VII

Un caserío junto a Las Negras. La imagen de África se impone al viajero.
Entre el Cabo de Gata y Garrucha media una distancia de casi un centenar de kilómetros de costa árida y salvaje, batida por el viento en invierno, y por el sol y el calor en verano, tan asombrosamente bella como desconocida. Hay acantilados, rocas, isletas, calas. La arena se escurre con suavidad entre los dedos y el mar azul invita continuamente al baño.
Los solitarios pueden acampar en ella sin riesgo. Los turistas que bajan por la nacional 340 no se aventuran nunca más allá de Garrucha. No se ven veraneantes del país, y los raros forasteros que la visitan son ricos franceses o americanos que desembarcan desde un yate, o —como la pareja de suecos que encontré en el faro— aficionados a la pesca submarina.
El proyecto de carretera costera se interrumpe al sur de Mojácar y, para llegar a los pueblos de la orilla —San José, Escuyos, La Isleta, Ermita de Rodalquilar, Las Negras, Agua Amarga, Carboneras—, se ha de tomar la comarcal del interior, que comunica con ellos a través de una red de caminos que parten desde Níjar y el cruce de Rodalquilar como las varillas de un abanico, alejándose unos de otros a medida que aumenta el radio de la distancia.
El tercer día de viaje me puse en marcha habiendo decidido previamente el itinerario. El patrón de la fonda de Cabo de Gata me había indicado un camino por en medio de la sierra, que unía las salinas con San José y, cuando me levanté de buenas buenas para aprovechar la fresca de la mañana, el sol no apuntaba aún sobre los campos.
Eso del adagio de «a quien madruga Dios le ayuda» me ha parecido siempre un engañabobos, y mi impresión se confirmó aquel amanecer en Gata. Por la plaza deambulaban sombras flacas y mal vestidas, había un acento de desesperación en los rostros y, mientras me alejaba del pueblo hacia los saladares, pensé que quien inventó el refrán debió levantarse toda su vida a las once —hora en que suelen ver el sol aquellos a quienes el cielo colma con sus dones— y que lo de madrugar lo dijo, probablemente, con ironía.
El patrón me había hablado también de una carreta, propiedad de un tal Argimiro, que todas las mañanas iba y venía de las salinas al cortijo del Nazareno.
—Dígale que es usté amigo de Gabrié, el de la fonda, y le llevará a Boca de los Frailes. De allí a San José hay cuatro pasos.
Argimiro vivía a la entrada del pueblo y, a los pocos minutos de llegar y dar vueltas, acabé dando con él. Le transmití el recado de Gabriel, tal como éste me había dicho, y Argimiro, que todo lo que tiene de feo lo tiene de amable, puso los arreos a la mula, recogió las espuertas y me invitó a subir en el carro.
—De mó que es usté amigo del Gabrié —dijo cuando arrancamos—. ¿Qué tal le van las cosas?
—Creo que bien.
—¿Y a la mujé?
—También.
—¿Estaba usté en su casa cuando lo de la sueca?
—No.
—Hay un matrimonio con un niño que acampa en el faro…
—Sí, les vi ayer.
—Pues ná. La sueca se lió con el Gabrié y la mujé los enganchó a los dos en la playa y armó la de Dios es Cristo.
Argimiro sonríe ladinamente y enseña sus dientes grandes y picados.
—Tal como se lo digo. Y el sueco sin enterarse.
La carreta en que viajamos es pequeña y rústica. Sus adrales son dos tablas de madera reforzados con un álabe. Las limoneras están pintadas de rojo y cuando las ruedas encallan en las albardillas del camino, la mula se detiene y Argimiro tiene que sacudirla con el látigo.
Los salineros recorren la marisma con sus taleguillos y sombreros de anchas alas. Se diría una bandada de aves a punto de emprender el vuelo. El sol brilla siempre para ellos y parecen ignorar la fatiga. Algunos llevan la ropa hecha jirones y, al cruzarse con nosotros, responden al saludo de mi compañero con un movimiento imperceptible de los labios.
Pasadas las salinas, el camino sortea los estribos de la sierra. El suelo es ocre y atravesamos unos añojales. Hay eriales, barbechos, campos de cebada y de trigo. Para no empobrecer la tierra, los agricultores siguen un sistema de rotación y, después de dos cosechas, el campo disfruta de un largo descanso.
—La semana pasá hubo una moto que se estrelló contra aquella linde.
Argimiro explica que había baile en un cortijo, cerca de Albaricoques y el dueño de la moto —un amigo suyo— conducía medio borracho.
—Siempre que hacen una fiesta de ésas ocurre alguna desgracia.
—¿Por qué?
—Aquí, la gente no baila agarrá como en las capitales. En los cortijos, la costumbre es tocá fandangos pa que los bailen las mujeres y los mozos inventan la letrilla diciendo, por ejemplo, la que prefieren o la que les parece más guapa. Hasta hace poco tiempo, tós los noviazgos ligaban asín. Pero el mocerío de esta parte es mú bruto y a la que uno lleva dos copas encima, le da por soltá verdaes con música y faltá a los otros, y ya la tié usté armá. Que si ladrón, que si embustero, que si tu padre, que si el tuyo y, al finé, acaban llegando a las manos.
El día promete ser caluroso. El sol se eleva poco a poco sobre los cerros y la calina empieza a enturbiar el paisaje. La avena del borde del camino se alheña y, después de la ventola de la víspera, el aire está quieto, como estancado.
—Chispeará —dice Argimiro amusgando la vista hacia las cumbres—. Cuando hay nubes en esos picos, el cielo no tarda en enfoscarse.
—Buena falta haría —digo yo—. ¿Cuánto tiempo hace que no llueve?
—No sé, meses. En marzo cayeron cuatro gotas, pero ná. El alcalde dijo el otro día que si continuaba asín, tendríamos que sacar el santo.
La nava es amplia, de color rojo. Argimiro nombra los picos de las montañas y los arbustos que medran en la tierra. A nuestra izquierda hay unos trigales con las mieses acamadas. El camino está lleno de baches y los maderos del carro zangolotean.
—¿De quién son esos campos?
—De don José González Montoya. Tó San José y el Cabo de Gata es suyo.
Argimiro habla bajando la voz y le contesto de igual manera y, mientras la mula avanza penosamente por el llano, intercambiamos confidencias hasta enardecemos y nuestras historias son siempre las mismas y acabamos por callarnos.
El sol se ha apoderado plenamente del paisaje y flamea en lo alto, como un chivo. No corre ni una chispa de aire. La tierra humea. En el silencio de la nava el mido del carro suena de modo extraño. Somos los únicos seres humanos en varios kilómetros a la redonda y un lagarto que parece de goma asoma la cabeza entre los canchales y nos observa con sigilo. Media hora después, el pardo de la montaña amarillea a trechos y Argimiro explica que nos acercamos a las minas.
—¿Minas? ¿De qué?
—De plomo.
—¿Las explotan?
—No. Están abandonás.
Según me dice, la región conoció un período de prosperidad antes de que él naciera. Entre Boca de los Frailes y San José había media docena de minas de plomo y manganeso y la gente no tenía que emigrar como ahora para buscar los garbanzos. Pero, a primeros de siglo, las minas cerraron una tras otra. Las compañías extranjeras licenciaron al personal y, desde entonces, los pueblos habían quedado desiertos.
Yo me acuerdo de Garrucha, con sus fábricas y fundiciones en minas, y pienso que la crisis minera de Almería debió ser fenómeno bastante generalizado. En todos los hogares de la provincia se la recuerda como una verdadera calamidad.
La Historia entera parece dividirse en dos épocas, de riqueza una y penuria la otra, separadas entre sí por el cataclismo sobrevenido aquellos años. De las numerosas explicaciones que he oído acerca de su origen y causas posibles —incuria de los gobiernos, inadaptación a los modernos métodos de explotación, competencia industrial catalana, etc.—, ninguna me ha satisfecho totalmente y, esperando que alguien más indicado que yo las complete algún día, invito a recorrer a los estudiosos los antiguos centros mineros de la provincia, con sus casas en ruinas, sus plazas desiertas y sus galerías y pozos anegados.
—Bueno, ya ha llegao usté. No tié más que tirá a la derecha, por Boca de los Frailes y, en menos de media hora, se planta usté en San José. Yo continúo a la izquierda hasta el cortijo del Nazareno.
La mula se para al llegar al cruce y doy las gracias a Argimiro y bajo de la carreta. El paisaje recuerda el de Albaricoques: la tierra es parda, hay campos de cebada y guayules, y el verde de las higueras alterna con el de los nopales.
Boca de los Frailes está a la izquierda del camino. Es un caserío minúsculo, formado por una docena de cortijos rectangulares y blancos. Veo pozos cubiertos, palmeras, mujeres montadas en borricos. En primer término, un seto de agaves recién podados se ciñe al borde de la cuneta.
Debe ser apenas las nueve de la mañana y el sol calienta como si fueran las doce. La carretera baja lentamente por la nava, pero el litoral no se columbra todavía. Las montañas se interponen entre el llano y el mar como gigantescas bestias acostadas y amurallan el horizonte con su testuz alto, sus grupas redondas, sus lomos macizos y lisos.
Después de un cuarto de hora de descenso surge un nuevo poblado, esta vez a la derecha. Se llama Pozo de los Frailes, tiene escuela y parece más grande que el anterior. En la orilla del camino un asno con los ojos vendados tira de la marrana de la noria. El malacate gira poco a poco y los cangilones emergen del pozo llenos de agua y la vuelcan en la pila.
Los niños se apandillan para verme y algunos corren a avisar a sus madres. «Un forastero, un forastero», gritan. Las mujeres se asoman por los zaguanes, hay atmósfera de expectación. Algo intimidado, finjo mirar las nubecitas que se condensan en las sierras y emprendo la retirada. El interior de las casas parece vacío y en una veo un viejo durmiendo en el suelo. La parva de chiquillos me sigue, atenta al menor de mis gestos. En la carretera me cruzo con un hombre que lee el periódico y, bajando la voz, los niños explican que es el alcalde.
—¿A cuánto queda San José? —pregunto.
—A seis horas —dice uno.
Pero los demás protestan y le dan empellones, y de la algarabía de voces que sigue no logro sacar nada en claro.
—Adiós.
—¿Se va?
—Sí.
—¿No va a volvé?
—Luego.
Los chiquillos me miran mientras me alejo. Los más pequeños van enteramente desnudos y uno rubio, muy guapo, lleva una chaqueta raída de adulto, abotonada como un gabán.
La carretera baja todavía y en los márgenes hay huertos y campos de cebada. Tres hombres meten hojas de pita en una desfibradora y extienden la trama que sale encima de una estera. Al pasar, me dan los buenos días a coro. El camino se cuela por el alfoz. Cien metros más y el mar aparece de pronto, baldeando una playa de arena negruzca. El virazón cimbrea el tallo de unas cañas. San José se asienta en la colina, a la derecha.
Es un pueblo triste, azotado por el viento, con la mitad de las casas en alberca y la otra mitad con las paredes cuarteadas. Arruinado por la crisis minera de principios de siglo, no se ha recuperado todavía del golpe y vive, como tantos pueblos de España, encerrado en la evocación huera y enfermiza de su esplendor pretérito. El viajero que recorre sus calles siente una penosa impresión de fatalismo y abandono. Más que en ningún otro lugar de la provincia, la gente parece haber perdido aquí el gusto de vivir. Hombres y mujeres caminan un poco como autómatas y, al tropezar con el forastero, aprietan el paso y le miran con desconfianza. En San José hay una escuela, edificada según el modelo único de la región. Al pasar por su lado descubro que está vacía. La iglesia es pobre y su interior tiene cierto encanto. En la plazuela dormita el autobús que cubre diariamente los treinta y seis kilómetros que separan el pueblo de la capital. Siguiendo el camino, sobre un mar violento y encrespado, se llega a la casa-cuartel de los civiles, sólidamente plantada en la roca.
Mi paseo ha durado apenas veinte minutos cuando salgo del pueblo. La caminata me ha hecho transpirar abundantemente y, antes de proseguirla, atravieso unos maizales y voy a bañarme a la playa.
El mar es menos agradable allí que en el golfo de Almería y, tumbado en la arena, contemplo amodorrado una de esas torres de vigía, llamada de Cala Figuera, construidas hace siglos para prevenir las incursiones berberiscas y que se ven aún, como un símbolo de nuestras iniciativas, aplicadas siempre con retraso, en toda la costa mediterránea de España.
Después, subo la carretera por la que había venido y, a la entrada de Pozo de los Frailes, tuerzo por la rambla a la derecha. Un turismo me sigue a los pocos minutos y, cuando agito el brazo, frena bruscamente.