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No había clase por las tardes y, en las horas libres, muchos alumnos abandonaban sus habitaciones para ir a divertirse a la ciudad. Joseph eligió en la biblioteca el rincón que le pareció más tranquilo y se instaló allí con sus libros. El gran edificio, de estilo neoclásico, imitaba el Panteón de Roma, pero estrechándose en la circunferencia interior por una serie de cavidades que desembocaban en grandes ventanales, sin más mobiliario que una mesa y dos sofás. Tres pisos de galerías permitían el acceso a los libros, que se adivinaban más por el olfato que por la vista, porque estaban disimulados en la penumbra. Pero bajo la gran bóveda, pintada de azul oscuro y constelada en oro, flotaba un olor insulso de pergamino y papel viejo.

Desde su sitio, Joseph veía el camino pavimentado de ladrillos rosas que conducía a la entrada principal de la universidad, y más cerca, una magnolia cuyas hojas negras destacaban contra el cielo azul brillante. Tras lanzar una rápida ojeada al paisaje, el muchacho abrió el volumen de Romeo y Julieta, que acababa de coger. Esa obra, y otras dos del mismo autor, debían leerse antes del fin de semana. Joseph suspiró. Se trataba de una historia de amor, y las historias de amor le aburrían; pero alisó con la mano enérgica las hojas del libro y comenzó a leer.

Desde los primeros versos del prólogo, su atención empezó a declinar. ¿Qué podía importarle esa pelea entre dos familias italianas? ¿Y aquella pasión de un hombre por una mujer; no, por una niña de catorce años? Lo que a él le interesaba era la salvación de las almas. ¿Y dónde podían estar las almas de esa gente, si nunca habían existido? Seguramente estarían ardiendo. En ese mismo instante en que él leía su historia en la silenciosa biblioteca, los dos amantes rugirían como animales bajo la eterna llama justiciera por no haber pensado más que en la satisfacción de sus deseos. Sin embargo, había que leer todos esos versos y aún muchos más. De esa forma se instruiría, puesto que ésa era la forma de hacerlo. Su caprichosa memoria le hizo de pronto pensar en Simón y sus absurdos comentarios acerca de los ídolos griegos. Sin duda, lo había tratado con demasiada rudeza, y ahora lo lamentaba. Pero tenía que defenderse, defender su tiempo y su trabajo; por eso le había pedido que le dejara en paz hasta el día siguiente; el jovencito se había marchado enfurruñado a su cuarto. Pero no estaba allí para pensar en Simón, sino para leer Romeo y Julieta. Agarrándose la cabeza con los puños, releyó media página que no había entendido muy bien, y después se sumergió en el mundo del poeta con todas sus fuerzas.

Transcurrió media hora sin que hiciera otro gesto que el de pasar las hojas. Un rayo de sol atravesó las hojas de la magnolia y se extendió sobre la mesa junto a él, como una espada. Algunos alumnos iban y venían silenciosamente bajo la cúpula con libros bajo el brazo. Otros dormían desplomados sobre la mesa en el calor de la tarde; casi todos se habían quitado las chaquetas y remangado sus camisas. El día declinaba lentamente.

Hacia las cuatro alguien pasó delante de la cavidad donde leía Joseph y pareció que iba a pararse; vaciló, siguió su camino, para retroceder más tarde y mantenerse ligeramente detrás del estudiante inmóvil, observándole atentamente. Era Praileau. Se quedó quieto durante unos minutos, dispuesto a desaparecer al mínimo movimiento de Joseph. Algo ardiente y oscuro confería a su rostro la expresión de un hombre más mayor, pareciéndose de pronto y sin explicación alguna a sus antepasados. Esos pómulos rojizos y esos grandes ojos relucientes bajo el renegrido arco de las cejas recordaban algún retrato de otra época. La nariz corta, de aletas anchas; los labios, rojos y orgullosos, remataban su aspecto confiriéndole un matiz aguerrido que forzosamente llamaba la atención. Llevaba un traje marrón de cuidado corte y una corbata anudada con intencionada negligencia. Cada gesto resaltaba la elegancia natural de un cuerpo robusto y ligero a la vez. Tras mirar a su alrededor para asegurarse de que nadie le veía, avanzó un poco la cabeza y leyó por encima del hombro de Joseph el título del libro que tan profundamente absorto le tenía. Una sonrisa casi imperceptible subió hasta sus labios contagiándose a sus ojos; pero casi inmediatamente recuperó su seriedad y dedicó al lector una mirada que delataba una extraordinaria curiosidad, así como una especie de furor contenido. Viéndole así, conteniendo el aliento y con el cuello alargado como un animal al acecho, se diría que estaba esperando el momento para atacar a su adversario; pero un gesto de Joseph al pasar la página estremeció los hombros del oculto observador, que se incorporó y desapareció.