Capítulo 11

 

Se había dejado su cámara favorita en Hawksley. También el ordenador y la mitad de sus sombreros, pero, en aquel momento, lo que necesitaba era su cámara, encontrar un tema y concentrarse en él.

Daisy tenía la mirada perdida más allá del parabrisas. Tenía otras cámaras en su estudio, pero volver allí en aquel momento, sería admitir su fracaso.

Aunque lo cierto era que había fracasado.

Había intentado cambiar las reglas. Ni siquiera se habían casado y ya había empezado a interferir. Se echó hacia delante hasta que apoyó la cabeza en el volante. Era una estúpida.

Lentamente, se enderezó y tomó con fuerza el volante. Se sentía mejor que nunca, como si por fin hubiera salido de su crisálida.

Había disfrutado recabando la información. Nunca antes había preparado un plan de negocio.

Nunca había abierto sus horizontes ni había pensado que fuera capaz de hacer otras cosas. Se había escondido tras la cámara como Seb se escondía tras sus títulos.

Su intención había sido ayudarlo. Había visto cómo se estaba esforzando por sacar adelante su carrera y su finca, sus expectativas del pasado y sus preocupaciones del presente.

Pero Seb no quería su ayuda, no la necesitaba.

Dejándose llevar por su instinto, empezó a conducir, siguiendo las señales de tráfico hasta llegar a la que había sido su casa de niña.

Detuvo el coche, apagó el motor y sintió alivio. Allí era donde quería estar.

Hacía mucho tiempo que no volvía a casa a contar sus problemas. Tal vez pedir ayuda no fuera un signo de debilidad, sino de madurez.

Huntingdon Hall tenía una luz dorada a aquella hora de la tarde. Daisy se detuvo y contempló la fachada. Era un hogar familiar lleno de amor, cuidado y acogedor.

Pero hacía tiempo que ya no era su casa. Cerró los ojos un instante y visualizó el torreón normando, aquella torre de más de mil años reflejada en el agua. ¿Cuándo había empezado a considerar Hawksley como su hogar?

Las puertas de la cocina estaban abiertas y subió corriendo los escalones. Dentro, todo estaba tan inmaculado como de costumbre en aquella amplia estancia que hacía las veces de cocina, comedor y sala de estar.

Había dejado ese lujo y confort con dieciocho años, convencida de que era la oveja negra de la familia. Las lágrimas inundaron sus ojos al contemplar el montón de fotografías que colgaban de las paredes. No eran las carátulas de los discos de su padre ni las más famosas portadas de su madre, sino fotos de las hijas, desde bebés hasta la actualidad.

¡Cuánto les habría costado verla marchar, permitirle tener libertad para cometer sus propios errores!

–Hola, Daisy. ¿Está tu madre contigo? –preguntó su padre mirando alrededor.

–No, sigue mareando a la empresa de catering y obsesionada con los peinados –respondió ella, fundiéndose en un abrazo con su padre.

¿Cuánto tiempo hacía que no se dejaba abrazar de aquella manera?

–Hola, papá.

–Me alegro de verte, mi pequeña Daisy –dijo Rick apartándose para mirarla–. Pareces cansada. ¿Tu madre te está volviendo loca?

–Creo que mamá y tú hicisteis muy bien escapándoos para casaros.

–Nos ahorró muchos quebraderos de cabeza –convino él con mirada de preocupación–. ¿Quieres beber algo?

–Agua, por favor.

Después de tomar el vaso que le había servido, fueron a sentarse a los sofás que había junto a las ventanas.

Había empezado a recrear aquel ambiente en la cocina de Hawksley, lijando y pintando los armarios en gris claro, y colocando un sofá cerca de los fogones. Poco a poco, estaba convirtiendo las pocas estancias que Seb y ella usaban en rincones cálidos y acogedores, en un hogar familiar.

–Tengo la sensación de que debería darte algún consejo –dijo Rick sentado frente a ella, con una cerveza en la mano–. Después de tres hijas y tres décadas de matrimonio, uno pensaría que algo he aprendido. Pero lo único que tengo claro es que no hay que irse a la cama enfadado, hay que levantarse dando gracias por lo que se tiene y siempre hay que intentar comprender el punto de vista de la otra persona. Si consigues hacer todo esto, te irá bien.

–Qué curioso –comentó ella sonriendo–. Mamá dice algo parecido.

–Bueno, tu madre es una mujer sabia –dijo Rick después de dar un sorbo a su cerveza.

Daisy recogió las piernas sobre el sofá y se recostó en el reposabrazos, abrazada a un cojín. Entornó los ojos y dejó que los sonidos y olores de la casa de su niñez la reconfortaran. Después de unos minutos, Rick se levantó y lo oyó traquetear mientras preparaba la comida. Daisy cerró los ojos y se dejó llevar por el sopor, sintiéndose segura por primera vez en mucho tiempo.

–Aquí tienes. Sé que a las novias os gusta adelgazar antes de la boda, pero, si sigues haciéndolo, tendré que cargar contigo hasta el altar.

Daisy se incorporó al ver que le ponía una bandeja delante.

–Mi comida favorita.

Las lágrimas volvieron a inundar sus ojos al ver un sándwich de queso fundido y tomate y un cuenco de sopa de tomate, sus platos preferidos de niña.

–Gracias, papá.

Su padre no dijo nada mientras comía. En lugar de eso, tomó una de las muchas guitarras que había por los rincones de la casa y empezó a tocar. Su incapacidad de estarse quieto solía incomodar a Daisy, pero en ese momento agradecía aquella música envolvente.

Como de costumbre, con el estómago lleno se sintió mejor. Rick se puso a cantar la letra con aquella voz profunda que lo había convertido en una estrella mientras Daisy llevaba los platos vacíos al fregadero.

–He pensado que sería mejor cantarte que darte un discurso –dijo, con un brillo especial en los ojos.

No podía seguir mintiendo. De nuevo, volvería a ser considerada la hija problemática. Quizá se lo merecía.

Estaba cansada de hacerlo todo sola, cansada de dejar a su familia apartada, de hacerse siempre la dura y de anteponer su independencia a todo lo demás. Quizá eso era lo que significaba hacerse mayor, no salir huyendo, sino saber cuándo aceptar ayuda. El día en que Seb la había ayudado en aquella boda, había sido uno de los mejores de su vida. Había llegado a depender de él.

El estómago se le encogió por los nervios. No encontraba las palabras adecuadas.

Se volvió y lo miró directamente a los ojos.

–Estoy embarazada, papá, y no sé qué hacer.

Su padre tardó en reaccionar. Apartó los dedos de la guitarra y lentamente dejó el instrumento a un lado. Luego se levantó, se acercó a Daisy y la rodeó con sus brazos como si no fuera a dejarla escapar nunca. Finalmente, Daisy dejó correr las lágrimas que tanto tiempo llevaba conteniendo y empezó a sollozar.

–Está bien, mi pequeña Daisy –dijo su padre acariciándole el pelo como si fuera una niña–. Está bien.

Pero no pudo parar. Su padre la acompañó al sofá y le llevó otro vaso de agua y varios pañuelos de papel.

–Espera, si algo he aprendido viviendo con tantas mujeres es que hay un remedio infalible en estas situaciones –dijo acercándose a la nevera para sacar una tarrina de helado–. Aquí tienes, Daisy –añadió dándoselo junto a una cuchara.

Durante un rato, no dijo nada más y se limitó a observarla mientras disfrutaba de aquella delicia de chocolate.

–Supongo que no ha sido planeado, ¿verdad?

–Así es.

–¿Cuánto hace que lo sabes?

–Un mes –respondió sonrojándose–. Hace tres semanas que se lo dije a Seb.

–¿Por eso vais a casaros?

–Por Hawksley y por el título. Si no es un hijo legítimo…

–Tonterías –dijo su padre acomodándose en su asiento–. ¿Le quieres, Daisy?

Le gustaba y lo deseaba. El pelo cayéndole sobre la frente, sus ojos verdes, su aspecto atlético inusual en un académico, la manera en que la escuchaba y le hacía preguntas, cómo la respetaba, cómo le hacía sentir que podía contribuir con algo… hasta ese día.

–No es una pregunta tan difícil, Daisy. Cuando lo sabes, lo sabes.

–Sí –contestó sorprendida–. Sí, le quiero, pero él no me quiere y por eso no sé qué hacer. No sé si puedo casarme con él. No sé si soy capaz de pronunciar esas palabras a alguien que no quiere oírlas y que él me las diga sin sentirlas.

–¿Tanto significa el amor para ti?

Daisy se acarició el vientre. Deseaba a aquel bebé y ya lo quería. ¿Privarle de su legado y criarlo en un hogar triste?

–Con el ejemplo que me habéis dado, sí. Quiero un marido que me mire como tú miras a mamá. Eso es lo que siempre he querido. Pero ya no es solo por mí. Oh, papá, ¿qué voy a hacer?

Su padre la envolvió en sus brazos, deseando que fuera una niña pequeña otra vez.

–Eso tienes que decidirlo tú. Pero recuerda una cosa: pase lo que pase, aquí nos tienes. Sé lo independiente que eres, pero no estás sola.

La soledad había sido su compañera durante tantos años que no se había dado cuenta de cuándo lo había dejado.

Ahora que había vuelto, la sentía más que nunca.

Aquella época del año en la que la naturaleza despertaba del largo letargo invernal le gustaba mucho. No era tan evidente en Oxford como en Hawksley, en donde cada día se percibía algo diferente.

Oxford. Había sido su prioridad durante mucho tiempo, su único objetivo. Había querido destacar en su campo y casi lo había conseguido.

Pero, de repente, ya no parecía tan importante. Era más bien un recuerdo que una pasión. ¿La investigación? Sí, echaba de menos llevar el pasado al presente y transcribirlo para el público moderno. Pero no echaba de menos la burocracia universitaria, las calles llenas de turistas y el bullicio de la ciudad.

Su sitio estaba en casa, pero solo no. Ya había estado mucho tiempo solo.

Volvió sobre sus pasos, salió del bosque, subió la colina y vio el castillo Hawksley, junto al lago. El torreón normando, gris, vigilante sobre las aguas y flanqueado por el pabellón Tudor de yeso blanco. Al fondo, la casa, un modelo de la arquitectura neoclásica georgiana.

Daisy tenía razón. Era un entorno perfecto para una serie de televisión.

Seb sintió que el corazón se le encogía de dolor. ¿Y si no volvía? ¿Cómo le explicaría a su madre su ausencia? Los invitados habían empezado a llegar al pueblo. Si la boda se cancelaba, la repercusión sería enorme.

Volvió a sentir las náuseas habituales y la frente se le cubrió de sudor, pero no por los posibles titulares y los malintencionados comentarios, sino ante la idea de que se cancelara la boda.

Lentamente, emprendió el regreso hacia el castillo. No era una boda que deseara. Era un compromiso que había tenido que asumir por el bebé. ¿O acaso no era así?

Mirando a Daisy mientras leía aquella larga lista de nombres, había sabido que no podía negarle la boda de sus sueños. Lo cierto era que no podía negarle nada. Quería darle todo, a pesar de que no lo aceptara por lo orgullosa que era.

Era una mujer trabajadora y sincera, que se minusvaloraba y permitía que los demás también lo hiciesen, ocultándose tras su carmín rojo y su cámara.

No debía de haberle resultado fácil preparar aquella presentación y enseñársela, y él había desdeñado su entusiasmo.

Se sintió avergonzado. No había querido escucharla y aceptar que se le hubiera ocurrido algo que a él se le hubiera escapado. No había querido admitir que estaba en el camino equivocado.

Llevaba tanto tiempo asegurándose de no ser como sus padres que se había convertido en alguien como su abuelo, convencido de tener siempre la razón y negándose a aceptar que el mundo había cambiado a pesar de que sus empleados y sus ingresos habían mermado mientras las facturas se habían multiplicado.

El camino de vuelta se le hizo largo, lastrado por la vergüenza y un sentimiento de culpabilidad. Daisy tenía razón: tenía que hacer cambios cuanto antes.

Tenía que empezar por la finca. Por mucho que deseara meterse en el coche y correr a su encuentro para pedirle perdón, tenía que hacer algunos cambios primero. Así podría demostrarle que la había escuchado y que valoraba su esfuerzo, que la valoraba a ella.

Seb se quedó parado, sintiendo los fuertes latidos de su corazón.

¿Qué significaba aquel interés por hacer lo que fuera necesario para demostrárselo? ¿Sería amor?

Lo había convertido en una mejor persona. Tenía que corresponderle aunque le llevara el resto de su vida.

La oficina desde la que se dirigía la finca estaba, como de costumbre, desordenada. Era un lugar inhóspito y abarrotado de papeles, muebles viejos, herramientas y archivos a rebosar. Seb se sentó en el decrépito sillón y miró las desvencijadas estanterías. Así no se podía llevar una propiedad del tamaño de Hawksley.

Tomó un cuaderno y buscó una hoja en limpio. Había muchas posibilidades y se quedó pensativo un momento, paralizado por lo mucho que tenía que hacer.

Porque aquello ya no tenía que ver solo con él, sino con su hijo, con su herencia, con el hombre que era y con el que quería ser. Y también con su futura esposa.

Lo primero que tenía que hacer era reconocer que necesitaba ayuda. No podía hacer todo aquello solo por mucho que quisiera.

Destapó el bolígrafo y empezó a escribir:

 

1. Dimitir en la universidad.

 

Seb se echó hacia atrás en el asiento y se quedó mirando aquellas palabras, a la espera de sentirse triste o fracasado. Todavía le quedaban muchas cosas por conseguir, como el puesto de profesor invitado en Harvard. ¿Estaba dispuesto a prescindir de su carrera académica? Todavía podía publicar otros diez libros éxitos de ventas, pero sin sus credenciales universitarias no significarían nada, al menos ante sus colegas.

Aquellas emociones no se materializaron, todo lo contrario. La carga que llevaba sobre los hombros se aligeró.

Volvió a echarse hacia delante.

 

2. Contratar a un administrador de fincas rústicas.

 

Daisy tenía razón. ¿De qué servía que se quedara levantado hasta tarde organizando la rotación de cultivos y el cuidado del ganado? Había hecho lo que había podido, pero apenas sabía más que un aprendiz de ganadero. Si contrataba a un administrador, podría emplear su tiempo libre en escribir y en su propia casa. Lo que le llevaba a un tercer punto. Si reconocía que Hawksley era algo más que una casa familiar, que era un legado con vida, empezaría a tratarlo como tal.

 

3. Ordenar y redecorar las oficinas.

 

Entonces podría…

 

4. Contratar a un organizador de eventos.

 

5. Hablar con el abogado para usar los fondos del fideicomiso e invertir en la finca.

 

¿Qué era lo que Daisy había sugerido? Montar una estructura en el interior del torreón normando. Eso podría funcionar y mantener la seguridad de las ruinas, a la vez que proporcionar un lugar seguro y acogedor para bodas y fiestas. Al parecer, los banquetes de temática medieval iban a ser inevitables. Mientras no tuviera que vestirse con mallas.

¿Qué más? Residencias de verano, rutas de senderismo… Trató de recordar. Había sido esa misma mañana. ¿Cómo era posible que hubieran pasado tan pocas horas? Daisy se había dejado el ordenador allí. Necesitaba echarle un vistazo y ver qué otras ideas se había perdido.

Pero había una cosa más que añadir a la lista.

 

6. Decirle a mi agente que estoy dispuesto a considerar ideas para la televisión.

 

La habitación de Daisy estaba como siempre. No parecía haberse marchado. Seb se quedó en la puerta y percibió el olor del perfume de flores que solía usar.

¿Cuándo había empezado a asociar aquel olor con su hogar?

Quería tenerla a su lado, con sus sombreros y todo lo que necesitara para sentirse como en casa y no al otro lado de la puerta. La suya sería una estupenda habitación para el bebé, si volvía.

Atravesó el dormitorio y se dirigió al pequeño cuarto que Daisy utilizaba como despacho. Su ordenador portátil seguía abierto y, al tocar una tecla, se iluminó y en la pantalla apareció la presentación. Seb empezó a leerla desde el principio.

Había dedicado mucho tiempo a aquello. Solo había considerado otras fincas comparables en tamaño y había incluido toda la información que había conseguido, desde el precio de las entradas, el número de empleados o las horas de apertura. Eran unos datos muy valiosos que constituían la base para un plan de negocios.

Cerró el archivo y se recostó en el asiento. ¿Cómo podía compensarla?

Estaba a punto de cerrar el ordenador cuando un archivo llamó su atención bajo el título de Hawksley. ¿Serían más datos? Sintiendo curiosidad, lo abrió.

Eran más fotos. Sus labios esbozaron una sonrisa al ver su propiedad bajo la perspectiva de Daisy: fotos panorámicas, primeros planos, voluntarios trabajando, la granja. Era una crónica detallada de Hawksley. Entendía la vida allí seguramente mejor que él. Era mucho más que la madre de sus hijos y que la señora de aquella enorme, complicada y querida casa.

Era perfecta.

Apareció otra foto, esa vez en blanco y negro, de Seb. Estaba sentado a su mesa, leyendo con el ceño fruncido. Se le veía cansado y estresado. Resumía muy bien los últimos meses.

En otra imagen, también de Seb, se le veía apoyado en un tractor hablando con uno de los granjeros, feliz y relajado. En la siguiente, en Oxford, gesticulando y con mirada intensa mientras hablaba. Y así, muchas más.

No solo entendía lo que era Hawksley, lo comprendía a él también.

Cerró el ordenador y se echó hacia atrás, recordando otras imágenes. La de la muchacha atrapada en la nieve, desesperada por cumplir su promesa a una pareja que ni siquiera conocía. La de la misma muchacha más tarde aquella noche, con los ojos entornados por el éxtasis, rodeándolo con las piernas.

La expresión de sus ojos al decirle que estaba embarazada, su reacción ante su proposición, su deseo de ser amada, deseada y valorada.

¿La quería lo suficiente? ¿La deseaba lo suficiente? ¿La valoraba lo suficiente? ¿Se la merecía?

Seb apretó los puños. Le gustaba tenerla allí y despertarse a su lado, el aire fresco y la vida que había llevado a su viejo hogar. Le gustaba cómo usaba su cámara de escudo, lo mucho que trabajaba y lo seriamente que se tomaba cada boda. Le gustaba su forma de vestir y el intenso rojo del carmín de sus labios. Le gustaba cómo se fijaba en cada detalle por pequeño que fuera y lo hacía especial.

Le hacía sentirse especial.

Le gustaba todo de ella. La amaba.

Iban a casarse en unos días. Para él era un asunto de negocios sellado con un anillo de diamantes. Era un imbécil.

Abrió de nuevo el ordenador y picó en el correo electrónico. Necesitaba la dirección de su hermana Rose. Tal vez no fuera demasiado tarde para arreglarlo y pudiera llevarla de vuelta a casa.