Capítulo 6

 

–Tienes mal aspecto. ¿Qué pasa?

En la semana que llevaban viviendo juntos, Seb había descubierto que Daisy era tan madrugadora como él.

Solía aparecer en la cocina unos minutos después que él, ya vestida, dispuesta a encontrar entre la interminable variedad de infusiones que había llevado la que sustituyera a su deseado café con leche.

Aquel día, ya estaba arreglada como de costumbre, quizá un poco más sobria de lo habitual, con un vestido gris bordado en amarillo en el bajo y un sombrero de punto también amarillo en la cabeza. Pero esa vez no se lanzó a devorar la tostada. Tomó una silla y se desplomó sobre ella.

–¿Por qué he tenido que quedar a trabajar a las nueve? – dijo mirando el reloj de la pared–. Voy a tardar más de una hora en llegar. Tengo que salir en diez minutos.

–¿Tostadas? –preguntó Seb empujando el plato hacia ella.

–No, es demasiado pronto para comer –respondió apartándolo.

No había dicho lo mismo el día anterior a la misma hora. Entre los dos, habían dado buena cuenta de una barra de pan.

–¿Es una nueva marca de café? –preguntó Daisy, mirando la taza de Seb y arrugando con desagrado la nariz.

–No, es la de siempre.

–No me huele bien.

Seb volvió a mirarla. Estaba pálida y las ojeras se le habían acentuado a pesar del maquillaje que se había aplicado.

–¿No has dormido bien?

–Podía haber seguido durmiendo horas. ¿Estás seguro de que es la marca de siempre? ¿Lo has hecho más concentrado? –dijo palideciendo aún más y llevándose la mano al vientre.

–No pareces encontrarte bien. Quizá deberías volver a la cama.

–No puedo, tengo una boda. He quedado en casa de la novia a las nueve para hacer fotos durante el desayuno y luego irán las damas de honor y empezarán a arreglarse. A las once y media tengo que estar en casa del novio y luego volver a la de la novia para la salida. La ceremonia es en la iglesia a la una y luego la recepción.

–¿Y luego subir las fotos al blog antes de la medianoche y tener las primeras copias al día siguiente?

–Para eso me pagan.

–Es imposible que sobrevivas a una jornada de dieciocho horas sin desayunar.

Daisy se echó hacia atrás en la silla y se tambaleó. Tuvo que sujetarse a la mesa para no caerse.

–No tengo otra opción. Trabajo por cuenta propia, Seb. No puedo ponerme enferma. Además, no estoy enferma, estoy embarazada. Tengo que aguantar.

–Necesitas un ayudante.

–Seguramente, pero a menos que puedas encontrar uno en los baúles del desván, hoy no podrá ayudarme.

Seb la miró desesperado. Quería que volviera arriba y se metiera en la cama. Se sentía responsable de su malestar y de sus ojeras. Pero Daisy tenía razón; si cancelaba sus servicios el mismo día de una boda, su reputación se vería afectada.

–¿No hay nadie que pueda hacerlo por ti?

–Seb, esto son náuseas, no un virus de veinticuatro horas. Podría durar días, semanas o incluso meses. ¿Qué pasa con la sesión de fotos del compromiso del lunes? ¿Y la boda del próximo sábado? ¿Y las fotos que tengo que hacerle a un bebé el miércoles? No puedo cancelar todos los compromisos.

–Pero puedes organizarte de antemano.

–Nada de esto ha sido planeado. No me trates como a una niña sin cabeza.

¿A qué venía eso?

–No pretendía ofenderte.

No quería parecer rígido, pero aquellas respuestas histriónicas, exageradas e irrazonables nunca las había soportado.

Para su sorpresa, Daisy suspiró y se derrumbó.

–Lo siento, es que estoy cansada. Tienes razón. Necesito empezar a pensar en cómo voy a atender todos mis compromisos del año que viene.

Y así, con una disculpa, todo terminó.

–Podía haberme expresado mejor.

No pretendía que fuera una disculpa como la de ella, pero fue todo lo que se le ocurrió.

–Quiero hablar con Sophie. Estaba en mi clase y es especialista en retratos y eventos familiares, aunque está empezando a trabajar para revistas. Le acaban de subir el alquiler del estudio y ya que no estoy viviendo en el mío, pensaba que quizá podríamos llegar a un acuerdo. En vez de pagarme una renta, podría cubrir mis bodas o, al menos, echarme una mano. Pero sigo sin tener una solución para la boda de hoy.

Daisy se dirigió lentamente hacia la puerta. Los maletines con el ordenador, la cámara y el trípode estaban cuidadosamente apilados, a la espera. No tenía ni idea de cómo iba a cargar con ellos.

–Iré contigo y te ayudaré.

–¿Tú? –dijo ella dándose media vuelta, con una sonrisa en los labios–. ¿Sabes cuándo usar un objetivo de cincuenta milímetros, cuándo cambiar a uno de ochenta y cinco o cuándo usar un gran angular?

–No, apenas sé usar la cámara de mi teléfono –admitió Seb–. Pero puedo buscarte las cosas, llevártelas, organizar grupos, hacer que comas.

–¿No tienes un millón de cosas que hacer aquí?

–Siempre.

Seb sonrió al recordar todo el papeleo que tenía pendiente, por no mencionar su verdadero trabajo. Tenía que cumplir con la fecha límite para entregar el borrador de su libro y cada día le resultaba más difícil encontrar un rato para documentarse.

–Prométeme que mañana hablarás con Sophie. De momento, confórmate con un aprendiz y gustosamente te ayudaré.

Era evidente que la idea parecía agradarle.

–¿De veras no te importa?

–En absoluto. Con la condición de que yo conduzca y tú comas algo en el coche.

El papeleo podía esperar. Estaría preocupado todo el día si la dejaba salir por la puerta sin alguien que velara por ella.

Cuanto antes encontrara un ayudante, mejor.

 

Había momentos en los que Seb se preguntaba si su estilo estrafalario sería tan solo una coraza, especialmente cuando reconocía una expresión de vulnerabilidad en sus ojos azules. Pero no en aquel momento.

Si Daisy todavía se sentía mal, lo disimulaba muy bien. Se la veía concentrada y a gusto mientras hacía las fotos. Siempre educada y profesional, pero controlando cada situación, tanto si era para calmar a la nerviosa madre de la novia como para dar instrucciones al padrino y a los amigos del novio a la hora de posar.

Estaba en todas partes, pero completamente concentrada en lo que estaba haciendo. Seb la seguía con bolsas y una caja de galletas, sintiéndose fuera de lugar en aquel mundo de flores, sedas y lágrimas.

Incluso el novio había llorado al ver llegar a la novia al altar con veinte minutos de retraso. La madre de la novia había necesitado cinco pañuelos hasta controlar el llanto. Había sido una pesadilla y todo un alivio abandonar la iglesia. Daisy lo guió por un camino de gravilla hasta una zona arbolada cercana.

–No sé qué te queda por hacer. Has debido de tomar más de trescientas fotos. ¿Cuántas tienes que hacer a la salida de la iglesia? Que si la familia de él, que si la de ella, que si los amigos de uno, que si los amigos del otro…

–Bastante más de trescientas –replicó ella esbozando una sonrisa traviesa–. ¿Aburrido?

–Es solo que se me ha hecho muy largo. No quiero fotos de nuestra boda, Daisy. No quiero esto.

–No. La nuestra será diferente. No necesitamos tener un recuerdo de cada momento.

–Solo los necesarios. Resultaría extraño de otra manera.

Seb se sorprendió de que no quisiera convencerlo de lo contrario.

Daisy se quedó mirándolo, mordiéndose el labio inferior.

–Creo que voy a cambiar un poco el orden aprovechando que estás aquí. Si te dejo a cargo del fotomatón, los invitados podrán entretenerse mientras hago las fotos de la pareja entre los árboles. ¿Te parece bien?

Seb se sorprendió. Estaba allí para cargar con el material, no para ocuparse de nada.

–¿Cómo? ¿Tengo que hacer algo?

–Sonríe, hazles decir «patata» y aprieta el botón cuatro veces. ¿Puedes hacerlo?

–¿A qué te refieres con el fotomatón? ¿Como para las fotos del pasaporte? ¿En una boda?

–Ya sabes, como los adolescentes cuando se hacen fotos tontas en un fotomatón, o al menos como solían hacerlo antes de la estúpida moda de los selfies.

–Nunca lo hice, al igual que tampoco me he hecho nunca un selfie.

–No me sorprende –dijo ella esbozando una sonrisa–. Pero sabes a lo que me refiero, ¿verdad? Esto es lo mismo, solo que con un fotógrafo profesional. Y no hay fotomatón, solo yo con una cámara. En este caso, tú. Se ponen accesorios y luego se colocan delante de un marco y hacen varias poses. Luego imprimo cuatro fotos en una tira.

Seb se quedó mirándola sorprendido.

–¿Por qué demonios lo haces?

–Porque es divertido –contestó poniendo los ojos en blanco–. Colocaré el trípode. Lo único que tienes que hacer es explicarles que tienen tres segundos para posar, y apretar el botón. No es complicado. Hasta un mono podría hacerlo.

–¿Y tú dónde estarás?

–Es hora de hacer retratos y luego más fotos de grupos. Y luego las de la recepción. ¿No te parece divertido?

–Mucho. La idea de dar vueltas durante horas por este parque con tus bultos es mi idea de un día perfecto. ¿Estás segura de que sabes dónde tienes que ir? Parece que se están internando demasiado entre los árboles. No se ve ningún edificio.

–Sí, aquí hicimos las fotos del compromiso. Ah, ya estamos –dijo ella deteniéndose y llevándose una mano a la boca–. Mira, Seb, ¿no te parece perfecto?

Seb se paró y se quedó mirando.

–Tienen que estar locos. ¿Una boda al aire libre el mes de abril?

–No es al aire libre.   –Es bajo una carpa.

Seb recordó como todo aquel asunto se le había ido de las manos. La lista de invitados superaba los doscientos y la boda que Sherry estaba decidida a organizar distaba mucho de lo que Daisy y él querían.

¿Debía cancelarla? Seguía queriéndose casar con Daisy. Era la mejor solución. Pero su vida se estaba convirtiendo en un circo. Cada vez veía más lejos volver a su tranquila vida de Oxford.

Claro que no era culpa de Daisy. Administrar el castillo requería mucho tiempo y no le resultaba fácil delegar, por mucho que echara de menos su vida anterior.

–Es perfecto.

La voz de Daisy lo sacó de sus pensamientos y los apartó. No podía cambiar nada, ni la boda. Se lo debía.

Daisy estaba perdida en su mundo. Era fascinante observarla moverse, enfocar, volver a mirar la escena que tenía delante, inclinarse para comprobar el ángulo… Parecía tenerlo todo bajo control.

Seb la siguió, tratando de ver a través de sus ojos. El camino llevaba hasta un claro entre los árboles, decorado con alegres banderines y linternas de cristal colgantes. En medio del claro, estaba desplegada la gran carpa, abierta por tres lados y preparada para cerrarse en caso de que acabara lloviendo, como era habitual en el mes de abril.

Se había colocado una tarima de madera, y había mesas y bancos a los lados. El centro estaba despejado para bailar. El buffet estaba dispuesto en mesas sobre un estrado, en el que más tarde se colocaría la banda. Había dos pequeñas carpas a un lado, una con una barra y la otra con una zona más tranquila.

En el otro extremo, se había montado un cenador. En su interior, sobre una mesa estaban desplegados una variedad de pelucas, sombreros, chalecos y otros accesorios. De un árbol cercano colgaba un marco. Aquella iba a ser la zona de trabajo de Seb para su primera, y con un poco de suerte última, incursión en el mundo de la fotografía profesional.

Nunca antes había estado en una boda como aquella y había algo que lo inquietaba. El ambiente resultaba bohemio y relajado.

–Mira todos estos colores. Los amigos y familiares han aportado la comida en vez de hacer regalos. ¿No te parece encantador? Todo el mundo ha hecho algo.

Daisy estaba junto a la mesa del buffet, con la cámara en ristre, enfocando una colorida ensalada de hojas verdes, con semillas de granada y jugosas naranjas.

–Depende de cómo cocinen –comentó Seb.

Si pidiera a sus amigos y colegas que llevaran comida, acabarían comprando algo hecho en una tienda de platos cocinados, y no dedicarían tiempo y cariño a preparar nada. Se quedó mirando una fuente de pastelillos desiguales y sintió un vacío en el pecho. Alguien se había esmerado haciendo esos pastelillos con más entusiasmo que habilidad. Aquello tenía más mérito que elegir un regalo de una lista de bodas o extender un cheque.

–Avísame en cuanto oigas que viene alguien –dijo Daisy alzando la vista–. Quiero captar sus expresiones cuando lleguen.

Los invitados llegarían en autocar, después de tomar un aperitivo en el pub local, el sitio donde los novios se habían conocido.

–¿No deberías sentarte y comer algo aprovechando esta tranquilidad?

Daisy no lo escuchó.  Estaba  absorta en sus pensamientos.

–Fíjate, Seb, estos son los detalles que hacen esta boda tan especial. ¿Sabías que la novia y sus amigas hicieron los banderines en la fiesta de despedida de soltera? Y mira esto –dijo cambiando el enfoque de su cámara–. Esto lo pintó Rufus, un árbol diferente para cada mesa: roble, laurel, manzano, todas variedades autóctonas ¿No son preciosos?

–Tiene mucho talento –comentó Seb, analizando uno de los dibujos.

–Incluso los detalles para los invitados son artesanales. La novia pasó todo un día preparando esos caramelos y su abuela hizo los envoltorios bordándolos. Mira, cada uno tiene el nombre de un invitado.

–Habrá tardado meses –dijo Seb, caminando al mismo ritmo que ella.

–Seguro que sí. Esta boda es una verdadera muestra de amor. Incluso el sitio pertenece a uno de sus amigos.

La diferencia con su boda no podía ser más evidente. Pero la suya, no era por amor. Era un acuerdo interesado, en beneficio de ambas partes. Quizá, después de todo, no les venía mal toda la ostentación y el glamour que Sherry estaba dispuesta a desplegar. Todos los detalles de aquella boda tan íntima y personal estarían fuera de lugar en la suya. Serían una mentira.

–Admítelo, te lo has pasado bien.

Daisy se dejó caer en la mecedora, agradeciendo la comodidad de apoyar la espalda en un cojín, y le acarició la cabeza a Monty, que se había colocado en su regazo.

–No sé si lo describiría así –dijo Seb llenando el hervidor de agua–. Tu horario me parece una locura, pero es más que eso, es agotador.

Había respeto en su voz y eso la hizo sentirse confortada. Le importaba mucho su opinión acerca de su trabajo.

Y tenía razón, era agotador, e incluso lo había sido más en el recogido entorno de la boda de aquel día. Le había ido bien contar con ayuda. Tenía que buscarse un ayudante y no solo por su embarazo.

–Debería sugerirte que descansaras, pero ¿no tienes que escribir en el blog? ¿No es a medianoche cuando cambian los ejes del mundo y muere Cupido?

Seb le ofreció una bolsita de infusión y después de observarla sin ningún entusiasmo, Daisy hizo una mueca y la aceptó.

Ella se movió en su asiento y se sentó sobre los pies, antes de empezar a acariciar las largas orejas de Monty.

–Lo hice en el coche. Es increíble, no es medianoche todavía y ya tengo el trabajo hecho, al menos por hoy –dijo, y miró su bolso–. Mañana será otro día. Les prometí enviarles treinta fotos antes de que se vayan de luna de miel. Aun así, me siento mejor de lo que esperaba. Supongo que no estarías dispuesto a considerar un puesto como portador de cámaras y chófer, además de operador del fotomatón, ¿no? –preguntó sonriendo–. Has sido toda una atracción. Algunas mujeres han ido una y otra vez para que les hicieras fotos.

–¿Cómo lo sabes? No me puedo creer que hiciera falta hora y media para hacer todas esas fotos. ¿Dónde estabas tú? Pensé que te habías ido a echar una siesta y me habías dejado con todo el trabajo.

–Sí, claro, acurrucada como Hansel y Gretel en un montón de hojas mientras los pájaros me cantaban para que me durmiera y las ardillas me traían nueces. Y lo sé porque lo guapo que era el fotógrafo fue tema de conversación. Dudo que se refirieran a mí.

–¿Celosa?

–Lo cierto es que un poco –contestó Daisy sin mirarlo–. Estuve a punto de decirles que no estabas disponible, que eras mío –continuó, eligiendo cuidadosamente las palabras.

Alzó la vista. Seb se quedó de piedra, con la mirada fija en la de ella.

¿Para qué lo había dicho? Ni siquiera estaban casados y ya estaba pidiendo demasiado.

–Lo cual es una tontería porque no es cierto –añadió restándole importancia–. Quizá sean las hormonas del embarazo que no quieren que el padre de mi bebé vaya por ahí refugiándose en otros brazos –dijo, obligándose a sostenerle la mirada y sonreír.

–No tengo intención de refugiarme en otros brazos. Te lo prometo, si me caso contigo, cumpliré mi parte –dijo Seb y se detuvo mientras Daisy contenía la respiración a la espera de lo inevitable–. Al menos, todo lo que pueda.

Ahí estaba. Aunque lo esperaba, no pudo evitar sentirse dolida. No quería pararse a pensar por qué. Quizá estaba empezando a creerse demasiado aquella fantasía.

–Pero no habrá nadie más, no tienes motivos para preocuparte.

–Gracias. No resulta sencillo distinguir entre lo público y lo privado. Sé que te pedí que fingieras, pero admito que no pensé que fuera a ser tan difícil.

–¿Por qué?

–¿Por qué qué?

–¿Por qué estamos fingiendo? ¿Por qué no quieres ser sincera?

Daisy bajó la vista a las orejas de Monty, intentando encontrar la manera de explicarse sin que pareciera patética.

–Es algo así como una broma familiar porque me consideran una romántica empedernida. Incluso de pequeña ya sabía que quería casarme y tener hijos. Pero quería algo más que sentar la cabeza. Quería lo que tenían mis padres.

–Son únicos entre un millón, Daisy.

–Tal vez, pero sé que es posible. No es que no fueran a entender que nos casamos por el bebé. Pero sabrían que estoy abandonando mis sueños. No quiero hacerles eso –dijo ella y lo miró–. Tampoco a mí misma. Todo lo que mis padres quieren es que sea feliz, es lo único que piden. Cuando me expulsaron del colegio, se disgustaron, pero no me regañaron ni me castigaron. Tampoco se sorprendieron.

Se esperaban que metiera la pata, y ahora la he vuelto a meter. Estaba decidida a hacer las cosas bien, a demostrarles que podía arreglármelas yo sola.

–Creo que estás siendo muy dura contigo y con ellos – añadió él inesperadamente–. Te adoran. ¿Sabes lo afortunada que eres por tener gente que se preocupe por ti, que solo quiere que seas feliz?

Daisy se quedó mirándolo, sorprendida.

–Yo… –comenzó, pero él la interrumpió.

–Estoy de acuerdo contigo, mentir a tu familia no está bien y me hubiera gustado no tener que hacerlo, pero ¿sabes lo que temo? Que tengas razón, que, si les dices la verdad, te convenzan de que el bebé y tú estaréis bien y de que no me necesitas.

–No, eres el padre del bebé y nada cambiará eso. El niño te necesita.

Había muchas cosas que desconocía y otras muchas que temía, pero de eso estaba segura.

–Eso espero –dijo él sonriendo–. Y respecto a lo de antes, sí, metiste la pata con dieciséis años. ¿Y qué? Al menos aprendiste la lección, seguiste con tu vida y saliste adelante  tú sola. No eres el único miembro de tu familia o de la mía que ha llenado titulares. También tus hermanas tuvieron sus portadas y son mayores que tú.

–Lo sé. Pero a Violet la dejaron plantada y no creo que fuera una coincidencia que le pasara al poco tiempo de lo que me pasó a mí. Muchas veces pienso en ello. Creo que fue culpa mía. Ya no generaba noticias, así que fueron tras mi hermana y la destrozaron.

Daisy sabía lo peligroso que podía resultar ser famoso, lo había experimentado en sus propias carnes, había visto a una hermana huir del país y a la otra esconderse. Había hecho todo lo posible por parapetarse durante los últimos ocho años. Pero no tenía el miedo visceral de Seb.

Él tenía razón. No podía dejar que su hijo creciera en aquel entorno, por lo que tenía que atenerse a su acuerdo. Su matrimonio sería un compromiso sin amor. Tenía que asumirlo.

–¿En qué estás pensando, Daisy? –preguntó Seb en voz baja.

Sus ojos verdes se veían tan oscuros que casi parecían negros.

–En que tienes razón, puedo hacerlo.

Él esbozó aquella media sonrisa devastadora.

–El matrimonio va a ser mucho más fácil de lo que me imaginaba si sigues pensando que tengo razón.

–Es una excepción, no una patente de corso –replicó ella, alzando la barbilla.

–¿Acaso me equivoco?

–¿A qué te refieres? –preguntó Daisy, aunque lo sabía.

Lo sabía por la manera en que de repente le costaba respirar, por cómo sus ojos se habían clavado en ella y su voz se había vuelto más grave. Lo sabía por el calor que sentía en el vientre y el estremecimiento de su piel.

–¿A qué estás dispuesta, Daisy?

El sentido de aquella pregunta era inequívoco.

El calor se extendió por todo su cuerpo. No podía pensar. Iban a casarse, a criar a un hijo y a construir una vida en común. Tenían todo el derecho a dar aquel último paso.

¿Que no la amaba? Eso no había importado antes, ¿no? La atracción mezclada con el champán y la sensación agridulce que siempre le quedaba después de una boda habían sido suficientes.

No era tan tonta como para enamorarse de alguien a quien solo hacía unas semanas que conocía, alguien que ya había dejado claro que el amor siempre sería un paso más allá.

No la amaba, pero la deseaba. La rigidez de su pose, los puños apretados y la intensidad de su mirada así se lo decían.

Por su parte, lo deseaba. Había tratado de evitarlo, pero no había podido. La línea de su mentón, la manera en que movía las manos, su pelo oscuro peinado hacia atrás, la expresión divertida que iluminaba sus ojos verdes, los roces accidentales. Y sus labios, definidos, firmes y habilidosos. Deseaba llenarlo de besos por el cuello y subir hasta sus labios. Quería saborearlo y que la saboreara.

El calor se intensificó y la distancia se hizo insoportable. Nada podía detenerla. Iban a casarse. Prácticamente, era su derecho tocarlo y que la tocara.

Y, por supuesto, era su derecho besarlo.

Solo porque hubiera estado obsesionada con el amor en el pasado, no significaba que fuera a estarlo en el futuro.

Tragó saliva.

–¿Daisy?

Parecía más una orden que una pregunta. Estaba harta de luchar contra la atracción que había entre ellos.

Se puso de pie lentamente y se estiró, percatándose de cómo sus ojos recorrían todo su cuerpo, desde las piernas hasta los pechos. Lo vio tragar saliva.

–Me voy a la cama –dijo ella dirigiéndose hacia la puerta, antes de detenerse y darse la vuelta–. ¿Me acompañas?