12
Esta escena conmovió a Joseph. Una vez solo, recorrió la habitación de un lado a otro murmurando:
—¡El muy imbécil! ¿Qué ha venido a hacer aquí? Me molestan sus historias. Todos me molestan con sus historias —y añadió en voz baja—: Estoy seguro de que Simón me ha mentido. Por más que jure, no es mejor que los demás. Es como los demás.
Se le sonrojaron las mejillas como si fuera a decir una inconveniencia.
—Sí, todos son iguales. Todos pensando en mujeres, ¡y Simón también!
Esta última frase le alivió y tranquilizó. Parecía contestar a una difícil pregunta. Expulsó el aire de sus pulmones con un gran suspiro, pero su rostro recobró en seguida una expresión inquieta.
«Puede que hiciese bien en aceptar la oferta de David e instalarme allá. Por lo menos estaría en paz. Pero está David con sus consejos».
Su mirada tropezó con la mecedora, que oscilaba aún débilmente, y las palabras de Simón le volvieron a la mente; agitó inmediatamente la mano como para ahuyentarlas porque le molestaba pensar en ese chico tan raro; sin embargo, le volvía a ver sentado en esa mecedora y llorando… ¡Una verdadera nena! ¿Qué se puede decir a un hombre que llora? ¡Y ese retrato ridículo que parecía un actor en la cartelera de un cine!
Con las manos detrás de la espalda, se plantó en mitad de la habitación y volvió la vista hacia la callecita, cuyas aceras de losas rosas estaban tapizadas por anchas hojas amarillas. A través de las ramas de los árboles, que empezaban a desnudarse, se veía el primer piso de la casa de enfrente. Quizá allí también había muchachos que se interrogaban sobre sí mismos y sobre el prójimo.
«Me pregunto si está salvado», pensó de repente. Dios sabía a dónde iría Simón después de su muerte, para toda la eternidad, y nada podía hacerse por cambiarlo. Pero aun admitiendo que Simón no pensara en mujeres, cosa nada segura, no se comportaba como los elegidos, tal y como Joseph se imaginaba que lo hacían. A Simón le faltaba un cierto aire espiritual; mostrábase más bien agitado, caprichoso e inestable. Incluso se podría decir que no tenía pinta alguna de estar salvado. Sus palabras y sus gestos sorprendían y en ocasiones hasta chocaban. Joseph volvió a ver el bloc volando por los aires hasta caer a sus pies, y ese recuerdo le trastornó de nuevo. Le pareció oír una vez más la contenida y angustiada voz de Simón: «No comprendes. No comprendes nada». ¿Qué podía ser eso tan difícil de comprender? Se dio cuenta de pronto de que su frente chorreaba de sudor.
Media hora antes de la comida alguien llamó suavemente a la puerta, que había quedado entreabierta, y sin esperar respuesta atravesó el umbral de la habitación. Era un chico alto y delgado, nadando literalmente en un traje verde oscuro; un pantalón ancho permitía adivinar la seca línea de las pantorrillas envueltas en unos calcetines de un verde más crudo. Unas gafas con montura de carey prestaban a su rostro un aspecto de sabiduría y estudio; la ancha sonrisa de su boca permitía ver una fila de dientes largos y regulares de una blancura inmaculada, que destacaba sobre la amarillenta tez de su cara. Tendió la mano a Joseph, y en esa postura avanzó hacia él.
—Edmon Killigrew —dijo con una voz nasal que Joseph reconoció en seguida por haberla oído antes hablando en latín en la habitación de al lado—. Simón ha debido anunciarle mi visita, pero llego un poco tarde; me he retrasado en una reunión de la facultad.
Retuvo la mano del muchacho durante algunos segundos, soltándola después de haberla estrechado.
—Llámeme Edmon —dijo dejándose caer en la mecedora—. O incluso Ed. Intuyo que vamos a ser amigos.
Joseph se sentó frente a la mesa algo más erguido que de costumbre y con los brazos cruzados.
—Era usted quien hablaba la otra noche en la habitación de al lado —dijo fríamente.
—Es muy posible —dijo Killigrew sonriendo de nuevo.
Con gesto de prestidigitador sacó de su bolsillo un estuche de oro, que ofreció abierto a Joseph:
—¿Un cigarrito?
El muchacho sacudió la cabeza con gesto hostil y observó al visitante, que tomaba un pitillo entre sus dedos amarillos y volvía a cerrar el estuche con cierta insolencia, volteando el preciado objeto entre sus dedos como para hacer gala de él, antes de metérselo en el bolsillo de la chaqueta. Poco después, una larga boquilla verde tomó sitio entre sus labios, y mientras lanzaba hacia el techo un humo azulado, cruzó las piernas apoyando de canto el pie derecho sobre la rodilla izquierda y con la mano sobre el tobillo. Empezó a balancearse lentamente en esa posición.
—¿No fuma?
—¡Nunca!
—¿Ha probado alguna vez?
—No quiero probar.
—Reprimido —murmuró Killigrew entre dientes.
Dejó caer la ceniza al suelo y dijo:
—No ignora usted que soy ayudante de latín. Si algún día pudiera serle útil…
Ante el silencio de Joseph, añadió un poco más serio:
—¿Sabe, Jo?, somos muchos los que nos interesamos por usted. La otra noche tuvimos en casa una larga discusión sobre usted.
Joseph permaneció absolutamente inmóvil.
—Puede parecerle extraño. Es cierto que no nos conocemos en absoluto y que usted no intima fácilmente. Sin embargo, da usted que hablar. Salta a la vista que no es como los demás.
—En absoluto me siento distinto a cualquier otro —dijo Joseph encogiéndose de hombros.
—¡Ajá! —exclamó Killigrew con un triunfante tonillo nasal—. He aquí el cogollo de la cuestión. Se niega usted a ver la diferencia. No obstante, usted sabe muy bien que los estudiantes no piensan más que en mujeres y en bebida, mientras que usted…
—¡Yo, no! —exclamó Joseph abriendo los brazos.
—Usted, también —dijo suavemente Killigrew—, como cualquier otro.
Joseph se levantó con tal brusquedad que tiró la silla en la que estaba sentado.
—¡No es verdad!
—Vamos, hombre —contestó tranquilamente el ayudante—; se está comportando como un crío. Recoja la silla y charlemos tranquilamente. La única diferencia entre usted y los demás es que ellos ceden a sus instintos…
—A sus bestiales instintos —dijo Joseph con las mejillas rojas de rabia.
—Bestiales, si usted quiere. Hay una bestia en cada uno de nosotros.
Joseph estuvo a punto de gritar: «¡No en mí!», pero algo le detuvo. Le avergonzaba parecer tonto ante aquel hombre más instruido que él, que subrayaba casi todas las frases con una sonrisa de entendido, como si acabara de decir algo excepcionalmente agudo.
Agachándose bruscamente, volvió a poner la silla de pie, pero no se sentó.
—Esta conversación… —dijo repentinamente.
Pero se detuvo. Killigrew le miró mientras se balanceaba en la mecedora.
—Esta conversación le desagrada —dijo al fin a media voz.
—Sí.
—Bueno, Jo; hablemos de otra cosa.
Joseph se sentó.
—Le tengo mucha simpatía —dijo Killigrew adelantando socarronamente la cara—. Por nada del mundo quisiera ofenderle. Si lo he hecho, lo siento de veras y le pido perdón.
—¡Oh!, no me ha ofendido —dijo Joseph en un incontrolable impulso—. Yo también le tengo simpatía.
No era exactamente lo que hubiera querido decir y se mordió los labios; pero siempre le trastornaba que un hombre reconociese sus errores ante él, e intentaba torpemente recompensar la confesión de Killigrew. Incluso le habría estrechado la mano si no hubiese parecido algo ridículo.
—¿Qué estaba leyendo cuando entré? —preguntó Killigrew con interés.
—Romeo y Julieta, de Shakespeare. ¡Es una lástima que no sea también ayudante de inglés! La verdad es que hay un pasaje que no entiendo muy bien.
Una risa de suficiencia acogió estas ingenuas palabras.
—Vaya usted leyendo, querido Jo. Ya veremos.
Joseph encontró el pasaje en cuestión y, sacando pecho, leyó unas cuantas líneas con una voz que inconscientemente imitaba a los predicadores de antaño. Una diabólica sonrisa se dibujó sobre los labios de Killigrew.
—Lee usted de maravilla —dijo cuando Joseph dejó el libro sobre la mesa.
Adoptó de pronto un aspecto profesoral y su voz se hizo más dura y nasal.
—El pasaje que nos interesa en este caso, puede parecer oscuro. Muchos editores del siglo pasado lo suprimieron a causa de su carácter licencioso; pero lo que Mercutio tiene en mente está bastante claro. Se trata de las fantasías amorosas de Romeo, que, sentado debajo de un níspero, probablemente se recrea en la representación imaginaria de la desnudez de su amada o, utilizando los términos del texto, «su et caetera». «Et caetera» es algo deliciosamente hipócrita. Es una falsa concesión al pudor, ya que resulta aún más sugestivo que la cruda y verdadera palabra, que se halla recubierta, por ello, de una gasa transparente. En cuanto a la alusión a la pera…
Joseph se levantó.
—¿Es ése verdaderamente el sentido de lo que he leído? —preguntó con un ronco murmullo.
—Con toda exactitud, Jo.
Agarrando entonces el libro abierto, el muchacho lo rompió por la mitad, tirándolo ferozmente al suelo. Killigrew se levantó a su vez.
—Jo… —dijo.
Joseph volvió hacia él un rostro enrojecido, con ojos desmesuradamente abiertos que tenían el fulgor del brillo mineral, y un ligero temblor le sacudía el labio inferior.
—¿Qué quiere usted? —gritó de pronto con voz chillona.
Killigrew, sin responder, se dirigió hacia la puerta.