amistad tiene con Vanessa ―se le encaró―, pero entienda que no le conozco de nada y no puedo dejar que Alejandro se vaya con el primer extraño que se presenta.

 

―Pero yo no soy un extraño ―se defendió―, ¿verdad, chaval?

 

―No ―respondió Alejandro con rotundidad―. Ha estado en mi casa y también es amigo de tía Sofía.

 

―Escuche, hagamos una cosa ―decidió jugársela―. Llame usted a Vanessa y que Alejandro le pida permiso a su madre para venir conmigo a dar un paseo.

 

Matilde achinó los ojos, mirándolo con recelo, y Darío tuvo que reprimir el impulso de cruzar los dedos al saber que ahí era donde residían las debilidades de su plan. Si daba la casualidad de que esa mujer no tenía móvil, tendría que llamarla él mismo, y con seguridad no le cogería el teléfono. Por otro lado, aunque fuera ella quien hiciera la llamada, si no dejaba que el chico hablara con su madre y lo hacía ella directamente, Vanessa la prevendría contra él y fracasaría de forma estrepitosa.

 

Para su fortuna, la vecina sacó un teléfono del bolso, y el batería casi se pone a gritar del alivio al verla marcar y, sin esperar respuesta, pasarle el teléfono a Alejandro.

 

―¿Qué pasa, Matilde? ―contestó Vanessa al otro lado de la línea.

 

―Hola, mamá. Soy yo ―respondió su hijo con notable alegría, aunque sometido a la mirada escrutadora de la mujer.

 

―Hola, mi vida ―repuso ella más calmada―. ¿Qué…?

 

―Quería pedirte permiso para ir a dar una vuelta con Darío ―le soltó de sopetón, y la sonrisa del niño se diluyó ante el largo silencio de su madre―. ¿Mamá?

 

―Alejandro… ―carraspeó―. ¿Estás diciéndome que Darío está ahí, contigo? ―inquirió sin ocultar su incredulidad.

 

―Me estaba esperando a la salida del cole ―le dijo, recuperando con rapidez su entusiasmo―. ¿Puedo ir con él al parque? ―insistió.

 

―Pásamelo, anda ―le pidió, obedeciendo el niño al instante.

 

Cuando Darío vio que Alejandro le alargaba el teléfono, todos sus músculos se tensaron. Había contado con ello, de hecho, era una de las cosas que esperaba conseguir, pero una cosa era imaginárselo y otra muy distinta coger ese móvil sabiendo que Vanessa aguardaba al otro lado de la línea.

 

―Hola, muñeca ―dijo muy suave.

 

―¿Qué es lo que pretendes? ―espetó ella con voz dura y cortante.

 

A Darío le habría encantado contar con un poco más de intimidad, pero se limitó a darse la vuelta y bajar la voz.

 

―Creí que te había quedado claro lo bien que me cae tu hijo ―le recordó sin abandonar el tono suave―. Mi única intención es pasar un rato con él. Es un chico muy inteligente y, además, un fan ―bromeó aun sabiendo que no era lo más conveniente―. Aunque no lo creas, soy de fiar ―añadió, dejando entrever un deje de resentimiento y arrepintiéndose al instante. Vanessa creía tener razones de peso para desconfiar y él no debía reprochárselo, sino convencerla de lo contrario.

 

―Porfa, mamá ―exclamó Alejandro a sus espaldas, haciendo que Darío se girara a mirarlo.

 

―Joder… ―masculló Vanessa por lo bajo.

 

―Voy a activar el altavoz ―anunció Darío, con el único propósito de presionarla un poco.

 

―¡Espera! ―le exigió ella, sabiéndose entre la espada y la pared.

 

―¿Puedo, mamá? ―gritó el chico, acercando el rostro al teléfono.

 

El resoplido de Vanessa no le pasó desapercibido a ninguno de los tres, y la expresión de Alejandro se ensombreció, temiéndose lo peor, compartiendo pensamientos con Darío…

 

―Es que… seguro que tiene deberes… ―razonó su madre―. ¿A que sí?

 

―Bueno… tengo que practicar con la flauta para mañana ―murmuró Alejandro con un tizne de vergüenza en su voz, y el joven lo miró con extrañeza ante su actitud―. Aún no soy capaz de reproducir la escala musical ―reconoció cabizbajo.

 

Darío no pudo evitar una repentina carcajada, y no porque se estuviera burlando del chico. ¿Una flauta dulce…? ¿En serio?

 

―Me parece que soy capaz de lidiar con ese instrumento diabólico ―se ofreció el batería, viendo una grieta en la obstinación de Vanessa y cómo se instalaba una gran sonrisa en el rostro del chico―. No necesitas mi curriculum, ¿verdad, preciosa? ―se dirigió ahora a Vanessa con cierto tono socarrón.

 

La oyó resoplar por segunda vez, y su silencio lo mantuvo en vilo más tiempo de lo que hubiera deseado.

 

―Matilde, dale las llaves, por favor ―accedió por fin, y mientras él dejaba escapar el aire que retenía en los pulmones, Alejandro dio un salto, aplaudiendo con entusiasmo.

 

La vecina, que se había mantenido al margen en toda la conversación, sacó un llavero del bolso y se lo entregó, no sin dedicarle una mirada de advertencia.

 

―Se las llevaré a su casa en cuanto lleguemos ―le dijo él, tratando de congraciarse con ella, aunque parecía un hueso duro de roer.

 

―Gracias, Matilde ―añadió Vanessa―. Luego hablamos. Y tú, pórtate bien.

 

―¿Me dices a mí o a él? ―bromeó Darío, notablemente satisfecho.

 

―A ti ―sentenció ella―. Os dejo que tengo que seguir trabajando.

 

Y colgó.

 

Darío le pasó un brazo por los hombros a Alejandro con gesto protector, detalle que no se le escapó a Matilde, quien ya guardaba el teléfono.

 

―Luego nos vemos ―le aseguró él, asintiendo la mujer.

 

―Hasta luego ―se despidió por fin.

 

―Bueno, ¿vamos a casa entonces? ―le propuso el chico.

 

―¿A qué hora suele llegar tu madre? ―le preguntó el batería en cambio.

 

―Sobre las ocho, ¿por? ―Lo miró con extrañeza.

 

―Porque seguro que le gustará llegar a casa y que le espere la cena hecha ―respondió, guiñándole el ojo al niño, quien sonrió.

 

Así que, en vez de volver directamente a casa, pusieron rumbo al supermercado.

 

Alejandro veía con asombro todo lo que Darío iba metiendo en la cesta de la compra… ¿Tanta cosa para una cena? Pero, a veces, era una causa perdida entender a los mayores, así que no dijo nada.

 

Al llegar a casa, tras guardar las cosas en la cocina, ambos se dirigieron al comedor, pues estarían más cómodos, aunque Alejandro se ausentó un momento para ir en busca de la flauta. Cuando volvió, por la expresión de su rostro, el niño parecía portar en su mano un instrumento de tortura, en lugar de musical.

 

Darío, que ya estaba sentado en una de las sillas, lo instó a sentarse a su lado. Apoyó los codos en la mesa y lo miró con gran interés.

 

―Veamos qué sabes hacer.

 

Sin embargo, el chico no parecía por la labor.

 

―Seguro que lo haces mejor de lo que crees ―lo animó―. Yo era un petardo de pequeño ―añadió, provocando que Alejandro abriera los ojos como platos. Darío, por su parte, no pudo evitar reírse―. ¿Qué pensabas? Nadie nace enseñado, y en esto de la música se necesita mucha práctica y tesón. Tal vez pueda darte un par de consejos para mejorar.

 

Sus palabras le dieron algo de confianza al chico quien, con decisión, cogió la flauta dispuesto a reproducir la dichosa escala. Darío observó la colocación de sus dedos: del índice al anular de la mano izquierda en los orificios superiores, y del índice al meñique de la derecha en los inferiores. Pero, en cuanto empezó a tocar, supo dónde estaba el fallo: en el pulgar que se colocaba en la parte posterior del tubo. Además, se le notaba tenso, y las uñas de los dedos llegaban a blanquearse de tanta presión como ejercía.

 

―Espera ―le pidió con un gesto que dejara de tocar, tras lo que empezó a masajearle los hombros con brío y cara de guasa―. Relájate o vamos a tener que llamar a Diana para que venga a arreglarte la espalda porque se te van a agarrotar todos los músculos.

 

En efecto, su tono bromista le hizo sonreír, incluso tranquilizarse un poco, tal y como el batería pretendía.

 

―Primero de todo ―comenzó a decirle―, los orificios deben estar tapados, de acuerdo, pero no hace falta reventarlos ―añadió con actitud distendida y un tanto exagerada―. Además, les prestas tanta atención a los delanteros que te olvidas del posterior, que es tanto o más importante que los demás.

 

Como en un acto reflejo, Alejandro le dio la vuelta a la flauta, comprobando el modo en que su dedo pulgar cubría el agujero.

 

―Y, por último ―prosiguió Darío―, debes soltar el aire de forma más suave. Cuando oigas la flauta que desafina, imagínate que se está quejando porque le duele que soples tan fuerte.

 

Aquella comparación tan infantil podría parecer ridícula. Sin embargo, Alejandro empezó a revisar el instrumento un tanto preocupado, como si quisiera comprobar que su flauta estaba bien. En realidad, la intención de Darío era que la viese con otros ojos, y lo había conseguido.

 

―¿Estás preparado? ―le preguntó, y el chico asintió.

 

Volvió a tomar el instrumento, corrigió la postura, y comenzó a tocar… Reprodujo la escala musical a la perfección.

 

―¡Toma ya! ―exclamó Darío alzando la palma de la mano para que Alejandro la golpease con la suya.

 

―¡Me ha salido! ―gritó, sin poder creérselo.

 

―Pero ¿ha sido potra o serías capaz de volver a hacerlo? ―demandó con tono travieso. De pronto, sacó su teléfono móvil, buscando a Vanessa en su WhatsApp―. Esta es la prueba de fuego. ―Le guiñó el ojo para darle confianza a pesar de la seriedad de sus palabras―. Grabaré el audio y se lo mandaré a tu madre, ¿vale? Seguro que te sale mejor que ahora.

 

Alejandro asintió y le hizo un gesto, dándole a entender que estaba preparado. La verdad es que sí que dio resultado aquel toque de presión, haciendo que la flauta sonara de maravilla.

 

Con un «a ver qué te parece esto, mami», Darío adjuntó el audio al mensaje que le envió a Vanessa, y la joven, a pesar de haberse arrepentido en un primero momento de revisar el WhatsApp que le enviaba el batería, se sentía tan orgullosa que contestó con una carita sonriente que tenía dos corazones a modo de ojos.

 

No entendía nada. No lograba comprender por qué Darío hacía todo aquello. Claramente estaba utilizando a su hijo con la intención de acercarse a ella, pero… ¿para qué? Tenía que reconocer que, si buscaba un simple polvo, se estaba tomando demasiadas molestias, y sin embargo, se negaba a creer que tuviera otro tipo de interés.

 

La jornada acabó un poco más tarde que de costumbre… justo cuando necesitaba llegar antes a casa. Decir que estaba nerviosa era quedarse corto; estaba atacada, y lo cierto era que no sabía cómo actuar frente a Darío. Tras haberse negado a hablar con él durante semanas, lo más lógico era largarlo, que se fuera por donde había venido, pero quería saber qué estaba tramando, solo eso… ¿verdad? Porque ella no tenía ningún interés en él… Ni de coña…

 

Nada más entrar por la puerta, el aroma de lo que debía ser la cena invadió sus fosas nasales, haciéndosele la boca agua… ¿Darío estaba cocinando? Y antes de poder dar un paso o anunciar su llegada, vio que aquel metro noventa enfundado en cuero y negro se asomaba por la puerta de la cocina, llevando uno de sus delantales.

 

Joder…

 

Casi se cae de culo, literalmente, y no porque aquel macho fornido estuviese ridículo con aquel delantal verde que apenas le cubría los muslos sino porque, aun así, estaba de un guapo que quitaba el aliento.

 

―Hola, preciosa. Espero que tengas hambre ―le dijo él con una sonrisa que hizo que le temblaran las piernas, tras lo que entró de nuevo en la cocina, y Vanessa tuvo que volver a repetirse que no quería tener nada que ver con aquel hombre que llevaba grabada la palabra «complicaciones» en la frente, porque, en ese mismo instante, su apetito no era precisamente de comida.

 

Sacudió la cabeza queriendo apartar aquellos pensamientos de su mente y atravesó el pasillo para ir a su encuentro, aunque no se adentró más que un par de pasos en la cocina. Sin darle el más mínimo crédito, creía que se la encontraría patas arriba, con la bancada llena de cacharros, y en cambio, en esos momentos, Darío estaba fregando los platos que había utilizado para cocinar.

 

―¿Te he impresionado? ―preguntó él de pronto, sin girarse a mirarla y sin ningún tipo de pretensión en su voz―. Reconozco que esperaba a la Vanessa guerrera, y me extraña que no hayas abierto aún la boca.

 

¿Es que acaso podía? Viéndolo así, de frente al fregadero, tenía un primer plano de su trasero que llenaba a la perfección esos pantalones de piel, y aquella espalda… El movimiento de sus brazos hacía que se le marcasen todos los músculos debajo de la camiseta… Por Dios… Si no abría la boca era porque estaba concentrada en mantener las manos quietas, pues la tentación de alargarlas hacia su cintura hasta rodearla y llegar a sus marcados abdominales era difícil de controlar.

 

―¿Dónde… dónde está Alejandro? ―fue lo único que pudo decir, y esa pregunta sí provocó que Darío voltease ligeramente el rostro, mirándola con incredulidad, al no ser lo que esperaba oír.

 

―Está en su cuarto ―respondió, volviendo su atención al plato que estaba enjuagando.

 

Como alma que lleva el diablo, la joven salió de allí y se encaminó hacia la habitación de su hijo. Al asomarse, la mandíbula casi le llega al suelo. No solo se había bañado ya sino que estaba recogiendo sus juguetes.

 

―Alejandro…

 

―¡Hola, mamá! ―exclamó el pequeño, levantándose con premura de la alfombra para ir a darle un beso―. ¿Cómo te ha ido? Yo me lo he pasado genial con Darío ―decía sonriente y de forma atropellada―. Espero que vuelva pronto a jugar conmigo.

 

―¡La cena está lista! Alejandro, a lavarse las manos ―se oyó al batería gritar desde la cocina, y a Vanessa casi le da un ataque cuando su hijo salió escopeteado hacia el baño.

 

No es que el niño fuera un desobediente, pero que hiciera lo que se le mandaba tan alegremente…

 

―Tú podrías aprovechar para ponerte más cómoda mientras preparo la mesa ―escuchó de repente a Darío cerca de ella y, cuando se giró a mirarlo, se percató de que estaba a un mísero paso de distancia.

 

¿Por qué tenía que oler tan bien? ¿Y por qué en su sonrisa no había ni una pizca de fanfarronería que le facilitara las cosas y así poder mandarlo a freír espárragos?

 

―¿Me… me da tiempo a darme una ducha rápida? ―preguntó, sabiendo que tendría cara de boba.

 

―Claro que sí ―respondió guiñándole un ojo―. Alejandro, ¿me ayudas? ―alzó la voz para que lo oyera.

 

―¡Sí! ―le contestó, saliendo del baño y dirigiéndose a la cocina a la velocidad de la luz.

 

―No tardes ―le murmuró entonces Darío, con suavidad, y Vanessa escapó hacia el baño, preguntándose si bajo el chorro del agua se diluiría aquello que parecía un sueño perfecto.

 

La cena, desde luego, lo fue. Tampoco es que hubiera hecho un menú propio de un restaurante con estrellas Michelin; una buena ensalada y una tortilla española que, eso sí, estaba para chuparse los dedos: gordita, jugosa y muy sabrosa. Además, Darío había comprado un refresco sin cafeína para Alejandro y una botella de vino para ellos.

 

«¿Será que quiere emborracharme?», pensó la joven de modo absurdo, pero es que aquella puesta en escena propia de un galán de cine en blanco y negro era más ilógica aún.

 

Tenía que reconocer que, al llegar al postre, una deliciosa macedonia de frutas, estaba más relajada, y ayudó el hecho de ver a Alejandro tan contento. No hacía más que hablar del colegio y de lo bien que se lo había pasado esa tarde con Darío, quien no podía ocultar su satisfacción. Sin embargo, no había ni un ápice de vanidad o arrogancia, y toda la velada estuvo ausente de comentarios con segundas intenciones o indirectas hacia ella que pudieran ayudarle a esclarecer aquel misterio. Casi parecía verdad que la única intención de ese hombre era pasar un rato con ellos, nada más.

 

―Chaval, ¿no va siendo hora de que vayas a dormir? ―dijo Darío de pronto, y Vanessa no pudo impedir que por su mente deambulase la idea de qué sucedería al quedarse los dos solos…

 

―Es que… me lo he pasado muy bien hoy contigo ―reconoció el niño, haciendo que el batería sonriera.

 

―Vendré en otra ocasión ―le prometió, obviando la mirada inquisidora de Vanessa.

 

―Ve a lavarte los dientes mientras yo recojo esto ―le pidió a su hijo, quien se levantó, dispuesto a obedecer.

 

Aunque, antes de irse, fue hacia Darío y lo abrazó.

 

―Hasta pronto, campeón ―le dijo, afianzando así su promesa, por lo que el niño salió hacia el baño.

 

Darío, por su parte, se puso en pie al mismo tiempo que la joven, dispuesto a ayudarla.

 

―Muchas gracias ―murmuró ella.

 

―No voy a quedarme ahí sentado mientras tú te encargas de todo esto ―respondió un tanto extrañado, casi molesto.

 

―No me refiero a eso ―puntualizó ella, entendiéndola él al instante.

 

―Ha sido todo un placer ―añadió sonriendo, al tiempo que dejaba algunos platos sobre la bancada.

 

Vanessa estuvo a punto de preguntarle si realmente volvería para ver a Alejandro, pero en ese momento su hijo la llamó, dándole a entender que había terminado.

 

―Yo me ocupo de los platos ―le propuso el joven, para que así pudiera atenderlo.

 

Ella accedió y salió de la cocina hacia la habitación de su hijo, donde ya la esperaba. Decir que estaba entusiasmado era un eufemismo, y vaticinaba que le costaría mucho conciliar el sueño pero, aun estando tan animado, se metió en la cama sin rechistar.

 

―Gracias, mamá ―le dijo de pronto, mientras ella se sentaba cerca de él.

 

―¿Por qué, cariño? ―preguntó, sorprendida.

 

―Por haberme dejado pasar la tarde con Darío ―le respondió― Sé que no te cae bien.

 

―¿Y tú por qué dices eso? ―inquirió con asombro.

 

―Porque sé que te ha estado llamando y no le has querido coger el teléfono ―le confesó―. Te escuché hablar con tía Sofía y tía Diana el otro día ―añadió, vislumbrándose una sombra de culpabilidad en sus ojos.

 

Vanessa tomó aire, a la vez que ponía en marcha su cabeza para darle una explicación que comprendiera sin llegar a mentirle.

 

―Ya sé… ―Alejandro interrumpió sus pensamientos―. Son cosas de mayores ―agregó con tristeza―. Pero a mí me cae muy bien.

 

En la mente de la joven comenzaron a activarse todas las alarmas habidas y por haber. Su hijo había crecido sin un padre, conforme pasaban los años acusaba cada vez más la ausencia de una figura masculina, y no quería que las tretas de Darío para acercarse a ella lo confundieran.

 

―Cariño, no olvides que Darío es un hombre muy ocupado ―le recordó, acariciándole con dulzura el cabello―. Tal vez no le sea tan fácil venir a verte. Ya veremos qué pasa, ¿vale?

 

El niño hizo un mohín aunque asintió, aceptando que su madre tenía razón. Alzó el rostro para darle un beso y se arrebujó en las sábanas, mientras Vanessa lo tapaba bien.

 

―Buenas noches, tesoro ―le murmuró, dándole otro beso en la frente.

 

―Buenas noches, mamá.

 

Vanessa apagó la luz y cerró la puerta, apoyándose unos segundos en la pared del pasillo. Que Darío hubiese irrumpido en su vida para trastocar su mundo por un simple rollo pasajero era lo que menos necesitaba, ni ella ni su hijo.

 

Volvió al comedor dispuesta a hablar con él, pero, cuando iba a entrar, se detuvo en seco. Darío estaba sentado en el sofá, con el mando en la mano, haciendo zapping, y no quiso renunciar al placer de observarlo unos instantes… Joder, parecía el típico marido preparado para ver la película de la noche. Sólo faltaba ella, llegando con una bandeja de café y acomodándose a su lado, abrazada a él a ser posible.

 

Negó con la cabeza y se obligó a despejar su mente de ideas absurdas. El hombre que estaba en su comedor no se parecía en nada al que besó en aquel camerino, y no era capaz de dilucidar cuál de los dos era el verdadero Darío. ¿Ciertamente era así, o todo aquello había sido una pantomima para camelársela?

 

En cualquier caso, si hubiera querido plantearle su desconfianza, no habría tenido ocasión, pues, en cuanto él se percató de su presencia, se puso en pie.

 

―Yo debería marcharme ya. Mañana tenéis que madrugar ―anunció, y ella sintió que se le anudaba el estómago de forma dolorosa.

 

Se apoyó en la pared, cerca del marco de la puerta con las manos en la espalda, y a mitad camino entre la decepción y la irritación. ¿Eso era todo? ¿Después de la que había liado se iba a ir así, sin más?

 

Lo vio coger su cazadora, que había colgado en el respaldo de una silla, y se la puso con lentitud mientras la miraba. Vanessa, por su parte, no se contuvo y lo estudió, no solo sus movimientos armoniosos, sino todo su lenguaje corporal… porque no era capaz de comprenderlo.

 

De pronto, con desquiciante lentitud, Darío comenzó a caminar hacia la puerta, se plantó frente a ella y clavó sus ojos oscuros en los suyos. No habló, pero ahora, por fin, apreció en su mirada, en su expresión, cierta zozobra, como si estuviera siendo vapuleado por una violenta lucha interna justo en ese momento. Y ella aguantó la respiración, esperando que él…

 

Lo vio alzar una de sus manos, despacio, y pasó con suavidad la yema de los dedos por los labios femeninos, atrapando un repentino suspiro que Vanessa no pudo reprimir. Iba a besarla, habría podido jurarlo… cuando, de súbito, él se retiró, saliendo hacia el pasillo.

 

La joven no fue capaz de moverse, sumida en la confusión y en aquella nebulosa amarga que le producía el reconocer que había deseado ese beso más que nada en el mundo. Tanta era la desilusión que hasta le dolían los labios por no haber podido sentir los de aquel hombre que la trastornaba como no lo había hecho ningún otro…

 

Y para hundirla aún más en aquella espiral que la llevaría a la locura, Darío no se había alejado ni un par de metros cuando se giró y volvió sobre sus pasos. Apoyó las manos a ambos lados de su cabeza y se inclinó, acercando su rostro al suyo, tanto que podía notar su aliento varonil y embriagador sobre sus labios.

 

―¿Crees que no quiero besarte? ―preguntó con aquella voz suya, grave y profunda, que la hizo estremecer―. Me muero de ganas por volver a probar tu boca.

 

―¿Y… por qué no lo haces? ―consiguió murmurar, intentando clavar los pies en el suelo, pues las piernas apenas la sostenían―. Acaba de una vez con esto…

 

Trató de hacerse la dura, pero sentía que todo su cuerpo se aflojaba a merced de aquel deseo que se revolvía en su interior y que ahora se rebelaba después de tratar de ahogarlo durante toda la noche.

 

Lo oyó suspirar mientras cerraba los ojos un segundo, mortificado, incluso se mojó los labios con nerviosismo, con la mirada ahora fija en los de la joven, sonrosados y apetecibles, y que temblaban de anticipación.

 

―Muñeca… ―susurró, apretando la mandíbula―. Si te beso, seré incapaz de detenerme, no pararé hasta hacerte mía ―admitió, mientras Vanessa sentía que se derretía por dentro―. Y aunque ardo en deseos de perderme en tu cuerpo, necesito que entiendas que no quiero ser uno más para ti.

 

Darío alzó el rostro, alejándose ligeramente, como si quisiera escapar del peligro de su cercanía. Y Vanessa podía escuchar cómo su cuerpo gritaba para que ese hombre no se alejara, ansiando que la estrechara entre sus brazos y mitigara aquel fuego que la consumía y que él alimentaba con cada una de sus palabras…

 

―Si te hago el amor esta noche, tal vez pienses que es lo único que quiero de ti, y temo que mañana no vuelvas a cogerme el teléfono ―añadió, confundiéndola aún más… ¿Qué narices quería de ella?―. Para mí, no será suficiente una sola noche ―declaró, haciéndose eco de sus pensamientos.

 

―¿Y si yo no quiero ni una noche ni ninguna? ―le replicó, casi por rebeldía, y por la impotencia de no poder evitar que su cuerpo temblara de pies a cabeza sin que ni siquiera la tocase.

 

Entonces, como si hubiera respondido a un impulso, Darío volvió a inclinarse sobre ella, acercándose hasta casi romper su propio límite, pues rozó con extrema suavidad, como si fuera el delicado aleteo de una mariposa, esa boca que lo atraía sin remisión. Vanessa sintió su aliento cálido en su piel, y apretó los puños para no hundir sus manos en su largo pelo y obligarlo a fundir su boca con la suya. Y, aunque no lo hizo, no fue hasta que él se alejó de nuevo, notando su ausencia, que no vino a darse cuenta de que había cerrado los ojos y entreabierto los labios, a la espera de aquel beso que Darío se negaba a darle aunque lo deseara con la misma intensidad que ella. Los ardientes destellos de sus ojos oscuros así se lo decían.

 

―Eso está por verse ―murmuró él con gesto atormentado, mordiéndose el labio inferior, como si estuviera reprimiendo un último acceso de inconsciencia que le impulsaba a romper la regla que él mismo había impuesto.

 

Clavó sus ojos en ella, de modo penetrante, como si enviara una cadena invisible que la amarrase para así no perderla. Después, sin decir o hacer nada más, se marchó. Vanessa permaneció allí estática, durante varios minutos, sin poder reaccionar. Y entonces comprendió que daba igual lo que ella se propusiera; ese hombre perturbaba sus sentidos, y su cuerpo reaccionaba aunque su mente se esforzara en dominarlo. Sólo esperaba ser lo suficientemente fuerte para que no se viera arrastrado también su corazón.

 
…y navegar en tu mar
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