Capítulo 8

Una compañera universal

—¿Voy a tener problemas? —preguntó Connie.

Seguía al doctor Brock por el camino costero, descendiendo en fila india entre hierbas, zarzas y arbustos espinosos húmedos de rocío. El aire olía a barro rico en humus con un toque de salitre.

—¿Por habernos sorprendido como lo has hecho? Sí, vas a tener problemas —gritó por encima del hombro—. Seguro que tu tía tendrá algo que decirte sobre el asunto cuando llegues a casa. Pero por visitar a las sirenas... —el doctor Brock hizo una pausa para limpiarse las gafas con un pañuelo de seda—. No. Por eso, no vas a tener problemas. Ha sido un gesto muy valiente, aunque peligroso, pero ése es el espíritu de un verdadero compañero. Tenías que cumplir con tu destino y descubrir que, en realidad, eres una compañera de las sirenas.

—Pero si no lo soy —replicó Connie.

—¿No? —El doctor Brock volvió a ponerse las gafas y la miró con curiosidad—.

¡Pues claro que lo eres, si no, no estarías aquí!

—No... Ellas me han dicho que no soy su compañera... O al menos no sólo suya.

Soy lo que se denomina una compañera universal.

El doctor Brock se tambaleó ligeramente, como si Connie le hubiera dado un puñetazo.

—¿Esas fueron exactamente sus palabras? —preguntó el hombre. Ella asintió. El doctor Brock se rascó la frente como si tratara de reordenar las ideas colocándolas físicamente en su sitio—. Bueno, eso explica por qué Argot te ha hecho una reverencia con la cabeza. Me había extrañado —dijo pensativo—. ¡Es una noticia extraordinaria! ¿Sabes cuántos compañeros universales hay actualmente, Connie?

—No. ¿Cuántos?

—Uno. Y yo estoy a su lado. No ha aparecido ningún nuevo compañero universal desde hace casi un siglo. Y en las islas Británicas hace aproximadamente una década que no teníamos ninguno: desde que falleció Reginald Cony. Estoy casi seguro de que el último del mundo murió el año pasado a una edad muy avanzada, en Argentina. Muchos miembros de la Sociedad empezaban a pensar que el don universal había muerto con la desaparición de la última gran especie mítica.

»Es un don muy especial, Connie, pero acarrea problemas y responsabilidades —

añadió el doctor Brock, sobriamente. Reemprendió la marcha, buscando, sin duda, más tiempo para asimilar la noticia antes de decir algo más.

Aprovechando el silencio, Connie consideró las últimas palabras del doctor. No entendía toda esa charla sobre las criaturas míticas. De hecho, había dejado de entenderlo todo cuando se había dado cuenta de que, de repente, el mundo estaba habitado por sirenas y dragones.

Al llegar a una cerca, el doctor Brock se detuvo ante la escalera de madera que permitía pasar al otro lado, sacó el termo de la mochila y sirvió dos tazas de té.

—Creo que es el momento de romper el ayuno. Cabalgar a lomos de un dragón abre la sed y no creo que las sirenas fueran demasiado generosas ofreciendo tentempiés... —se sentó sobre la escalera y dio una galleta a la niña para acompañar el té—. Y creo que yo también te debo una explicación —dio unas palmaditas sobre la barra de madera, invitándola a sentarse a su lado.

»Creo que no nos hemos presentado como es debido. Soy Francis Brock. Como ya debes de suponer, tu tía y yo somos miembros de la Sociedad para la Protección de las Criaturas Míticas. Es una antigua fundación creada para proteger a estas criaturas y evitar su extinción.

Connie lo miraba inquisidoramente.

—¿Míticas? Pero ¿eso no significa que no existen?

El hombre se rió.

—Exactamente. Eso es lo que se supone que debes pensar. Parecemos todos locos,

¿verdad? Escúchame bien. Al principio, la tarea principal de la Sociedad era evitar la insensata matanza de criaturas míticas a manos del hombre. Los dragones, por ejemplo, habían llegado a las puertas de la extinción por culpa de los jóvenes caballeros de armadura que consideraban un buen deporte cazar incluso a los más pacíficos. En cuanto a los unicornios, los médicos y boticarios llegaron a valorar tanto sus cuernos que sólo dejaron un puñado. Hará ya casi un milenio, nuestros Administradores fundadores, es decir, la primera compañera universal, la abadesa Hildegard, y ocho amigos suyos, decidieron que había que poner punto final a aquello. Había que hacer algo o no sobreviviría ninguna de las grandes especies. Así pues, formaron la Sociedad con el objetivo de convencer a la gente para que no creyera en la existencia de esas criaturas y éstas dejaran de ser el blanco de los cazadores, ya fueran legales o furtivos. Nuestros Administradores emplearon diversos foros, desde el pulpito al mercado del pueblo, para hacer circular la idea de que esas criaturas eran sólo personajes de canciones y leyendas, cuentos para niños.

Al fin y al cabo, ¿quién iba a pretender cazar un animal de ese tipo si la gente le tachaba de loco sólo por proclamar haberlo visto? Una brillante estrategia, realmente.

El hombre le dedicó una amplia sonrisa, que ella no pudo evitar devolverle, a pesar de la confusión y las dudas. ¿De verdad había pasado la noche en el nido de una sirena y había cabalgado a lomos de un dragón? ¿Cómo no iba a creer a ese amable señor que le hablaba de criaturas míticas?

—Actualmente, nuestro trabajo se ha vuelto más difícil —continuó el doctor Brock—. Además de mantener el secreto que envuelve a bestias y seres mitológicos, también tenemos que luchar para conservar los últimos lugares donde aún pueden sobrevivir. Los humanos se han extendido tanto por toda la Tierra que pocos son ya los espacios inexplorados. La vida para nuestras criaturas se ha convertido en una larga historia de traiciones y traslados que han ido mermando sus filas.

»A pesar de todo, hay algunos puntos positivos. Algunas criaturas pueden existir en plena civilización humana gracias a la increíble capacidad de la gente para no creer en lo que ven sus ojos, especialmente si no cuadra con el punto de vista racional de nuestro mundo —al decir esto, sus ojos azules centellearon intensamente tras sus gafas de montura dorada.

Connie sabía que él percibía sus dudas y lo aferrada que estaba a sus creencias

«racionales». Una voz interior habló en favor del doctor: había visto un dragón, desde luego, y lo había montado. ¿Cómo podía explicar eso su sentido común?

—Aparte de estos seres, hay muchas criaturas que sólo sobreviven en estado salvaje. Las sirenas, las criaturas que ahora más nos preocupan, son una de estas especies. Necesitan parajes costeros inaccesibles —dijo, señalando la parte del mar donde se veían las Chimeneas como negras agujas en el horizonte—, lejos de toda intervención humana, por su propia supervivencia y, debo añadir, por la seguridad de quienes pudieran cruzarse en su camino. Como ves, no todas las criaturas son inofensivas.

—Eso sí que me lo creo —afirmó Connie rotunda. Y, recordando los feroces ojos de las hermanas, sus dudas se evaporaron. Aquello había ocurrido, de modo que

¿por qué no iba a ser cierto todo eso de la Sociedad?

—Normalmente, en estos casos, nosotros aconsejamos a las criaturas que se trasladen, ya que nuestra Sociedad casi no tiene ningún poder para frenar la marea del desarrollo industrial. Sin embargo, las sirenas no quieren hablar con nosotros. Me temo que sienten que ya han tenido que apartarse bastantes veces de nosotros en el pasado y han decidido tomar una medida más radical por su cuenta. Creo que sabes a qué me refiero. Quieren venganza. Esos pobres hombres son sus primeras víctimas, pero si creen que van a asustar y echar a la compañía Axoil matando a unos cuantos empleados, están muy equivocadas. Hay demasiado dinero en juego: pase lo que pase, la compañía se aferrará a su enclave como una lapa a una roca. Puede que las sirenas no quieran escucharnos, pero tendrán que trasladarse.

—Me dijeron que lo dirían —intervino Connie, rompiendo el envoltorio de su chocolatina—. Dicen que la Sociedad está de parte de los humanos.

—¡Pues claro que no! —exclamó el doctor Brock, indignado—. ¡Están completamente equivocadas si piensan eso de nosotros!

—También dicen que va a venir alguien y han planeado hundir un barco.

—¿Un petrolero? Así que eso se proponen. Sospechaba que se estaba cociendo algo gordo, pero no estaba seguro. Sin embargo, se equivocan si creen que con eso lograrán algo. Yo quiero Axoil lejos de aquí tanto como ellas, pero sé que el accidente se contabilizaría como un desastre fortuito y que seguirían viniendo barcos. ¿Y

cuántos accidentes habría hasta que descubrieran a las sirenas? De hecho, ¿qué quedaría en estas costas después de uno solo de esos «accidentes»? ¿Cuántos animales y personas tendrían que morir?

—No lo sé —confesó Connie. Empezaba a sentirse bastante impotente con todo lo que escuchaba—. Pero dicen que es la guerra. Están esperando a alguien que llegará en invierno. Parece que consideran a Kullervo su líder.

—¡Kullervo! —exclamó el doctor Brock; agitó una mano espasmódicamente, derramando el té sobre sus pantalones de montar a dragón—. ¿Estás segura de eso?

Connie se encogió de hombros.

—Eso han dicho.

El doctor Brock se quedó mudo, ni siquiera se secó el té, que chorreaba por la pernera de su pantalón sobre la hierba.

—Entonces —dijo por fin, sacudiendo la cabeza—, los rumores que llegan del norte son ciertos. He oído decir que algunos dragones lo han visitado y también unos cuantos gigantes del tiempo. Probablemente también hayan ido a verlo otros. Pero no quería creerlo.

—Pero ¿quién es? ¿Es una sirena? —preguntó Connie, cada vez más asustada por la profunda inquietud del hombre.

—Es una buena pregunta. No, no es una sirena, pero ninguno de nosotros está del todo seguro de lo que es porque nadie de nuestro lado ha sobrevivido a un encuentro con él. Vive, o quizá debería decir, tiene sus raíces en Finlandia. Sabemos que es un ser mitológico, un espíritu maléfico que cada vez se hace más fuerte alimentándose del desequilibrio medioambiental que nosotros, los humanos, hemos provocado en la Tierra. Algunos dicen que es un chamán, un ser que puede comunicarse con todas las criaturas... Igual que tú, cielo.

—¿Es un compañero universal?

—Oh, no —el doctor Brock rió amargamente—. Universal puede ser, pero lo de compañero queda muy lejos de sus ambiciones. Creo que es más bien como un torbellino o un agujero negro que absorbe inexorablemente en sus maléficos planes a todo aquel que se aventura a acercarse. Cuando una criatura toma su camino es prácticamente imposible hacerla regresar. Queda tan atrapada, tan a merced de sus mentiras, que todos los humanos son ya el enemigo, el opresor. Es una tragedia que las sirenas crean que están escogiendo la libertad para actuar sin restricciones, cuando en realidad están escogiendo el cautiverio. Seguramente creen que él sirve a su causa, pero cuando las haya amarrado bien, acabarán siendo sus esclavas. A él sólo le interesan si se unen a su objetivo.

—¿Su objetivo?

—La erradicación de la humanidad.

Connie se tambaleó, como si acabara de recibir un puñetazo en el estómago. Su mente no podía asimilar lo que acababa de oír.

—Pero, ellas dicen que ha sido la Sociedad la que las ha gobernado desde hace demasiado tiempo y que él las está ayudando.

—Nuestras reglas, Connie, no son nada al lado de su yugo de acero. Nosotros tenemos normas, leyes que defienden la coexistencia pacífica siempre que sea posible. Por eso nos desprecian las sirenas. Desde que fueron creadas, su elemento ha sido el caos. Lo que quizá deberíamos plantearnos es que puede que hayan reprimido esos instintos durante demasiado tiempo.

—No se moverán: de eso, estoy segura. Tenemos que encontrar otra forma de salvarlas —dijo Connie, con convicción.

—Ya me gustaría, pero la Sociedad no puede sacarse soluciones de la manga como el mago que saca conejos de su chistera. Durante años, he tenido que ver cómo mis dragones se retiraban una y otra vez. En alguna ocasión, también yo he sentido la tentación de aconsejarles una resistencia violenta, como hace siempre Kullervo, pero me ha retenido el convencimiento de que eso sólo traería más sufrimiento y el fin de las criaturas a las que quiero proteger. Si los dragones dejaran de estar tras la sombra protectora del mito, ¿crees que tardarían mucho en darles caza hasta extinguirlos?

Tal vez conservaran unos cuantos, como curiosidades enjauladas en un zoológico, pero no por mucho tiempo: los dragones no sobreviven tras las rejas.

El doctor Brock vaciló, mirando fijamente el poso de la taza en busca de inspiración.

—Creo que es hora de que la Sociedad abra los ojos a la amenaza de Kullervo —el hombre la miró con los ojos azules ensombrecidos por las noticias que ella le había hecho llegar—. Cada vez tiene más adeptos: está reuniendo en sus filas tales fuerzas que, si se liberaran incontroladamente, podrían devastar continentes enteros. Los gigantes del tiempo ya han hecho mucho daño. ¿Dices que vendrá en invierno?

—Sí, y dicen las sirenas que yo tengo que reunirme con él. Ha oído hablar de mí.

Connie creyó haber visto un destello de pánico cruzando el rostro del doctor Brock, pero el hombre se las compuso como pudo para ofrecerle una sonrisa tranquilizadora.

—Entonces, tendremos que estar preparados para su llegada —dijo con decisión—

. Pero prométeme que no aceptarás reunirte con él voluntariamente. No conozco a nadie que haya sobrevivido a un encuentro con él.

—Yo no quiero reunirme con él —aseguró Connie—. ¿Quién iba a querer, si es tan terrible como dice?

—Buena chica —y, cargándose la mochila a la espalda, añadió—: Ah, y eso de que eres una compañera universal... Yo de momento me lo guardaría. Deja que, por ahora, los demás piensen que eres una compañera de las sirenas. Yo escribiré una carta a los Administradores de la Sociedad. Ha quedado claro que Ivor Coddrington fue mucho más que incompetente cuando te examinó, pero, aun así, será un obstáculo difícil de salvar si queremos que ingreses en el programa Orfeo de la Sociedad.

—¿El programa Orfeo?

—Tu entrenamiento. Es mucho lo que aún no sabes sobre esto de ser compañero de las criaturas: tienes que aprender muchas cosas de ellas, y de nosotros. Como compañera universal, diría que tendrás un buen faenón.

* * *

Col no vio a Connie hasta el martes, ya que su tía había insistido en que la niña se quedara en casa descansando de su ordalía particular. Estaba intrigado por saber cómo se las había apañado su tímida compañera de clase con unas criaturas tan violentas como las sirenas. Seguía pareciéndole increíble que no se la hubieran zampado. No podía esperar más, así que la asaltó en el recreo.

—Connie, ¿estás bien? —le preguntó camino de la mesita de picnic del otro lado del patio, ignorando las llamadas de sus amigos para unirse al partido de fútbol.

—Sí... Creo que sí —parecía un tanto descentrada y lo miraba con una expresión rara en los ojos. No era de extrañar: a menudo, los que acababan de ingresar a la Sociedad necesitaban unas semanas para acostumbrarse a ver el mundo tal como es.

—¿Qué ocurrió? —Col echó un vistazo nervioso por encima del hombro para comprobar que nadie pudiera escucharles. Justin estaba concentrado en chutar a la portería y ya no le vigilaba.

—Fue bien.

Hablaba como si cada palabra fuera un esfuerzo. Aún se estaba adaptando a la noticia de su don, un don extraordinario que la alejaba del resto de la gente. Estaba acostumbrada a ser diferente, pero ahora que le habían explicado la razón de su rareza tenía la sensación de que su vida había cambiado irremediablemente. Saber que era una universal definiría sus acciones y su futuro. Era tan emocionante...

Deseaba compartir la noticia con Col y pedirle consejo, pero recordó a tiempo que el doctor Brock le había pedido que lo mantuviera en secreto. Así pues, describió lo ocurrido a grandes rasgos. Se guardaría la noticia para otra ocasión y se limitó a decir:

—Las sirenas me aceptaron y estuvimos hablando. Luego creo que olvidaron que tenía que volver a casa y el doctor Brock vino a rescatarme con Argot.

Col miró fijamente el rostro de Connie, sorprendido de nuevo por el curioso contraste entre la figura frágil que tenía delante y la extraordinaria aventura que había vivido.

—¿Qué? ¿Que montaste en un dragón? ¡No sabes lo afortunada que eres! Yo llevo años esperando mi primer encuentro y ni siquiera había soñado montarme en un dragón, ¡y a ti te pasa todo a la vez a las pocas semanas de descubrir la Sociedad! —el entusiasmo de Col la despertó y se rió por primera vez.

—Pero también tuve miedo, ¿sabes? —añadió ella para consolarlo.

—Eso es lo de menos... ¡Un dragón! ¡Y las sirenas!

—Vale, tengo que admitirlo: fue genial —los ojos le brillaban de emoción al revivir la sensación del viaje a lomos del dragón.

—Daría lo que fuera por haber hecho lo que hiciste tú el domingo —dijo Col, colocándose el pelo en su sitio y comprobando que nadie los estuviera observando—.

Y me alegro de que ahora nos entendamos como es debido.

—Y yo —admitió ella, a pesar del pequeño pinchazo de culpabilidad por estarle ocultando el resto de la verdad—. ¡Y tú que decías que te había arañado un ave marina enorme! Estaba tan enfadada con todos vosotros...

—Tampoco me alejé mucho de la verdad, ¿no? De todos modos, me alegro de que seas de tercer orden, como yo.

—¿De tercer orden? —Sin duda le quedaba mucho por aprender de la Sociedad.

Había tantas cosas que aún no comprendía...

—¿Nadie te lo ha explicado todavía? —preguntó Col. Ella sacudió la cabeza. Él sonrió. Le demostraría cuánto sabía—. Vale, pues será mejor que te lo cuente yo. La Sociedad reconoce tres órdenes —los marcó extendiendo los dedos—. El primero es el de compañero de los animales domésticos, lo que la gente denominaría un amante de los animales. El segundo orden es el de los que tienen un vínculo especial con una especie animal: encantadores de serpientes, hombres que susurran a los caballos...

Todos ésos pertenecen a este grupo. El tercer orden, sólo para miembros de la Sociedad, es el de los compañeros de una criatura mítica en concreto. La mía son los pegasos. La de tu tía son las hadas de la muerte. El doctor Brock, como ya sabes, es compañero de los dragones.

—Pero ¿cómo saben cuál es tu especie compañera?

—En realidad es muy simple: estudian minuciosamente cualquier vínculo especial con las criaturas de segundo orden. Se supone que en eso consiste el examen. Sabían que yo podría estar destinado a los pegasos porque siempre he tenido una afinidad especial con los caballos. No entiendo por qué tu prueba salió tan mal... No había oído de ningún caso anterior. Pero eso me recuerda algo —y enterró la mano en su mochila—. Toma, te he traído esto.

Le puso en la mano el regalo que Connie había visto sobre la mesa de la cocina.

Rasgó el envoltorio: contenía una copia ilustrada de La Odisea, con la imagen de un héroe griego amarrado a un mástil, rodeado de sirenas cantando, en la portada.

—¿Qué te parece? —dijo Col con una sonrisa—. Más vale que te lo leas si vas a ver de nuevo a tus amigas.