Capítulo 4
–Lo siento.
Daisy apenas había dicho nada mientras desandaban los cien kilómetros de vuelta al castillo Hawksley, pero se incorporó en cuanto Seb tomó el camino de acceso.
–Debería haber planeado mejor la visita. Tal vez debería haber ido sola. Sé que no quieres todo ese jaleo.
–Podríamos decir que no –replicó Seb, girándose para mirarla.
Sonaba extraño oírle hablar en primera persona del plural.
–Podríamos –dijo Daisy, y suspiró–. Pero entonces sabrían que pasa algo. Habré comentado una o dos veces cómo me gustaría que fuera mi boda.
–Diles que soy alérgico a los grandes eventos. Diles que me dan sudores fríos y temblores. Mejor una ceremonia sencilla a que huyamos para casarnos.
Al ver que no respondía, una idea asaltó su cabeza. Aquel matrimonio tan poco convencional empezaba menospreciando los deseos de su esposa. Vaya comienzo.
–A menos que tú quieras que sea así –añadió Seb.
–Pensé que sí. Pero eso era antes.
Un sentimiento de culpabilidad se apoderó de él. Lo menos que podía hacer era ceder en aquel pequeño detalle, a pesar de que la idea de convertirse en el centro de atención le revolvía el estómago. Se aferró al volante y respiró hondo. Para que aquello funcionara tenía que haber sacrificios por ambas partes.
–Podríamos reconsiderarlo. Celebrarlo en tu casa, en tu iglesia y con la fiesta en el jardín. Si tanto significa para ti…
–¿De veras?
Su rostro se iluminó un instante, pero enseguida desapareció aquel brillo como si nunca hubiera existido.
–No, pero gracias por la oferta. Te lo agradezco mucho, pero está bien. Esa boda era un sueño. Resultaría más falsa si te obligo a cumplir mis estúpidos sueños. Pero ¿te importaría si dejamos que mi madre participe un poco en la organización? Te prometo que la controlaré.
–Claro. Esta es tu boda y tu casa.
Las palabras brotaron con naturalidad a pesar de que sentía que el corazón se le había encogido. ¿Cómo se las arreglaría aquella mariposa consentida en un sitio tan frío e inhóspito como Hawksley? Pero ¿qué otra opción tenían? ¿Acaso tenían más? Tenían que asumir la responsabilidad de sus actos.
Detuvo el coche en la zona de aparcamiento y se giró para mirarla.
–Escucha, Daisy, estoy convencido de que esto puede funcionar. Solo hace falta que seamos sinceros el uno con el otro, que nos comuniquemos.
–¿No crees que nos estamos precipitando? –preguntó ella mirándose las manos, con la mirada oculta bajo las pestañas.
Seb no pudo evitar sonreír.
–En absoluto. Según tengo entendido, algunos de mis antepasados conocieron a sus esposas el día de la boda. Nosotros vamos a tener dos meses desde que nos conocimos hasta la boda, muchísimo tiempo.
–Aun así, pienso que no pasaría nada por esperar hasta que me haga una ecografía y sepamos más. Es muy pronto todavía. Ni siquiera he ido al médico. Si nos casamos estando embarazada de unas diez semanas, todavía hay posibilidades de que algo no vaya bien. Nos veríamos atrapados en un matrimonio que ninguno de los dos desea sin bebé. ¿Qué haríamos entonces?
Aquello tenía sentido y Seb era consciente de ello. Pero, aun así, algo en él se revolvió.
–No hay nada seguro. Si no sale bien, lo sentiremos, pero lo superaremos. Daisy… –dijo tomándola de la mano–. No puedo adivinar el futuro y sí, en cierto sentido tienes razón. Podemos esperar a la ecografía, podemos esperar hasta que estés de dieciséis semanas o de treinta. O podemos darle un voto de confianza. De eso se trata el matrimonio.
Daisy lo miró directamente a los ojos.
–Solo estoy dispuesta a casarme tan pronto para que mi familia no descubra que estoy embarazada e intenten convencerme de que no lo haga. Saben lo importante que es para mí el matrimonio, el amor. ¿Qué me dices de ti? ¿Por qué no quieres esperar?
Seb cerró los ojos. Todavía podía oír las discusiones de sus padres y sus reconciliaciones. Si quería que aquello funcionara, tenía que ser sincero. Necesitaba que entendiera lo que le estaba ofreciendo, así como lo que nunca podría darle.
–Mi madre no quería tener hijos. No quería estropear su figura con un embarazo ni dejar de divertirse. Pero quería ser condesa y tener un heredero era parte del trato. Una vez, borracha, me contó lo contenta que se había puesto cuando descubrió que esperaba un niño y que no tendría que volver a pasar por lo mismo. Si hubiera sido por ella, nunca habría tenido hijos.
«Te tuve porque no me quedó más remedio. Fue el peor año de mi vida».
–Por suerte, estaban los abuelos, los colegios, las niñeras… Así no se sentía atada. No quiero que nuestro hijo sienta que es una carga. Quiero recibirle en este mundo con los brazos abiertos y quiero que se sienta deseado. Porque, aunque no lo planeáramos, lo deseo y tú también. Eso es lo que importa, que va a nacer con todos los ridículos privilegios que este título conlleva. Por eso es importante que nos casemos.
Daisy no dijo nada durante unos largos segundos. Luego entrelazó los dedos con los de él.
–De acuerdo –accedió por fin–. Entonces, tres semanas a partir del viernes. Vayamos al registro mañana y hagamos el papeleo. Supongo que también debería ver a un médico.
–Bien –dijo él sintiéndose aliviado–. ¿Estás cansada o quieres que te haga el tour completo de tu nueva casa?
–¿Estás de broma? ¿Un tour guiado y exclusivo? Enséñamelo todo.
–Este es el torreón normando. Según la leyenda familiar, un caballero, sir William Belleforde, llegó durante la invasión de 1066 y le fueron concedidas estas tierras. Con el transcurrir de los siglos, el apellido se transformó en Beresford. Él lo construyó.
Daisy se dio la vuelta y se quedó mirando los muros de piedra gris con sus estrechas ventanas. Al sentir que el viento se levantaba, se encogió en el jersey.
–Había un castillo de madera adosado –continuó–, pero esta era la principal zona de defensa y debió de ser bastante amplia. Había tres pisos. Mira, ahí está la vieja escalera. También había un muro fortificado rodeando el resto del castillo. Cuando vayas al pueblo, ya verás que muchas de las casas más antiguas están construidas con la misma piedra de los muros.
Daisy ladeó la cabeza, tratando de imaginarse mil años atrás.
–Muros, batallas, aspilleras... ¿Se libraron muchas batallas aquí?
Seb sacudió la cabeza.
–Hubo pocas luchas entre la Guerra de las Dos Rosas y la Guerra Civil. Mis antepasados eran demasiado prudentes para involucrarse.
–¿Así que no hay fantasmas de caballeros paseando con sus cabezas debajo del brazo?
Evidentemente era un alivio, pero ¿no se merecía un castillo así unos cuantos fantasmas?
–Ninguno. Cambiamos nuestra religión para adaptarnos a los Tudor y el color de nuestras rosas por la de los Plantagenet. Te alegrarás de saber que un joven impetuoso fue a Francia siguiendo a Carlos II y cuando heredó el título, fue nombrado primer conde de Holgate. Aunque algunos dicen que fue porque su esposa era una de las muchas amantes del rey, con el consentimiento del lord.
–Al menos estaba poniendo su granito de arena por el porvenir de su familia. ¿Sigue siendo un requisito acostarse con el rey para ser condesa? En caso de que así sea, no creo que estuviera dispuesta.
–Me alegro de saberlo –dijo él sonriendo–. Por supuesto que para entonces, el torreón ya no era usado como residencia. Cayó en desuso a finales del siglo XIV, y el gran pabellón fue construido cien años más tarde.
La condujo por la fría edificación de piedra y abrió la enorme puerta de roble que daba a la zona de estilo Tudor del castillo.
Daisy había pasado un día entero en aquella parte del castillo, fotografiando una boda. El aspecto era completamente diferente con largas mesas montadas, el estrado con la mesa principal al fondo y las lámparas de hierro encendidas.
–Ahora entiendo por qué se vinieron a vivir aquí. Aunque sea más grande, resulta más cálido. Tener un techo encima es una ventaja sin ninguna duda. También lo es el suelo.
–Especialmente cuando te olvidas del sitio –convino él–. A las novias no les gustan cosas como los suelos sucios o los agujeros en el tejado.
–Está en muy buen estado.
Había hecho muchas fotos de todos los detalles: los grabados de los paneles, la forma en que las vigas se curvaban…
–Tiene que estarlo. No podríamos celebrar eventos de no ser así. Aunque parezca que está en su estado original desde tiempos inmemoriales, se ha hecho la instalación de electricidad, se han construido aseos y hay una cocina completamente equipada. Lo cierto es que el pabellón tiene más partes nuevas que originales. Siempre se ha usado como salón de celebraciones, lo que hizo que fuera más fácil tomar la decisión de alquilarlo. Mi abuelo pensaba que era nuestro deber compartir el castillo con otras personas, pero no con el fin de obtener beneficios. No sé qué pensaría si viera las bodas. No suponen mucha diferencia con su idea inicial, salvo que cobro una obscena cantidad de dinero. Estoy intentando conseguir que el castillo se mantenga solo y que siga siendo un lugar para vivir. Quiero mantenerlo intacto, pero no es fácil.
–Entonces, ¿piensas quedarte a vivir aquí y no en Oxford?
–¿Ahora que es mío? Sí. Puedo quedarme en la universidad si lo necesito, aunque me resultará extraño estar yendo y viniendo después de tantos años. Tendré que repartirme entre mi carrera y mi casa. Ambas necesitan de todo mi tiempo o, al menos, eso es lo que parece. Ser dueño de un sitio como este es todo un privilegio que hay que cuidar.
Sus ojos brillaron entusiasmados. Su expresión se relajó al referirse a otro interesante dato arquitectónico y relatar otra anécdota familiar que Daisy estaba convencida de que se había inventado en el momento. Era imposible que alguien tuviera un árbol genealógico tan escandaloso, con vividores, bandoleros y esposas fugitivas en todas las generaciones.
–Adoras esto, ¿verdad?
–¿Cómo no hacerlo? He crecido aquí. Era como vivir en una máquina del tiempo. Podía ser cualquier personaje, desde Robin Hood a Dick Turpin.
–¿Siempre forajidos?
–Son los que mejor se lo pasaban. Tenían caballos, eran admirados, se llevaban a todas las chicas de calle… –Todas las cosas importantes de la vida.
–Efectivamente.
Sonrió y su expresión se tornó traviesa. Estaba muy atractivo. Daisy se quedó sin respiración. De repente, sintió que se le secaba la boca.
Sus miradas se encontraron y permanecieron inmóviles durante largos segundos. Los ojos de Seb se volvieron de un verde impenetrable y Daisy sintió un estremecimiento por la espina dorsal. Se echó hacia atrás, apenas unos centímetros, y su espalda chocó con el panel de madera. Se quedó allí apoyada, buscando el soporte que sus piernas no le daban.
Seguía atrapada en su mirada. Una oleada de calor se le extendió desde el vientre a las piernas. La piel se le erizó y el recuerdo de sus caricias la hizo estremecerse. Alterada, se chupó los labios. El calor de su cuerpo se intensificó al ver que Seb detenía los ojos en sus labios, reconociendo en ellos una expresión de ansiedad.
Quería un matrimonio de conveniencia, pero al fin y al cabo un matrimonio. En aquel momento, parecía la única cosa que tenía sentido en todo aquel enredo.
Seb dio un paso hacia delante, y luego otro. Daisy se quedó quieta, casi paralizada por la intención que se adivinaba en su rostro. Se le aceleró el pulso, martilleando al insistente ritmo del deseo.
–¿Seb?
Era casi un ruego por poner fin a aquel ansia que tan repentina e intensamente se había apoderado de ella.
Seb se detuvo con los ojos fijos en Daisy y luego avanzó un último paso. Lo tenía muy cerca, pero estaba quieto, sin rozarla, a pesar de que todo su cuerpo anhelaba su contacto. Se sentía atraída por el magnetismo del deseo. Él se inclinó un poco hacia delante y apoyó una mano a cada lado de ella, arrinconándola contra la pared.
Seguía sin tocarla.
Se quedaron completamente quietos, separados por milímetros, con las miradas fijas uno en el otro y los corazones latiendo cada vez más rápido. Necesitaba que la besara o en su interior se produciría una combustión espontánea. Tenía que unir los labios con los suyos y que sus manos volvieran a recorrerla. Tenía que llenarla de nuevo.
Daisy se sobresaltó al oír la melodía que procedía de su bolsillo, uno de los grandes éxitos de su padre. Seb dejó caer las manos y se apartó unos pasos mientras ella buscaba el aparato, contrariada a la vez que aliviada. Ni siquiera se había mudado a vivir allí y ¿qué estaba haciendo? ¿Deseando que la besara? Aquello resultaba poco profesional.
Con las manos húmedas, sacó el teléfono y se quedó mirando la pantalla, incapaz de enfocar. Apretó el botón y se lo llevó a la oreja.
–¿Dígame?
–¡Daisy! ¿Estás viva?
–¡Rose!
Daisy esbozó una sonrisa de disculpa y se volvió ligeramente, como si el no verle le diera privacidad. Su corazón seguía latiendo desbocado.
–Vi me ha dicho que te llamara enseguida. ¿Dónde has estado? Te has quedado sin cobertura, hermanita, y eso no está bien.
A pesar de que eran las cuatro, parecía mucho más tarde, como si hubiesen pasado días en vez de horas desde que se había despertado en su apartamento. En Nueva York era por la mañana. Se imaginó a su hermana, con los pies en la mesa y un café en la mano. Su personalidad era una mezcla de eficiencia, impaciencia y despreocupación.
–Han sucedido muchas cosas. Rose, tengo buenas noticias. ¡Estoy comprometida!
Daisy era consciente de que hablaba entrecortadamente. Con un poco de suerte, su hermana pensaría que era de la emoción, y no de la contrariedad y la vergüenza que sentía.
Se hizo un largo silencio al otro lado de la línea.
–Pero… si no estabas saliendo con nadie. No es Edwin, ¿verdad? Me dijiste que te parecía un idiota.
–No, claro que no es Edwin. Rompimos hace unos meses
–dijo Daisy sintiendo que le ardían las mejillas–. Se llama Seb, Sebastian Beresford, el autor de ese libro sobre los hijos ilegítimos de Carlos II que tanto te gustó.
–¿El atractivo profesor? ¿El Indiana Jones inglés? ¿Cómo demonios lo has conocido, Daisy? ¿A qué fiestas vas ahora, a conferencias en la universidad? –preguntó Rose riéndose.