Epílogo
–¿Lista, mi pequeña Daisy?
Daisy se alisó la cintura del vestido, antes de sonreír nerviosa a su padre.
–Lista, papá.
–Pues yo no –dijo Rick Cross con los ojos llenos de lágrimas–. No sé si alguna vez estaré preparado para llevarte hasta el altar y entregarte a otro hombre.
–Estamos en el siglo XXI, papá –dijo Violet poniendo los ojos en blanco–. Ya no se entrega a nadie.
–Si hay alguien al mando de esta casa, quiero decir de este castillo, esa es Daisy. Solo llevo aquí unas horas y ya me he dado cuenta de que tiene a ese pobre conde comiendo de su mano.
Daisy le sacó la lengua a Rose.
–Cómo me habría gustado hacerte llevar volantes.
Sus hermanas estaban espectaculares con aquellos sencillos vestidos de seda que había elegido. Los corpiños eran blancos y la falda hasta la rodilla, amarilla. El corpiño de su vestido era similar, pero en vez de llevar los hombros desnudos, los suyos estaban cubiertos con encaje. La falda caía desde el pecho en una cascada de seda blanca hasta el suelo.
–Y yo lamento no haberte hecho ese anillo grande –dijo Rose, señalando el aro de oro trenzado con pétalos en oro blanco y pequeños diamantes que adornaba la mano izquierda de Daisy.
–Creo que nunca habías hecho uno tan bonito. Muchas gracias.
–Queda bien con tu anillo de boda –comentó Rose, y sonrió orgullosa–. Estás preciosa, Daisy.
–¿Te reconocerá Seb sin un sombrero? –preguntó
Violet, y le arregló una flor del moño–. Ya está, perfecta.
–Has elegido un bonito vestido. No parece que estés embarazada –opinó Rose.
–Todavía no se nota.
Daisy todavía no podía hablar de su embarazo sin sonrojarse. Se lo había contado a su madre y a sus hermanas durante la despedida de soltera y todas se habían mostrado encantadas. No había tenido que mentirles: no se casaban solo por el bebé, sino porque querían estar juntos.
Era tan sencillo y maravilloso como eso.
Seb sabía que se pondría nervioso, a pesar de estar acostumbrado a hablar en público. Esa ocasión era diferente. Allí estaba ante todos, vestido de frac, dispuesto a casarse con la mujer a la que amaba.
Sherry estaba sentada en el primer banco, espectacular. Seb no sabía mucho de moda, pero sí lo suficiente como para darse cuenta de que lo que llevaba era algo muy caro que muy pocos mortales podrían permitirse.
De repente, los invitados se quedaron en silencio y un violín empezó a tocar una famosa canción de Rick que había compuesto al poco de nacer Daisy.
Los murmullos cesaron y Seb sintió que se le detenía el corazón al ver a Daisy toda de blanco excepto por el carmín rojo de sus labios y el ramo de margaritas. Le brillaban los ojos y en sus labios se dibujaba una sonrisa temblorosa.
Dos meses antes estaba solo. Ahora, tenía una familia y era feliz. Tenía todo un futuro por delante.
Sonrió al ver el flash de una cámara desde el fondo. Que hicieran fotos y las publicaran donde quisieran. Era un hombre muy afortunado y quería que todo el mundo lo supiera.
Fin