Capítulo 15
Arran
Evelyn entró en la cocina y tiró las llaves y el correo sobre la mesa.
—¿Tienes planes para el fin de semana, Connie? —le preguntó como quien no quiere la cosa, mirándola con el rabillo del ojo mientras esperaba su respuesta.
—Voy a ir a Chartmouth con Jessica y Arran a aprender a nadar con las selkies —
respondió Connie, sacando del montón de sobres marrones una postal de su hermano. Le había mandado una foto de una pitón camboyana: era un entusiasta de todas las cosas asquerosas relacionadas con las serpientes venenosas, un gusto que ella no compartía en absoluto.
—Bien. Jessica es una niña muy cabal: te cuidará bien. ¿Cómo vas a ir?
—En autobús —respondió Connie, preguntándose de nuevo por qué su tía estaba tan interesada en conocer todos los detalles de sus movimientos.
—Vale —dijo—. ¿Y a qué hora volverás?
—Sobre las seis o las seis y media como máximo —Connie levantó la vista al reloj.
Tendría que correr—. Si te parece bien, claro —se puso el abrigo y se metió un poco de dinero en el bolsillo de los vaqueros.
Evelyn asintió.
—Asegúrate de que no os separáis. Llámame si hay algún problema.
—¡Lo haré! —gritó Connie saliendo por la puerta trasera y dando un portazo.
* * *
Connie vio a Jessica colgada del brazo de un joven alto vestido con un traje marrón entallado. La selkie macho y su compañera la estaban esperando en la parada del autobús, ante la estación de lanchas salvavidas. Al ver a Connie, Jessica se soltó.
Arran, que había notado la llegada de la universal, fue el primero en llegar hasta ella. Connie, por su parte, se detuvo repentinamente en el escalón superior del autobús. Sintió en el pecho el golpe de una ola fría.
«—Hola, universal», dijo la voz de Arran en su cabeza.
Connie tomó aire, como cuando hay que respirar tras una larga inmersión. Jessica le dio un golpecito en el brazo a Arran para que dejara de hacer lo que estuviera haciendo a la universal y su presencia se retiró de la mente de Connie tan repentinamente como si se hubiera sumergido en el agua. Alguien la empujó impacientemente por la espalda y la niña saltó del autobús, preparándose para una presentación un poco más convencional.
—¡Hola! —el saludo hablado de Arran sonó casi como un ladrido—. Lo siento. No he podido resistirme.
—Éste es Arran, Connie, aunque ya lo habrás adivinado —dijo Jessica señalando orgullosamente a su compañero—. Una selkie macho de la familia de las focas comunes —Connie miró a Arran a la cara y no pudo evitar sonreír ante sus francos ojos oscuros. Tenía las pestañas más largas que había visto nunca en un hombre, pero, como bien recordó, Arran no era un hombre de verdad. Llevaba el espeso pelo marrón peinado hacia atrás y le brillaba un poco, como si lo llevara engrasado. Era innegablemente guapo. Mientras lo observaba, volvió a tener la sensación de que se sumergía bajo el agua, aunque nadando esta vez con él por las corrientes arremolinadas de la vida de las focas. Connie notaba un cosquilleo de energía líquida en la piel. Sabía que era por él, por las ganas que tenía de volver al mar para surcar las aguas dejando tras de sí un rastro de burbujas. Para él, el asfalto era tan imponente como el agitado mar para un hombre: un lugar lleno de peligros por el que se movía torpe y lentamente. Arran estaba deseando llevar a Connie a su mundo, abandonando las desventajas que lo limitaban en la tierra para mostrarle el elemento que dominaba.
—¿Connie, me estás escuchando? —le preguntó Jessica, zarandeándola—. ¡Ay!
¡Me has dado calambre!
—¿Qué? —dijo Connie, confundida—. No, tranquila: es la estática... A veces me pasa cuando toco a otros.
Jessica sacudió la mano en el aire para aliviar el penetrante dolor.
—Supongo que estabas buceando. Te hablaba pero tú estabas a kilómetros de distancia.
—Mmm... Perdona —se disculpó Connie, casi sin fuerzas—. ¿Qué me decías?
—Decía que tendríamos que ir a la playa del final de Milsom Street. Está sucia y demasiado cerca de los muelles como para atraer a la gente, pero a nosotros ya nos va bien.
—Vale. Me parece un buen plan —dijo Connie.
—Pues venga, ¿a qué esperamos? Está oscureciendo. Nos quedaremos sin nadar si perdemos el tiempo por aquí.
Jessica empezó a caminar hacia el sur a paso ligero.
—Vamos, universal —dijo Arran con su voz de ladrido—. Ya la has oído: vamos antes de que te meta en más líos.
El chico le dio la mano. Tenía los dedos largos, especialmente el índice, y puntiagudos, como las aletas. Connie dudó un instante, pero acabó aceptándola. La marea alta de su presencia le inundó el brazo y la llenó de un placer espumoso.
Connie soltó una carcajada parecida a un ladrido, que él secundó. Una pareja que paseaba a su perro se volvió hacia ellos con estupefacción.
—Corre... Vámonos antes de que llamemos más la atención —dijo Arran, tirando del brazo de Connie.
Salieron disparados detrás de Jessica, arrastrando los pies de un modo muy raro por el asfalto. Los que paseaban el perro se susurraron algo parecido a «borrachos a su edad... ¡qué pena!».
—¡Para! —dijo Connie, riendo y arrastrándolo tras una esquina, fuera de la vista de la pareja.
Jessica los estaba esperando. Habían llegado al final de las calles residenciales y se dirigían a la tierra de nadie que había más allá de Milsom Street, donde las casas de veraneo daban paso a las naves industriales y a la gasolinera abandonada.
—Arran, nunca llegaremos a ninguna parte si no recuerdas que ahora tienes piernas —lo reprendió Jessica.
Tras unas cuantas zancadas más, Arran tomó conciencia de sus piernas y empezaron a avanzar más deprisa.
—Es un gran honor para mí compartir este encuentro, universal —le dijo Arran humildemente cuando se acercaban a la playa.
—El honor es mío —repuso Connie de corazón. ¿Qué era ella comparada con él, con una maravillosa y compleja criatura del mar?
—Eres una criatura única —siguió Arran—. Noto el mar en tu interior. ¿Hallan los demás su elemento cuando establecen el vínculo contigo?
—No lo sé. Eso espero.
Al llegar a la orilla, Connie se estremeció involuntariamente. Lo que antes había sido una costa salvaje había sucumbido al yugo humano. Vio unas barras de acero retorcidas que surgían de los diques marinos de hormigón como extremidades amputadas con los huesos oxidados al descubierto. Los guijarros de la orilla estaban cubiertos de basura: bolsas de plástico, latas, un zapato viejo...
—¿Aquí nadáis? —exclamó Connie. Ella hubiera escogido un lugar más limpio y bonito.
—A veces —dijo Jessica, oliendo el aire. A Connie también le llegó un indiscutible olor a gasóleo en la brisa—. En realidad, es un sitio bastante bueno, porque nadie en su sano juicio viene por aquí. Una vez has pasado el desagüe de las cloacas de la ciudad, está bien.
—¡Las cloacas! —a Connie cada vez le gustaba menos aquella idea.
—No te preocupes. Arran conoce un camino seguro para rodearlas. ¿Estás lista para nadar?
Connie miró a su alrededor: basura, aguas fecales y petróleo... No era en absoluto el escenario que había imaginado para su primer encuentro con las selkies.
—Mmm...
En ese preciso momento, sonó su teléfono. Aliviada de tener una excusa para posponer el momento de zambullirse en el frío mar, lo sacó y murmuró una disculpa.
Era Jane.
—¡Hola! —Connie se alegró de que su amiga no pudiera verla.
—Connie, soy yo. Anneena se ha ido —dijo Jane, con la voz alterada por la preocupación.
—¿Que se ha ido? ¿Adonde?
—¿Adonde te parece que habrá ido? La he dejado un momento para que fuera a tomar el té a su casa y después he descubierto que le había puesto una excusa a su madre para largarse. Le ha dicho que iba a verte a ti. Ya sabes que no tiene móvil, o sea que no puedo llamarla. No ha ido a verte, ¿verdad?
—No —Connie no había incluido a Anneena en su zambullida con las selkies—.
¿Cuánto hace que se ha ido?
—Al menos una hora.
Ambas guardaron silencio, pensando que Anneena había tenido tiempo suficiente para llevar a cabo su alocado plan de entrar en la terminal.
—¿Qué crees que deberíamos hacer? —preguntó Jane—. Supongo que lo peor que puede ocurrir es que la sorprendan y la manden a casa con una advertencia, ¿no?
Connie miró al mar y respiró hondo para aliviar la presión en la garganta. Se estaba formando en la orilla un banco de niebla, que engullía espigones, barcos y rocas como si de una lenta marea se tratara.
—Eso espero, Jane. Mira, da la casualidad que yo ahora mismo estoy en Chartmouth, así que iré a ver si la encuentro y puedo detener este desatino.
Jane parecía aliviada.
—Gracias, Connie. Ya me dirás cómo ha ido.
Connie volvió a meterse el móvil en el bolsillo y levantó la vista para encontrarse con las miradas curiosas de Jessica y Arran.
—¿Problemas? —preguntó Arran.
—Podríamos decir que sí —respondió Connie—. Creo que una de mis amigas de fuera de la Sociedad ha ido a hacer una barbaridad.
—¿Qué? —preguntó Jessica.
—Creo que se ha colado en la terminal. Quiere ver con sus propios ojos qué ha pasado con los hombres desaparecidos. No creo que lo hiciera conscientemente, pero Col le dio la idea. Le dijo no sé qué estupidez sobre maquinaria defectuosa.
—Esa es la versión oficial de la Sociedad —explicó Jessica—. Es para desviar la atención de la verdad. Se lo inventó el padre de Col. El fin de semana pasado se acordó que se diría esto porque había una periodista que no dejaba en paz el asunto y temíamos que se montara en una lancha y saliera a buscar pruebas. Querían proteger a las sirenas.
—¿Qué? ¡Nadie me dijo nada! —disparó Connie, furiosa. Hubiera estrangulado a Col... y al resto de la Sociedad—. Pues, mira, se lo ha creído tanto que ha ido a echar un vistazo. Y ahora se está levantando la niebla. —Justo en ese momento, sintió una pequeña vibración en los huesos, como si le estuvieran clavando un tenedor en el tuétano—. ¡Jessica, Arran, creo que las sirenas vienen hacia aquí!
Jessica cayó tan presa del pánico como la propia Connie. En cambio, Arran conservó la calma.
—Está muy claro, ¿no? —dijo Arran, arrugando la nariz para olfatear el viento—.
La Sociedad la ha metido en este lío y será mejor que nosotros la saquemos de él.
Jessica, no olvides taparte los oídos.
—¿Adónde vamos? —preguntó Connie.
—A la terminal, claro está —repuso Arran con soltura, como si siempre estuviera haciendo cosas de ese tipo—. Conozco ese lugar como el reverso de mi aleta... Desde el mar, eso sí.
—Creo que hay una puerta secundaria en Milsom Street —apuntó Jessica. Estaba pálida pero parecía decidida—. Es lo mejor que tenemos.
—¿A qué estamos esperando? —preguntó Arran con aires de sobrado, y echó a correr. Las niñas lo siguieron hasta que se detuvo ante la entrada secundaria. Las luces del edificio de oficinas y de la refinería brillaban débilmente a su derecha, entre la niebla. Las grúas y contenedores del puerto quedaban a la izquierda.
—Ahí es donde estará —dijo Connie, asintiendo hacia el mar—. Estará investigando cerca de donde desaparecieron los hombres.
La niebla espesaba y engullía ya la primera fila de contenedores rojos, lo que suponía una ventaja: los ocultaría mientras se deslizaban bajo la barrera automática y superaban la garita del guardia de seguridad.
—Vale. No hay tiempo que perder. Vamos a buscarla —dijo Arran y, antes de que pudieran detenerlo, empezó a correr hacia los muelles.
—¡Arran! —la humedad del aire dio un matiz fantasmagórico a la voz de Jessica—
. ¡Detente! —pero Arran la ignoraba—. ¡Mira! ¡Cualquiera diría que se trata de un juego! —se quejó, exasperada—. Más vale que corramos tras él. No sabe nada de cámaras de seguridad ni de sistemas de seguridad. Alguien podría verle.
«Si no te oyen a ti antes», pensó Connie, aunque no lo dijo. Las dos niñas fueron tras él, pero había desaparecido en la niebla. La sensación de cosquilleo en los huesos de Connie se había convertido en un martilleo: las sirenas se estaban acercando. Las dos niñas llegaron a una alta grúa que se inclinaba sobre el muelle como una enorme garza amarilla a punto de meter el cuello en el agua, con la parte superior oculta entre plumas de niebla. Se parapetaron tras ella, buscando cualquier indicador de la presencia de un mamífero: hombre o foca.
—¡Anneena! —gritó Connie.
Nada.
—¡Arran! —gritó Jessica.
—Voy a buscar a vuestra amiga al puerto —llegó su voz en respuesta.
Estaba muy cerca. Connie y Jessica se mantuvieron agachadas y gatearon agarrándose a un cable que las llevó al borde del mar. Ahí estaba Arran, tumbado boca abajo, con los brazos a los lados.
—¡No, Arran! —exclamó Connie, corriendo a su lado—. Tienes que volver con nosotras. Dentro de nada los tendremos pisándonos los talones. Los sitios como éste están llenos de cámaras de seguridad.
—¡No hay tiempo! —gritó Jessica, mirando aprensivamente por encima del hombro de Connie.
—Demasiado tarde: me estoy transformando —dijo Arran. Con un temblor, como cuando el viento agita la superficie de un estanque, la ropa de la selkie se transformó en una gruesa piel. Los brazos se le fusionaron con el tronco y quedaron sólo un par de aletas a modo de manos. Las piernas se le unieron y los pies se convirtieron en una cola. Connie permaneció allí sentada, impotente pero maravillada, mientras los grandes ojos oscuros de Arran se redondeaban hasta perder el blanco. Le brotaron bigotes de la nariz y, rápidamente, ésta se convirtió en un hocico. Su mandíbula creció y nacieron de sus encías unos afilados colmillos. Cuando hubo completado la transformación, Arran apoyó la cabeza en la falda de Connie, dejando que le acariciara el suave cuello. La niña notó las capas de grasa bajo sus dedos.
—Así soy —le dijo Arran—. Así es como soy en realidad.
A lo lejos empezó a sonar una bocina. Escucharon el ruido sordo de pasos rápidos en el muelle.
—Venid conmigo. Voy a buscarla —dijo la criatura.
—No puedo —susurró Connie—. Apenas sé nadar.
—Yo no puedo dejar a Connie —afirmó Jessica, con firmeza.
—Yo la ayudaré —insistió Arran—. Si os quedáis aquí, os encontrarán.
Pero se habían entretenido demasiado.
—¡Eh! ¡Aquí hay más! ¡Mo, por aquí! —indicaba un hombre que aparecía tras la bobina de cable con una linterna en la mano. Se detuvo al encontrarse cara a cara con la foca y se apresuró a retroceder, impresionado por los afilados dientes que le mostraba.
Otro hombre apareció por el otro lado.
—Este lugar me da mala espina, Ben: primero, los hombres que se ahogan y, ahora, estas niñas rondando por aquí —dijo Mo, secándose el sudor de la cara.
—No sólo niñas —apuntó Ben, asintiendo hacia la foca—. Cuidado. No te muevas, niña. Yo la asustaré. —y empezó a agitar los brazos—. ¡Buuuu! ¡Aléjate de ella!
A Arran sólo le quedaba una salida. Lamiéndole los dedos con su rugosa lengua se despidió de Connie, se dejó caer por el borde del muelle y desapareció bajo el agua casi sin salpicar.
—¿Estás bien? —le preguntó Ben, dando la mano a Connie para que se levantara.
El hombre aún temblaba por lo que había visto—. No deberíais estar aquí, ¿sabéis?
No es un lugar seguro ni en las mejores condiciones —miró a su alrededor con nerviosismo—. Y especialmente cuando se levanta la niebla.
—Lo sentimos —se disculpó Jessica—. Sólo estábamos siguiendo a la... foca.
Temíamos que pudiera hacerse daño con las máquinas.
—Nos lo tendríais que haber dicho, bonita —dijo el hombre—. Será mejor que os lleve a las oficinas. Tendremos que dar parte de todo esto. ¿Tú qué crees, Mo?
Pero su colega no le escuchaba. Sus brazos colgaban inertes a ambos lados de su cuerpo y tenía la boca abierta.
—¡Jessica, tápate los oídos! —siseó Connie. Jessica se metió los dedos en los oídos con cara de terror.
—¡Mo, baja a la tierra! —dijo Ben, chasqueando los dedos ante la nariz de su amigo—. Eh, para de hacer el tonto. No es el lugar ni el momento para jueguecitos.
Connie también lo escuchaba. Un canto se insinuaba en la isla de niebla que los envolvía, llenándolo todo. Giraba a su alrededor, arrastrándolos hacia su intérprete, impulsándolos a lanzarse a las frías sábanas de la cama de matrimonio marina.
Connie notó una ligera brisa que le acariciaba la mejilla como una suave mano empujándola hacia delante. La niña se recompuso y apartó la llamada de la canción como un perro se sacude el agua después de un baño.
Se volvió hacia los hombres. Mo se tambaleaba y avanzaba lentamente hacia el borde del muelle. La boca de Ben se abría en una patética mueca y también había empezado a avanzar hacia el agua.
—¡Parad! —gritó Connie. Pero, para el caso, fue como si estuviera gritando a las piedras.
Una nueva melodía, más insistente, llegó de las alturas.
—¡Venid! ¡Venid! —croaba la sirena—. Mis brazos son suaves, mi abrazo dulce...
Connie miró hacia arriba. En el brazo de la grúa vio la oscura silueta de una sirena con la cabeza agachada para arrastrar a sus víctimas al abismo.
—¡Cállate! ¡Déjalos en paz! —gritó Connie.
Pero era inútil. La sirena también estaba inmersa en el hechizo de su propia canción. Un depredador en plena caza... Iba a precisar más que unas insignificantes palabras para apartarla de su presa. Connie corrió para agarrar a los hombres por detrás, pero eso sólo sirvió para que ella se viera también cada vez más cerca del borde. Jessica no podía ayudarla: necesitaba ambas manos para taparse los oídos.
«¡Piensa! —susurró Connie para sí misma—. Eres la universal. Tienes que poder hacer algo.»
Si quería distraer al depredador, tendría que buscar una esencia más poderosa que la atrajera.
Connie soltó la chaqueta de los hombres y cerró los ojos. El murmullo de la brisa, el avance de la niebla, el rumor de las olas... Todo se unió creando una clave para su melodía y la universal empezó a cantar.
— Vuela sobre las olas. Alas plateadas bajo la luz de la luna. El brillo de los peces en el reflejo trémulo de las profundidades del mar. Roca roja. Nido.
La sirena vaciló al escuchar un nuevo canto elevándose de la niebla, bajo sus pies.
Era su hogar, su verdadera compañera, su hermana alada.
— Olvida a los mortales, sus breves vidas no merecen tu atención. Sal en los labios.
Escamas centelleando en la arena. Arbustos de playa combándose bajo el molesto viento.
La sirena empezó a contestarle, abandonando el vínculo con su presa para establecerlo con Connie. Era Aliento de Pluma. Había dejado a sus hermanas, porque no se conformaba con la espera que las sirenas habían prometido a Connie el día de su visita.
— Ve a casa, al nido, a dormir, a descansar —siguió cantando la universal, aplacando con su canto las turbulentas emociones de la sirena. Le cantaba la nana del murmullo del mar.
— Sí, a descansar —respondió cantando Aliento de Plumas.
Una espesa banda de niebla rodeó la grúa, ocultando su pináculo. Cuando Connie abrió los ojos, supo que la sirena se había marchado.
Los hombres la miraban con cara de confusión.
—¡Estabas cantando! —gritó Mo—. ¿La has oído, Ben? Estaba cantando... Y anda que no era raro... —de repente, Mo miró hacia abajo y vio que estaba al borde del muelle. Renegó y se apartó de un salto—. ¡Qué demonios...! ¡Vamonos de aquí!
Las niñas no dijeron nada y dejaron que los hombres las escoltaran hasta la garita de seguridad que tenían al lado de la puerta secundaria. Connie se preguntaba dónde estaría Anneena. No habría caído presa del canto antes de haber distraído a la sirena, ¿verdad? Jessica la miró angustiosamente: sin duda, estaba pensando lo mismo.
Entraron en la garita y, allí, en actitud retadora, sentada en una silla de plástico a un viejo escritorio desvencijado, estaba Anneena.
—¡Connie! ¿Qué estás haciendo aquí? —exclamó Anneena, levantándose de un salto.
—Os conocéis, ¿eh? —dijo Ben—. Ya me lo figuraba.
Mo levantó el auricular del teléfono y mantuvo una precipitada conversación con la persona del otro extremo de la línea.
—He informado a dirección. Vendrán enseguida —informó, colgando el teléfono.
Esperaron en un incómodo silencio hasta que escucharon el ronroneo de un motor seguido de los golpes de las puertas de un coche. Entró el señor Quick, incongruentemente vestido con un chaqué de caída impecable. Llevaba corbata negra y tenía una expresión en el rostro acorde con ella.
—¿Qué es todo esto, Colman? —preguntó el señor Quick bruscamente—. Los invitados a la recepción llegarán dentro de un cuarto de hora. Ahora no puedo permitirme una crisis.
—La crisis ya ha pasado, señor —dijo Mo respetuosamente—. Hemos cazado a los intrusos —señaló a las niñas sentadas tras la puerta.
—¡Vosotras! —exclamó el señor Quick, volviéndose hacia ellas—. ¿Qué diablos estáis haciendo aquí?
—No nos lo han dicho —repuso Mo—. Ésa se ha negado a responder a mis preguntas —añadió, señalando a Anneena.
—Pero yo lo sé, señor —se ofreció a aclarárselo Ben, levantando la mano cautelosamente.
—¿Y qué es lo que sabes? —rebuznó el señor Quick, volviéndose hacia él.
—Estas dos me han dicho que estaban observando las focas y que han seguido una hasta aquí —y señalando a Connie, añadió—: He visto a la pequeña sentada tan tranquila al pie de la grúa con una foca en la falda. Intentaba echarla del recinto.
Anneena lanzó una mirada inquisidora a Connie.
—¿Observando focas? —preguntó el señor Quick con escepticismo—. Esto es un muelle de carga, no un zoo.
—Ya lo sé, señor, pero yo le juro que había una foca. Y estaba en el muelle.
—Ben tiene razón, señor. Yo también la he visto —intervino Mo—. La foca se ha zambullido en el agua y ella... —añadió, mirando a Ben.
—Y ella se ha puesto a cantarle —terminó Ben, casi excusándose.
—¿Que se ha puesto a cantarle? —exclamó el señor Quick, incrédulo. A Anneena se le abrió la boca.
—Mmm... Sí, señor—confirmó Mo.
—He oído hablar de gente que pasa el día viendo pasar trenes, pero nunca había oído nada de gente que siga las focas, y menos que les cante —sentenció el señor Quick con una mueca de escepticismo—. Me cuesta mucho creer que estéis aquí por vuestra pasión por las focas.
—¿Ah, sí? —intervino Jessica, en un tono que sugería que lo consideraba de inteligencia limitada si verdaderamente no entendía la atracción que ejercían las focas—. Para que lo sepa, no es nada raro encontrar focas de puerto, también conocidas como focas comunes o Phoca vitulina, si prefiere el nombre científico, en las inmediaciones de muelles como éste. Lo que resulta raro es encontrar una tan al sur, ya que suelen quedarse en la costa este.
—No tenemos tiempo para lecciones de biología, jovencita —la cortó él, agitando la mano como si estuviera apartando una mosca molesta. Y volviéndose hacia Mo, dijo—: El mayor llegará dentro de unos minutos y no quiero a estas niñas cerca de la refinería ni de los muelles, ¿entendido? Averiguad los detalles y sacadlas de aquí.
Escribiré una carta de queja a sus padres. Y si os volvemos a encontrar por aquí, llamaremos a la policía, ¿me oís? —se acercó a Mo, clavándole el dedo en el pecho—.
Y tú, más vale que vigiles mejor la entrada la próxima vez o tendrás que buscarte otro trabajo. Empiezo a pensar que estoy rodeado de imbéciles.
Y, con esto, dio media vuelta y salió de la garita.
* * *
Escarmentado, Mo llevó a las niñas a la puerta y esperó a ver cómo se alejaban.
—¡Buena historia! —exclamó Anneena cuando el vigilante se metió en la garita—.
No tenía ni idea de cómo excusarme sin hacer saltar la liebre. La historia de la foca ha sido genial —miró a Jessica con admiración—. Y lo último ha sido la guinda... En latín y todo. Por cierto, yo soy Anneena.
—Ya sé quién eres —dijo Jessica con una sonrisa—. Te estábamos buscando. No ha sido buena idea intentar meterte ahí, lo sabes, ¿no?
—No me he metido. Me han parado en la puerta. Vosotras habéis llegado mucho más lejos que yo. ¿Habéis visto algo?
Connie echó una mirada rápida a Jessica.
—No, nada de particular —dijo.