Capítulo 9

 

–¿Cómo has sabido que era mi grupo favorito?

Daisy estaba descubriendo que Seb era parco en palabras. Si alguien le hubiera organizado una sorpresa a ella, no se habría quedado sentada a la espera sin más. No podría dejar de hacer preguntas para intentar saber de qué se trataba.

Seb se había quedado perplejo, como si la idea de una escapada sorpresa fuera algo completamente ajeno a él. Lo cual era ridículo. Aunque no buscara emociones intensas ni amor, había tenido novias antes. ¿Ninguna le había sorprendido con una escapada a una biblioteca o a algún lugar con significado histórico?

Pero ni su habitual tranquilidad ni sus ademanes comedidos habían variado cuando el taxi se había detenido en la sala de conciertos.

–Daisy, pareces una bruja –dijo apretándole la mano.

Por un instante, Daisy fantaseó con que aquello era real, con que había salido esa noche con alguien de quien estaba enamorada y que también sentía algo por ella.

–Lo soy. Entre mis trucos están prestar atención a la música que escucha otra gente y leer las carátulas de los CDs.

No podía evitarlo, la música había sido una parte importante de su infancia y la escuchaba inconscientemente, aunque rara vez lo hacía por placer. Prefería el silencio para trabajar.

Pero a Seb le gustaba tener ruido de fondo ya fuera en la cocina, en su estudio o conduciendo. Buscando algo en Internet para hacer esa noche, había recordado el CD del primer día. Después de llamar a su padre, había conseguido entradas VIP.

Había sido el regalo perfecto. Por un lado, Daisy se sentía avergonzada de que lo único que se le hubiera ocurrido fuera aquel plan de última hora y por otro, le asustaba pensar que quizá lo conocía mejor de lo que había pensado y de lo que estaba dispuesta a admitir.

Sabía exactamente lo que le haría feliz y eso implicaba interés. ¿Formaba parte de su acuerdo?

Seb no parecía darle importancia. Era divertido verlo disfrutar de cada momento como si fuera un niño en una juguetería mientras los conducían a la zona VIP.

–¿Un palco? ¿De verdad?

–Puede que el que tenga título seas tú, pero yo formo parte de la aristocracia musical y es así como disfrutamos de los conciertos –le dijo mientras se sentaban–. Si prefieres quedarte abajo sudando entre toda esa gente, puedes hacerlo.

Seb miró a su alrededor y Daisy intentó ver a través de sus ojos. Eran los únicos ocupantes del palco que estaba frente al escenario. Detrás, tenían un salón privado y unos aseos para ellos. El resto de los palcos estaban ocupados por famosos y amigos y familiares de la banda. El acceso estaba controlado.

–Esto es una locura –dijo Seb mirando al famoso cantante de rock del palco de al lado–. He estado en toda clase de actos, pero nunca en nada como esto.

–Estoy malacostumbrada. Mi padre recibe invitaciones para todo. Con diez años, me había llevado a más conciertos que al cine. Hacía mucho tiempo que no venía a ninguno.

–¿Por qué no? Si tuviera libre acceso a conciertos, iría a todos.

No, no lo haría si supiera lo que implicaba.

–No me gusta pedir favores. Mi madre puede conseguir cualquier cosa: bolsos, abrigos, vestidos. Pero a cambio tienes que dejarte fotografiar con ello. Si como yo, quieres llevar una vida discreta, el precio es muy alto. Las entradas para este concierto se agotaron hace meses, así que era este palco o nada.

Daisy cruzó los dedos confiando en que no les hicieran fotos mientras estuvieran allí. Por suerte, había parejas más interesantes para la prensa, así que esperaba que no se fijasen en ellos.

–Entonces, tendremos que disfrutar. En serio, Daisy, muchas gracias. Ha sido un regalo increíble.

Daisy se agitó incómoda, sintiéndose culpable. No le había supuesto ningún esfuerzo. Rápidamente, cambió de tema.

–Voy a pasar la noche del miércoles en el estudio. Vi me ha convencido para que celebremos una especie de despedida de soltera. Evidentemente, no quería ninguna gran fiesta, así que va a ser una tranquila noche viendo películas en familia. Le he dicho que no quería beber por cuidarme la piel y se lo ha creído. Creo que también pasaré allí la noche del jueves. Trae mala suerte pasar juntos la última noche de solteros.

–Supongo que necesitamos toda la suerte del mundo.

–¿Vas a tener una despedida de soltero?

–Ni se me había ocurrido. Quizá vaya al pub más cercano y me tome un par de copas, aunque solo sea por hacer más convincente nuestra boda.

–¡Qué buen actor eres! –exclamó ella, y recordó la conversación con su hermana–. Violet también me ha preguntado por la luna de miel.

Seb se quedó de piedra.

–Le he dicho que haríamos algo más adelante, que ahora estábamos muy ocupados. No se ha quedado muy convencida, pero, cuando le cuente lo del bebé, se le olvidará.

–¿Quieres una luna de miel?

Daisy sintió que le temblaban los labios. Se había repetido muchas veces que estaba contenta con su decisión, pero a veces dudaba y tenía que empezar a convencerse de nuevo.

–Por supuesto que no –dijo percibiendo su voz débil–. Teniendo en cuenta las circunstancias, lo estamos haciendo muy bien y la luna de miel podría crearnos demasiada tensión.

–¿Estás segura?

Ella asintió, confiando en que no la estuviera observando con demasiada atención. No quería que viera el brillo de sus ojos mientras parpadeaba para contener las lágrimas.

–Además, estoy embarazada. No puedo tomar cócteles en la playa ni ir a destinos exóticos.

–¿Es eso lo que te gustaría?

Por supuesto que sí. Era lo que la gente hacía, ¿no? Ir a playas paradisíacas, beber ron, hacer submarinismo por el día y el amor por la noche.

–Creo que preferiría algo más original. Un entorno bonito que pudiera fotografiar, con buena comida e historia. Quizá los Alpes, Grecia, la costa italiana…

–Un amigo mío tiene una villa en el lago Garda, justo al borde del agua. Podría preguntarle si está libre.

Por un momento, se recreó en la idea de los lagos italianos. Una villa privada al borde de un lago sonaba sublime. Pero tendrían que fingir y, lejos de sus trabajos, sin sus rutinas diarias, ¿cómo se las arreglarían?

–No –dijo con voz firme–. De verdad, me parece bien.

Las luces bajaron y Seb se echó hacia delante, atento al escenario. Daisy se sintió aliviada y dejó que su imaginación volara soñando con una luna de miel diferente. Una en la que los novios estuvieran tan absortos el uno en el otro que no necesitaran de nadie ni de nada más. El tipo de luna de miel con la que siempre había soñado y que nunca tendría.

 

 

Las cuentas no salían.

Hacía falta arreglar el tejado y cambiar el cableado eléctrico en la parte georgiana del castillo, además de resolver el problema de las viejas cañerías antes de que naciera el bebé en Navidad.

Gracias a sus esfuerzos, las tierras habían empezado a dar beneficios y la granja y los bosques tenían buen aspecto. Los problemas estaban en el castillo. Mil años de historia, orgullo familiar y legados. Seb evitó encontrarse con los ojos de su abuelo, que lo miraban desde el retrato que colgaba de la pared del fondo. Nunca le había gustado la idea de usar el castillo para sacar provecho.

¿Hasta dónde estaba dispuesto a llegar para salvar sus propiedades? A través de una agencia cinematográfica, estaba ofreciendo el castillo para el rodaje de películas y programas de televisión.

Pero no era suficiente.

Mientras tanto, tenía que acabar de documentarse para el libro y ya había transcurrido la mitad de su año sabático. Un solo día en Oxford le había recordado el tiempo que consumía la enseñanza. Pronto se vería obligado a elegir y no sería una decisión fácil.

–Seb, querido.

Sherry se acababa de materializar a su lado. ¿Cómo demonios se las arreglaba esa mujer para moverse con tanto sigilo?

Seb se aferró al borde de la mesa y respiró hondo, tratando de que no se le notara la irritación. Todavía quedaban tres días para la boda y no había tenido ni diez minutos seguidos sin interrupciones desde el desayuno.

–No tengo ni idea, pregúntale a Daisy –dijo adelantándose a cualquier comentario.

Fuera cual fuese la pregunta, ella sabría mejor la respuesta.

–No he visto a Daisy en toda la mañana –dijo Sherry frunciendo el ceño–. Sería muy útil que alguno de los dos mostrarais interés. Puede que estos detalles no os parezcan importantes, pero lo son. Un lazo alto en la parte trasera de la silla es elegante, pero demasiado pretencioso. Un lazo bajo es clásico, pero pasa desapercibido, especialmente con el amarillo pálido que habéis elegido.

Las cosas estaban cambiando a una velocidad alarmante, pero había algo de lo que Seb estaba seguro: no había tenido nada que ver con la elección de los colores de los lazos para las sillas.

–Mejor lo clásico –respondió, frotándose los ojos.

Si alguien le hubiera insinuado un mes antes que estaría sentado en su biblioteca hablando de lazos con una supermodelo, le habría servido un brandy y le habría aconsejado que se acostara. Pero allí estaba, y aquella supermodelo en particular no estaba dispuesta a marcharse hasta que le diera la respuesta que esperaba.

–Seguramente tienes razón –dijo revolviéndole el pelo en un gesto maternal–. Lo mejor es lo clásico. Menos es más, es lo que siempre les he dicho a mis hijas.

–Sabio consejo –replicó él y reparó en lo que le había dicho un momento antes–. ¿Adónde ha ido Daisy?

–No tengo ni idea. Me dijo que estaba cansada después de lo de anoche y desapareció. No tenía buen aspecto. Hay una foto preciosa de vosotros en el Chronicle Online. Se te ve muy bien. No hace falta que te tomes tan en serio ese aire de académico distraído –dijo Sherry, ofreciéndole su teléfono.

Con un nudo en el estómago, echó un vistazo a las fotografías de famosos publicadas en el Chronicle hasta que encontró una en la que aparecían entrando en el concierto de la noche anterior. Daisy lo tomaba del brazo e iba riéndose. Para cualquiera, era la imagen de una pareja feliz.

–¿Por qué les interesa? –preguntó devolviéndole el teléfono a Sherry–. Sí, fuimos a un concierto, ¿dónde está la noticia?

–No puedes negar que es una historia de amor de cuento, la hija de una estrella de rock casándose con un conde a las pocas semanas de conocerse. Claro que les interesa. Ya se les pasará.

–¿De veras? Eso espero.

Con unos suegros como los que iba a tener, mantener el anonimato iba a resultar imposible.

Sherry se marchó sujetando en su mano una larga lista y Seb volvió su atención al ordenador. Pero de nuevo, no pudo concentrarse. ¿Dónde estaba Daisy?

La noche anterior había dormido en su habitación, alegando estar cansada. Sin ella, su cama se le había hecho inmensa y fría. En un determinado momento se había dado la vuelta, dispuesto a abrazarla, pero no la había encontrado.

Era curioso lo rápido que se había acostumbrado a su presencia, a su respiración, a su calidez, a despertarse a su lado. Y lo más curioso era que le gustaba.

Tampoco había aparecido a desayunar. Seb tamborileó con los dedos sobre la mesa. En la foto se la veía muy animada, pero en algún punto de la noche, su habitual alegría había ido desapareciendo y apenas había dicho una palabra en el camino de vuelta.

Trató de recordar la conversación que habían mantenido. ¿De qué habían hablado? ¿Había sido la mención de la luna de miel, de esa luna de miel que no quería hacer con él?

Quizá estaba equivocada. Quizá era lo que necesitaban, pasar tiempo lejos de la presión del trabajo y la familia, de esforzarse por encajar sus vidas. Quizá era hora de descubrir cómo funcionaban como pareja. Tenía que volver a hablarlo con ella.

Solo que… La noche anterior le había dado una sorpresa. Era una de las cosas más consideradas que nadie había hecho por él. Tal vez había llegado el momento de que Seb le devolviera el favor.

Antes de que pudiera cambiar de opinión, escribió la dirección de correo electrónico de Gianni y como título del mensaje Lago Garda.

Aunque no fuera el marido con el que había soñado, Daisy se merecía una luna de miel perfecta e iba a hacer todo lo posible para que la tuviese. Era lo menos que podía hacer.

 

 

Había supuesto que la encontraría en la cocina. Le había prohibido que lijase los muebles. Seb estaba convencido de que todo aquel polvo no era bueno para el bebé, pero no había podido impedir que supervisase todas las obras. Siguiendo sus instrucciones, se habían pintado las paredes de color crema, y se habían lijado y restaurado los cajones y los armarios, antes de pintarlos de gris claro. Se había mostrado escéptico acerca del color, pero después de ver el ambiente cálido de la cocina, había tenido que admitir que no se había equivocado.

El carpintero había aprovechado un viejo roble que se había caído durante una tormenta en invierno para hacer una encimera. No podía haber mejor destino para un árbol que había estado apostado allí como un centinela durante generaciones.

Daisy había encontrado un antiguo perchero en uno de los cobertizos y lo había hecho colgar del techo para colocar allí las viejas cacerolas de cobre. Había recuperado del desván uno de los juegos de té de una bisabuela y lo había dispuesto en una balda. El resultado final era una cocina cálida y acogedora, un lugar agradable para pasar tiempo y conversar.

El cambio se había producido día a día y Seb todavía no había valorado suficientemente el esfuerzo de Daisy. No era solo que hubiera restaurado la cocina y la hubiera dejado impecable. Ni los detalles como las fotos de las paredes, con antiguos paisajes del castillo, el recién instalado sofá, no muy lejos de los fogones, y la alfombra que había colocado en un rincón para Monty. Era la sensación de cuidado y esmero que había logrado.

Era la misma sensación que había tenido al entrar en la habitación de ella. La misma sensación que había creado en el comedor y en la biblioteca, de la que había sacado los muebles más pesados y en la que había colocado alegres cojines en los bancos de las ventanas para sentarse.

Su hogar estaba transformándose ante sus ojos y apenas había reparado en ello.

Tenía que decirle que le gustaban los cambios.

Seb se sirvió un vaso de agua y se sentó a la mesa, pensando en todos los sitios donde podía estar. No podía culparla por querer un poco de espacio para respirar antes de la boda. Pero, si Sherry no la había encontrado, Daisy debía de haber elegido muy bien dónde ocultarse.

Amontonados en la mesa estaban algunos de los viejos cuadernos de Daisy y las fotos que Sherry había impreso de su web. Seb los tomó con curiosidad y empezó a revisarlos. Se había imaginado que serían las fantasías de una niña por convertirse en Cenicienta.

Sin embargo, se encontró con toda clase de pequeños detalles: una flor hecha con un lazo, un trozo de encaje, una vela tallada. Eran detalles sencillos, pero con significado. Como la misma Daisy.

Un trozo de papel cayó y lo recogió. Era una foto de un anillo. Era un aro trenzado de oro con piedras incrustadas, una joya muy diferente al clásico solitario que le había regalado. Rara vez se lo ponía. Decía que le daba miedo perderlo. Pero no era solo eso; podía verlo en sus ojos.

Cuando lo había comprado, no la conocía. Había elegido un anillo caro, pero nada especial. Podía habérselo regalado a cualquiera.

Y no tenía ninguna duda de que Daisy era diferente.

Seb se echó hacia atrás, con la foto en la mano. Debía demostrarle lo agradecido que estaba por todo lo que había hecho.

Estaba muy ocupada intentando encajar en su vida, convertir su vieja casa en un hogar. Había llegado el momento de compensarla con la boda, la luna de miel y el anillo de sus sueños.

Sabía que no era todo lo que quería, pero debía hacerlo. Era lo único que tenía y tenía que servir. Solo esperaba que fuera suficiente.