7

Al día siguiente empezaron las clases. Joseph llegó el primero, a las ocho menos cuarto de la mañana, a una gran aula cuyas ventanas abiertas daban al campo. Más allá de los bosques que rodeaban la ciudad podía verse una larga hilera de colinas de un color azul desvaído y, echando un vistazo hacia allí, el muchacho pensó que para ir a su casa le bastaría con andar siempre en la misma dirección, pero no se demoró en esas reflexiones. Le gustaba estar ahí, en esa habitación, con sus paredes tapizadas por los libros. Nunca había visto tantos libros. Encima de unas estanterías de madera blanca, unos grabados enmarcados en negro mostraban ruinas de ciudades desaparecidas, un arco de triunfo carcomido por el tiempo y tres columnas en un desierto. Todo entre esas paredes hablaba de trabajo, de estudios serios, y sólo con pasear la vista en derredor daban ganas de aprender.

Se acercó a los libros y leyó un título cualquiera: Titi Livii Ab Urbe Condita, Libri I-X, y retrocedió intimidado, como si le hubiesen preguntado qué quería decir aquello. Desde donde estaba podía oler el perfume de la madreselva que rodeaba una de las ventanas, y ese olor dulce e intenso a la vez le hizo sonreír de placer. Sin embargo, ya no estaba tan tranquilo como el primer día; una sorda inquietud le hacía ir y venir alrededor de una gran mesa que ocupaba un rincón del aula, y se preguntó cuánto faltaría para las ocho. Sobre la mesa había un léxico abierto y más allá un papel olvidado por algún alumno. Volvió hacia las estanterías, buscó con los ojos alguna Biblia, pero no vio más que títulos que no entendía.

En ese momento, una voz muy cercana pronunció estas palabras:

—Quizá pueda ayudarle. Conozco un poco la biblioteca.

Joseph se volvió y vio un muchacho de cabello muy oscuro y cuidadosamente peinado. Fue lo primero que le llamó la atención, y esos ojos azul profundo bajo el arco espeso de las cejas.

—Me llamo David Laird —dijo el desconocido cogiendo la mano de Joseph.

Este dijo su nombre, no sin una ligera vacilación.

—Joseph —dijo David Laird con una sonrisa que mostró sus blanquísimos dientes—, llámeme David.

Un poco más bajo que Joseph, pero más ancho de espaldas, se mantenía ante él como un soldado y su mirada seguía a la del muchacho sin pestañear. Había algo en el fondo de esas pupilas azules, algo audaz e interrogante, que puso a Joseph sobre aviso.

—¿Quiere ser mi amigo? —preguntó de pronto David.

—¡Claro! —contestó Joseph.

Cuando se le hablaba así, todas sus prevenciones desaparecían de golpe; siempre estaba dispuesto a amar.

—¿Qué libro buscaba?

Joseph dudó de nuevo en contestar, sin saber lo que iba a pensar de él; pero luego se avergonzó de su debilidad.

—La santa Biblia —respondió con firmeza.

—Aquí sólo la encontrará en latín o en griego. Todos los libros de esta biblioteca están en una de esas dos lenguas.

Al decir esto David Laird dieron las ocho, y cinco o seis alumnos entraron en el aula. Entre ellos se encontraba Simón Demuth, que corrió hacia Joseph.

—Le estuve esperando en casa de Mrs. Dare —dijo en tono de reproche—. Se marchó usted sin mí.

Casi sin querer, Joseph se encogió de hombros. ¡Simón era tan torpe! En ese mismo instante el profesor pasó ante ellos y abrió una puerta. Todos le siguieron.

—¿Sabe? He encontrado unos libros curiosísimos por aquí —susurró Simón al oído de Joseph—. Un Marcial, con traducción comparativa. Se lo enseñaré. ¡Hay unos pasajes!… Pero Joseph no lo escuchaba. En clase, los alumnos elegían sus sitios y, llevados por razonamientos diversos, se sentaban lo más cerca o lo más lejos posible del profesor. David Laird se sentó en la última fila, completamente solo. El primer impulso de Joseph fue sentarse junto a él; pero pensó que su gesto podría ser indiscreto y se instaló de mala gana en la primera fila. Alguien le pidió, nada más sentarse, que se corriera un poco para hacerle sitio. Era Simón Demuth, que de nuevo se alzó hasta su oído para murmurar:

—He cambiado de clase en el último momento. Hago griego en vez de alemán. Así estaremos juntos.

Y viendo que el profesor estaba ocupado buscando una ficha, añadió:

—Pero tendremos que ponernos más atrás. Es más cómodo para los exámenes. Ya le explicaré.

Sin embargo, nada de lo que decía Simón parecía incumbir a Joseph, que se erguía como para alejarse al máximo de su vecino. En su cabeza bullían demasiadas cosas y esperaba impaciente que el profesor, como un mago, le arrancase de sus propios pensamientos y hasta de su persona. ¿Por qué no le pidió David que se sentara con él? Parecía ahora tan frío, tan absorto, y hacía un momento se mostró tan cordial… Joseph echó un vistazo por encima del hombro. Halló un rostro agradable, serio, muy diferente al de Praileau. En los ojos de David no existía ese orgullo que llameaba en los del otro y, a pesar suyo, Joseph recordó la terrible escena de la noche anterior, aquella voz que pareció cruzarle la cara como un látigo: «Tienes miedo… Me toca a mí verte a mis pies…». Una cólera incontrolable le oprimió el corazón. Sintió que las venas se le hinchaban en el cuello y el latido de su sangre. Desde que se despertó, procuraba no pensar en todo aquello, sobre todo en la frase más ofensiva de Praileau: «Eres un asesino». ¡Un asesino! Se levantó temprano, para rezar y leer la Biblia; había buscado la paz en los salmos y en el Evangelio; pero de pronto le sacudía aquel recuerdo.

Acababan de pronunciar su nombre; estaban pasando lista. Se serenó y contestó:

—¡Presente!

Pero le parecía que las paredes se movían a su alrededor, y las manos se le helaron. El aula entera se tambaleó ante sus ojos, resbalando lentamente de izquierda a derecha como el puente de un barco en el mar embravecido. Hizo un esfuerzo para prestar atención al hombrecillo con gafas que dibujaba en la pizarra las primeras letras del alfabeto griego. La tiza chirrió un par de veces, y esa especie de grito, aunque tenue, le desgarró el oído. Joseph se levantó y empujó con la mano a Simón, que se estremeció.

—¿Puedo salir? —preguntó en voz alta.

Esas palabras, que se le habían escapado, le parecieron extraordinarias. A través de una especie de niebla oscura contempló un rostro blanco que se volvía hacia él, y una voz contestó:

—Naturalmente.

Ahora estaba de pie, cerca de la puerta, y la misma voz le preguntó si quería que le acompañasen; pero negó con la cabeza.

—No, gracias, señor.

Ya solo en la biblioteca, oyó la puerta cerrarse tras él. La mesa grande, con el léxico abierto… Había que rodearla, llegar hasta la otra puerta. Murmuró a media voz: «No puedo». Una sensación de vértigo le obligó a apoyarse en las estanterías mientras avanzaba hacia la puerta. Cuando llegó, se vio en el gran vestíbulo adornado de estatuas y recordó la escalera que bajaba al sótano. No tenía más que torcer a la derecha y seguir el muro.

Uno tras otro, los escalones parecían reblandecerse bajo sus pies. Pegado a la pared, con la frente y las mejillas lívidas y empapadas en sudor, llegó al fin, gimiendo y vacilante, al lugar que en su mente sólo nombraba como «el lugar», ya que la palabra exacta y cruda le molestaba. En la penumbra del sótano distinguió un tragaluz y una hilera de puertas cortadas a media altura. Allí era. Dio algunos pasos y, doblado en dos, con las sienes heladas, abrió la boca para vomitar. Las tripas se le revolvieron. Se tambaleó, estuvo a punto de caer y se sujetó a la puerta. De nuevo le subió a la boca esa oleada inmunda, y su vientre, lacerado por el esfuerzo, se crispó y volvió a relajarse.

Mientras se limpiaba los labios con el pañuelo anduvo hacia el lavabo, que no vio en un primer momento. El agua fría con la que se mojó la cara acabó por espabilarle, pero aún resopló y susurró:

—¡Oh, Dios! ¡Dios!

El espejo clavado en la pared le devolvió una imagen que le costó reconocer. Los ojos, agrandados por las ojeras, tenían aún una expresión de horror. Estaba enfermo de pura rabia. Se pasó los dedos por el pelo y colocó un mechón de manera que escondiese la herida de la noche anterior, e intentó sonreír. Más valía volver arriba y esperar en el vestíbulo a que acabara la clase. En todo caso, no diría nada de lo que había ocurrido, ya que podrían pensar que había bebido. Esa idea le agobió, sin ocurrírsele que no se está borracho a las ocho de la mañana. Temía, sobre todo, la opinión que de él pudiese formarse David. «Estoy buscando la santa Biblia». La frase que había pronunciado hacía un momento le volvió a la mente, y su rostro, escondido entre sus manos, ardió de vergüenza. Pero todo le avergonzaba desde hacía veinticuatro horas y, si es que se podía vomitar de vergüenza, era una vergüenza total lo que le había hecho vomitar.

Subió, pues, la escalera y llegó al vestíbulo. A cada lado de la puerta de entrada había dos estatuas de yeso, que evitó mirar porque estaban desnudas. A través de las ventanas abiertas, su vista se dirigió a la gran extensión de césped, sobre la cual los fresnos y los sicómoros alargaban sus sombras en la luz matinal. A derecha e izquierda, las blancas columnas de las galerías brillaban como plata, y allá en el fondo, la biblioteca, con su frontón orgulloso y sus pilares de mármol, cerraba el horizonte del apacible cuadro.

Joseph se preguntó si debía volver a clase de griego. Quizá le hicieran preguntas sobre el mareo que había tenido y, como no quería mentir, sería difícil responder. Decidió quedarse donde estaba hasta el final de la clase de griego y entrar después a la clase de inglés, que estaba en el mismo edificio. Con un movimiento involuntario giró la cabeza hacia la columnata de la derecha, y sus ojos buscaron el lugar donde la noche anterior había esperado el regreso de Bruce Praileau. Debió de ser bajo aquel árbol del tronco curvado como un arco. Allí había sufrido.

Le pareció que desde hacía dos días nada era como antes. Hasta entonces, nunca entendió muy bien lo que quería decir tener el corazón oprimido. Ahora lo sabía: tenía una losa sobre el pecho que le impedía respirar. Aspiró con todas sus fuerzas y suspiró. Tales pensamientos no podían más que dañarle. Lo más sencillo y lo más cristiano sería olvidar por completo la rabia y no guardar rencor alguno a Praileau. Las palabras se fueron formando en sus labios como por sí solas.

—No te guardo rencor alguno, Bruce —murmuró dulcemente.

En ese momento se escucharon risas tras una puerta; sin duda, eran alumnos alborotados por la broma de algún profesor. El rostro del muchacho enrojeció, recordó la forma en que Praileau le había contestado, riendo él también como para arrojarle a la cara su perdón. Joseph volvió a recordar toda la escena. Empezaba a ser como una especie de obsesión.

Dando de golpe media vuelta, pasó rápidamente ante las estatuas y entró en la pequeña biblioteca grecolatina, donde hojeó el léxico abierto sobre la mesa. ¿Sería posible que alguien conociese el significado de todas esas palabras? Oyó a través de la puerta la monótona voz del profesor y, acercándose de puntillas, escuchó. Le pareció interesante una frase que hablaba del espíritu rudo y del espíritu suave, y prestó atención para entender mejor lo que se decía. Ahora hablaba de vocales largas o breves, de acentos que viajaban por las sílabas a merced de minuciosas leyes. ¿Qué quería decir eso? Los términos de penúltima y antepenúltima aumentaron su confusión. Si no era capaz de entender la primera lección, ¿cómo podría seguir las clases? Desde hacía algunos días, el inconfesado temor de no ser lo bastante inteligente para estudiar dormitaba en su interior. En su pequeña ciudad natal se le consideraba más culto que la media de los muchachos, porque conocía las escrituras e identificaba sin dificultad los pasajes que le citaban. Además, se expresaba casi tan bien como el pastor; pero en la universidad se entraba en un mundo diferente, y a Joseph le parecía que todos los alumnos estaban mejor preparados que él. Al oírlos hablar entre sí, le parecían de inteligencia más despierta y más rápidos en las contestaciones, mientras que él siempre necesitaba tiempo para pensar y se quedaba corto. Más de una vez le había parecido que los demás le juzgaban un poco simplón y que se reían de él.

Fue a asomarse a la ventana y contempló la indecisa línea de colinas esfumándose en una ligera bruma. Unas palabras del salmo le vinieron irresistiblemente a los labios, y las susurró para darse ánimos: «Elevaré la mirada hacia las montañas… El que te guarda, no duerme nunca… No tolerará que tu pie tropiece… Te protegerá hasta el fin de los tiempos». Su mano cortó una flor de madreselva y se sorprendió sonriendo al respirar su perfume. En los momentos difíciles, de pronto le asaltaba una confianza ciega, sin razón aparente. A veces le bastaba con pensar en Dios para ver los más intrincados problemas simplificarse misteriosamente.

Un cuarto de hora más tarde le estremeció una campana, y regresó al vestíbulo. Todas las puertas se abrieron al mismo tiempo y los alumnos salieron envueltos en un gran murmullo. Algunos se dirigían hacia otra clase, y los que no tenían nada que hacer se dispersaron por el césped. Unos cuantos se estiraban bostezando al sol con actitudes que a Joseph le parecieron indecorosas; pero no tuvo ocasión de seguir observando porque una mano le agarró del brazo obligándole a volverse.

—¡Estás aquí! —dijo Simón con voz nasal—. Te he estado buscando. ¿Qué te ha pasado? Joseph eludió como pudo las preguntas.

—He tenido un mareo. Pero ya se me ha pasado.

Simón le apretó el brazo.

—Tenemos una clase de literatura inglesa aquí mismo —dijo, señalando una puerta al fondo del vestíbulo—; pero nos quedan un par de minutos antes de que toque la campana. ¿Has visto las esculturas?

Sus ojos brillaron súbitamente y abrió la boca como para tomar aliento y dar paso a las exclamaciones que seguirían.

—No me gustan —dijo Joseph con firmeza.

—¿Qué? ¡No las has mirado bien! —exclamó Simón—. El de la derecha es el Apolo de Fidias, y el de la izquierda, el Hermes de Praxíteles. Mira sus rizos y su cuello, sobre todo el perfil de su cuello. Tiene un cuello como el tuyo, un poco… Y los hombros…

Joseph se alejó sin decir palabra. Simón corrió tras él.

—¿Y ahora qué he dicho? —dijo con voz suplicante—. ¿Pero es que no lo entiendes? Son los dioses griegos. Hermes lleva a Dionisios niño en brazos.

—Odio los ídolos —dijo Joseph mientras se dirigía a clase de inglés.

—Pero para nosotros no son ídolos —explicó Simón con una especie de grito.

Se dio cuenta de que le miraban y bajó la voz:

—Son simplemente seres humanos bellísimos —agregó.

Joseph le fulminó con la mirada.

—¿Bellos? —susurró—. ¡Están desnudos!

La campana de las nueve interrumpió la respuesta de Simón, que tuvo que conformarse con un amplio gesto.