II

Un grupo de mujeres, ataviadas como las mojaqueras, lavan la ropa en la fuente, a la sombra de los eucaliptos.
Tres autobuses diarios cubren los nueve kilómetros de trayecto Almería-El Alquián. La carretera está alquitranada hasta Níjar y, a la salida de la ciudad, una bifurcación paralela a la nacional 340 lleva a los baños de Sierra Alhamilla, en cuyo balneario, actualmente derruido, acostumbraban a reposar sus fatigas los ricos ociosos de la capital. El autocar toma el camino de Níjar dejando atrás las últimas casuchas del suburbio almeriense. Mi vecino es hombre de una cuarentena de años, moreno y enjuto. Cuando le ofrezco de fumar me pregunta si soy extranjero. Le respondo que soy de Barcelona y pronuncia unas palabras en catalán.
—He trabajado allí casi diez años —dice—. En Hospitalet, Barcelona, Tarrasa… Aquello sí que es vía. Ojalá que nunca me hubiera marchao.
A la mujer no le sentaba bien el clima y cometió la estupidez de volver. Ahora, con cuatro hijos y otro en camino, no puede tentar la suerte como antes.
—Aquí uno se hace viejo en seguía, y luego, la familia que le amarra…
Mientras se desahoga contra el destino, contemplo el paisaje por la ventanilla. Una llanura ocre se extiende hasta el golfo de Almería, salpicada de tanto en tanto por el verde de alguna higuera. El suelo está agrietado y lleno de cantizales. El mar cabrillea a lo lejos.
—Fíjese usté.
Mi vecino enseña una huerta cercada con bardas. Dentro, alineados en caballones y encañados cuidadosamente, hay bancales de judías, tomates, berenjenas, pimientos.
—Son magníficos, ¿no?
Digo que sí, que son magníficos.
—Pa sacá algo de esta tierra se necesita tené la cartera bien forrá. El suelo es pedregoso y hay que traerlo tó, el agua, el abono, la arena…
—¿Arena?
—Pa guardá el caló. Las verduras crecen más aprisa y llegan al mercao antes que d’ordinario. Es un método de las Canarias que aplican por la parte de La Rápita. Aquí, cuando lo empleó el amo del Temprana, tol mundo decía que se iba a cogé los déos, pero el tío se embolsilló arriba de los cincuenta mil duros a la primera cosecha.
El paisaje es una auténtica solana. Numerosas ramblas atraviesan el llano hacia el mar. El autobús baja y sube por los badenes.
—¿Ve aquel cercao?
Mi vecino señala un muro de dos metros de altura, cuadrado como el de un cementerio. El sol reverbera sobre la pared enjalbegada y una cabra con las ubres hinchadas mordisquea las palas de una chumbera.
—Es una huerta experimenté. La acabaron hace un par de meses.
La novedad, dice, radica en el sistema de irrigación. Bajo el suelo del tempranal hay una cisterna cubierta por una rejilla metálica. Encima, dos palmos de tierra abonada y una capa de arena. Así se evita la evaporación, intensísima en aquella zona. A través de la rejilla metálica la planta hunde sus raíces en el agua.
Entramos en El Alquián. Su aspecto me recuerda, sin saber por qué, el de algunos caseríos del delta del Ebro. La arquitectura es caótica y el autocar sufre el asalto de una nube de niños. Me despido del hombre y, bajo la solina, continúo a pie, por la acera. Las mujeres cominean a la sombra de los portales y unos mozos se divierten enseñando la instrucción al bobo del pueblo. Es un hombrecillo barbudo, de labios caídos y orejas en forma de asa. Su mosquetón es una vara de fresno y, al obedecer las voces de mando de los jayanes, gesticula y saca la lengua.
La carretera está, por fortuna, arbolada. A la salida de El Alquián, en medio de un bosque de eucaliptos, se alza la mole inacabada de la Escuela Sindical para Hijos de Pescadores. A mi regreso a Almería el chófer del autobús me explicó que está así desde hace más de diez años. Los créditos se agotaron a mitad de la obra y el viajero puede mirar el paisaje a través de la andana de huecos del edificio.
Un centenar de metros más lejos, los cortijos comienzan a espaciarse. Alas huertas embardadas suceden los alijares y las ramblas arenosas y desérticas. La vegetación se reduce a su expresión más mínima: chumberas, pitas, algún que otro olivo retorcido y enano. A la derecha, la llanura se extiende hasta los médanos del golfo, difuminada por la calina. Los atajos rastrean el pedregal y se pierden entre las zarzas y matorrales, chamuscados y espinosos. Las nubes coronan las sierras del Cabo de Gata. En el horizonte, el mar es sólo una franja de plomo derretido.
A la izquierda, las cordilleras parecen de cartón. Un camino sinuoso repecha a los poblados de Cuevas de los Úbedas y Cuevas de los Medinas. Antiguos centros mineros, sobrevivientes de la gran crisis de principios de siglo, se incrustan en el flanco de la montaña como dos nidos de buitre. Allí, los camiones acarrean el mineral hasta Almería, donde es embarcado, para su fundición, hacia los puertos de Alemania, Francia o Inglaterra.
Siguiendo la carretera de Níjar hay unas fincas del Patrimonio Forestal del Estado, con pitas y henequenes. Sembrados en lino sobre inmensas hazas de tierra ocre, rebasan apenas el palmo de altura. El sol los reseca hasta agostarlos. Desde el eucalipto bajo el que los contemplo parecen estrellas de mar, tentaculares y retorcidas. El Instituto Nacional de Colonización ha dado gran impulso a su cultivo: sus hojas, como las pencas de las chumberas, se emplean en la fabricación de fibras textiles.
Junto al henequén y el nopal, el viajero encuentra otra planta adaptada, como ellos, a la falta de agua: el guayule. Pequeño, de un verde descolorido, se alinea hasta desaparecer, entre las lomas y amelgas del arado, prisionera de un ondulado mar de arcilla. Con vistas a la obtención de caucho, el Instituto inició hace tiempo su cultivo en el triángulo Níjar-Rodalquilar-Gata. A juzgar por la opinión de quienes he interrogado, no parece que, hasta ahora, el éxito haya recompensado sus esfuerzos.
Los eucaliptos de la carretera se espacian peligrosamente, pero, antes de entrar de lleno en el solejar, un camión se detiene a mis señales. El chófer me pregunta adónde voy y le respondo de igual manera.
—A Rodalquilá —dice, después de una pausa.
—Bueno. Iré con usted.
El hombre me invita a sentarme a su lado y el camión arranca con estrépito. Yo celebro en silencio mi buena estrella, pues el autostop, en la región, cada día se hace más raro. Fuera de los escasos coches de turismo extranjero, ni los automovilistas ni los camioneros —antes, proverbialmente acogedores— quieren pararse. La guardia civil da el alto cada vez que descubre a un polizón e impone multas de cinco y diez duros por infringir las leyes del tráfico.
El chófer que me ha cogido es joven y acepta el cigarrillo que le tiendo. Me explica que la víspera, al terminar la jornada, aceptó un servicio en Motril y no ha pegado ojo en toda la noche.
—Tengo mieo de dormirme, si ando solo. Asín, hablando con usté, me distraigo.
También él me pregunta de dónde vengo, y al pronunciar el nombre de Barcelona se humedece los labios con la lengua. Cataluña es el paraíso soñado por todos los hombres y mujeres de Almería, una especie de legendario y remoto Eldorado. Mi compañero se interesa por las condiciones de alojamiento y trabajo y nombra media docena de amigos residentes en Barcelona, con la esperanza de que sepa de alguno.
—¿Y Paco González, uno con una cicatriz? Descargaba carbón en el puerto.
Digo que no, que no he tenido ocasión de conocer a Paco González y parece decepcionado.
—Se ha casao con una catalana. Si quiere pueo darle sus señas. Dígale que viene de parte del Sanlúcar. Se llevará un alegrón.
Cruzamos una serranía desierta. La carretera serpentea a trechos, pero está bien peraltada. En mitad de la paramera, los muros derruidos de una casucha recogen —y es un aldabonazo en todas las conciencias— la dramática invocación del paisaje: «más árboles, más agua». Consigna, asimismo, del Instituto Nacional de Colonización, la verá escrita, a lo largo de trochas y caminos, en pajares, casas, barracones y balates. Los árboles que atraerán la lluvia necesitan, para crecer, el concurso del agua. En Almería no hay arbolado porque no llueve y no llueve porque no hay arbolado. Sólo el esfuerzo tenaz de ingenieros y técnicos y la generosa aportación de capitales podrán romper un día el círculo vicioso y ofrendar a esa tierra desmerecida un futuro con agua y con árboles.
El camión abandona la carretera alquitranada de Níjar y se interna por la de Rodalquilar: guayules, henequenes, chumbares y, también, pequeños retales de cebada mustia y amarillenta. Aprieta el calor y el Sanlúcar cabecea sobre el volante.
—Trabajo pa dos empresas distintas, sabe usté…
—¿Cuándo descansa?
—A ratos perdíos. Y cuando hay fiesta. Mi novia casi no me ve. El otro domingo me pasé la tarde roncando.
Atravesamos unos campos de avena entreverados de amapolas y de unas florecitas amarillas que llaman aquí vinagreras. El camión sube la cuesta renqueando y, de improviso, divisamos dos poblados morunos, separados por un río seco. El más cercano a nosotros se llama Rambla Morales. Atado a la puerta del estanco, un cerdo hoza la tierra del borde de la carretera. Bajamos el badén y el Sanlúcar frena al llegar a la Rambla. Un grupo de mujeres, ataviadas como las mojaqueras, lavan la ropa en la fuente, a la sombra de los eucaliptos. Mi compañero se acerca a una y le entrega una carta.

Las casas de El Barranquete son rectangulares, con ventanucos cuadrados y cúpulas.
Yo me he apeado también y, desde el arenal, contemplo el segundo poblado. Las casas de El Barranquete son rectangulares, con ventanucos cuadrados y cúpulas. De lejos recuerdan las caperuzas de los trulli de la campiña de Ostuni y Martina-Franca en el sur de Italia, pero aquí los casquetes son únicos. Entre las pitas y nopales, los muros enjalbegados reverberan al sol. Unos niños medio desnudos juegan con la arena y al badén se asoma una chiquilla montada sobre un asno. Sanlúcar ha regresado al camión, se detiene a mi lado y mira las casas blancas del pueblucho.
—Parece África, ¿verdá? —dice leyéndome el pensamiento.
Subimos a la cabina y, sin añadir palabra, pone en marcha el motor. El sol que se encarniza sobre nosotros no favorece el cambio de impresiones y siento deseos de tumbarme a la fresca y descabezar un sueñecillo.
El camión trepa el repecho con dificultad. Las alas del radiador humean. La tierra es de color ocre tirando a rojo. Un peón caminero quita la arena de una tajea y el Sanlúcar saca la cabeza por la ventanilla y le hace adiós con la mano.
—Es el Tigre, un pedazo de pan. Le gusta demasiado empiná el codo y ahí lo tié usté, penando de sol a sol por quince pesetas.
Yo observo que la carretera está en buen estado, allanada, con su chispo de peralte en las curvas. Las pitas alternan con los nopales. Sobre las albarradas, en los muros de las casuchas en ruinas, se repiten las inscripciones en pintura y alquitrán que me acompañan desde Almería,
FRANCO
FRANCO
FRANCO
Como permanezco silencioso, el Sanlúcar se apresura a informarme que Su Excelencia el Jefe del Estado visitó la mina de oro de Rodalquilar durante su triunfal recorrido por la provincia.
—¿La mina de oro?
—Ya la verá usté si nos dejan pasá. Es la única que hay en España.
Los cortijos se suceden con sus aljibes. En el campo de Níjar los pozos tienen la espadaña cubierta por una especie de casquete esférico blanco y ventanado. Una mujer saca agua de uno y corre el cerrojo de la puerta.
El camión deja atrás Los Nietos y Albaricoques. Son caseríos de una docena de casuchas, agrestes y solitarios. Veo cabras, gallinas, borricos, cerdos. Las tierras, ahora, son casi rojas. La cebada medra fácilmente en ellas y el paisaje se enriquece de nuevos tonos: verdehiguera y verdealmendro, rucio, albazano.
De pronto, el Sanlúcar me da un tirón de la manga y ordena:
—Agáchese.
Obedezco sin comprender bien qué ocurre, con la cabeza junto al cambio de marchas y la vista fija en las cintas de color de sus esparteñas. Al cabo de una treintena de segundos me hace señal de incorporarme.
—¿Qué pasa?
—Los civiles. Creo que no le han visto.
Arriesgo una mirada por el ventanillo de detrás y los veo, en efecto, cada vez más chicos, envueltos en una nube de polvo, con los tricornios charolados y el mosquetón en bandolera.
El incidente ha puesto de buen humor al Sanlúcar y sonríe y se frota las manos.
—Ya estamos cerca de la mina. Si el portero de turno es un lucaineno que conozco nos dejará entrá. Si no, tendremos que dá la vuelta.
Me explica que para ir a Rodalquilar hay dos carreteras: una, propiedad de la ADARO, la compañía explotadora de la mina, y otra, comarcal, que es la que emplean los autocares que van al pueblo. Pregunto cuál es mejor.
—La de la mina —dice—. ¡Vaya diferencia!
El camión se adentra por un alfoz. Nos cruzamos con un turismo de gran lujo y el Sanlúcar maniobra para esquivarlo. Las montañas multiplican el eco de las boinas. El sol no llega hasta nosotros y lo veo brillar en lo alto, entre los riscales.
Poco después la carretera se desdobla y tomamos la de la ADARO. El poste de una barrera intercepta el camino como en un puesto fronterizo o paso a nivel. Un hombre rubio, con camisa de cuadros, sale de la garita de vigilancia. Frenamos.
—Salú. Buenos días.
El lucaineno se encarama al estribo y estrecha la mano del Sanlúcar. Durante unos momentos permanecen quietos, mirándose.
—Ya ves. Trabajando.
—Nosotros trabajando siempre.
—Es la vía.
—Sí, la vía.
Mi compañero le pregunta por su cuñado. El lucaineno responde que va mejor.
—¿Le indemnizaron?
—Dicen que el mes que viene.
El lucaineno tiene la cara grande, ruda y los ojos azules, muy claros. Nos despide con el brazo y levanta el poste de la barrera.
—Adiós, hasta otra —grita el Sanlúcar.
La carretera se desboca cuesta abajo. Es una pista ancha, apisonada con esmero, por donde tres camiones pueden pasar cómodamente sin rozarse. El viajero tiene la impresión de recorrer una zona desértica, como las que se ven en las películas de vaqueros del oeste americano. En la linde del camino alguien ha escrito sobre una peña: «a holivud dos quilómetros». Un camión sube a buena marcha levantando nubes de polvo. El silencio es agobiante. Contemplo las sierras pardas, desnudas. Aquí y allá unas manchas amarillentas señalan las bocas de la mina. En el valle hay casuchas en ruinas y un depósito circular abandonado.
La carretera se ciñe al borde del barranco y, a la vuelta de una curva, se asoma sobre los lavaderos de la empresa y el pueblo de Rodalquilar. Escalonados en la pendiente de la montaña varios depósitos brillan al sol, intensamente rojos. Allí se decanta y lava el cuarzo aurífero que los camiones acarrean en la mina, antes de pasar a los secaderos. Al pie de los estanques la ganga ha invadido el valle y forma un extenso lodazal resquebrajado y amarillo. Rodalquilar queda a la derecha, confortablemente asentado en el llano.
Es un pueblo pequeño, asimétrico y, en apariencia, sin centro de gravedad. Las calles no están urbanizadas y el camión avanza por ellas dando tumbos. Las casas son chatas, feas. El Sanlúcar frena a la puerta de una y dice:
—Bueno. Ya hemos llegao.
Deben ser alrededor de las dos y el estómago empieza a cosquillearme. Invito al Sanlúcar a la fonda, pero no acepta.
—No, vaya usté. Yo tengo faena. Si acaso, luego me descolgaré a tomá un chatico.
Yo le doy las gracias por su hospitalidad.
—La fonda la encontrará al otro lao del arroyo. Allá donde vea unos eucaliptos.
El pueblo está desierto a causa del sol. La iglesia, la escuela y la casa-cuartel de los civiles son edificios de construcción reciente, pobres y sin carácter. Atravieso un arroyo seco y, en la otra orilla, doy en seguida con la fonda.
Viniendo de fuera, la retina se adapta con dificultad a la penumbra. Puertas y ventanas tienen las persianas corridas y, a cubierto del sol, la temperatura es agradable.
El recién llegado se sienta a un extremo de la mesa familiar y da los buenos días a los comensales, tres hombres vestidos de azul mahón y dos muchachas de buen ver, algo entradillas en carnes, que parecen forasteras. Hay intercambio de saludos y el mozo se asoma a tomar los encargos.
Mientras pone el cubierto me entretengo mirando el comedor: es una habitación grande, destartalada, con las paredes desconchadas y desnudas y suelo de mosaico que pandea. Luego, el chico sirve el café a las señoritas y uno de los hombres amaga quitárselo de las manos. Las muchachas ríen y su risa me pone de buen humor. A la más bajita se le forman dos hoyuelos en la cara y sus ojos brillan con inocente malicia. La otra tiene la piel más blanca y lleva el pelo recogido en moño. Parece una fallera de Valencia.
El mozo trae un plato de bacalao con garbanzos y medio litro de vino. A diferencia del gaditano o malagueño, el almeriense es poco aficionado a la bebida. La culpa se la echo yo a los caldos del país, por lo general muy medianejos[1]. El que bebo ahora —vinagrón y algo repuntado— difiere apenas del desbravado y zurraposo de Garrucha. Sin poderlo evitar, me acuerdo con nostalgia del tinto de Jumilla, que se encuentra a cien kilómetros al norte, ligero, seco y deliciosamente áspero.
—Adiós. Buen provecho.
Las muchachas se levantan y caminan hacia la puerta. Vestidas a la moda de la ciudad, me pregunto si habrán venido al pueblo como yo, de visita, o serán familiares de algún ingeniero. Mi vecino —uno de los tres hombres de azul mahón— ha seguido la dirección de mi mirada y me saca de dudas.
—Son las maestras.
Yo quiero saber cuánto tiempo hace que están en Rodalquilar, y si tienen familia…
—¿No las ha visto comé? Viven solas. Aquí somos tós unos paletos y nadie se atreve a hablarles. Pobres muchachas.
Sus compañeros tercian en la conversación. A las maestras las obligan a pasar una temporada en los pueblos antes de ir a la capital. Las que son ricas se amañan pagando a una sustituía, pero las otras han de enterrarse allí varios años por una verdadera miseria.
—Cuando se dan cuenta son solteronas y ya no encuentran a nadie que las salga.
—Y no se vaya usté a creé que dan el puesto a cualquiera. Pa ganá el título se necesita mucho estudio.
—La más pequeña dijo el otro día que estuvo bregando seis años…
El mozo me sirve un par de huevos fritos anegados en aceite. Los hombres están ahora en el café. Mi vecino lo sorbe lentamente y dice:
—¿Es usté corredó de tejíos? —sin darme tiempo de contestar, añade—: Perdonará la indiscreción, pero me han dicho que esta mañana vino uno desde Almería.
—No, no soy yo.
—Pero es usté forastero, ¿verdá?
—Sí.
—Por eso. Yo no le tenía nunca visto. Aquí, los cuatro gatos que somos nos conocemos tós la cara…
El más joven del grupo lleva la boina hacia atrás y se acaricia la mecha de pelo que le cae por la frente.
—¿Ha venío usté en el autocá?
—No, en un camión.
—Pues ha tenío usté suerte. No tol mundo se arriesga. Con las multas…
Digo que sí, que he tenido suerte y, olvidándose de mí, los tres hombres intercambian confidencias en voz baja: la silicosis de Edelberto, el trabajo en la mina, lo ocurrido con Emiliano. El mozo me sirve el café, pasa el tiempo y les oigo hablar todavía de Cándido, de José, de Vitorino…
—Y nosotros, aún, no poemos quejarnos.
—No, no poemos.
—Porque los suplentes…
—Porque los picapedreros…
Yo paladeo el líquido amargo de la taza mientras ellos prosiguen con sus susurros. De vez en cuando se interrumpen y los ojos les brillan. El de la boina murmura algo a la oreja de mi vecino.
—Ese día…
—Ah, ese día…
Luego se levantan y pagan la cuenta al pequeño. Al salir, se despiden con una inclinación de cabeza. El de la boina me alarga la mano.
—Adiós. Buen viaje.
Cuando se van, pido también la cuenta. Calculo que deben ser más de las tres y enciendo un cigarrillo con la colilla de otro. Miro las sillas vacías de los hombres y las muchachas y me digo que es hora de ponerme otra vez en camino. Alguien empuja la persiana de la puerta, pero no es el Sanlúcar. El chico vuelve de la cocina y dice simplemente:
—Son dieciséis pesetas.