Capítulo 13

El Dragón

Cuando Niño Águila y Connie regresaron a la granja, se encontraron al señor Masterson esperando a la universal con el rifle al hombro y actitud desenfadada.

Connie empezaba a sentirse como un fardo al que se iban pasando de mano en mano.

No parecían dispuestos a dejarla en paz ni un minuto. Unos momentos de tranquilidad para asimilar todo lo aprendido le hubieran ido genial en ese momento, pero parecía que no iba a tener ocasión. Deseaba que llegara el momento en el que se calmara la emoción que suscitaba su celebridad y la vida volviera a la normalidad.

—¡Ah, Connie! No nos han presentado, pero he oído hablar de ti —dijo el señor Masterson bruscamente, encaminándola hacia la casa—. Ven a conocer a mi hija.

Tomaremos un té.

Connie se volvió para mirar a Niño Águila, pero vio que estaba desapareciendo de nuevo en el valle boscoso.

—No te preocupes por él —dijo el señor Masterson, siguiendo la mirada de la niña—. Hasta el momento, ha declinado toda hospitalidad. Acampa en el bosque,

¿sabes? Sin nada más que un cachito de lona entre él y las estrellas —sin duda, eso era motivo de broma para el señor Masterson, cuya corpulencia daba a entender que le encantaban las cómodas costumbres de su especie: el verraco—. Pasa. Shirley ha invitado a unos cuantos amigos a tomar el té. Todos quieren conocer a la compañera universal.

Connie habría preferido escabullirse con Niño Águila, pero no había esperanza de que la dejaran tranquila. Forzada a entrar en la cocina, parecía más una prisionera que una invitada.

Shirley Masterson, con su pálido pelo rubio brillando a la luz del fuego, presidía una mesa llena de bocadillos, pasteles y bollos. A su derecha, se sentaba una niña mayor, pelirroja y pecosa; a su izquierda un muchacho despeinado que ya le era familiar.

—Aquí la tenéis —soltó el señor Masterson—. Ya os dije que os la traería. Os dejo solos, jovenzuelos —y salió dando un portazo y silbando a su perro de caza.

—Siéntate, Connie —le dijo Shirley con dulzura—. A Col, ya lo conoces... —Col asintió ligeramente, sin mirarla a los ojos—. Y ésta es Jessica.

—Jessica Moss —aclaró la muchacha con voz clara—. Compañera de las selkies4 ; Serpientes Marinas, por supuesto.

—¿Serpientes Marinas? ¿Selkies? —preguntó Connie deslizándose en el asiento de al lado de Jessica, en lugar de sentarse junto a Col. Sentía el cosquilleo, ya familiar, que solía invadirla cuando estaba entre miembros de la Sociedad y, por primera vez, se dio cuenta de que cada uno de ellos tenía una energía propia, como una nota musical diferente.

—Chica, estás verde, ¿eh? —exclamó Jessica, aunque en tono amistoso—. Col nos ha dicho que no sabías demasiado sobre nosotros —Col miraba por la ventana, como si no estuviera escuchando la conversación—. Serpientes Marinas es la Compañía de los Reptiles y las Criaturas Marinas. Me juego algo a que tampoco sabes cómo llamamos a las demás, ¿verdad? —Connie sacudió la cabeza—. Bueno, pues está la de Altos Vuelos: criaturas aladas, por supuesto; la de Dos-Cuatro: criaturas bípedas y cuadrúpedas, y la de Elementales, que es bastante obvia. Utilizamos esos nombres para acortar.

—¿Y las selkies?

—Ah, bueno... Si no sabes lo que son, tienes que encontrarte con alguna —la animó Jessica, acercándole una bandeja de pastas—. ¡Son las mejores! Las selkies son focas en el agua y gente en tierra. Una especie complicada.

Connie estaba intrigada.

—¿Me las presentarás algún día? —le pidió, levantando un bollo para untarlo de mantequilla. Su encuentro con Pájaro de la Tormenta la había dejado famélica, como si, además de carbonizar el arbusto, hubiera quemado una gran cantidad de energía.

—Claro —respondió Jessica, visiblemente orgullosa—, pero te advierto que yo acabo de empezar mi programa Orfeo con mi mentor, Horace Little, y aún no sé demasiado.

—Más vale que cambiemos de tema, Connie —irrumpió Shirley en su habitual tono dulce, aunque decidido—, o estaremos toda la noche hablando de selkies. Si quieres te diré lo único que te hace falta saber: son peces con aletas —añadió, ofreciéndole un cuenco plateado con mermelada. Jessica se rió educadamente, sin dejarse ofender por el comentario de Shirley.

—¿Y de qué especie eres compañera tú, Shirley? —preguntó Connie, consciente de que debía cumplir con la etiqueta de la Sociedad. Se sirvió una gran cucharada de 4 Una selkie es una criatura de la mitología escocesa en forma de foca que puede despojarse de su piel y alcanzar la orilla en forma de bella mujer. Si un hombre encuentra su piel, puede obligarla a casarse con él, pero, si ella la recupera, volverá al mar dejando atrás a marido e hijos. Las selkies macho se vengan de cualquier insulto o daño desatando tormentas o hundiendo barcos.

mermelada de fresa y la untó generosamente en su bollo mientras se disponía a escuchar la respuesta.

—De los gigantes del tiempo... Especialmente de los gigantes de las tormentas —

contestó Shirley.

—Y ahora te dirá —intervino Jessica, dando un codazo a Connie— que los compañeros de los gigantes del tiempo son muy raros, mientras que los de las selkies y los pegasos son muy comunes.

—Entonces, ¿no hay muchos de tu clase? —se interesó Connie.

—No —respondió Shirley, con aire de suficiencia.

—Pero no son tan raros como los compañeros universales —aclaró Col. Connie no sabía si aquello era un gesto de conciliación hacia ella o un intento de bajarle los humos a Shirley. Probablemente fuese ambas cosas.

—Claro que no —contraatacó Shirley—, eso lo sabe todo el mundo.

La tensión entre los dos se podía cortar y, sin saber muy bien cómo aliviarla, Connie intentó cambiar de tema.

—¿Y quién es tu mentor?

—Un tal señor Coddrington, de la central de la Sociedad en Londres —respondió Shirley con una sonrisa melancólica. Connie se sobresaltó al recordar que había visto esa misma sonrisa en el rostro del señor Coddrington. Se preguntó si su alumna estaba adoptando sus costumbres o si, por el contrario, la muchacha había sido siempre así—. Es fantástico... Muy distinto de los demás miembros antiguos que andan por aquí. Él entiende de verdad lo que significa proyectar poder a través de nuestras criaturas compañeras. Me dijo que es un poco como ser un dios, y tiene razón —Shirley se rió, pero Connie no le encontró al mensaje la más mínima gracia.

Shirley parecía demasiado enamorada de la idea de utilizar a su gusto todo ese poder.

Jessica carraspeó. Connie supuso que no le gustaba más que a ella la arrogancia de los compañeros de los gigantes del tiempo.

—Es genial que estés aquí, Connie —dijo Jessica alegremente para cambiar de tema, mientras se hacía con una bandeja de bocadillos de paté de pescado que tenía delante—. ¡Para nuestra sección local de la Sociedad es todo un hito contar con la única universal! ¡Piensa lo que dirán todos en el encuentro de Tintagel!

—¿Tintagel?

—La convención anual de la Sociedad, que se celebra el 5 de noviembre, la Noche de las Hogueras —explicó Jessica—. Es un gran acontecimiento. Este año se celebra cerca del mar. A Dios gracias. A los de Serpientes Marinas nos cortan las alas cuando se celebran las reuniones en páramos o montañas. Iremos todos: siempre te diviertes mucho. Y podrás conocer a mi compañero, Arran. De hecho, ¿por qué no vamos a nadar juntas un día de éstos? Así sabrás más cosas de nosotros antes de Tintagel y no te resultará tan impactante.

—¿Impactante?

—Vamos, Connie, ¡eres la primera universal del milenio! No esperarás pasar desapercibida, ¿no?

—Supongo que no —concedió Connie, abatida. Por su naturaleza tímida, no le gustaba nada tanta fama.

—Entonces, ¿iremos a nadar?

—Sí, me encantará —respondió Connie, animándose ante la idea de ver a una selkie—. Pero nado fatal...

—Eso no importa, ya lo verás —dijo Jessica, mientras se lamía el paté de pescado de los dedos, casi como una foca.

* * *

Evelyn había quedado en recoger a Col y a Connie, lo que significaba que tendrían que esperar juntos en el porche de los Masterson. Connie estaba cansada de pelear con Col, así que intentó iniciar una conversación.

—Shirley es maja, ¿verdad?

—Mmm... —Col pensaba en el tiempo y en lo que casi le había hecho aquel día.

Desalentada, Connie optó por observar cómo la lluvia se estrellaba contra el camino, pensando si debía volver a intentarlo.

—¿Cómo te ha ido el entrenamiento? ¡Cabalgar sobre un pegaso debe de ser increíble!

—Bien —no quería tener que empezar a contarle todo lo que le había sucedido en la sesión de entrenamiento, o por lo menos, no en ese momento. Aún estaba aturdido después de ver que Shirley podría haberlo matado mientras jugaba a ser dios con el señor Coddrington.

Connie desistió. Lo dejaría en paz. Ella no había hecho nada y él se estaba comportando como un idiota.

Mientras la chica se encerraba en un resentido silencio, Col se dio cuenta de que tenía una ocasión de oro para disculparse: sin testigos, sin excusas que pudieran posponer la disculpa. No le resultó fácil.

—¿Connie? —empezó.

—¿Qué? —repuso ella, escuetamente.

—¿Te acuerdas de todo eso de la semana pasada?

—¿Qué es todo eso? —preguntó ella a su vez, sin ninguna intención de facilitarle las cosas.

—Lo que te dije el domingo.

—¿Qué pasa?

Justo en ese momento, sonó el teléfono de Connie. Lo abrió y respondió. Col observó, exasperado, cómo la niña escuchaba atentamente, con el rostro cada vez más demudado por la preocupación.

—¿Qué? —exclamó—. ¡No puede ser! —Col se preguntaba qué debía estar pasando para que Connie se agitara tanto e inmediatamente le vino a la mente Kullervo—. Por supuesto, vendré tan pronto como llegue a casa —y colgó.

—¿Qué ocurre?

—Era Jane —dijo, enfadada, volviendo a meterse el móvil en el bolsillo de la chaqueta—. El señor Quick ha echado a su padre.

—¿Qué? —preguntó Col, bobaliconamente. Por lo menos no era más grave—. ¿Por qué?

—¡Por nuestra culpa, por supuesto! —exclamó Connie—. Seguramente no te habrás dado cuenta, pero Jane ha estado preocupadísima desde la visita a Axoil. Su padre se las ha visto moradas porque mezclamos a la compañía con la prensa —

Connie le escupía las palabras, como si ladrarle fuera una vía de escape para su culpabilidad.

—¡Qué asco! ¡No pueden echarlo sólo por nosotros!

—El señor Quick no lo ha vendido así, claro está —siguió Connie, encendida—.

Simplemente le ha dicho al señor Benedict que el año que viene no le renovará el contrato. Y ha dejado muy claro que no quiere espías en su bando.

—¡Pero si el señor Benedict no nos dijo nada!

—Eso lo sabemos nosotros y lo saben Jane y su padre, pero al señor Quick no le importa lo más mínimo. Es una forma fácil de castigarnos por haber aireado la historia del... accidente de O'Neill.

—No fue un accidente, Connie. Querrás decir lo de las sirenas asesinas —la corrigió Col, sin ninguna delicadeza.

El tono molestó a Connie.

—Tú no las entiendes. Ellas no lo consideran un asesinato. Es simplemente su naturaleza.

—¿Las estás defendiendo? —preguntó Col, incrédulo.

—No —se sentía muy rara—. Pero las entiendo.

—Son viles —murmuró Col—. No creo que debamos permitir que sigan en las Chimeneas haciendo lo que hacen.

—Y tú vas a decidir dónde y cómo tienen que vivir, ¿verdad? —los ojos de Connie brillaban de furia. Notó una oleada de rabia, como si el canto de las sirenas le recorriera las venas.

Col se dio cuenta de que sus disculpas habían fracasado, pero, viendo su cabezonería con las sirenas, ya no sentía la necesidad de pedirle perdón.

Tres bocinazos en la carretera y el ronquido del Citroen anunciaron la llegada de Evelyn.

—¿Podemos hacer algo por ayudar? Por ayudar a Jane, quiero decir —preguntó Col, reteniendo a Connie antes de que saliera corriendo hacia el coche.

—¡Como si a ti te importara! —exclamó ella, librándose de él—. Me parece que ya hemos hecho bastante daño.

Connie salió disparada del porche, empapándose con la lluvia. Col se quedó valorando el inesperado giro de los acontecimientos. Apabullado de que Connie se hubiera vuelto repentinamente contra él como un oso rabioso, echó a andar hacia el coche, ajeno a la lluvia que había transformado el camino en un torrente enlodado.

Compartir su entorno con la universal era mucho más difícil de lo que había imaginado al principio.

* * *

Al sábado siguiente, Connie encontró al doctor Brock esperándola en la granja de los Masterson con un amplio bostezo que inauguraba la soleada mañana.

—Lo siento, cielo —se excusó, sofocando el bostezo—, pero es que los jinetes de dragón tenemos un horario un poco raro. Acabo de terminar mi patrulla con Argot.

—¿Su patrulla?

—Contra Kullervo. Estamos preparándonos para la llegada de las tormentas de invierno.

—Ah —el corazón de la niña se aceleró al recordar los detalles que le había dado su tía sobre la muerte de su tío abuelo y la desbocada pasión de las sirenas por provocar muerte y destrucción. Recordó también a los hombres muertos, las primeras bajas de aquella nueva guerra entre humanos y criaturas míticas—. ¿Qué está haciendo la Sociedad con lo de Kullervo... y las sirenas? —preguntó, buscando consuelo—. ¿No debería volver a verlas? ¿Por qué no me dejan?

El doctor Brock evitó una respuesta directa. Empezó a. abrocharse los guantes de montar, fabricados con la piel semitransparente que mudaban los dragones. Las escamas brillaban como círculos de acero pulido.

—Estamos montando guardia en casi todos los lugares por los que podría entrar a nuestra región y hemos hecho una llamada a nuestras fuerzas de combate. El problema es que, como cambia de forma, no sabemos cuál adoptará. Tendremos que confiar en que nuestro instinto nos avise cuando llegue. Mientras tanto, todo el mundo entrena técnicas de evasión. Algunos de nuestros miembros están aprendiendo también tácticas de combate.

Todo aquello sonaba muy bien, pero no era nada tranquilizador.

—¿Y qué pasa conmigo?

—¿Contigo? —repitió, dedicándole una mirada preocupada.

—¿Es que no van a enseñarme a luchar? —preguntó, esperando no tener que deletreárselo para que lo entendiera—. ¿Y si me lo encuentro cuando vuelva a visitar a las sirenas?

El doctor Brock la miró con severidad.

—No vas a ir a verlas, Connie. Creía que te lo habíamos dejado bastante claro.

—Pero...

—Los desaparecidos no son responsabilidad tuya. Deja las sirenas al Signor Antonelli —afirmó el doctor Brock, con la voz más cortante que jamás le había escuchado—. A ti, se te enseñará a resistir, y no a luchar. Estamos vigilando tu casa de cerca para asegurarnos de que no pueda llegar hasta allí —suspiró, relajando el tono—. Es una pena que todo esto se produzca tan al principio de tu entrenamiento...

una lástima que Kullervo supiera que existías antes que nosotros. Ya has dado algún paso, pero incluso los compañeros más expertos han sucumbido a él, arrollados por su odio. Me temo que tendrías muy pocas posibilidades, si... Pero, bueno, por hoy, ya tenemos suficiente —sentenció repentinamente, y echó a andar.

Su último comentario a medias había molestado a Connie. No entendía por qué, después de haber estado buscando tan desesperadamente una compañera de las sirenas, no la dejaban acercarse a su colonia. Todo el mundo sabía que el Signor Antonelli no podía hacer nada. A pesar de lo que dijera el doctor Brock, las sirenas eran cosa suya. Afortunadamente, no habían desaparecido más trabajadores, pero estaba segura de que era sólo cuestión de tiempo. Las sirenas habían prometido esperar hasta las tormentas de invierno para que Connie pudiera ayudarlas. El otoño casi había terminado. No quedaba demasiado tiempo y no tenía que ahondar demasiado en sí misma para encontrar la huella de la rebelión de las sirenas contra todo lo que la Sociedad había intentado transmitirles. Estaban defendiendo su territorio de la única manera que sabían. Si todos se empeñaban en ponerle trabas, tendría que tomar cartas en el asunto, tanto si eso significaba respetar las normas de la Sociedad como si no. Aunque posiblemente le convenía guardarse esa idea de momento.

—¿Adonde vamos? —preguntó, cambiando de tema, mientras el doctor Brock subía por un sendero que llevaba a los páramos.

—A ver dragones, claro está —el hombre también pareció aliviado de dejar de lado tan espinoso tema—. No pueden estar en la granja —dijo, silbando una tonadilla enervante mientras subía una escarpada cuesta, antes de girar a la derecha para meterse en una zona densamente poblada de árboles, no muy lejos del valle donde se había reunido con Pájaro de la Tormenta—. Vamos a la antigua cantera —explicó, empezando a trepar por unas piedras dispuestas en forma de escalera en la ladera de la colina.

Connie lo siguió hasta una pendiente plagada de rocas caídas. Se abrieron paso entre una espesa masa de aulagas marchitas hasta llegar al borde de un precipicio. La cantera se hundía profundamente, formando un enorme cuenco rocoso en mitad de los exuberantes campos. Desde su ventajosa posición observaron los árboles que crecían en el fondo de la cantera; algunas hojas aún pendían lastimosamente de sus ramas cubiertas de líquenes, como banderitas de papel abandonadas tras una fiesta de verano. Al pie de la pared escarpada de enfrente yacía lo que, al principio, le había parecido una enorme formación rocosa cubierta de musgo. Sin embargo, se fue dando cuenta poco a poco de que no se trataba de una roca, sino de un dragón tumbado al sol. El doctor Brock chasqueó la lengua cuando oyó la exclamación inquisidora de la niña.

—A diferencia de los demás reptiles, los dragones, estrictamente hablando —

empezó a explicarle—, no precisan tomar el sol para mantener la temperatura de su cuerpo. No les importa dormir en lugares fríos puesto que tienen su propia calefacción central. Sin embargo, les gusta disfrutar del sol cuando tienen la suerte de gozar de días tan bonitos como el de hoy.

El doctor Brock siguió adelante, volviéndose de vez en cuando para ayudar a Connie a bajar por la pared de la cantera.

—Pero, si son criaturas de fuego, ¿por qué la Sociedad los incluye en la Compañía de Reptiles y Criaturas Marinas, si podrían pertenecer perfectamente a la de Elementales? —preguntó Connie, con la respiración agitada por el ejercicio.

—Es una pregunta digna de una universal, Connie, de una buena universal —

repuso el doctor Brock—. Pero piensa en el dragón más detenidamente: además de a las criaturas elementales, también podría pertenecer a las criaturas aladas y a las bípedas y cuadrúpedas. Sin embargo, hace mucho tiempo, los dragones eligieron formar parte de los reptiles y criaturas marinas porque sentían que su esencia se acercaba mucho más a los reptiles. ¿Sabes? Son las criaturas, no los compañeros humanos, las que se emplazan en las diferentes compañías. De hecho, son ellos los que deciden a qué compañía vamos a ir nosotros.

Abriéndose paso entre los árboles, Connie y el doctor Brock llegaron al pie de la pared escarpada. Apoyada al lado del dragón yacía Kinga, profundamente dormida.

—Está compartiendo los sueños de Morjik —susurró el doctor Brock con un extraño brillo en los ojos—. Y son de lo más estrafalario, como tú bien vas a descubrir. Ahora, Morjik y Kinga están dormidos y sólo volarán juntos de noche.

—¿Y por qué sólo de noche? —preguntó Connie en voz baja, observando al dragón que acababa de soltar un suspiro, emitiendo una nube fragante de humo rosado. Connie apenas podía resistirse a tocarlo, presa de sus ansias por iniciar el encuentro.

—Porque incluso en un lugar tan aislado como Dartmoor, un dragón en el cielo podría no pasar desapercibido. Una vez, Argot y yo fuimos «avistados»... creo que lo llaman así... por un caza de las Fuerzas Aéreas cuando sobrevolábamos las nubes.

Afortunadamente, no se oyó hablar del tema. Supongo que al piloto le daría demasiada vergüenza contar lo que creía haber visto. Suele ser mucho más seguro volar de noche, ya que los dragones pueden pasar por murciélagos enormes o aviones ligeros, dependiendo de la altura a la que vuelen y, por supuesto, de los prejuicios de quien los vea.

Morjik se movió ligeramente y abrió mínimamente uno de sus ojos rojos. Sus escamas nacaradas brillaban generosamente a la luz de la mañana, que les confería un tinte dorado, como cuando están a punto de caer las hojas de los árboles en otoño.

Sus enormes alas color salvia permanecían dobladas a los lados de su cuerpo, como abanicos de seda cerrados. Su larga cola estaba enroscada de tal modo que la criatura podía apoyar la mandíbula en su punta. El doctor Brock le hizo una reverencia y le dijo a Connie:

—Morjik ha sugerido que tu encuentro con él se haga en dos fases. Hoy aprenderás a leer sus pensamientos y sensaciones y, una noche, cuando los dos estéis preparados, te llamará para que te des una vuelta con él —Kinga se incorporó y se desperezó, bostezando. Asintió con la cabeza a Connie y se levantó para dejarle sitio.

Morjik abrió los ojos despacio y soltó otra nube de humo, esta vez de color blanco plateado—. Siéntate apoyando la espalda contra él, Connie. Ya está preparado —la animó el doctor Brock.

Connie no necesitó una segunda invitación. Se colocó al lado de donde estaba Kinga y se relajó apoyándose contra el flanco del dragón, deleitándose con el calor que emanaba de su cuerpo y el tacto de los nudos y protuberancias de su piel contra su chaqueta de vuelo de cuero. Inmediatamente notó la presencia de Morjik, ya familiar desde la última vez que lo había visto. De la criatura emanaba una fuerza vital vibrante que la atravesaba como una fuerte ráfaga de ardiente aliento, arrastrándola. Empezó a sentir un intenso calor en la boca del estómago, una ardiente llamarada que amenazaba con tragársela si no conseguía contenerla. La presencia de Morjik alimentaba las llamas. En un instante, Connie notó que todo su cuerpo estaba expuesto al fuego, sin nada a mano para protegerse. Por una parte, detestaba la vulnerabilidad que la criatura había desvelado en ella y, por otra, disfrutaba del poder limpiador que la llenaba, convencida de que renacerían verdes tallos de entre las cenizas.

Pero aquella purga también había dejado al descubierto el alma de Morjik y la niña empezaba a sentir su naturaleza distintiva con mayor detalle. La edad... Morjik era muy viejo. Para él, la vida de sus compañeros pasaba como el nacimiento y la caída de una flor de verano: él seguía mientras ellos se difuminaban en la historia.

Contaba con pocas palabras y casi nunca las usaba: ¿para qué iba a resumirlo todo hablando cuando disponía de siglos para decir lo que quería?

Mientras aprendía cosas del dragón, Connie se percató de que él la estaba estudiando con el pensamiento: la encontraba joven e inexperta como a los demás humanos, pero diferente a la vez.

«—Tu naturaleza es amplia como el océano, Connie, y no estrecha como el arroyo que han sido mis compañeros en su corta y frenética experiencia vital —le estaba diciendo con el pensamiento—. La falta de fronteras puede convertirse en fuerza, pero, pequeña, no pierdas el tiempo tratando de serlo todo y hacerlo todo. Vive tu vida deteniéndote en cada uno de los preciosos momentos que tendrás; no intentes correr como hacen tantos.»

Connie aceptó sus palabras como un tesoro, dándoles vueltas mentalmente como a piedras preciosas tocadas por la luz. Después Morjik la tomó en sus manos y la llevó por los senderos de sus sueños de dragón. Connie vio extraños colores, colores que no había visto nunca en su mundo, arremolinándose en intrincadas formas caleidoscópicas. Grandes espirales la condujeron al ardiente centro de los pensamientos de la criatura, donde el horno examinaba todas sus palabras y sensaciones, quemando lo impuro y redundante hasta que emergía sólo lo verdadero y necesario.

—¿Connie?

La niña se despertó sobresaltada con el zarandeo del doctor Brock en el hombro.

—Es hora de irnos. Has dormido varias horas —le dijo, ayudándola a ponerse de pie. Morjik todavía soñaba, con los ojos completamente cerrados, pero Kinga no estaba—. ¿Ha ido bien? —le preguntó, ansioso.

Connie se agitó para intentar apartar el sueño que todavía le nublaba la cabeza y los pensamientos.

—Ha sido increíble... Como un viaje a las profundidades de la Tierra.

El doctor Brock asintió comprensivo.

—Mmm... Sí, Morjik es muy anciano y sus sueños son complejos —explicó—.

Otros dragones, como Argot, por ejemplo, sueñan con el cielo y con volar... Es como un viaje a las estrellas. Quizá también puedas experimentarlo algún día. Ven, ahora tenemos que volver: con esta clase de viajes, al principio, hay que ir por partes.

* * *

Cuando se acercaban a la granja, Connie distinguió dos siluetas humanas bajando despacio por el mismo camino que ellos: una alta y delgada, con un traje marrón oscuro impropio para una salida campestre, y una niña delgada con trenzas rubio platino. Iban enfrascados en su conversación. Para su desgracia, vio que el doctor Brock intentaba alcanzarlos. Ella se rezagó.

—¡Ah! Ivor. Señorita Masterson. Un encuentro provechoso, supongo...

—Como siempre —la sonrisa del señor Coddrington parecía un helado día de invierno. El hombre y Shirley intercambiaron una mirada de satisfacción.

—Me alegro de haberos alcanzado —continuó el doctor Brock—. Kinga quiere convocar una reunión esta noche para comentar los progresos con la localización de Kullervo. Estamos esperando que las selkies nos informen hoy... Vendrá Horace a contárnoslo.

—¿Kullervo? —preguntó Shirley, pronunciando el nombre con avidez—.

Entonces, ¿es cierto lo que van diciendo los gigantes del tiempo?

—¿Qué van diciendo? —se interesó el doctor Brock, frunciendo ligeramente el ceño al señor Coddrington, que guardó silencio.

—Que viene... Que las criaturas míticas se van a volver contra los humanos que las han perjudicado —Shirley hablaba con un entusiasmo mal disimulado—. Y, ¿por qué no deberían hacerlo? Harían bien... Y ¿por qué no íbamos a ayudarlas? Las criaturas míticas tuvieron mucho poder en el pasado. La gente las temía y las adoraba. No se las puede culpar por querer recuperar todo eso. Creo que todo iría mejor si los humanos aprendieran a respetarlas y a temerlas de nuevo —Connie vio que el doctor Brock se alarmaba y, aunque a ella misma no le caía demasiado bien Shirley, no pudo evitar pensar que la niña tenía cierta razón. En realidad, se alegraba de que Shirley se hubiera atrevido a pronunciar esas palabras en voz alta y se preguntaba qué iba a contestar el doctor.

—Ya sé que dicen todo eso y que ya han desatado su rabia en muchas partes del mundo —admitió el doctor Brock sin sobresaltos, mirando a Connie como si notara su interés—. Y ¿con qué resultado? Yo te lo diré: muertes, sobre todo entre la gente más pobre y los animales más vulnerables, y destrucción de hábitats. ¿Ese es el temor y el respeto que quieren que se les tenga? —levantó los ojos al rostro insensible del señor Coddrington, esperando quizá la ayuda del mentor de Shirley en un tema tan importante—. ¿Y han conseguido con ello el más mínimo cambio en los humanos que deciden cómo tratar el mundo? No. Tiemblo sólo de pensar el mal que habría que hacer para que la tozuda humanidad cambiara de métodos. No, eso no es lo que enseñamos aquí, en la Sociedad. ¿No es cierto, Ivor?

—Claro, Francis —respondió el señor Coddrington, con poca convicción—. Ni que decir tiene.

Pero Connie seguía simpatizando con la idea de Shirley y notaba que sí que quedaba aún algo por decir. Todo el mundo le había dicho que debía temer a Kullervo y, desde luego, ya le tenía miedo. Pero nadie le había explicado exactamente por qué. Tal como había dicho Shirley, era posible que estuviera simplemente ayudando a las criaturas míticas. ¿Y tan terrible era eso? ¿Qué podía hacer ella para conservar un lugar en el mundo para criaturas tan maravillosas como Morjik, Windfoal y Pájaro de la Tormenta? Hasta el momento, la Sociedad había estado librando una batalla perdida y, por mucho que admirara al doctor Brock, se preguntaba cómo podía estar tan seguro de que estaba en lo cierto. Sin embargo, también era verdad que algunos aliados de Kullervo, como los gigantes del tiempo, por ejemplo, se equivocaban al sembrar la destrucción entre los más vulnerables.

¿Dónde estaba el punto medio?