IV

Una plaza de Níjar.
La primera impresión —agreste y un tanto inhospitalaria— que Níjar inspira al viajero que viene por el camino de Los Pipaces, se desvanece con la proximidad. Los alrededores de la villa son ásperos, pero el esfuerzo del hombre ha transformado armoniosamente el paisaje. La ladera del monte está escalonada de paratas. Frutales y almendros alternan sobre el ocre de los jorfes y los olivares se despeñan por la varga lo mismo que rebaños desbocados.
Níjar se incrusta en los estribos de la sierra y sus casas parecen retener la luz del sol. Por la carretera pasan feriantes montados en sus borricos. A la entrada del pueblo hay un surtidor de gasolina y, cuando llegamos, una pareja de civiles camina hacia Carboneras con el mosquetón terciado a la espalda.
—Hoy es día de mercao —dice uno de mis compañeros—. Tó ese personá que ve usté viene de los cortijos.
—¿Qué venden?
—Lo que tienen. Cerdos, gallinas, huevos… Con lo que les dan mercan pan y aceite pa el resto de la semana. Son gente que vive en sitios aislaos, a varios kilómetros uno del otro y sólo van al pueblo los sábaos.
Por la calle bajan mujeres vestidas de negro y un gitano sentado a horcajadas sobre un borrico. Las casas de Níjar son de una sola planta y tienen las fachadas enjalbegadas, pero, a diferencia de las de El Barranquete o Los Nietos, su aspecto es poco africano y recuerda más bien el de las viviendas de los pueblos de la Andalucía alta y Extremadura. El techo suele ser de teja encalada y, a través de las puertas siempre abiertas, se vislumbra el interior de los zaguanes: retratos de familia, cromos piadosos, mesitas, floreros, vasijas de barro.
De repente, el bajito me agarra del brazo y me arrastra al interior de una.
—Pase usté. Le presentaré mi mujé y los chavales.
Sus amigos entran detrás de nosotros. La habitación es pequeña, cuadrada. Su mobiliario se reduce a un banco de madera. Del techo cuelga un mosquero pringoso y en la pared hay un dibujo de Walt Disney.
—¡Modesta!
La mujer acude con un crío entre los brazos y, al verme, sonríe con expresión plácida. Aunque tiene el rostro seco y el vientre deformado por la maternidad es todavía bonita.
—El amigo es un señó catalán que ha venío a visitá el pueblo —explica el marido.
—Mucho gusto en conocerle.
Yo digo que el gusto es mío.
—¿No quiere sentarse un momento?
—Muchas gracias.
—Tráele la silla, mujé.
—Espera. Agarra tú al niño.
Modesta desaparece tras la cortinilla de esparto y vuelve en seguida con la silla y dos críos agarrados a las faldas.
—Hala, siéntese.
—No, la silla para usted.
—Ande —insiste el marido—. Nosotros cabemos en el banco.
No tengo más remedio que obedecer y Modesta y los tres hombres se acomodan enfrente mío. Hay un silencio. Los pequeños siguen agarrados a las faldas de su madre.
—¿Qué tiempo tienen?
—Éste, tres años, y este otro, cuatro. Vamos, dad las buenas tardes al señó.
Al oír que hablan de ellos, los niños se encogen y se tapan la cara con las manos. Yo me vuelvo hacia el que va en brazos de la mujer.
—¿Y éste?
—En abril hizo dieciocho meses.
El padre lo sienta sobre sus rodillas y le cubre la cara de besos.
—Es majo, ¿verdá?
El niño parece, en efecto, más robusto que sus hermanos, pero yo miro sus ojos estrábicos y como sin vida, cuando Modesta se adelanta a mi pensamiento:
—Lástima que sea cieguico.
—No ve ná —dice el hombre—. Está asín desde que nació.
Les pregunto si lo ha visitado algún médico.
—A Almería lo llevaron una vez. Dijeron que tendrían que operarle.
—¿Allí?
—No. En Barcelona.
—Parece que en Barcelona hay un médico mú bueno.
—Bueno o malo, pa nosotros es iguá.
—No sé por qué dices eso —se lamenta la mujer.
—Porque es verdá. Como no encontremos naide que nos fíe el viaje…
El padre lo acuna con extraña dulzura. De vez en cuando aparta las moscas a manotazos.
—Al pobrecito se lo comen vivo…
—Pásamelo, José —dice la mujer—. Cuando oye voces desconocías s’espanta.
Por la puerta de la calle irrumpe otro niño, de siete u ocho años. Tiene los ojos rasgados, de color verde, y el pelo ondulado y negro.
—Es mi chico mayó —explica José.
—Da las buenas tardes al señó.
—Buenas tardes tenga usté.
Envalentonados por el ejemplo de su hermano, los pequeños me dan las buenas tardes también.
—¿Ahora os acordáis? —exclama Modesta—. ¿Qué va a pensar ese señó de vosotros?
Los niños se ocultan otra vez bajo sus faldas y ríen excitadamente.
—Son cuatro y otro que viene en camino —aclara José.
—Aquí, las mujeres están siempre encintas —dice uno de sus camaradas.
—Toas las familias son de cuatro, cinco, seis chavales.
—Hay una mujé al final de la calle que tuvo hasta trece.
—Cuanto más pobres, más hijos.
—La noche es larga y la gente no tié distracción como en las capitales.

Gentes del campo de Níjar.
Los tres hombres intercambian reflexiones bajo la mirada sumisa de Modesta. Los niños de la calle empiezan a aglomerarse frente al portal y nos contemplan inmóviles, hilando baba.
—Largo, fuera de aquí —grita José.
Yo aprovecho la ocasión para levantarme.
—Su compañía es muy grata, pero oscurece, y quisiera dar una vuelta por el pueblo.
—¿Qué desea vé usté?
—Nada en particular. Las calles.
—¿Ha visto usté el Paseo? —pregunta Modesta.
—No, señora.
—Entonces, mi hijo le acompañará. Antoñico, lleva al señó al Paseo.
El niño de los ojos verdes me coge familiarmente de la mano.
—Venga.
Yo me despido de Modesta y su marido y les agradezco la hospitalidad.
—¿Cuántos días se queda usté en Níjar?
—Me voy mañana.
—Bueno, pues que tenga usté buen viaje…
El grupo sale a decirme adiós a la calle y Antoñico y yo nos alejamos seguidos de una nube de arrapiezos.
—No les haga caso —dice el niño—. Cuando ven a un forastero se quean como embobaos.
El cortejo imanta poco a poco la chiquillería curiosa de los portales. Pronto son veinticinco o treinta. Van pobremente vestidos, con pantalones heredados de sus padres o hermanos pero, en vez de gritar y alborotar como los de Cuevas, caminan detrás de nosotros en silencio, a respetuosa distancia.
Doblamos la esquina y, por una calle estrecha y llena de polvo, desembocamos en el Paseo. Es una avenida monumental, alquitranada y con jardines, de un centenar de metros de largo. Como para acentuar su carácter insólito, Antoñico señala la hilera de farolas plateadas rematadas con tubos de neón. El visitante se frota los ojos porque cree soñar. El conjunto parece directamente trasplantado desde Sitges o alguna otra playa de moda. Una casa de alta costura en pleno desierto no le hubiera causado mayor sorpresa.
—Lo inauguraron el año pasao —dice Antoñico—. ¿Qué le parece?
La chiquillería está al acecho de mis palabras y digo que me parece bien.
—De noche lo iluminan y tó.
—Debe quedar muy bonito.
—Mucho. Venga aquí a dos horas y lo verá.
Aguardando el momento de lucir sus galas nocturnas, el Paseo desempeña, entre tanto, funciones más modestas. Cuando nos vamos, un hombre con sombrero y zamarra lo atraviesa al frente de una piara de puercos.
—¿Qué quié vé usté más?
Doy las gracias a Antoñico por sus amabilidades y le digo que me voy a la posada. El niño me cree y se aleja con los otros. Una vez solo vuelvo a la calle por donde habíamos venido y me interno por las callejuelas laterales en busca de los talleres de alfarería.
La cerámica de Níjar es famosa en todo el sur y, con la de Bailén, una de las más importantes de España. Barnizados y pintados de vivos colores, lebrillos y platos se venden en Madrid, Barcelona y Valencia a precios que sorprenderían sin duda a sus humildes autores. En Níjar se puede llenar un automóvil de cacharros por unas pocas pesetas. Últimamente, algunos nijareños parecen haber caído en la cuenta del negocio que tienen entre manos y, de cara al turismo extranjero, ilustran las vasijas de ingenuos motivos folclóricos y las venden luego a los automovilistas a lo largo de la carretera general por Lorca, Totana y Puerto Lumbreras.
La calle por la que subo es pina y las aguas residuales han abierto un cauce por en medio, lleno de fango y suciedades. Atardece, y la gente se asoma a la puerta de las casuchas. Una radio transmite a toda potencia una canción de Valderrama.
Pregunto por los talleres y me indican uno. Es un cobertizo bajo, sin ventanas, donde trabajan cuatro hombres. Los maestros moldean sentados en los tornos y el aprendiz apelmaza la arcilla golpeándola contra una laja. Al fondo, en una solana bastante extensa, hay varias hileras de lebrillos puestos a secar.
Los hombres parecen acostumbrados a la curiosidad de los mirones. Los tomos están empozados de manera que la rueda superior quede a la altura del suelo, y pedalean enterrados hasta la cintura, con rapidez milagrosa. En sus manos, la arcilla cobra en pocos segundos la forma de un cuenco. Cuando terminan, lo dejan sobre una tabla y empiezan otro.
—¿Forastero? —dice uno de los maestros al cabo de un tiempo.
—Sí, señor.
—La otra tarde vino a vernos un alemán, con su familia.
Las vasijas se forman velozmente entre sus dedos, siempre iguales.
—¿Cuántas hacen al día?
—No sé, nunca las contamos.
El hombre parece poco hablador. Sus cuencos llenan ya la totalidad de la tabla y el aprendiz los lleva a secar al patio. Desde la puerta le veo trasegar de lebrillo en lebrillo un líquido blanco, semejante a la leche.
—¿Qué es eso?
—El caolín. Sirve pa barnizá.
Al acabar, le paso mi paquete de Ideales y fumamos un cigarrillo. Mientras los otros salen de los tornos y se quitan la arcilla de las manos, me explica que en el pueblo hay más de doce talleres, pero que todos malviven.
—Es un oficio muy cansao y, en realidá, rinde poco. Pa llegá a alfarero se necesita aprendé desde niño y siempre son otros quienes aprovechan.
—Si uno trabajara por su propia cuenta, sí rendiría —tercia uno de los maestros—. Pero, tal como lo hacemos nosotros, el chico tié razón.
—En otros laos, el torno gira con motor y no hay que pedaleá tol tiempo.
—Pues yo, ¿sabéis lo que os digo? —exclama otro—. Que prefiero está aquí diez horas por nueve duros que metió a cien metros bajo tierra, iguá que las ratas.
—Aquí la faena es cansá pero no te tié amarrao, y no te envejece antes de hora, ni te estropea…
El que habló primero dice que no cambiaría de profesión por nada y, como ha llegado la hora de cerrar y oscurece, salimos a la calle. El sol ha trasmontado pero su luz desperfila todavía las crestas de la sierra. Después del bochorno del día la fresca es agradable.
En la esquina hay una taberna y entramos a beber una copa. Terminada la discusión sobre su oficio, los alfareros permanecen silenciosos. El aprendiz pregunta si me hospedo en la fonda y le digo que aún no he visto ninguna.
—Conozco dos o tres. La que linda con la plaza le resultará muy económica.
Cuando se van, vagabundeo por el pueblo, sin rumbo fijo. Las casas tienen los portales abiertos y los cuadros familiares se suceden monótonos y tristes. Veo un taller de reparación de bicicletas, un almacén de granos. En la plaza los chiquillos juegan a la morra y el cura conversa con el brigada. Hay tres cafés, la parroquia, un cine. Los cafés están de bote en bote, el cine anuncia una película de Vicente Escrivá y, al acercarme a la iglesia, leo un cartel descolorido: «alegre hacia el sacerdocio, ayudad al seminario». Quiero entrar, pero la puerta está atrancada.
Por el arroyo pasan dos mujeres montadas en borricos. Vuelven de la compra, con grandes cestos, y me decido a subir al albaicín. En la calleja se alinean los tenduchos de comestibles y pronto doy con la plazuela del mercado. Cuando llego, los últimos vendedores guardan el género en los cuévanos. Los asnos rebuznan de impaciencia.
—¿No quiere usté unas tunas, señor?
El viejo implora con los ojos, pero, cuando me doy cuenta he dicho que no y es demasiado tarde. Continúo cuesta arriba con el propósito de comprarle al volver. El pueblo es mayor de lo que parece a primera vista y no sé regresar a la plazuela. Tengo que preguntar a una muchacha y, cuando llego, el viejo se ha esfumado.
De noche, mientras la posadera prepara la cena en la cocina, me acuerdo de que Ortega y Gasset menciona lo acontecido en Níjar el 13 de septiembre de 1759, cuando se proclamó rey a Carlos III, como ilustración de su célebre teoría sobre la rebelión de las masas. Según un papel del tiempo, en poder del señor Sánchez de Toca, citado en Reinado de Carlos III por don Manuel Danvila, que el filósofo parafrasea: «Después mandaron traer de beber a todo aquel gran concurso, el que consumió setenta y siete arrobas de Vino y cuatro pellejos de Aguardiente, cuyos espíritus los calentó de tal forma, que con repetidos vítores se encaminaron al pósito, desde cuyas ventanas arrojaron el trigo que en él había y 900 reales de sus Arcas. Desde allí pasaron al Estanco de Tabaco y mandaron tirar el dinero de la Mesada, y el tabaco. En las tiendas practicaron lo propio, mandando derramar, para más authorizar la función, quantos géneros líquidos y comestibles havía en ellas. El Estado eclesiástico concurrió con igual eficacia, pues a veces indugeron a las mugeres tiraran cuanto havía en sus casas, lo que egecutaron con el mayor desinterés, pues no quedó en ellas pan, trigo, harina, zebada, platos, cazuelas, almireces, morteros ni sillas, quedando dicha villa destruida». «¡Admirable Níjar! —añade Ortega—. ¡Tuyo es el porvenir!»
Después de haber recorrido un poco la península, uno piensa que lo sucedido hace dos siglos en Níjar es hoy por hoy moneda corriente en el país y que Ortega obró con ligereza al abrumar irónicamente a sus habitantes. Son las minorías selectas, no el pueblo, quienes suelen echar el dinero por la ventana, y hay muchas maneras de echarlo. El pueblo no tiene más remedio que resignarse, y aun cuando secunde alegremente sus delirios como, según el papel en poder del señor Sánchez de Toca, hizo el de la villa de Níjar, el hombre de buena fe sabe distinguir, más allá de la anécdota, quiénes son las víctimas y quiénes los culpables.
Uno se dice todo eso y muchas cosas más, pero la posadera viene ya con la salsa de almendras y pimientos que majaba en el pilón y se abandona al asperillo del vino y al regosto de la comida con un olvido tan completo de lo que en el mundo ocurre que luego le hace avergonzarse.
La cama es buena para quien tiene el estómago lleno y sabe que al día siguiente no habrá de faltarle lo necesario, pudiendo ir de un sitio a otro sin ser esclavo en ninguno, y mirar las cosas desde fuera, como un espectador ajeno al drama. Uno sabe también eso y, cuando apaga la luz, piensa en los otros. Las horas se suceden en el cuadrante del reloj y el sueño se le escapa.