10
Los días siguientes transcurrieron inmersos en la monotonía de los estudios. Poco a poco, Joseph se iba acostumbrando a todos los aspectos de su nueva vida. Por la tarde, para escapar de la obscena charla de sus vecinos, iba a trabajar a la biblioteca, que permanecía abierta hasta las once, y, ante el temor de no poder seguir las clases, se aprendía de memoria los temas que le parecían más difíciles, especialmente los de griego. Este método le dispensaba de tener que contar con la benevolencia de David, que, por otra parte, se ofrecía todos los días para ayudarle.
Una mañana, cuando salían de una clase de literatura bíblica, el futuro pastor indicó a Joseph que le quería hablar. Ambos tenían libre hasta el fin de la mañana y, poniendo su mano debajo del brazo de su compañero, David le condujo suavemente aparte, por la carretera que Joseph había tomado una noche con Praileau. Una vez que dejaron atrás las últimas casas, David se aclaró la voz. («De manera pastoral», pensó Joseph). Y Dijo:
—Si quiero hablar contigo es, créeme, por tu bien. Te aprecio mucho —una presión de la mano acentuó esta frase— y quiero serte útil. En la lucha por la vida no podemos desdeñar el consejo de nuestros semejantes…
Siguió con ese tono pedante durante algunos minutos, sin dejar ver a Joseph a dónde quería llegar. Andaban ambos bajo los árboles, a lo largo de los setos coronados de madreselva, mientras el cielo, de un azul profundo, se llenaba con el canto de una única alondra.
—La imagen que damos al mundo no es indiferente —prosiguió, sentencioso, David—. Se nos juzgará por nuestra forma de ser, por nuestras palabras, por nuestro aspecto. ¿Me permites algunas observaciones personales?
Esta pregunta no era más que un artificio retórico, ya que, sin darle tiempo para negar o conceder permiso, continuó:
—Tu actitud es exquisita. Hablas con gran corrección y nunca blasfemas, como tantos otros. En fin, gracias a Dios, no bebes. Además, tienes un rostro… —por primera vez vaciló, tratando de buscar la palabra conveniente, y tosió discretamente tapándose la boca con la mano—… un rostro agradable. Puedes dar gracias al cielo por todo esto; pero hay algo que me ha llamado la atención.
Una pausa de algunos segundos fue preparando el efecto de sus próximas palabras.
—Tu manera de vestir es algo descuidada. Seguramente, no es culpa tuya; pero el traje que llevas no está muy nuevo que se diga; la tela se deshace en el borde de las mangas…
Joseph se puso tan colorado como si le hubiesen abofeteado.
—¡Como muy bien dices, no es culpa mía! —exclamó—. Soy pobre. Mis padres…
—No te enfades —dijo David con repentina volubilidad—. No he querido ofenderte. Quiero ayudarte, compréndelo. Si quieres comprarte un traje nuevo, puedo prestarte la cantidad necesaria y ya me la devolverás cuando puedas. Iremos inmediatamente al sastre. Conozco uno en la ciudad.
—¡No! —dijo Joseph—. No quiero.
Entonces David le cogió las manos y, con los ojos fijos en los brillantes ojos de Joseph, le pidió perdón. Joseph se quedó cortado. Bastaba un impulso afectuoso para desarmarlo, la ternura se hallaba en él junto a la cólera y de repente sintió deseos de estrechar a David en sus brazos; pero se reprimió. Una sonrisa le iluminó el rostro.
—Ya sé que este traje es muy viejo, pero solamente tengo otro, que guardo para las grandes ocasiones. Además, lo he dejado en casa para no sentir la tentación de ponérmelo.
David asintió con la cabeza y continuó lentamente el hilo de su discurso. Era necesario que Joseph aprendiese a defenderse, si no el mundo abusaría de su candor, que en sí mismo era bueno. La sencillez de la paloma fue invocada en este lugar, pero junto a la prudencia de la serpiente. Nada era más legítimo que querer enfrentarse al adversario, que es el mundo, ofreciéndole el espectáculo de un desarreglo indumentario. Es triste decirlo, pero las personas respetables alimentan estas injustas prevenciones.
—¿Tú crees? —dijo Joseph.
David estaba seguro e insensiblemente hizo dar media vuelta a su amigo y escucharon las campanas de la universidad, que sonaban a lo lejos, en la atmósfera tranquila. No se hubiese podido soñar un día más hermoso, más dorado, y de repente Joseph experimentó una especie de impulso hacia la vida y hacia todos los seres, un amor confuso hacia todo lo que existía a su alrededor: los árboles, la tierra roja; también hacia David, cuyo serio perfil se dibujaba con trazo puro en la luz que atravesaba el follaje.
—¡David! —exclamó. ¿No te sientes feliz algunas veces, feliz sin saber por qué? A mí eso me da ganas de reír, una risa como la de los niños, sin razón precisa…
—Como los niños, sí. Sin embargo, hay demasiados problemas en nuestro mundo para reír de esa manera. Tú y yo no tenemos derecho a ser despreocupados.
Durante algunos minutos anduvieron en silencio; pero cuando estuvo a la vista el gimnasio, cuya masa brillaba al sol, Joseph preguntó:
—¿Por qué dijiste tú y yo, hace un momento?
David fijó los ojos en un punto por encima de los árboles.
—Porque Dios nos ha elegido —dijo.
Joseph guardó silencio, pero su corazón latió con fuerza. Le vinieron a los labios algunas palabras, pero las rechazó inmediatamente. De esta manera llegaron hasta la puerta del edificio donde se impartía la clase de griego. Disponían aún de cinco minutos. Pasaron, volviendo la vista, ante el Hermes y el Apolo de escayola, y alcanzaron la biblioteca.
—Olvidé decirte —dijo David a media voz— que donde vivo hay una habitación libre. Más o menos es como la mía. Si la quieres, estarás tranquilo. Solamente hay una persona, mayor que nosotros: la señora Ferguson, así como dos sirvientes, que se van por la tarde. No hay estudiantes.
—No hay estudiantes… —repitió Joseph.
—Sí; en cierto modo, más vale así. He pedido que te la reserven. Contéstame en cuanto puedas.
Y, mostrando su perfecta dentadura con una zalamera sonrisa, agregó:
—Y luego iremos al sastre, ¿verdad?
En ese momento la puerta de la clase se abrió mientras sonaba el timbre, y los alumnos salieron charlando.
—David —dijo Joseph en medio del ruido de todas las voces—, jamás te podré pagar el precio de un traje. Así que más vale no pensar en ello.
—Sí, —replicó David oprimiéndole el brazo—. Te lo explicaré. Ya verás.