VIII      

Sobre las rastrojeras hay un molino de viento abandonado. Relejes y baches impiden avanzar más deprisa y el terral rastrea los zarzales y levanta remolinos de polvo.

—¿Adónde va usted?

Por la ventanilla posterior del coche asoma la cabeza un hombre de mediana edad, enjuto, de rasgos secos. Viste traje de color verde oscuro, camisa listada, corbata negra.

—Adonde ustedes vayan.

—Este camino lleva a Escuyos, al borde del mar. ¿Lo conoce usted?

—No, señor.

—Entonces suba. Ya ajustaremos el precio luego.

El que maneja el volante abre la puertecilla y me invita a sentarme atrás, con el otro. Arrancamos.

—¿Forastero?

—Sí.

—La región es muy pintoresca. Ya verá. El año pasado se la enseñé a unos franceses que conocí en la Venta Eritaña y volvieron entusiasmados.

El chófer me espía por el retrovisor. Es pelirrojo, pecoso, de cejas anchas y ojos saltones, oscuros. Durante todo el viaje no dice palabra.

—Si hubiese una buena carretera los turistas vendrían como moscas. Este litoral es mejor que el de Málaga y la vida mucho más fácil que allí. Por tres mil pesetas se puede usted comprar una casita de pescadores. La gente emigra y vende por nada.

Los alberos se suceden desnudos y lisos. Las cigarras zumban borrachas de sol. El suelo de la rambla es pedregoso y el automóvil avanza dando tumbos.

—Yo, en menos de diez años, he adquirido un pueblo entero. Ya se lo enseñaré a usted. Está después de Escuyos.

En uno de los meandros del camino cedemos el paso a un tropel de ovejas. El zagalillo parece un cachorro desmadrado. Apenas mide un metro de alto y se gana ya la vida.

—Aquí los chavales empiezan a trabajar a los siete años —comenta mi vecino.

—¿No van a la escuela?

—Los padres no les dejan y, a su modo, tienen razón. El hambre les espabila más aprisa.

Mientras nos alejamos del rebaño y de la triste silueta del pastorcillo, mi vecino me habla del atraso de la provincia y se desahoga contra los andaluces.

—En Castilla y el Norte la gente es educada y sabe el valor de las cosas. Aquí no. Cuando tienen dinero lo gastan en seguida, como si les quemara los dedos. Cuanto más pobres, más generosos son.

Luego pregunta de dónde soy y, al mencionar Barcelona, la expresión de su rostro se transforma, sonríe familiarmente y, pasando al terreno de la confidencia, explica que fue una vez de viaje con su difunta esposa, durante la Exposición Universal del año veintinueve.

—Qué ciudad. Siempre he deseado volver a verla. Si no fuera por los malditos negocios…

El sudor le empapa la frente y lo enjuga con el pañuelo. Por la ventanilla penetra un viento cálido.

—En Andalucía dicen que los catalanes son agarrados, pero es envidia. Lo que ocurre es que trabajan y conocen el valor del dinero. Todo lo contrario de aquí. Yo, cada vez que veo a un hombre espléndido, pienso que debe ser pobre.

Mi vecino me mira y sonríe, y yo le devuelvo la mirada y sonrío también.

—En mil novecientos treinta y seis quería ir otra vez allí a pasar las vacaciones, pero la Revolución me lo impidió. Figúrese usted que tenía sacado hasta el billete.

La solina se ceba en los trigales como un animal famélico y él me habla de las atrocidades de los rojos y las persecuciones que sufrió durante la guerra.

—Ustedes, los jóvenes, no lo pueden imaginar. Propietarios, sacerdotes, personalidades, las cárceles estaban llenas. Al señor obispo de Almería le obligaron a palear carbón.

Afuera, la calina embruma los campos. La tierra parece calcinada y las nubes coronan los picos de la sierra. El automóvil sortea los berruecos del camino y el chófer frena para cruzar una zanja.

Nos acercamos a un poblado rodeado de huertos. La mitad de las casas se baten en ruina y una chica cubierta como una mora se asoma a ver. La bocina asusta a las aves de corral. Los gallos huyen con la cola espadañada y estamos a punto de atropellar a unos polluelos.

Después del caserío, la vista se despeja. El suelo es cada vez más pedregoso. Los cuervos se ciernen inmóviles en el cielo. Sobre las rastrojeras hay un molino de viento abandonado. Relejes y baches impiden avanzar más deprisa y el terral rastrea los zarzales y levanta remolinos de polvo.

Al cabo de unos minutos avistamos el mar. El camino se abre paso a través de la gándara y Escuyos surge, de pronto, a la derecha. Es un poblado mísero, asolado por los vendavales, cuyas casas crecen sin orden ni concierto, lo mismo que hongos. No hay calles, ni siquiera veredas que merezcan tal nombre. El coche encalla en un regajo y nos apeamos frente a la escuela[2].

—Venga, le enseñaré el castillo —dice mi acompañante.

El viento hace casi perder el equilibrio y trepamos a gatas por las rocas. El oleaje choca sordamente contra la playa. El mar está rizado como un campo de escarola y el aire huele a podrido y a brea.

El castillo se alza sobre unos peñascos, al borde del litoral. Parece hermano gemelo del de Garrucha, pero nadie se ha ocupado de él y está medio en ruinas. Los torreones se mantienen apenas de pie y lo que se conserva del parapeto es sólo un recuerdo nostálgico.

—Cuando era niño —dice mi acompañante—, venía a jugar siempre aquí. La torre del homenaje no había caído todavía y las almenas estaban intactas.

Al dar la vuelta al recinto me explica que, treinta años antes, los propietarios veraneaban en él y organizaban recepciones y bailes.

—Me acuerdo como si fuera ayer del día en que se casó doña Julia. En la explanada había más de cien coches y los invitados no cabían en la capilla.

Ahora la hierba medra en medio del patio y los lagartos toman el sol sobre las piedras. La capilla se ha convertido en corral; la puerta está cerrada con candado y, dentro, se oye cacarear a las gallinas. La antigua habitación de los dueños dormita en la penumbra y, cuando quiero visitarla, mi acompañante me lo impide.

—No entre usted.

—¿Por qué?

—Está negro de pulgas. El año pasado me asomé una vez y estuve rascándome todo el día.

Al salir topamos con el cabo de los civiles. Es hombre de una cuarentena de años, bajo y corpulento, con la piel curtida por el sol y el rostro picado de viruelas. Debe haber escalado la cuesta a trancos y el sudor le chorrea por la cara.

—¿Cómo va usté, don Ambrosio?

Mi acompañante responde que va bien.

—He visto su auto frente a la escuela y Paco me ha dicho que estaba usté aquí.

—Habíamos subido a dar una vuelta y nos volvíamos ya.

—Pronto se ha cansao usté hoy, don Ambrosio.

—Es el castillo, que no da más de sí.

—Eso es bien verdá.

—Precisamente le estaba contando a este señor cómo lo conocí siendo niño. Con las almenas, la torre del homenaje, la capilla en que se casó doña Julia…

—Que sí, que tié usté razón.

—Siempre he pensado que hubiera hecho un magnífico cuartel para ustedes. En lugar de gastarse los cuartos edificando uno nuevo hubiesen podido habilitarlo, como el de Garrucha…

—Sí, señó.

—Les hubiera salido incluso más barato.

—Sí, señó.

—En fin, mejor no hablar. Cada vez que lo pienso me da grima.

Los muros del castillo nos resguardan del viento y saco la cajetilla de tabaco.

—¿Fuman?

—Gracias —dice el cabo.

Don Ambrosio vacila, pero acepta también.

—Caray. Por una vez, no creo que pase nada…

Regresamos hacia el coche. Don Ambrosio se lamenta del tiempo y el cabo parece caviloso. En dos o tres ocasiones le veo mover los labios como para comenzar una frase, pero se interrumpe.

—Bueno, Elpidio —dice don Ambrosio, preparando la despedida.

El cabo desabrocha el barbuquejo del tricornio y sonríe.

—¿Se acordó de aquello que le dije, don Ambrosio? —Su voz es más ronca, un poco forzada.

—Sí, claro. La semana pasada telefoneé a su secretario y prometió llamarme un día de éstos.

—Muchas gracias, don Ambrosio.

—Cuando sepa algo, ya se lo diré.

—Muy bien, don Ambrosio.

—Hala, hasta la vista.

—Adiós. Que tengan ustés buen viaje.

Arrancamos, y el coche retrocede por donde había venido y atraviesa la rambla. El sol continúa empingorotado en el cielo. Las palmeras alean como pájaros desplumados. Escuyos queda atrás, con sus casuchas grises y su castillo en ruinas y, escalado el primer teso, el camino se desmanda.

La sierra no bordea el litoral como en San José y baja suavemente, hasta fundir con las lomas. El rigor del clima reduce el arbolado a su más mínima expresión. Hay zarzales, palmitos, alguna chumbera mordisqueada por las cabras. Los cerros se alinean secos, desnudos. El camino hace breves asomadas sobre el mar y, por espacio de unos segundos, entreveo un velero engolfado en el horizonte.

Ofrezco de nuevo mi cajetilla de tabaco y don Ambrosio protesta, pero termina por aceptar. Dice que se había quitado del vicio y que le voy a malear otra vez. Por la ventanilla observo un cortijo en ruinas. La vertiente está escalonada de bancales. Los jorfes se desmoronan a trechos, y parecen abandonados.

Después de zigzaguear unos minutos, el camino gira bruscamente hacia la costa. Hay un poblado de pescadores al pie del cerro formado por una veintena de casucas. Las nubes se agavillan por el sur y el cielo amenaza achubascarse.

Cuando llegamos, las mujeres lavan y cargan sus tinajas en la fuente. Los chiquillos corren medio desnudos por el fango. El automóvil contornea un grupo de chozas y el conductor frena junto a un corral.

Inmediatamente los niños nos rodean. Son quince o veinte, traviesos y sucios, como un rebaño de animales bulliciosos. La gente sale a la puerta de las casas, mujeres, hombres y, sobre todo, viejos y, antes de seguir el ejemplo de la chiquillería, me miran, preguntándose quién soy.

—Buenos días, don Ambrosio. —El anciano se descubre al hablarle y apretuja la gorra entre los dedos—. ¿Cómo se encuentra su señora mamá?

Don Ambrosio explica que se ha restablecido de la fiebre y ya no guarda cama.

—¿Y sus hermanos? ¿Siguen bien?

Don Ambrosio dice que sí, gracias a Dios.

—¿Y tú? ¿Qué tal vas?

—Asín, asín, don Ambrosio.

—¿Y tu mujer?

—Fuerte como siempre.

—Eso es lo principal, Joaquín. Cuando hay salud…

—Ya no somos jóvenes, don Ambrosio. Pasaos los sesenta…

—¡Qué le vamos a hacer!… Así es la vida.

—Eso es lo que me digo yo.

—¿Y la Filomena?

—Está muy malica, don Ambrosio —tercia una mujer—. La pierna se le ha gangrenao.

—¿Qué dijo el médico?

—Le recetó unas inyeciones, pero ná. Cá día va peó.

—¿Y el Miguel?

—Está en la casa, con ella. El pobrecito no se separa de su lao.

—Ya subiré luego a verles.

Don Ambrosio estrecha las manos callosas de los hombres y las mujeres, y a todos pregunta por su familia y, uno tras otro, los interrogados dicen que la familia va bien y se interesan a su vez por la suya. La escena se repite durante un cuarto de hora y, al fin, don Ambrosio ha cumplido con todo el mundo y sonríe y me coge amistosamente por el brazo.

—Venga, le mostraré el cerro. Hay una vista preciosa.

La gente se aparta para cedernos el paso y caminamos en silencio. Las casas están construidas a la orilla misma del mar. El cabo preserva la caleta de los vendavales y las olas no acometen como en Escuyos.

Media docena de traineras se mecen, ancladas frente a las rocas. Los viejos cosen las redes en el suelo y, al vernos, dicen los buenos días. Los cerdos gruñen en el interior de las cochineras y, suspendidos en la puerta de las chozas como si fueran talismanes, hay manojuelos de sardinas, secándose al sol.

—¿Qué le parece? —pregunta don Ambrosio cuando llegamos a la cima.

Gritando —a causa del viento— digo que me parece bien. El pueblo irradia una belleza triste, inasequible para muchos, que decepcionaría, sin duda, a los coleccionistas de paisajes sentimentales. Don Ambrosio apoya los pulgares en los tirantes y contempla su dominio, satisfecho.

—El día en que hagan la dichosa carretera, las casas cuadruplicarán de valor. En verano podré alquilarlas a los turistas.

El viento ahoga sus palabras y, al descolgarnos por la ladera, me grita que Joaquín ha ido a preparar la comida y debe avisamos antes de media hora.

—Empiezo a tener apetito, ¿y usted?

—Yo también.

Volvemos al poblado. Por la vereda viene un hombre joven, con barba de dos o tres días y la camisa llena de remiendos. La luz le obliga a guiñar los ojos y sonríe enseñando los dientes.

—Buenos días, don Ambrosio.

—Buenos días, Juan.

Hay un momento de silencio. El hombre hunde las manos en los bolsillos.

—Mire usté, precisamente quería verle por lo de la casica que compró usté al Pascuá. En la nuestra no cabemos, don Ambrosio. Somos cinco y no hay más que una habitación. Y entonces mi madre ha pensao que usté podría prestárnosla por dos meses mientras mi cuñao arregla la suya… Usté no desembolsa ni una perra y, a nosotros, nos haría un gran servicio.

—Si sólo fuera por dos meses, como tú dices, ahora mismo te la daba. Pero sabes perfectamente que no es verdad. Os instaláis, y luego no hay quien os mueva.

—Nosotros nos iremos cuando lo diga usté, don Ambrosio. Le doy mi palabra de hombre. Justo el tiempo de que mi cuñao ponga el techo a su casa.

—Lo mismo me dijo el Martín cuando vino a pedir la de arriba y ya viste el tiempo que se quedó. Más de cuatro años, con gastos judiciales y papeleo. No, estoy escaldado ya. A mí me gusta vivir en paz con la gente y no quiero más líos ni quebraderos de cabeza.

Don Ambrosio se vuelve hacia el forastero, tomándole por testigo.

—No es la primera ni la segunda vez que lo hacen, ¿sabe usted? Y, encima de abusar de la buena fe de uno, aún vienen con quejas y con reclamaciones.

Juan le oye con la frente gacha y don Ambrosio se sacude el polvo del pantalón.

—Además, aunque quisiera prestártela, tampoco podría. La casa es de la familia y, para decidir algo, tengo que consultar con mi hermana y mamá.

Llegando al pueblo, los chiquillos nos siguen a distancia. Don Ambrosio saca un paquete de caramelos del bolsillo.

—Tú, pequeña. ¿Quieres uno?

—Sí, señor.

—Pues coge el que más te guste.

La niña se aproxima y hunde la manita sucia en la bolsa.

—Hala, acercaos —invita don Ambrosio a los otros—. Hay para todos.

Los chiquillos forman corro alrededor, y gritan y se empujan.

—No os atropelléis, caray. De uno en uno.

El Juan se ha separado un poco de nosotros y contempla la arrebatiña en silencio. La gente aguarda en la puerta de las casucas. La atención del forastero recae en una mujer gruesa, de rasgos salientes como el Juan, que camina ciñéndose la falda a las rodillas, para que el viento no la levante. La mujer se abre paso entre los rapaces y, antes de hablar, cambia una mirada con su hijo.

—Hola, Ambrosio.

—Hola, María.

—¿Te habló Juan?

—Orden. Que cada uno coja únicamente el suyo.

—Estamos apiñaícos, Ambrosio. Somos cinco y la Martina espera otro.

—Tú, devuélvele el caramelo al pequeño… ¿Decías?

—Ná más tres meses, Ambrosio. El tiempo que dure el verano.

—Tu hijo me la había pedido por dos meses, tú me dices tres y pronto serán seis, un año o quince siglos. ¿Se da usted cuenta?

La mujer me mira también de hito en hito, sin dejar de apretar la falda entre las rodillas.

—El Felipe tendrá lista la casa en septiembre. Sólo hasta entonces, Ambrosio. A ti no te cuesta ná.

—Ya sé que no me cuesta nada, mujer. Pero es el principio. Para resolver estas cuestiones debo consultar con mamá y con mi hermana.

—Pues habla con ellas.

—Yo solo no pincho ni corto. La casa es propiedad de la familia.

—¿Quiés que vayamos a verte el sábado o vendrás tú por aquí?

—Ten, dale el último a tu hermano.

—Decía si vuelves aquí pronto o prefieres que vaya yo a Almería.

—Mira, mujer. Esas cosas no se arreglan en un día, ni tampoco en quince. Ten una miajilla de paciencia. Cuando sepa algo ya te lo comunicaré por carta.

El paquete de caramelos está vacío y don Ambrosio lo hincha y lo hace explotar entre las manos. Los niños se dispersan poco a poco.

—Bueno. Se acabó la función.

Las nubes se condensan hacia el Cabo de Gata, amenazadoras y negras. Las barcas oscilan como cáscaras de nuez, y me acuerdo de la predicción de Argimiro.

—Venga —dice don Ambrosio—, iremos a la fonda.

Nos despedimos de la madre y entramos en una casa algo mayor que las otras, con los muros blanqueados y un poyo de obra junto a la puerta. Joaquín y su mujer se afanan limpiando el pescado y nos traen una botella de vino. En la pared hay una cartulina amarillenta, con las banderas española, italiana, alemana y portuguesa, y el retrato en colores de Salazar, Hitler, Mussolini y Franco. Cuando dejo el paquete de Ideales sobre la mesa, don Ambrosio sonríe y coge uno.

—Bueno. Puesto que estamos envenenados…

Al alargarle el encendedor, me enseña un tubo de vidrio que lleva en el bolsillo superior de la americana.

—Precisamente no voy al estanco para no caer en la tentación y usted lo echa todo a rodar. El médico me había recomendado estas pastillas. ¿Quiere una?

—No, gracias.

—Está bien. Las dejaremos para luego.

Y, mientras Joaquín nos sirve un plato de gachas, me explica que el caserío es el refugio ideal de la gente que no tiene grandes ambiciones y que sus cien y pico de habitantes viven felices y en buena armonía.

—Yo, cada vez que veo a un descontento, le llamo aparte y le digo: «Fulano, tu sitio no es éste. En el pueblo se está bien, a condición de no aspirar a mucho y, si a ti te tienta el mido y el modo de bregar de las capitales, lo mejor que puedes hacer es ir a Valencia o Cataluña, porque aquí serás un inadaptado toda tu vida». ¿No es verdad, Joaquín?

—Sí, don Ambrosio.

—El año pasado pagué el viaje a dos hasta Barcelona. A un pescador y a uno que trabajaba en la mina. Casi dos mil pesetas.

—El Heredia parece que se ha echao novia. La Angelita tuvo carta de él y dice que se casa en otoño.

—Me alegro. Siempre le he tenido por un buen muchacho. Ambicioso y respondón, pero bueno.

Cuando terminamos, los viejos de fuera vienen a pegar la hebra con nosotros y, a riesgo de pasar por pobre a ojos de don Ambrosio, pregunto a Joaquín lo que se debe y pago la cuenta.

Mi acompañante aguarda a que me devuelva el cambio y se incorpora.

—Debo visitar a la mujer de uno de mis colonos. ¿Quiere venir conmigo?

—Sí.

—La pobre tuvo un aborto el pasado mes y se le ha gangrenado la pierna. ¿No será usted médico, por casualidad?

—No.

—Su marido no estaba en regla con el Seguro. Había dejado el campo para pescar y no se tomó la molestia de cambiar de papeles. Se lo dije cuarenta veces, y él, ni caso. De haberme oído, no se encontraría ahora de esa manera…

El sol se ha quitado durante la comida y el cielo es de color gris. Los pájaros vuelan a ras de suelo. La tormenta se remusga en el aire.

—Venga, por aquí.

Subimos la cuesta, escoltados por la chiquillería. Don Ambrosio hurga con un palillo su dentadura descabalada. El chófer come un emparedado en el interior del coche y, al pasar junto a éste, descubro una cesta de legumbres y un saco de patatas.

—Paco. Vaya hacia casa de la Filomena. Nos vamos a ir en seguida.

Después de la fuente, torcemos a la izquierda. Un atajo sinuoso lleva hacia un grupo de cinco o seis casucas. Don Ambrosio se para frente a la última y llama.

—¿Se puede?

—Entre.

Yo le sigo detrás. La habitación está llena de gente llorosa, sentada en círculo alrededor de la enferma. Apenas se vuelven a mirarnos.

—¿Cómo se encuentra?

—Mal.

El que responde es hombre de treinta y tantos años, nervudo y moreno. Tiene la palma de la mano apoyada sobre la frente de la mujer y la acaricia mecánicamente, como si fuera una niña.

—¿Qué dijo el médico?

—Le puso inyeciones mú fuertes, pero sigue igual. Tié toa la pierna negra y la fiebre no baja.

La mujer nos observa sin dar señales de comprender lo que decimos. Es todavía joven y el dolor le afina los rasgos.

—Le pagamos el taxi desde el pueblo y la consulta y las inyeciones y ya ve usté.

—¿Cuándo vuelve?

—Esta tarde. El otro día dijo que, si no mejoraba, tendrían que operarla.

Los demás permanecen silenciosos. Una mujer reza y desgrana las cuentas del rosario. La habitación no tiene otro moblaje que la cama y las sillas. En la pared hay una estampa de la Virgen alumbrada por una vela.

El tiempo da la impresión de haberse detenido y, mientras don Ambrosio prodiga frases de consuelo, los jesuseos de la mujer continúan, y los lloros, y las caricias febriles y mecánicas.

—… En toa la noche no ha pegao un ojo.

—No nos oye.

—Habría que avisá al cura.

Cuando me doy cuenta estoy otra vez en el coche. El poblado ha desaparecido tras los cerros y las nubes ensombrecen el paisaje.

—¿Decía algo? —pregunto a don Ambrosio.

—Nada. Que va a haber lluvia.