VI

Llano yermo junto a Rodalquilar.
Pasada la Venta de las Canteras, la carretera faldea una zona desnuda, montañosa. Las ondulaciones de Sierra Alhamilla se pierden en el horizonte, lo mismo que un mar. Una liebre cruza velozmente el camino y desaparece entre los zarzales, como engalgada. Es un magnífico lugar para el ojeo y, suspendida sobre el barranco, veo una paranza de cazador engastada en la roca.
Llegando al cruce de Rodalquilar —allí donde la víspera pasé en camión con el Sanlúcar—, el paisaje se africaniza un tanto: cantizales, ramblas ocres y, a intervalos, como una violenta pincelada de color, la explosión amarilla de un campo de vinagreras. Después de hora y media de camino empiezo a sentir la fatiga. Por la carretera no se ve un alma. Sopla el viento y de los eriales surge como un canto de trilla, pero es seguramente una ilusión, pues cuando aguzo el oído y me detengo, dejo de escucharlo.
La carretera de Gata parte de las cercanías de El Alquián y corto a campo traviesa. Se presiente el mar hacia el Sur, tras los arenales. El suelo está lleno de trochas que se borran lo mismo que falsas pistas. Sigo una, la abandono, retrocedo. Finalmente descubro un camino de herradura y voy a parar a una rambla seca, sembrada de guijarros.
Cuando llego, una bandada de cuervos se eleva dando graznidos. Hay un cadáver descompuesto en el talud y el aire hiede de modo insoportable. Intento ir deprisa, pero las piedras me lo impiden. El cauce de la rambla está aprisionado entre dos muros. No se ve un solo arbusto, ni un nopal, ni una pita. Nada más que el cielo, obstinadamente azul, y el lujurioso sol que embiste, como un toro salvaje.
Al cabo de un centenar de metros, subo por el talud. Arriba, la vista se extiende libremente sobre el llano y parece que se respira mejor. El suelo es todavía pedregoso y sorprendo varias culebras. Me duelen los pies y, mientras ando, acecho el lejano mar de Gata.
El sendero bordea un campo de henequenes y, de pronto, me encuentro en la carretera. Por el badén viene un hombrecillo con unas alforjas al hombro y espero a que se acerque para abocarme con él.
—Buenos días.
—Buenos días.
—La carretera de Gata, por favor…
—Sin favó. Está usté en ella.
El hombrecillo me observa con curiosidad. Tiene tracoma y sus ojos parecen dos ojales.
—¿De dónde viene usté?
—De Níjar.
—Caló, ¿eh?
—Sí. Mucho.
Le ofrezco mi paquete de tabaco y reanudamos la marcha. El hombrecillo cojea ligeramente.
—Nosotros estamos acostumbrados al sol, pero los forasteros…
—¿Es usted de aquí?
—De un caserío de cerca de aquí. Torre García. ¿Lo conoce?
Cuando digo que no, parece algo ofendido.
—Pues es muy famoso. Allí se apareció la Virgen del Mar a los pescaores hace diez mil años.
—Muchos años son.
—Muchísimos. Ahora es la patrona de Almería y tós los veranos viene la mar de personá desde allí a celebrarla.
Bajamos y subimos otro badén. Los márgenes de la carretera están cultivados y mi compañero los señala con el dedo.
—¿Ha visto?
—Sí.
—La cebá ya encaña.
—¿Por qué siembran sólo en la orilla?
—¿No ha pasao usté por la carretera d’El Alquián?
—Sí. También había cebada en los bordes.
—Los laos los dejan pa nosotros —explica el hombrecillo—. Permítame que me presente. Feliciano Gil Yagüe, peón caminero.
—Mucho gusto.
—El gusto es mío.
Yo me acuerdo del viejo de la carretera de Rodalquilar y pregunto si lo conoce.
—Uno que le llaman el Tigre…
—Ah, el Rodegario… Mú buen hombre. Lástima que le tire al vino.
—Eso me dijeron.
—Aquí, al que bebe, lo tién muy criticao, pero ¿qué quié usté? Cuando uno es viejo y está solo en el mundo…
—Sí, claro.
Feliciano me explica que es viudo y padre de cuatro hijos.
—El mayor pronto empezará la mili. Hace el doble que yo de alto.
—¿Viven con usted?
—Sí. Cá uno trabaja por su cuenta, pero tós dormimos en El Alquián.
—Por allí pasé yo ayer.
—Pues si le coge otra vez de camino descuélguese a vernos. Mi hija es ya una real moza, con dos ojos asín de grandes.
—Muchas gracias.
—Los cuatro tién la vista buena. No se vaya usté a creé, viéndome a mí, que han salió como el padre.
—No.
—Yo estoy asín desde niño y mi hermano también. Cuando nos llamaron a filas nos dieron a los dos por inútiles.
Mientras caminamos explica que, hace años, en su pueblo, muchos mozos se frotaban los ojos con mostaza y un polvillo que iban a buscar a la mina y los médicos, al hacer la revisión, creyendo que tenían tracoma, los enviaban derechitos a casa.
—Había uno, el Eulogio, que se metió tanto polvo en los ojos, que luego se volvió ciego.
—¿Vive?
—Murió ya. ¿Sabe usté cómo?
—No.
—Lo atropelló un camión a la entrá d’El Alquián. Estuvo agonizando nueve días.
Feliciano cuenta las cosas con alma, con un regodeo secreto.
—Por aquí muere mucha gente accidenté.
—¿Sí?
—El mes pasao, la marrana de mi vecina le comió la cabeza a su niño. Tós los diarios hablaron.
El hombrecillo explica lo sucedido con pelos y señales y uno piensa que —a manera de compensación— el humor negro debe aliviar a los almerienses. Tiempo atrás, en un lugar de la provincia, la casualidad me hizo asistir a la representación de unos cómicos, y su ironía macabra, llena de alusiones a la pobreza y a la muerte —que seguramente hubiera petrificado de horror al público de cualquier otro país— fue acogida allí con explosiones de verdadero entusiasmo. Feliciano pertenece a esa España-esperpento que retrataron Goya y Valle-Inclán y, mientras narra sus historias, los ojillos sarnosos le parpadean con malicia y su boca sonríe como una cicatriz abierta, pálida y desdentada.
—¿Lee usté El Caso?
—A veces.
—La criatura salió allí retrataíca.
La carretera atraviesa unos huertos cercados con bardas. Hay una acequia en la linde del camino y los bancales están todavía húmedos. Poco a poco nos acercamos a un cortijo. Parece grande, y las palmeras y el rumor del agua le dan el romanticismo de un oasis enclavado en medio del desierto.
—Bueno —dice el hombrecillo—. Ya hemos llegao.
—¿Dónde?
—A Torre Marcelo. Usté no tié más que echá p’alante y en seguía llega a Cabo Gata. Yo me planto aquí.
Me despido de Feliciano, no sin prometerle antes que pasaré por El Alquián a ver a sus hijos, y le sigo con la vista mientras, pasito a pasito, salva el solejar de la era. Por la ventana de la cuadra le mira también un burro, y los perros le rodean con jemeques y brincan para lamerle las manos.
Torre Marcelo produce impresión de gran riqueza. La paja se amontona en los almiares. Bajo el colgadizo se ven las enjalmas de los mulos y una especie de enorme armatoste con los aperos de labranza y trajino del campo. Hay gallinas, ocas, patos, cerdos, e incluso una alberca donde un niño pesca ovas y remueve la lama del fondo con la punta de una caña.
La carretera costea un bancal de eucaliptos y, siguiendo el trazado de la acequia, recorre una huerta con olivos, palmeras y frutales. Sopla un viento salado que es como un anticipo del mar. El paisaje se agosta de nuevo y, después de media hora de camino por las marismas, aparece San Miguel de Cabo de Gata.
La imagen de África se impone otra vez al viajero. Las casas son rectangulares, blancas; semejan casi fortines. El viento azota las playas del golfo de Almería y, formando una barrera protectora, las chumberas fijan la arena de las dunas.
Sin decidirme a atravesar el pueblo, doy un rodeo por los navazos. El arenal es una auténtica solana. Las algaidas ocultan el mar y, cuando al fin lo veo, tras diez minutos de impaciente búsqueda, me quito la ropa y me zambullo.
Minutos después, acosado por el hambre, me aproximo lentamente hacia el pueblo. Sus casas están edificadas de espaldas al mar y las fachadas posteriores soportan el embate de la arena. Las barcas varadas en la playa parecen insectos arrojados allí por el temporal, son como gigantescas mariposas sin vida. Hay boliches, traineras, botes, jábegas. En Cabo de Gata, como en Motril, los hombres pescan a copo halando las redes desde tierra.
A un centenar de metros en dirección a las salinas se yergue una graciosa torre en ruinas, construida, sin duda, hace siglos, para prevenir las incursiones piratas. La playa es extensa, muy limpia. Un barco salinero aguarda a que terminen de cargarlo, anclado a medio kilómetro de la costa. Más lejos, el horizonte se cierra bruscamente con los acantilados del cabo.
En el pueblo, los niños me siguen con curiosidad; los niños flacos y oscuros del Sur, de pelo anillado y ojos expresivos, medio enanos y medio diablejos, con sus manitas móviles, sus voces cantarinas y una tristeza adulta que transparenta siempre bajo los rasgos maliciosos y ávidos.
—¿Busca la fonda?
—Sí.
Inmediatamente se agrupan en tomo mío, discuten, me tiran de la manga.
—Por aquí. Por aquí.
—¿Es usté francés?
—No.
—Hay uno aquí que habla el francés.
—Soy español.
—Es español —repiten a coro—. Español. Español.
Los más impacientes se adelantan con la noticia y vuelven a recogerme cuando me acerco a la plaza.
La fonda es una casa como las otras, blanca por fuera y fresca y agradable por dentro, con un bar lleno de cajas de cerveza, un tonel de vino y un calendario de propaganda en colores.
—Aquí está —dicen triunfalmente los niños.
El patrón es hombre joven, de buena facha, vestido con pantalones tejanos y una camiseta de hilo. Los chiquillos me llevan hacia él y se quedan quietos, acechando nuestras palabras.
—¿Podría darme de comer?
—Eso depende de lo que quiera usté.
—Me es igual. Lo que haya.
El patrón pone los brazos en jarras y dice:
—Tenemos pan, aceitunas, tomate, cebolla, pescao frito…
—Está bien.
—Si quié usté latas de conserva, también hay.
—No.
—¿Algo de bebé?
—Medio litro de tinto.
El patrón me introduce en el comedor. Como en Rodalquilar, no tiene más que una mesa y, cuando llego, dos hombres que frisan la cuarentena dan buena cuenta de la ensalada.
—Que aproveche.
—Gracias.
Mis comensales son locuaces y, en seguida, me brindan conversación.
—¿Es usté del pueblo?
—No.
—Nosotros tampoco. Estamos reparando el motor de un pesquero que encalló el mes pasado.
—¿Dónde?
—Frente a las salinas. Pero venimos a comer aquí. Allí no se encuentra nada.
El que está a mi derecha se llama Vitorino Fernández. Es cartagenero, del barrio de la Concepción, y fue pescador toda su vida antes de trabajar como mecánico naval. El otro explica que vive en Alicante. Sólo recuerdo su apellido: Carratalá.
—Yo conozco todo el sur y levante de España —dice Vitorino—. Desde Portugal hasta el Cabo Creus. Mi padre era patrón de una trainera y allí aprendí a arreglar los motores.
Yo le hablo de los pueblos de mar de su provincia: Mazarrón, Águilas, San Javier, Los Alcázares…
—¿Ha estado usté por allí?
—De paso.
—Como pescado fino el del Mar Menor. ¿Fue usté a las golas?
—Sí.
—¿Y vio cómo lo atrapan?
—Sí.
Vitorino es hombre sensual y, al hablar de comida le relucen los ojos y parece que la boca se le haga agua.
—Vaya forma de prepararlo que tienen… Siempre lo he dicho. No hay nada en el mundo como el caldero.
Carratalá maldice la suerte que los ha llevado a Almería.
—Sale usté a las diez de la noche y ya no ve un alma. Todo cerrado.
—Para alternar, Cartagena.
—O Málaga. Éste y yo estuvimos el mes de abril reparando unos motores. Allí sí que hay vida.
El patrón viene con un plato de ensalada, cebolla, tomate y aceitunas. A mis compañeros les sirve una bandeja llena de pescado frito.
—¿Os enterasteis de lo de anoche? —dice. Y sin darles tiempo de contestar—: Los americanos esos del barco, que armaron por ahí una trifulca.
—No. ¿Qué hicieron?
—Ná, que vinieron en taxi tres, desde Almería, borrachos como zaques y, al llegá aquí, no quisieron pagá al taxista, dijeron que no tenían dinero. El chófer es un garruchero que conozco, un tronco de hombre asín que le llaman el Tarzán. Cuando vio el plan en que se ponían, el tío los tumbó a los tres groguis y les quitó las ropas, los relojes, tó lo que llevaban encima…
—¿A qué hora fue?
—No sé a qué hora sería. Hacia las cinco o las cuatro. Esta mañana el Julio vio a dos, durmiendo la mona en la playa. Dice que iban en pelota viva. El otro se largó nadando hasta el barco.
El patrón va a buscar la botella de vino y mis comensales despotrican contra los marineros.
—Es que vienen aquí creyendo que tienen derecho a todo. Una vez, en Alicante, molieron a palos a un limpia. ¡La madre que los parió!
Vitorino me pregunta si he estudiado en la Universidad y, cuando digo que sí, carraspea y me habla de Barcelona y Madrid y de unos chicos que fueron a trabajar a los astilleros durante las vacaciones de verano.
—Gente estupenda —dice—. Daba gusto oírlos. Puede que usté los conozca.
El patrón vuelve con mi pescado, el vino y un meloncete de muy buena pinta que cala antes de terciarlo.
—¿Qué tal está? —dice Vitorino.
—De primera.
Y sentados los cuatro hablamos de las cosas que pasan por el mundo y nos excitamos de tal modo que elevamos la voz, damos gritos y el patrón tiene que cerrar la puerta. Cuando salgo, los chiquillos me esperan en la plaza papando moscas y yo doy la mano a mis tres amigos y continúo el camino hacia el faro.
La carretera me orienta por las marismas. Atrás quedan las casas del pueblo, la torre en ruinas, los niños oscuros y flacos. El sol no castiga como antes y el viento es fresco. A mi izquierda los saladares cubren la superficie de la llanura. El barco de los americanos espera en alta mar que lo carguen.
Al cabo de veinte minutos de marcha se llega al poblado de las salinas. Sus casas están más apiñadas que en Gata. Hay una iglesia gris de construcción reciente, una cruz solitaria en recuerdo de los Caídos y una montaña de sal blanca, que parece de nieve. El aire huele como en las afueras de las grandes ciudades y el conjunto es de una extraña asimetría.
La carretera sigue entre los saladares y la playa, a merced del sol y del viento. Las sierras de Gata se aproximan e interrumpen el paisaje con su gran mole. A sus pies, a un cuarto de hora de camino, se encuentra un tercer poblado: La Fabriquilla, tan mísero y destartalado como los anteriores, con las calles infestadas de perros hambrientos y de niños que corren dando gritos y se revuelcan en la aguacha.
Tengo sed y entro a tomar una copa en el bar Viruta. El anís que dan es seco y lo bebo de un latigazo. Fuera, las últimas casas del poblado faldean la sierra. Los zaguanes están llenos de gente que mira. En la montaña hay media docena de cuevas de aspecto sórdido y un hombre trepa hacia ellas llevando un crío entre los brazos.
Cuando subo el camino del faro, el paisaje sufre una transformación. La sierra se desploma verticalmente sobre el mar y las olas descarnan el acantilado con furia.
A medida que cobra altura la carretera, el horizonte también se ensancha. El sol brilla, pero ya no da calor. Las corrientes marinas forman hileros que cebrean la masa azul inmóvil y los farallones de la costa emergen como morsas, festoneados de espuma.
La sierra es ocre, desértica. Su vegetación se reduce al palmito, que los almerienses emplean para fabricar escobas y esteras, y cuyo cogollo, blanco y sabroso, se consume, importado de África, en todos los países de Europa, donde es más estimado que el espárrago.
Media hora de camino por curvas cerradas y el faro de la Testa del Cabo aparece de pronto, uno de los más hermosos faros del mundo, sin duda. Las montañas lo aíslan enteramente de tierra y, batido día y noche por el mar, se yergue, solitario y agreste, atalayando la costa del moro, vigía fiel, hoy, de tempestades y naufragios, ayer de desembarcos berberiscos.
Uno piensa con tristeza que un sitio así debería ser baza turística importante y contempla melancólicamente la carretera estrecha, polvorienta y sinuosa, por la que apenas cabe un automóvil, y cuyo acceso, para colmo de la ironía, está prohibido a los coches particulares que —según leo en un cartel— no dispongan previamente de permiso.
Hoy por hoy sus únicos habitantes, fuera del torrero y su familia, son los guardias civiles que rondan frente a la playa, a un centenar de metros del faro, y una pareja de suecos desgalichados que desembarcó allí hace meses, en un taxi, con un niño rubio de ojos azules, una tienda de campaña de lona y una máquina de coser.
—Doy ou speak English?
—No.
—Parlez-vous français?
—No.
—Parlate italiano?
La comunicación es imposible y marido y mujer se contentan con sonreír.
Un guardia civil que ronda por la playa con cara de aburrido me dice que el hombre es un apasionado de la pesca submarina, que por allí es muy abundante.
De vuelta hacia el pueblo pienso que los suecos deben ser algo locos para venir con todos sus trastos desde su país y cuando, a la noche, hablo de ellos con el amo de la fonda donde comí a la mañana y aventuro mi opinión, a mi amigo le brillan los ojos y dice simplemente:
—Locos, sí; y mucho más de lo que usté se figura.