19

Al día siguiente, después de la última clase de la mañana, se fue con David a la cafetería. Era un edificio alargado que recordaba a un templo neoclásico y que parecía avergonzarse de su gran chimenea de ladrillo, porque se escondía en una depresión del terreno, detrás del gimnasio. Entraron por una pequeña puerta lateral y los dos muchachos se hallaron en una gran cocina donde varias mujeres con delantales blancos se agitaban muy atareadas. Una de ellas se les acercó y les hizo un gesto gruñón con la cabeza. Gorda y bajita, con la cara reluciente, miró primero con la mano en la cadera los pies de Joseph, subiendo después la vista hacia el rostro del muchacho con aspecto desaprobador. El chico no se movió. David sufrió el mismo examen y empujó con el codo a su compañero para que hablase, pero Joseph seguía en silencio.

—No necesito dos hombres —dijo la mujer.

David explicó que había venido a presentar a su amigo.

—Sí, para presentarme —repitió Joseph con un gesto, y se sonrojó levemente.

—Quedamos en que trabajará aquí a mediodía y no de noche.

Los dos muchachos asintieron con la cabeza.

—Vaya a buscar lo que necesita —ordenó a Joseph mostrándole el fondo de la cocina.

David apretó ligeramente el brazo de Joseph y se fue.

Un cuarto de hora más tarde, Joseph entraba en la gran sala del restaurante. A izquierda y derecha se veían dos largas filas de mesas de mármol y, al fondo del todo, una especie de mostrador sobre el que se hallaban dispuestas unas filas de platos llenos de comida: carne y verdura, de un lado, y postre, del otro. Los alumnos recibían al entrar una bandeja y un cubierto de estaño, luego iban a elegir los platos y se sentaban a una mesa después de haber pagado. El trabajo de Joseph en esta sala se limitaba a recoger los platos a medida que las mesas se iban vaciando, pero no estaba solo para hacerlo. Cinco chicos más se encontraban con él a lo largo de la parecí esperando con las manos tras la espalda, con un delantal blanco hasta los tobillos y el pecho prisionero de una americana de dril con botones metálicos. Con una desenvoltura un poco afectada, sonreían o bromeaban; pero Joseph sufría visiblemente con su nueva situación y miraba delante de él fijamente un punto de la pared de enfrente. Su delantal blanco le apretaba el talle y no le gustaba el corte de la americana blanca, que le dejaba los riñones como al aire; además tenía la impresión de que se reían de él, y le pareció oír entre el ruido de las conversaciones, de los cuchillos y de los tenedores pronunciar su nombre repetidas veces. Quizá le estuviesen incluso llamando. Prefería de todas formas hacer como que no oía. Sin duda, había alumnos que conocía, pero esa idea aumentó su incomodidad. Sentía que las miradas se pegaban a él como si fuesen manos sobre su cuerpo, su cara, sus orejas y, sobre todo, sobre su pelo. ¡Cuántas veces había intentado alisar aquella cabellera cuyas ondulaciones naturales imitaban el movimiento de las llamas, así como su color imitaba el destello! Él, que siempre quería pasar desapercibido, intentaba esconderse como una antorcha encendida en la oscuridad. Y ese delantal sobre las piernas que parecía una falda… A lo mejor era por eso por lo que la gente se reía de él.

Alguien le tocó el hombro.

—¡David! —dijo sobresaltado—. No te esperaba.

—He venido para ver si todo iba bien —dijo sonriendo—. Me quedo sólo un minuto.

—Todo va bien —contestó Joseph.

En su voz y en sus ojos hubo una especie de impulso y añadió:

—¡Sobre todo cuando estás tú! Quiero decir que tu presencia me reconforta. Quizá no debería hacerte esta confidencia aquí. No es el lugar adecuado.

—Qué va. Está muy bien. Sólo que no debes apoyarte en nadie, ni en mí ni en nadie. ¿Por qué pareces tan inquieto?

—Todos me miran. Me molesta.

David se encogió de hombros.

—Nadie se fija en ti. Vigila las mesas. Veo varios chicos que están tomando el postre.

—Dime si Killigrew está aquí.

—No le veo —dijo David mirando la sala de lado a lado—. Sí, allí, en el fondo. Está en la última mesa, cerca del mostrador.

—Me molesta que esté ahí.

—¡Qué raro eres! Si ves que viene hacia ti, sólo tienes que volver la cabeza.

—¿Y Mac Allister?

—Yo qué sé. Además, mira tú mismo. Pero ¿qué te pasa?

—No me acostumbro a tanto ruido —murmuró Joseph.

Sus ojos inquietos se volvieron hacia David, que hacía como que se iba.

—¡Quédate! —dijo.

—No puedo. Nos veremos esta tarde.

Un poco irritado, Joseph lo vio desaparecer y le pareció algo duro a pesar de su sonrisa de pastor que continuamente florecía sobre su boca. Sintió incluso haberle dicho aquellas afectuosas palabras, pero una vez más se dio cuenta que dirigía su corazón de la peor forma posible. Quizá David le despreciase por mostrarse tan tímido y por no atreverse a mirar a su alrededor para ver si Killigrew y Mac Allister estaban ahí. De todas formas estaba contento de no haber preguntado lo que realmente le ardía en la lengua, ya que a quien le importaba no ver (o ver, ya no sabía) era a Moira. Por su culpa y por la confusión en la que le sumía estuvo a punto de preguntarle a David si el pobre Simón estaba en la sala, y el recuerdo de ese extraño muchacho le pareció de mal agüero, pues intentaba no pensar en él como le ocurría con Moira, aunque por distintas razones. El mundo estaba lleno de cosas y de gente en las que no debía pensar.

Dos o tres muchachos se levantaron en ese momento y se adelantó para quitar la mesa. Sin demasiada torpeza amontonó los platos sucios sobre una bandeja; juntó los vasos, los cuchillos y los tenedores, manteniendo los ojos bajos para no cruzarse con ninguna mirada, pero el corazón le latía más fuerte bajo la americana de dril. Con las prisas por acabar cuanto antes casi se le resbaló toda la vajilla de la bandeja, que inclinaba demasiado hacia la derecha, y aunque pudo evitar el accidente, el sudor le perló la frente.

En la cocina le llamaron la atención. Qué se creía, que estaba en un salón. Los platos, allí. Cuchillos, tenedores y cucharas, amontonados en la pila. ¡Y corriendo otra vez al comedor!

—¡Vamos, muévete! —le chilló la mujer que le había recibido antes.

Desapareció. En el comedor casi todo el mundo se iba al mismo tiempo, y los muchachos con delantal recogían los cubiertos, con una brusquedad que Joseph intentó imitar en vano, tirando los utensilios de estaño con gran estrépito contra las bandejas. Toda esa actividad le aturdía, y por más que imitase los gestos de sus compañeros, su aspecto de alucinado era motivo de burla. Uno de ellos le hizo sonrojarse al preguntarle si pensaba en las caricias de su amiguita para ser tan lento, pero lo que más le desconcertaba, más que cualquier otra cosa, era la forma en que aquellos hombres se insultaban por cosas absolutamente banales. El nombre de Cristo se blasfemaba continuamente, y cada vez que lo hacían Joseph recibía una especie de golpe, sin que pudiese acostumbrarse a ello. Se preguntaba cómo podían atreverse… En su casa, en su pequeña ciudad natal, no se juraba así, a menos que se estuviera borracho.

Cuando se dirigía hacia la cocina con una bandeja precariamente equilibrada sintió que alguien le tiraba de los cordones del delantal, desabrochándoselos. Echó un vistazo angustiado por encima del hombro, pero pasaba demasiada gente a su lado para darse cuenta de quién era el culpable. Mientras, una voz autoritaria proclamó:

—¡Dejadle en paz!

Casi al mismo tiempo, una mano enérgica cogió los cordones y los anudó de nuevo, y Joseph vio a Praileau alejarse entre el gentío. Esa voz que acababa de oír era la de su enemigo, cuya orgullosa cabeza parecía dominar todas las demás, y, sin querer, Joseph le siguió con los ojos durante algunos segundos.

En la cocina se dio cuenta de que le temblaban un poco las manos y sintió un repentino cansancio; pero le mandaron una vez más al comedor para acabar de recoger, y el nombre de Cristo fue utilizado de nuevo como insulto entre el ruido de los platos. Se preguntó qué debía hacer. A menudo, casi cada día, había oído ya en la universidad utilizar en vano ese nombre, que era el más santo del mundo, pero nunca como esta mañana había recibido ese golpe en el pecho que le hacía gesticular sin querer. Y, de pronto, sus preocupaciones de hacía un rato le parecieron, si no ridículas, al menos insignificantes y casi irreales. La única realidad era ese nombre que sólo se pronunciaba, incluso blasfemando, con permiso divino. La otra realidad, la realidad de la carne, la realidad del deseo, por muy cruel que fuese en ciertos momentos, parecía ilusoria en ese instante. Había dos reinos: el de Dios y el del mundo, y esos dos reinos se expulsaban el uno al otro en el corazón del hombre; y esos muchachos que blasfemaban restablecían sin saberlo un orden invisible. Permaneció inmóvil, con las dos manos sobre una pila de platos.

—¿Qué, hermano, te decides?…

El chico tenía ojos negros y risueños en una cara de mejillas redondas como las de un niño. Añadió:

—¿Recoges esos platos o nos preparas un número de circo?

Joseph tragó saliva y con la voz ronca por la emoción articuló estas palabras:

—Quisiera saber si tú, que tienes continuamente el nombre de Cristo en la boca…

—¿Qué? —dijo el chico inclinándose por encima de la mesa para alcanzar dos vasos, que agarró con los dedos de una mano.

—… Si lo has encontrado alguna vez.

—¿Si he encontrado a quién, pelirrojo?

—A Jesús.

El chico posó los vasos y se dio la vuelta hacia Joseph.

—¿Es tú primer año aquí?

Joseph enmudeció. Una vez más se preguntaba por qué se formaban en su boca ciertos sonidos y no otros; pero era más fuerte que él: había algo en esos momentos que rompía todas las barreras de la prudencia y del miedo.

—Mira, viejo —añadió el chico de los ojos negros tirando un puñado de tenedores en su bandeja—, ni siquiera estamos seguros de que tu Cristo haya existido nunca.

—Yo estoy seguro.

Bajó los párpados, pero se obligó a levantarlos de nuevo y echó a su interlocutor una mirada de visionario.

—Estoy seguro —repitió con fuerza—. Está aquí, cerca de nosotros, cerca de ti.

Esas palabras las pronunció con tanta seguridad que el chico echó una mirada involuntaria tras él.

—Vamos —dijo un poco harto—, un día de éstos te vas a subir a una silla para hablarnos del infierno. Mientras tanto, recoge los platos.

Joseph obedeció sonrojado. Quizá había hablado de estas cosas fuera de lugar, si se consideraba todo esto de forma humana, pero Dios, que le veía secretamente, no pensaría lo mismo. Henchido el corazón por este pensamiento y agarrando su bandeja, volvió a la cocina donde inmediatamente le indicaron un barreño de agua caliente y una pila de platos para lavar.