III
Fuera, el sol continúa encampanado en el cénit y me dirijo hacia la comarcal. El pueblo empieza a desperezarse, después del sopor de la siesta. Tropiezo con mujeres, viejos, chiquillos. El cura está de tertulia con los civiles. Un coro de voces infantiles salmodia una oración en la escuela.
—Perdóneme. ¿Es usté catalán?
El que me hace la pregunta es hombre de cuarenta y tantos años, grande, de pelo negro.
—Sí.
—Soy un amigo del Sanlúcar. Me ha dicho que estaba usté en la fonda.
—Acabo de salir.
—Le he visto pasá por delante de la capilla y en seguía he pensao que era usté.
El hombre tiene la risa franca, abierta. Lleva las mangas de la camisa remangadas y cruza los brazos sobre el pecho.
—¿De viaje?
—Sí, señor.
—El Sanlúcar me ha dicho que iba usté a Níjar.
—Hacia allí tenía intención de ir.
—Pues aguarde usté una media horita y le llevamos.
Me señala los lavaderos de oro y dice:
—Los sábaos terminamos antes.
—¿Trabaja usted en la mina?
—En la mina mina, no: para la empresa. Soy chófer de uno de los camiones.
Me lleva por un camino de carro. En lo alto de la curva, a un centenar de metros de nosotros, hay un grupo de hombres sentados al borde de la cuneta.
—Pué ir usté con ellos, en la caja.
—¿Van a Níjar?
—No. La mayor parte son d’Agua Amarga y Fernán Pérez. Pero paramos en Los Pipaces.
—¿Dónde queda?
—Ná… A cuatro kilómetros del pueblo.
Hemos llegado junto a los hombres y nos sentamos en el corro. Son ocho o nueve, sucios y mal afeitados, con las camisas raídas y los pantalones llenos de remiendos. Uno asoma los dedos de los pies por la punta de las alpargatas; otro se ciñe el pantalón con una cuerda. El sol da todavía duro y llevan los sombreros de paja echados sobre la frente. Casi todos tienen morral o talego. Mi vecino va con una tartera envuelta en un pañuelo granate.
El chófer explica que vengo de Barcelona y siento sus ojillos fijos en mí. Los catalanes somos un poco los americanos de aquellas tierras. En Almería todo el mundo tiene algún conocido o pariente por Badalona o Tarrasa.
—¿Y trabaja usté ahora allí? —pregunta uno.
Digo que sí, para no complicar las cosas.
—Debe de tené usté familia por esta parte, claro.
—No. La dejé en Cataluña.
—No habrá venío usté aquí por gusto, digo yo.
Les explico que tenía diez días libres y me he tomado unas vacaciones.
—¡Anda! ¡Qué idea! —dice el de la cuerda—. ¡Vení aquí desde Barcelona!
Sus camaradas participan también de su asombro y ríen y se tientan como chiquillos.
—Largarse de Barcelona, tú… Con lo a gusto que estaría yo allí.
—Ojalá que estuviera yo en su sitio y usté en el mío…
—Si viviera en Cataluña es que no me asomaría yo por Almería, vamos, ni que me mataran…
Uno de grandes mostachos se humedece los labios con la lengua.
—Yo estuve una vez al acabá la mili —dice—. ¡Qué mujeres!
El hombre quiere contar sus aventuras, pero mi vecino le interrumpe.
—Anda, achántala. Que a ti, ni las monas del parque te hacen caso.
—¿Que no me hacen caso, dices?
—Caso, sí señó. Con tu pinta… Si parece que vengas de la selva…
Hago correr mi paquete de Ideales y todos celebran el incidente con risas. Tienen el rostro noble aquellos hombres. Una dignidad que transparenta bajo la barba de dos días y los vestidos miserables y desgarrados.
—Mira. Ya vienen.
Cinco obreros se descuelgan a trancos por la ladera del monte. El chófer se pone de pie y grita:
—¡Hala, arreando!… Me vais hacé llegá tarde al cine…
—¿Cine, en tu pueblo?
—Han venío unos de Murcia con el portátil.
—¿Y qué película echan?
—Una, no lo sé… Pa mí son iguales toas.
El de los bigotes dice que, antes de la guerra, sí que daban películas.
—En Valencia vi una, aquello era cine… Las de ahora parecen la misma siempre…
El camión está al pie del talud y trepamos a la caja. Yo me acuclillo en medio, pero el de la cuerda me reserva un hueco a su lado.
—Siéntese aquí. Hace menos viento.
El chófer pone el motor en marcha y el paisaje se desliza a nuestros pies. Vamos apretados como sardinas y, desafiando el polvo y el calor, dos de los recién venidos arrancan a cantar por soleares.
En el camino hay obreros con taleguillos y sombreros de paja. La carretera comarcal está plagada de baches y el camión traquetea. Señalo los hombres al de la cuerda y pregunto cuántos son en la mina.
—Uy, muchos —dice—. A lo menos quinientos.
Cuando el sol se esconde momentáneamente tras los riscales parece que se respira mejor. El vaivén de la caja, unido a la confusión de voces y canciones, arma una endemoniada algarabía. Es preciso entenderse por medio de signos o haciendo bocina en la oreja.
—… ¿Qué?
—Que si baja usté en Los Pipaces.
—Sí.
—Aquellos tres del rincón se apean también.
El camión no es viejo como el del Sanlúcar. Al cabo de pocos minutos hemos dejado atrás la concesión de la ADARO y avanzamos por la llanura, a buena marcha. Reconozco los cortijos y campos de cebada de laida, pero ahora los colores son diferentes.
De pronto, viramos a la derecha. El de la cuerda me explica a gritos que trochamos por Los Nietos en vez de dar la vuelta por la carretera de Níjar. La pista es mala, pero se ahorra un buen cacho de trayecto.
El camión atraviesa un arroyo de piedras. Subimos la cuesta y, arriba, el paisaje es casi lunar. Alberos, páramos y canchales se suceden hasta perderse de vista en el horizonte. El suelo está cubierto de esquirlas. En verano las piedras retienen el calor y cuecen hasta agrietarse. En varios kilómetros a la redonda no se divisa un solo árbol.
—¡Mire!
El de la cuerda me muestra un lagarto de más de medio metro. Está inmóvil en la linde del camino y no parece inquietarse por nuestro paso.
—Si paráramos un momento, lo cazaba. La gente de por aquí se los come.
Yo le digo que en algunos pueblos de Cataluña, los payeses los suelen tomar asados.
—Nosotros los guisamos con tomate y una pizca de ajo y perejil. Son sabrosísimos.
La carretera culebrea entre los espolones de la sierra y el chófer hace sonar el claxon. La ilusión del sábado es contagiosa, la mayor parte de los hombres cantan. Sus tonadas, no obstante, recuerdan muy poco a las que se oyen en otras regiones de Andalucía. La letrilla es melancólica, una especie de lamento minero próximo a la taranta. La que ahora escucho habla de soledad y abandono, evoca amores tristes y amargas despedidas, es áspera y encoge el ánimo.
La voz de un chico rubio cubre poco a poco la de los otros. A pesar del ruido del camión, percibo la letra. Cuando acaba pregunto de dónde es a mi vecino.
—De por aquí. Creo que para en Agua Amarga.
—Tiene muy buena voz.
—Debería habé oío usté la de un chavá que trabajaba con nosotros, uno que decimos el Lucas. Era un campeón. Fandangos, serranas, tientos, tó lo que quiera usté. En mi vía he escuchao ná pareció.
—¿Dónde está?
—Ése se fue a Francia pero tuvo mala suerte. Al revisarle vieron que tenía la silicosis y lo mandaron otra vez p’aquí. Y, como había dejao la mina, la empresa no quiso indemnizarle. Ahora, no sé dónde debe pará… Me dijeron que se había largao del pueblo.

La vegetación es escueta: higueras enanas, zarzales, alguna pita. Encima de nosotros el cielo permanece azul, inalterable.
A medida que el sol se acerca a la cresta de las montañas, el paisaje se tinta de rubio. El camión baja y sube por los badenes y, de vez en cuando, hace una asomada sobre el llano. Cruzamos otro arroyo pedregoso. La vegetación es escueta: higueras enanas, zarzales, alguna pita. Encima de nosotros el cielo permanece azul, inalterable.
Un kilómetro más y estamos en el campo de Níjar. La nava es extensa, de color ocre. Los eriales alternan con los barbechos. Las lomas del arado se pierden en la distancia, agrietadas y secas. Hay tempranales rodeados con bardas y matas de almendros y olivares silvestres.
—Aquellos cortijos de allí son Los Pipaces —dice mi vecino.
El camión aminora la velocidad y se detiene en la encrucijada. Doy las buenas tardes a todo el mundo y salto a tierra con los tres nijareños. El chófer asoma la cabeza por la ventanilla.
—Que tenga usté buen viaje.
—Muchas gracias.
Le sigo con la vista hasta que desaparece por los badenes. Los nijareños caminan silenciosamente a mi lado. En la huerta hay cepas con las ramas extendidas sobre una complicada red de alambres. Apenas deben tener dos o tres años y algunas echan ya pimpollos y racimos, diminutos y agrestes.
—El amo de la finca ha plantao varios miles —dice uno de los hombres—. Aquí las llamamos riparias.
—Hasta hace poco la llanura era un desierto.
—Ahora habrá, por lo menos, cuarenta fanegas de huerta. De aquí a unos años tós los campos que usté ve los convertirán en parrales.
Me acuerdo de los viñedos del valle del Almanzora, en el camino entre Albox y Purchena, y pregunto de dónde sacan el agua.
—De los pozos. Han hecho varios. De cuarenta y ocho y hasta cincuenta y seis metros. Ya le enseñaremos uno.
Nos acercamos a los cortijos. El más próximo parece de construcción reciente y hay otro en obras, en el que trabajan varios albañiles. En los bancales crecen berenjenas y tomates. El aire levanta pequeños remolinos de polvo.
—¡Eh, tú! —grita uno de mis compañeros—. ¿Dónde está el Juan?
El albañil deja de revolver la mezcla del cuezo y se vuelve hacia los otros:
—¿Dónde para el Juan?
—Salió con el chico.
—Mira, por allí vienen…
—¡Juan!
—¡Qué!
—Hay unos compadres que te buscan.
El Juan camina sin prisa. Es hombre cenceño, anguloso, vestido con pantalón de pana negra y camisa de cuadros. Sus borceguíes son de piel de becerro y lleva sombrero campesino, de alas anchas.
—¿Qué hay?… ¿Para el pueblo?…
—Sí, hacia la casa.
—Me había ido a dar una vuelta por los parrales. Los que plantamos primero han granado.
—Ya lo hemos visto.
—Como sigan así, el año que viene tendremos cosecha.
—¿Uva?
—Por lo menos, agraz.
Hay un silencio y liamos un cigarrillo. Mis amigos cuentan que soy forastero y me gustaría ver los pozos.
—Venga conmigo. Le enseñaré el de aquí al lado.
El hombre camina delante de nosotros y uno de los nijareños me dice a la oreja que es maestro de obras.
—No es del país. Vive en Almería y va y viene todos los días con la moto.
El pozo está cubierto por una torre de ladrillos y el alarife descorre el cerrojo de la puerta. Dentro, se oye el trepidar de un motor. Junto a la boca hay un andamio de tablas. Apoyado en él aventuro una mirada hacia abajo.
—¡Niño!
—¿Qué?
—Aprieta el botón de la luz.
El chiquillo que nos acompaña obedece y se enciende una bombilla en el fondo. El alarife dice que el pozo tiene cincuenta y un metros de profundidad.
—¿Rinde mucho?
—Fíjese. Allí está el chorro de agua.
Salimos, y sonríe satisfecho. Asegura que dentro de diez años toda la finca será huerta y me invita a visitarla otro día con un poco de calma.
Cuando nos alejamos, se va a hablar con los albañiles y le oigo dar órdenes al muchacho.
—¿Es amigo suyo?
—Conocío sólo.
—Parece buen hombre.
—Simpático es. Pero con mucha trastienda.
El más bajo del trío dice que, en cuanto tienen un chispo de poder, todos los hombres se vuelven iguales.
—Tós, no.
El que le corta habla de un tal Gabriel, que no es como los otros.
—Gabrié es el único —contesta el bajito—, y ya has visto qué le ha pasao.
—Lo que le ha pasao no cuenta.
—Díselo a su mujer, y verás qué te responde.
Volvemos al cruce de caminos y tomamos el de la derecha. Buriladas en el flanco de la montaña se columbran las casas de Níjar. La carretera parece rastrear por los eriales. El pueblo queda a cuatro kilómetros y mis compañeros caminan deprisa.
El bajito lleva el talego sobre el hombro y me cuenta que hace diez años que recorre el mismo camino, mañana y tarde, sin desviarse un solo paso.
—Dicen que el mundo cambia y pronto llegaremos a la luna, pero pa nosotros, tós los días son iguales.
Sus camaradas callan y, como vamos rezagados, aprieta el paso y hablamos del clima de Níjar.
Aquí, la colonización tropieza con muchos obstáculos. La falta de árboles provoca una intensa erosión del suelo y explica que el nivel de precipitaciones de la región sea de los más bajos de España. Al suelo pedregoso y la sequía debe añadirse, aún, la acción sostenida del viento. Para defenderse de él, los campesinos tienen que cubrir sus pajares. La arenilla desprendida por la erosión origina continuas tolvaneras, responsables, en no pequeña parte, del elevado porcentaje de tracoma y enfermedades de los ojos que hizo tristemente célebre a la provincia. Y cuando la tempestad se desbrava en uno de esos violentos turbiones —como el que tuve ocasión de presenciar días más tarde— el polvo condensado en la atmósfera es tal que colorea el agua y transforma la ansiada lluvia en una insólita y decepcionante ducha de barro.
—Y aquí, la tierra rinde toavía —exclama el bajito—. Porque si cruza usté las montañas y va pa Carboneras…
—¿Qué hay?
—Lagartos y piedras. Es lo más pobre de España.
Mientras seguimos de palique, la carretera atraviesa unos olivares. Los balates están trazados con regularidad, separados por hormas de medio metro y, en los entreliños, el amo ha sembrado garbanzos. El paisaje recuerda un tanto el del campo de Tarragona. Se advierte la proximidad de un pueblo y, un centenar de metros más lejos, llegamos a la carretera comarcal.
Los otros nos aguardan en el hito kilométrico. Yo estoy algo cansado de la caminata y les paso el paquete de Ideales. Las casas de Níjar apuntan detrás de la loma. El cielo bulle de pájaros y reanudamos la marcha.