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A Joseph le despertó aquella noche un estudiante borracho que cantaba bajo su ventana. Al mismo tiempo oyó hablar a alguien en la habitación de al lado. Se tapó con la sábana hasta las orejas e intentó recuperar el sueño; pero por más que hiciera por aislarse del ruido, seguía percibiendo aquella conversación mezclada con los lamentos llorones que subían de la calle. Siempre pasaba lo mismo los sábados por la noche. La semana terminaba con una borrachera que duraba hasta las primeras luces del alba; y por la forma en la que hablaban sus vecinos, Joseph supuso que habían vaciado ya varias botellas. Sin embargo, Killigrew, a quien reconoció por su voz nasal, se expresaba con bastante claridad aún.
—No hay forma de saberlo —repetía.
Una palabrota estremeció a Joseph en su cama.
—¡Yo lo sé! —exclamó Mac Allister—. Te digo que Benton lo es todavía, y Stuart también, naturalmente, y Dennis…
—¿En qué lo notas? —preguntó Killigrew.
—En su forma de estar, de andar, de sentarse, de hablar, de reír, de sonreír, de comer, de abrir una puerta, de silbar…
El final de la frase fue coreado por gruesas carcajadas. A su pesar, Joseph escuchó. Hubo un breve silencio, y luego se desprendió esta frase, pronunciada en un tono perentorio y despreciativo a la vez:
—Un hombre virgen es ridículo.
—Un hombre virgen es un hombre que tiene miedo de las mujeres —voceó Mac Allister—, y un hombre que tiene miedo de las mujeres no sirve para nada.
Instintivamente, Joseph se llevó las manos a los oídos, pero se avergonzó de su cobardía y saltó de la cama. Entonces le dieron ganas de pegar un buen golpe a la puerta para hacer callar a esos charlatanes; pero le retuvo el pensamiento de que iba a comulgar dentro de unas horas, ya que temía encolerizarse, y se quedó de pie en la oscuridad, vestido solamente con un camisón que le llegaba casi hasta las rodillas. «Si me vieran…», pensó. E imaginó las risas que provocaría su aspecto; pero al mismo tiempo el corazón empezó a latirle como ante un peligro.
—Puedes estar seguro de que antes de final de año todos los hombres de la universidad habrán ido allí —dijo una voz pastosa por el alcohol.
—Apuesto a que no —exclamó Mac Allister.
—Con excepción de algunos futuros pastores —dijo otra voz.
—¡Imbécil! ¡Esos son los más libertinos!
—¿Cómo que imbécil?
Joseph escuchó el ruido de una silla que se volcaba y luego la voz de Killigrew se alzó, alta y cortante:
—¡Venga, no vais a pelearos! Habláis de cosas que no conocéis. Algunos huyen de las prostitutas por miedo a las enfermedades, otros porque…
—En todo caso —le interrumpió alguien—, hay un hombre que jamás veremos allí. Sabéis a quien me refiero.
—Si no habláis más bajo, le vais a despertar —dijo Killigrew.
Joseph sintió de pronto que el rostro le ardía: se trataba de él. Apretó los puños y, a pesar suyo, se acercó a la puerta. Un breve silencio siguió a la observación de Killigrew, y luego un estudiante murmuró:
—¡Oh, ése!
Sin duda, esa palabra fue acompañada por un gesto, porque empezaron a reírse y alguien susurró en tono burlón:
—Los ángeles no tienen deseos.
—¡Los ángeles! —dijo Killigrew con su voz más desdeñosa—. Está hecho de carne y hueso, como todos nosotros; pero está atrasado. Eso es todo.
—O reprimido —propuso un chico que no había dicho nada aún.
—No —replicó Killigrew—. La represión llegará algún día; pero, por el momento, su sexualidad… duerme.
Risas atrevidas acogieron la frase. Joseph, retrocediendo un paso, hizo de nuevo el gesto de taparse los oídos y se avergonzó, porque taparse los oídos era huir. Quizá fuese provechoso escuchar lo que decían sus compañeros, pero también temía que fuese pecado; algunas de las palabras que atravesaban la puerta le parecían sin sentido, pero no dejaban de tener un sonido extraño. Se le reprochaba estar atrasado. ¿Era una alusión a sus estudios? ¿Pero qué quería decir represión? ¿Y esa frase, misteriosamente inconveniente, sobre su sexualidad dormida?
Súbitamente, se dejó caer de rodillas cerca de la cama y, con los dedos hundidos en el cabello, hizo un esfuerzo para recogerse: «¡Señor, hazlos callar!», pensó. Pero, a pesar suyo, escuchaba.
—Con una cara como la suya, tendría todas las mujeres que quisiera —dijo alguien a media voz.
—Praileau está mejor hecho —lanzó Mac Allister.
Joseph se estremeció.
—Simplemente, Praileau viste mejor —dijo Killigrew.
¿Por qué hablaban de Praileau? ¿Sabían lo que había pasado entre ellos?
—Muchas mujeres no pueden soportar a los pelirrojos —opinó Mac Allister.
—Me gustaría ver a la mujer que no soportase a éste —dijo alguien—. Hombre, la cogería por la cintura…
Joseph se levantó con una especie de salto, anduvo hasta el centro de la habitación y, agarrando la silla sobre la que había doblado su ropa, la tiró al vuelo sobre la puerta. En la penumbra tuvo tiempo de ver su pantalón y su chaqueta agitarse como cosas vivas, y de pronto un ruido sordo pareció llenar la casa entera.
Hubo un profundo silencio y luego, en un tono de afectada solicitud, Killigrew preguntó desde la habitación de al lado:
—¿Te hemos despertado, Jo?
Antes de que pudiera responder a esta pregunta, el muchacho oyó a Mrs. Dare llamándole desde abajo de la escalera. Abrió la puerta, pero no se atrevió a arriesgarse a salir, a causa de sus piernas desnudas.
—Sí, señora —dijo suavemente.
—¿Qué pasa?
—Nada —dijo Joseph.
Mrs. Dare añadió con un ligero temblor de voz:
—Seguro que se están peleando otra vez.
—Claro que no.
Transcurrieron unos segundos.
Joseph murmuró algunas palabras de excusa, volvió a cerrar su puerta con extremo cuidado y luego, tirándose en la cama, se echó la sábana por encima del cuerpo y cerró los ojos. En la habitación de al lado volvieron a susurrar, pero ya no escuchó más y muy pronto se durmió.