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No obstante, dos horas más tarde se encontraba allí de nuevo. Tiró los devocionarios al fondo del cajón y la chaqueta fue impacientemente lanzada sobre la cama. ¿Por qué tenía que haber ido todo tan mal en una mañana como ésa? En la iglesia, el sermón del pastor sobre las comuniones le había horrorizado. El texto elegido era la frase de San Pablo sobre aquel que come y bebe su propia condena. ¿Se podía estar seguro alguna vez de no beber y comer la propia condena al comulgar, cuando ni los mismísimos ángeles eran puros ante Dios? ¿Cuál era la señal que permitía ver la ausencia de peligro al acercarse al pan y al vino? El israelita que había puesto la mano sobre el arca para preservarla de una caída había muerto fulminado. De la misma manera se exponía el pecador a la muerte espiritual, a menos de haber sido lavado en la sangre del cordero y completamente purificado de todas sus faltas.

Había tenido miedo. En el momento de la comunión, David, que estaba a su lado, le tocó la mano para avisarle y susurrarle al oído:

—Vamos a comulgar juntos.

—Yo no comulgo —había contestado Joseph repentinamente resuelto.

Sin añadir palabra, David se había dirigido al altar con diez o doce muchachos que formaban un pequeño grupo.

No sabría explicar por qué había contestado así a David. Las palabras habían salido de su boca antes de pensarlas y, una vez dichas, no podía volverse atrás. «No debo». Esa frase que se repetía a sí mismo parecía tener un sentido y contestar a todas las objeciones. Su furia de la noche anterior era pecado, y por la mañana… Desde esta mañana no se sentía ya el mismo. La certidumbre de estar salvado daba paso de nuevo a un temor inefable y, como si el demonio se hubiese apoderado de él, al salir de la iglesia había hablado a David con sequedad cuando éste le preguntó una vez más por la habitación; mas, ante la insistencia de aquel muchacho serio, había rechazado de pronto una oferta tan razonable. David se había contentado con sonreírle y oprimirle un poco el brazo diciendo que comprendía. Si al menos se hubiese puesto furioso… Pero David no se dejaba llevar por la furia ni perdía jamás esa superioridad que le mantenía aparte.

Joseph se paseaba por la habitación con las manos en los bolsillos. Le apretaba el pantalón. Por eso no se atrevía a sentarse, temiendo un accidente. Se le ocurrió echarse, pero no se echaba uno a las diez de la mañana. Se quedaría de pie, leería de pie y mañana se pondría el traje viejo y todo volvería a estar en orden.

Ahora estaba inmóvil, mirando fijamente la cama, que contemplaba con aspecto desaprobador, y durante algunos minutos quedó absorto en una meditación que le hacía fruncir sus largas cejas y endurecía un poco la línea sinuosa de sus labios carnosos. Murmuró al fin con voz sorda y separando con esfuerzo las palabras:

—No volveré a acostarme en esa cama.

Esa decisión pareció devolverle la paz. Puso la Biblia abierta encima de la chimenea y leyó algunas páginas, pero ya comenzaba a molestarle el ruido de la casa. En las demás habitaciones se empezaban a despertar los estudiantes con gritos y risas. Cerró el libro suspirando, y se estaba preguntando qué es lo que haría, cuando el chirrido de la pequeña verja de madera le atrajo hacia la ventana.

Tuvo apenas tiempo de ver un hombre y una mujer, pequeños y vestidos de negro, que subían las escaleras de la veranda. Sin poder dominar su repentina curiosidad, abrió la puerta de la habitación y se puso a escuchar. Al cabo de un instante llegó hasta él, desde el salón, un murmullo de voces, pero sólo distinguió estas palabras que Mrs. Dare repitió varias veces:

—Lo siento; realmente, lo siento mucho.

La conversación se prolongó aún unos minutos. Luego las voces se acercaron y oyó subir a las tres personas. Cerró la puerta tan suavemente como la había abierto y se mantuvo inmóvil. Se sentía, sin duda alguna, culpable por lo que estaba haciendo, pero no por ello dejó de escuchar. Los pasos continuaron por el pasillo hasta el final; después hubo un ruido de llaves y una puerta se abrió.

En ese momento, Joseph volvió a apostarse delante de la ventana, no por ver lo que ocurría en la calle, sino por un escrúpulo tardío de haber estado escuchando; efectivamente, desde donde se encontraba ahora no podía oír nada. Algunas gotas de sudor le hacían cosquillas en el cuello. Hacía calor y se enjugó el rostro con el pañuelo. De pronto, la casas, con sus verandas y columnas, los sicomoros a lo largo de las aceras de baldosas y el cielo desgarrado por aquellas grandes hojas amarillas, rojas y púrpura, todo aquel paisaje que conocía tan bien, se le apareció por primera vez con una precisión tal que le trastornó. Le pareció estar contemplando un cuadro o el decorado de un escenario vacío que esperaba la llegada de alguien o de algo. En ese mismo instante escuchó de nuevo ruido de pasos en el pasillo, pero algo más lentos esta vez. Unos cuantos segundos después vio al hombre vestido de negro salir de la casa cargado con dos maletas, en las que se podían leer las iniciales de Simón Demuth. El corazón de Joseph se encogió. Se fijó entonces en que aquel hombre llevaba un gabán demasiado largo que le llegaba hasta los tobillos, y que tenía una nariz larga y curva como un personaje de caricatura. Detrás de él, la mujer, más pequeña aún, apretaba un pañuelo contra los labios. Llegaron los dos hasta un coche de aspecto modesto que les esperaba al otro lado de la calle, y en un minuto desaparecieron.