20

Subirse a una silla y hablar del infierno, de su alma, a los hombres; salvarles del fuego eterno. Esa era su vocación, y Dios le instruía por boca de este desconocido. Joseph sintió que se le saltaban las lágrimas sólo con pensar que el cielo le había elegido. Estaba salvado. Algo se lo repetía sin cesar desde hacía una hora, y su corazón reventaba de amor, de un amor grande y difuso que iba desde Cristo a todas las criaturas. Así, pues, había sido necesario venir a este lugar y trabajar como mozo de comedor para encontrar al incrédulo que le indicase su camino. Pero antes de ello estuvo el consejo de David comprometiéndole a prestar sus servicios en la cafetería. E incluso, antes, el incidente del traje nuevo, sin el cual no hubiese surgido la idea del trabajo. Todo esto parecía muy lejano, pero todo se encadenaba rigurosamente… Dios dirigía todo. No había más que ponerse en sus manos.

Tuvo ganas de correr y de gritar, pero temió que se burlaran de él. Echó a andar de prisa por la larga avenida, barrida por un viento glacial, con las manos hundidas en los bolsillos de su abrigo. No importaba que el cielo estuviera gris y los árboles desnudos, ni que el frío reinara en la tierra hasta en el corazón de los hombres; se sentía lleno de una alegría que nadie le arrebataría jamás. Le asaltaron algunas tentaciones, pero lejanas y como si se tratasen de tentaciones de otra persona. Era tan fuerte esta exaltación espiritual que pasó ante la casa de Mrs. Ferguson sin verla y tuvo que retroceder cuando ya alcanzaba las primeras casas de la ciudad. Sin ni siquiera llamar a la puerta, entró en la habitación de David, que estaba sentado ante su mesa, y le lanzó una mirada inquisitiva.

—Tengo que hablarte —dijo Joseph con la mirada fija en la pared—. Sí. Ha ocurrido algo.

—¿En la cafetería? —dijo David con una ligera inquietud—. No andes así de un lado para otro. Quítate el abrigo y siéntate.

Pero Joseph parecía no escuchar. Al cabo de un rato, se quedó inmóvil y dijo por fin:

—Estoy elegido, David. Como tú. Elegido por Cristo. Lo presiento. Estoy seguro.

—Pero yo ya lo sé hace mucho tiempo —dijo David levantándose de la silla—; hemos hablado de ello. No hay nada nuevo.

Joseph estaba de pie en medio de la habitación.

—Yo no lo sabía cómo lo sé hoy. Hace un rato, en medio de esos chicos que blasfemaban, el nombre de Cristo ha resonado en mí como un trueno. He…

No terminó la frase. David se acercó a él.

—No tienes necesidad de hablar para que yo te comprenda —dijo en voz baja—; siempre he estado seguro de que Dios te había elegido.

Contemplaron en silencio los árboles del pequeño jardín, tan cerca el uno del otro que sus hombros se tocaban.

—¿Te acuerdas de la noche en que rezamos juntos? —preguntó por fin David—. Me pareció que esa noche Él estaba a nuestro lado.

—A mí también —dijo Joseph—, me pareció…

—¿Crees que nos amaría tanto a los dos si fuésemos unos réprobos?

A esta pregunta Joseph no respondió, pero su mano tomó la de David y la apretó ligeramente. Pasaron varios minutos y ninguno de los dos sintió el deseo de hablar. De repente, David abrió la boca y murmuró:

—Mira: está nevando.

En efecto, unos copos descendían lentamente en el aire gris entre las ramas negras, que apenas se distinguían. Un escalofrío recorrió los hombros de Joseph y estuvo a punto de decir que no le gustaba la nieve, pero esto no le pareció completamente cierto: la nieve era la alegría de la infancia. Sin embargo, esta blancura que se tejía en el crepúsculo le causó un profundo malestar. Tuvo la impresión de que un telón caía ante la noche incipiente como para taparla a sus ojos, y se le oprimió el corazón.

David encendió la lámpara y bajó la persiana. ¡Qué apacible resultaba ahora la vida entre estas cuatro paredes! En el techo, el disco amarillo brillaba suavemente y las filas de libros recogían algo de esta acogedora luz. Los dos chicos se sentaron uno en frente del otro y Joseph contó lo que le había ocurrido en la cafetería, cómo, en medio de las blasfemias, le había parecido oír la Voz entre las voces, y cómo, súbitamente, le dio la impresión de convertirse en otro hombre. Fue como un milagro.

—Es un milagro —observó David—. Los milagros más grandes son de este tipo. La resurrección de Lázaro no resulta más sorprendente que la vuelta repentina de un alma a Dios.

—¡Me gustaría poder hablar como tú! —exclamó Joseph.

Y movido por algo irresistible le confió su deseo de dirigirse a una multitud, de arrebatar seres al demonio. En su ciudad natal había visto a hombres que se levantaban de repente y anunciaban el mensaje de Dios con una persuasión extraordinaria. Una vez, un modesto carpintero que casi nunca aparecía por la iglesia se subió a una caja de jabón y habló como poseído de ese espíritu profético al que se hace referencia en los Corintios; tres mujeres se convirtieron en el acto; todo el mundo gritaba: «¡Aleluya!».

David desconfiaba un tanto de esos predicadores improvisados.

—Hay que estar muy seguro de lo que se hace.

—¡Hay que entregarse al Espíritu cuando el Espíritu se apodera de uno! —exclamó Joseph con los ojos brillantes—. Aquí mismo, en esta ciudad de la llanura que es nuestra universidad, miles de almas están en peligro de caer en el fuego eterno. Dios quiere que se les advierta. Si es necesario, yo les hablaré. Me subiré en una silla y les hablaré del infierno.

—Pero me has dicho muchas veces que tú no sabes hablar.

—Sabré hacerlo si es preciso.

—¿Qué es lo que realmente piensas hacer?

—Reunir a los estudiantes en cualquier lugar, en mi habitación o al aire libre, sí, y sacudirlos, David, sacudirlos de tal forma que el temor de Dios les haga arrastrarse como animales enfermos, ¿comprendes? Tengo eso dentro de mí, el temor de Dios, y se lo meteré hasta los huesos, hasta que sus entrañas se disuelvan, como dice la Escritura, y que no puedan mirar una mujer a los ojos. La mayor parte se condena sin saberlo, porque no tiene religión y se precipita en el infierno como los animales. Igual que se dirigen a las prostitutas de la ciudad como animales…

La tranquila voz de David interrumpió estas palabras.

—Joseph, para subirse a una silla y hacer frente a los burlones hace falta mucho valor.

Algo pasó por el rostro de Joseph, que pareció cambiar repentinamente.

—Dios da el valor —dijo—. Dios lo da todo. Tú no figuras entre los que se burlan, nunca te sientas en el banco al que se hace referencia en el salmo primero, pero todavía no crees en mí. Tú amas al Señor en paz; pero yo tengo la rabia de Dios, yo sólo puedo amar con violencia porque soy un hombre de deseo. Por eso mismo estoy mucho más expuesto a perder la gracia y en cierto modo estoy mucho más cerca del infierno que tú. Tú no sabes lo que es el infierno, pero yo sí, porque yo sé lo que es el fuego, el fuego es mi patria. Una vez, de niño, fui arrojado al brasero de la presencia de Dios; conozco la quemadura en el corazón de los apóstoles en Emaús y la quemadura de corazón de Wesley en la noche del 24 de mayo. Pero existe también la hoguera encendida por la ausencia de Dios. Ya que Dios es fuego, David, hasta tal punto que el horror de su ausencia se expresa también con fuego, con fuego negro…

—¿Qué dices? —dijo David—. Hablas como un iluminado.

—Digo lo que es —repuso Joseph, tratando de suavizar su voz algo ronca—. Desde mi infancia no he hecho más que pensar en el cielo y en el infierno, y sé que los elegidos se abrasan de amor como los réprobos se abrasan de cólera y de odio. Cuando leo la Biblia, siento algunas veces que mi pecho se inflama. Esto es lo que más me tranquiliza. Arderemos, David, arderemos en una eternidad de alegría.

Ahora hablaba en voz tan baja que el sonido de sus palabras apenas turbaba el silencio:

—No estamos separados del cielo más que por el espesor de una llama. Desde esta vida… Hay que decir esto. La gente no sabe.

David le miró en silencio.

—Escucha —continuó Joseph después de una vacilación—, hay algo que quiero confesarte. No me vas a interrumpir. No me vas a impedir que hable, quiero que lo sepas, incluso si lo encuentras ridículo.

—¿De qué se trata?

—Este traje que llevo entre semana y que estaba reservado para los domingos…

—Sí.

—Pues que me lo había puesto para gustar a una mujer. Esperaba encontrarla en la biblioteca o incluso en la iglesia, si bien es cierto que no debe frecuentar mucho la iglesia. Tú sabes de qué mujer se trata. Yo la deseaba, David. Ya había pecado con ella al mirarla el día que fui a buscar mi jersey.

—No debes pensar en ello.

—Ya no pienso. Se acabó. Pero quería decírtelo.

Se callaron ambos, igualmente molestos por esta confesión. Pasaron algunos minutos; luego, Joseph se retiró.