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De Níjar a Carboneras, en lo que abarca la vista, no se ve un solo árbol.

El coche de línea de Carboneras sale de Almería a las cinco y media de la tarde. El de Fernán Pérez me había dejado en el cruce de Níjar y San José y, durante cerca de una hora, permanecí al borde de la cuneta, aguardándolo. La tempestad se condensaba sobre los picos de la Sierra de Gata y paralelamente sentía dentro de mí una saciedad extrema —la conciencia de haber llegado al límite—, como una cuerda que se rompe por haberla estirado demasiado. Sentado en la linde del camino acechaba las nubes foscas. El cielo era como un océano embravecido y en el campo había uno de esos silencios expectantes que preceden a la explosión de la tormenta: bandadas de pájaros volaban a ras del suelo, el aire estaba embebido de luminosidad. Todo anunciaba la inminencia del estallido y, a medida que el tiempo transcurría, aumentaba también mi necesidad de desfogarme.

Revivía los incidentes de mis tres días de viaje y la idea de lo que no había visto todavía —o me había pasado inadvertido tal vez— me abrumaba. Había comenzado a bajar alegremente la pendiente y descubría de pronto que no tenía fin. Don Ambrosio, el viejo de las tunas, Sanlúcar, Argimiro, la lista podía alargarse aún. En cada pueblo encontraría gentes parecidas. Unos me hablarían alzando la voz y otros bajándola. Y el escenario siempre sería el mismo, y mi cólera y su desesperanza.

Cuando el autobús apareció en el horizonte, empezaba a llover. Me incorporé de la cuneta agitando los brazos y el chófer frenó y abrió la puertecilla.

—A Carboneras.

—Sí, señor.

—Suba.

Me acomodé en uno de los asientos de atrás y el coche arrancó de nuevo. Los viajeros me observaban con curiosidad. Eran diez o doce, y sus rostros me resultaban vagamente familiares, como vistos ya en otros autobuses de la provincia, camino de otros pueblos.

—Se ha salvao usté de milagro.

—¿Decía?

—¿No ve usté cómo llueve?

El turbión se desencadenaba con furia y lo contemplé a través de los vidrios salpicados de barro. El cielo era de color jalde, los pájaros habían desaparecido y el agua convertía la llanura en una inmensa charca crepitante.

—Fíjese de qué coló viene la lluvia…

—Al que le pille fuera le pone perdío.

—Es el polvo que hay. ¿Se da usté cuenta?

Yo continuaba con la nariz pegada a los cristales, temía llorar también y que mis lágrimas resbalaran por las mejillas, sucias y polvorientas. El coche se detuvo a la entrada de Níjar. Dos días antes había recorrido el camino a pie con José y sus camaradas y me parecía que desde entonces habían transcurrido dos siglos. Miraba al puesto de los civiles, el surtidor de gasolina, las mieses acamadas por la tormenta, y tenía la impresión de haber soñado.

—¿Ve usté esa hoya? —señaló mi vecino—. Hace unos años el coche volcó allí al dá la vuelta y hubo un montón de muertos. Dicen que el conducto iba bebió.

El autobús avanzaba prudentemente y el paisaje se deslizaba triste y lívido, iluminado a trechos por el resplandor de los relámpagos. Entre Níjar y Carboneras hay varios kilómetros de tierras rojas, de las que se extrae la granatilla. Lavado y cribado, el mineral pasa a unos depósitos que de lejos recuerdan, a causa del color, esos campos de Murcia y Levante donde, en verano, ponen a secar los pimientos. El chófer había frenado para recoger al capataz de la mina y el viaje prosiguió, más irreal que nunca, a través de montañas lunares y grises, parameras y canchales.

—¡Los Arejos!

No se apeó nadie. El autobús parecía el Buque Fantasma; un Buque Fantasma que flotaba entre los picos de la sierra, prisionero del barro y de las nubes. La radio estaba encendida a toda potencia y emitía una extraña baraúnda de sonidos que cubrían —hasta ahogarla— un aria de ópera italiana. Transcurrieron varios minutos.

—Bueno. Ya llegamos.

En Almería, cuando se menciona Carboneras, la gente toca madera y se santigua. Supersticiosamente muchos evitan pronunciar el nombre y hablan del pueblo en perífrasis: «Ese puerto que queda entre Garrucha y Agua Amarga», «Ese sitio que no se puede decir» y otras frases por el estilo.

Como para mantener lo bien fundado de la leyenda, la estampa que ofrecía después del turbión se ajustaba exactamente a la que la imaginación popular le atribuía. La mayoría de las casas estaban cerradas, los habitantes se escurrían por las calles como sombras y el mar embestía contra la playa, negro y enfurecido.

El autobús bordeó el cementerio y el monumento a los Caídos por Dios y por España. Una pareja de civiles rondaban con el mosquetón en bandolera. Vi a una mujer con bocio con un chiquillo panzudo y a un muchacho espigado que daba la mano a un ciego. Había cesado de llover y algunos viejos se asomaban a mirar a la puerta de las casucas.

El chófer se detuvo en la plaza, frente al Dispensario Antitracomatoso. Contorneando los muros del castillo, me acerqué a ver el mar. La playa estaba desierta y el viento azotaba el casco varado de las traíñas. La costa se alejaba en escorzo hacia los acantilados del faro de Mesaroldán y Playa de los Muertos. En dirección a Garrucha los farallones emergían festoneados de espuma. El pueblo parecía replegado sobre sí mismo, como un caracol dentro de su concha, y, al volver a la plaza, busqué una taberna y pedí un litro de vino.

—¿Jumilla?

—Sí, Jumilla.

En el lugar había sólo dos hombres de mediana edad, pequeños y como arrugados, y al oírme hablar con el patrón se habían acercado a mi mesa y se presentaron en seguida. El uno era aguador y el otro aperaba carros, y querían saber adónde iba y si tenía familia por allí y cuánto tiempo pensaba quedarme.

—El país es pobre, pero hermoso —decía el aperador.

—En España no hay el adelanto d’otras naciones, pero se vive mejó que en ningún sitio —decía el azacán.

—Los extranjeros, en cuanto puén, se vienen p’aquí.

—En Andalucía, con el sol y un poquico de ná, se las arregla usté y va tirando…

Hablaban monótonamente, como si salmodiaran una letanía, y yo tenía que hacer un esfuerzo para escuchar. Quería decirles que, si éramos pobres, lo mejor que podíamos desear era ser también feos; que la belleza nos servía de excusa para cruzamos de brazos y que para salir de nosotros mismos debíamos resistir la tentación de sentirnos tarjeta postal o pieza de museo.

—Por eso me gusta Almería. Porque no tiene Giralda ni Alhambra. Porque no intenta cubrirse con ropajes ni adornos. Porque es una tierra desnuda, verdadera…

Pero ellos seguían hablando de canto y toros, de sol y gachís, y agarré la botella de Jumilla. La tempestad había desfogado su cólera y yo seguía a cuestas con la mía, y el corazón me latía con fuerza y la sed me quemaba la garganta. Bebí un vaso y otro y otro y el dueño de la taberna me miraba y, al acercarse a servirme otra botella, me enjugué la cara y le dije:

—Es una gota de lluvia.

Toda la tarde estuve vagando por el pueblo sin saber adónde me llevaban los pasos. El cielo era de color gris, las calles parecían vacías y recuerdo que permanecí varias horas, sin moverme, acostado en la playa.

Unos niños rondaban alrededor mío a respetuosa distancia y, al levantarme, oí decir a uno:

—Parece que se le ha muerto alguno. Mi madre lo ha visto llorando.