Capítulo 8

 

–Viendo eso, nadie pensaría que la fama te asusta. Mi madre mataría por tener esa clase de publicidad, y no se pone delante de una cámara por menos de veinte mil al día.

Había cinco grandes carteles a la entrada de la sala de conferencias. En todos ellos aparecía la misma foto del rostro de Seb en blanco y negro. Daisy se detuvo y se quedó estudiándolo.

–No está mal. La seriedad del académico combinada con su atractivo.

–Esa era precisamente la intención. Y bien, ¿te parece que tengo aspecto de académico aburrido?

–Me parece que estás muy atractivo –contestó Daisy y dirigió la mirada hacia las chicas que se estaban haciendo retratos ante el cartel más lejano–. Y a ellas también.

Seb miró hacia el grupo y rápidamente se giró, dándoles la espalda.

–Solo porque vayan vestidas así, no significa que no estén interesadas en el tema. Quizá después vayan a salir.

–Sí, quizá –dijo Daisy dándole una palmadita en el brazo–. Como cuando fui a aquellas aburridas charlas sobre cerámica griega pensando que serían útiles para mi futura carrera y no porque me hubiera enamorado del profesor. Por cierto, estaba felizmente casado y nunca se fijó en mí.

–Esto es Oxford, Daisy. La gente viene aquí a aprender.

Había un tono reprobador en su voz, lo que le hizo recordar que aquel era su mundo y no el de ella.

–No digo que no aprendiera nada. Si quieres saber algo de arte clásico, pregúntame.

–¡Seb! –exclamó una mujer elegantemente vestida, interrumpiéndolos–. Te estaba buscando –añadió, y lo saludó con dos besos en las mejillas–. Llegas tarde. ¿Cómo estás?

Seb le devolvió el saludo y luego rodeó a Daisy con el brazo.

–Ella es mi prometida, Daisy Huntingdon-Cross.

Supongo que habrás recibido la invitación de boda, ¿no? Daisy, ella es Clarissa Winteringham, mi agente.

–¿Así que esta es tu misteriosa prometida? –dijo mirándola de arriba abajo–. Sí, he recibido la invitación. Asistiré encantada, gracias. Me alegro de conocerte, Daisy.

–Lo mismo digo –repuso Daisy y se saludaron con un apretón de manos.

–¿A qué te dedicas, Daisy?

–Soy fotógrafa –respondió sonriendo tímidamente.

–¿Alguna vez se te ha ocurrido escribir un libro? Estoy segura de que siendo hija de quien eres, sería un éxito.

Clarissa sabía perfectamente quién era. No sería una buena agente de no haberlo sabido. Pero Daisy no pudo evitar sentirse incómoda. A aquella mujer, solo le interesaba por su tirón comercial.

–El escritor de la familia es Seb y no creo que los libros sobre modelos interesen realmente.

–Lástima, habríamos hecho un buen negocio. Avísame si cambias de idea –dijo la agente, y se volvió hacia Seb–. Te están esperando dentro. ¿Has cambiado de opinión acerca de la oferta de la BBC? Deberías devolverme las llamadas cuando te dejo mensajes.

Al parecer, Daisy no había sido la primera persona en proponerle que apareciera en la televisión. Seb se limitó a sacudir la cabeza, sonriendo, y a dejar que Clarissa tirara de él, dejando que Daisy los siguiera.

El salón de conferencias estaba al máximo de su capacidad con un público de lo más variopinto, desde alumnos aplicados a muchachas que agitaban cámaras y ejemplares de los libros de Seb.

Daisy encontró un asiento en el extremo de una fila, junto a un anciano que no dejó de hacer comentarios durante toda la conferencia. A pesar de las interrupciones, los flashes de las cámaras y las risas entusiastas de los jóvenes admiradores de Seb cada vez que hacía una broma, Daisy disfrutó con la conferencia. El entusiasmo de Seb por el tema resultaba contagioso.

Era curioso cómo el hombre apocado se crecía frente a una audiencia, cómo los tenía comiendo de la palma de su mano mientras los conducía por un viaje de mil años a través de la historia inglesa usando su residencia familiar como guía. La hora que duró la conferencia pasó muy deprisa.

–Este hombre sabe muy bien de lo que habla –le dijo el anciano a Daisy mientras la sala se vaciaba.

Había pensado acercarse a Seb al terminar, pero estaba rodeado por una nube de asistentes, incluyendo las jóvenes que habían visto antes.

–Sí, es fascinante. Es un buen orador.

–Y su punto de vista es interesante. ¿Está de acuerdo con su teoría sobre los fosos ornamentales?

¿Que si qué?

–Yo…

–La tradicional interpretación marxista estaría de acuerdo con él, pero no sé si eso es tan simple.

–Sí, es cierto.

Daisy tenía las manos sudorosas. Temía que le preguntara algo en concreto.

–En cualquier caso, este Beresford es un hombre inteligente. Me pregunto qué hará después de su año sabático.

–¿Acaso no tiene pensado volver?

Seb no le había hablado de sus planes futuros. Estaba demasiado ocupado con el castillo.

–Eso es lo que dice, pero creo que Harvard le reclamará.

Será una lástima perderlo, pero estos jóvenes académicos suelen ser muy impacientes y siempre están dispuestos a progresar.

Daisy se quedó sentada inmóvil, mientras el anciano pasaba a su lado. ¿Harvard? No habían hablado del futuro, pero, si Seb estuviera considerando irse a vivir al extranjero, se lo habría dicho, ¿no? Se levantó, apenas consciente de que la sala se estaba vaciando rápidamente, y no vio a Seb por ninguna parte.

–Aquí estás, Daisy –dijo Clarissa, acercándose a ella con un hombre alto de unos cincuenta años–. Te presento a Giles Buchanan, el editor de Seb. Giles, ella es Daisy, la misteriosa prometida de Seb. Es fotógrafa.

–¿De viajes o de moda?

–Hago reportajes de bodas.

–¿Bodas?

A juzgar por la expresión de su rostro, no era la clase de trabajo que aquel hombre se había imaginado para la prometida de Seb.

Había sentido curiosidad por conocer el mundo de Seb, pero ahora que estaba allí, se sentía completamente fuera de lugar.

–Disculpen –dijo dirigiéndose hacia la escalera–. Necesito un poco de aire.

¿Cómo demonios iba a encajar? Si ya le parecía bastante locura convertirse en una condesa, ser la esposa de un académico le parecía algo mucho peor.

En aquel momento no le parecía que tuviera otra opción. La distancia entre ellos era muy grande y no estaba segura de querer acortarla, aparte de que no sabía cómo hacerlo.

 

 

–La decoración de las mesas, la ubicación de los invitados, los regalos, las flores. Lo hemos conseguido, Vi, no queda nada por organizar.

Daisy se ajustó el teléfono entre la oreja y la barbilla mientras seguía navegando en su ordenador. Según se acercaba la boda, se le hacía más irreal y menos importante. La principal preocupación era cómo iba a funcionar su matrimonio.

Quedaba menos de una semana. ¿Estaba preparada para unir su futuro al de un hombre que seguía siendo un desconocido en muchos aspectos?

Las noches estaban siendo maravillosas. El sexo era increíble, pero ¿era eso suficiente para construir un matrimonio?

No había ninguna duda de que Seb la encontraba deseable y había prometido tenerla en consideración. Eso era mucho más de lo que muchas mujeres tenían al principio de su matrimonio. Después de todo, aunque no encajara en su entorno profesional o en Hawksley, no tenían que compartir sus vidas al completo.

Se sentía muy afortunada y eso sin tener en cuenta que iba a vivir en un castillo y que se convertiría en condesa. Pero tenía que empezar a creérselo y olvidarse de sus sueños románticos. Tenía que encontrar su hueco en Hawksley y convertirlo en su hogar.

Le gustaría ayudar a Seb a encontrar la manera de que Hawksley fuera rentable. Otras propiedades lo eran, a pesar de que su dueño no fuera un eminente historiador.

La voz de su hermana la sacó de sus pensamientos.

–Daisy, Rose no llegará hasta el día de la boda, así que teniendo en cuenta que soy la única dama de honor que está en este continente, tengo que ocuparme yo y te lo preguntaré sin más rodeos: ¿qué quieres que hagamos para tu despedida de soltera?

–Se me había olvidado la despedida de soltera.

–He visto tus cuadernos, ¿recuerdas, Daisy? También he vivido veinticuatro años celebrando tu cumpleaños. Es demasiado tarde para organizar un fin de semana en Barcelona. ¿Qué te parece un spa cerca de aquí? ¿O una noche de copas en Londres? Podemos pasar una noche en París si lo reservamos hoy.

–Nada, de verdad, Vi, no quiero nada.

–¿Me estás poniendo a prueba? No será como aquella vez que dijiste que no querías regalo de cumpleaños, pero se suponía que teníamos que sorprenderte con aquellas entradas para un concierto.

–¡Tenía doce años!

–En serio, Daisy. Mamá se llevará un disgusto. Quiere que todas llevemos el mismo chándal, con nuestros nombres impresos.

–Mamá se moriría si la vieran en chándal.

–Pero se disgustará. No irás a decirme ahora que no os iréis de luna de miel.

Daisy se quedó de piedra. No había pensado qué pasaría después de la boda y Seb tampoco había dicho nada.

Las Maldivas, Venecia, el sur de Francia, el Caribe. Los destinos de los novios a los que había fotografiado durante los últimos dos años le acudieron a la mente. Todos eran perfectos para una pareja de enamorados.

Mejor que se hubieran olvidado de ello. Un par de semanas recluidos juntos habría sido insoportable.

–Todo ha sido tan rápido que todavía no hemos pensado en la luna de miel.

–Ni despedida de soltera, ni luna de miel. Daisy, ¿qué está pasando?

Daisy pensó a toda velocidad. No podía tener una despedida de soltera. No podría fingir con su familia y sus amigas estar locamente enamorada, no podría beber y su abstinencia no pasaría desapercibida.

Desvió la mirada a la copia del certificado de nacimiento de Seb que estaba en su mesa. La había guardado en su bolso después de ir al registro y se había olvidado de devolvérsela. Su nombre completo era Sebastian Adolphus Charles Beresford. Su fecha de nacimiento, el veinte de abril.

¿Por qué no se lo había dicho? Ya lo pensaría más tarde. En aquel momento, acababa de encontrar su salvación.

–Vi, el problema es que mañana es el cumpleaños de Seb y le tengo planeada una sorpresa. Además, quedan pocos días para la boda y no quiero una gran noche de fiesta. Aparte de que no me parece bien sin Rose. Ya haremos algo más adelante.

–¿Qué tal el miércoles por la noche? –dijo Violet, dispuesta a no darse por vencida–. Es dos días antes de la boda y podemos hacer algo tranquilo. Solo mamá, tú y yo. Y Rose por Skype. ¿Qué te parece una reunión de chicas para ver películas?

–De acuerdo. Pero nada de alcohol. Lo estoy evitando para tener bien la piel.

–Hecho. Buscaré unas películas románticas y organizaré un refrigerio.

–Gracias, Vi.

Lo decía de verdad. Una noche con su madre y su hermana sería agradable, siempre y cuando no bajara la guardia.

Todavía le quedaba el pequeño asunto del cumpleaños de Seb y decidir la sorpresa que le iba a organizar.

 

Algo pasaba.

Daisy parecía desganada. Se movía como si llevara un enorme globo dentro que fuera a estallar en cualquier momento. Eso, que podía resultar irritante, le era enternecedor.

Seb se estiró en su viejo sillón de piel y reparó en las cortinas rojas. Sherry no se había abstenido de entrar en su biblioteca, y su santuario estaba tan limpio como el resto de la casa. De hecho, era agradable no andar estornudando cada vez que sacaba un libro, aunque hubiera preferido otras cortinas.

No era solo Sherry. Discretamente, Daisy también estaba haciendo cambios. Había pintado la cocina y había convertido el antiguo comedor en un acogedor cuarto de estar. Habían empezado a pasar las tardes allí leyendo, viendo la televisión o jugando al Monopoly.

Casi parecía un hogar.

Pero aunque el castillo empezaba a tomar forma, seguían faltándole horas al día. Todo sería mucho más fácil si contratara a un profesional para administrar la finca. Así, él podría dedicarse a la enseñanza y la investigación.

Claro que eso no era lo que se esperaba de los Beresford. Su abuelo siempre decía que un buen propietario debía administrar sus tierras, su gente, su familia y su hogar, sin importarle el sacrificio. Y había habido muchos a lo largo de los siglos. Había momentos en los que Seb se preguntaba si sería capaz de volver a Oxford y a su trabajo.

Su dedicación al hogar ancestral de su familia era completa. Le resultaba difícil compaginar sus propiedades y la universidad, y decidirse por uno le resultaba impensable.

Levantó la vista al oír unos suaves golpes en la puerta, aliviado de apartar los ojos de la pantalla en blanco del ordenador. No había sido capaz de hacer nada todavía. Las preocupaciones no dejaban de dar vueltas en su cabeza. Ni siquiera su trabajo de investigación le distraía como antes. El dinero, Daisy, el bebé, Hawksley, el libro. En menos de seis meses su vida cambiaría de arriba abajo.

Si no se hubiera distraído con su carrera, quizá Hawksley no estaría en aquel estado. Tenía parte de culpa.

La puerta se abrió y Daisy apareció con una enorme bandeja de plata.

–¡Vaya cara! ¿Interrumpo un momento crucial?

–Lo único que interrumpes son mis desvaríos mentales –contestó él, tratando de sonreír.

–¿Desvaríos mentales? ¿Puedo hacer algo por ayudar? – preguntó Daisy dejando la bandeja en la mesa.

–No, a menos que tengas una máquina del tiempo.

Seb se arrepintió de aquel comentario al instante. No necesitó ver su expresión de dolor para darse cuenta de lo mal que había elegido sus palabras.

–No me refiero a ti ni al bebé. Daisy, del desastre en que se ha convertido mi vida últimamente, el bebé es lo único bueno. No, estaba pensando que, si hubiera actuado antes, las cosas serían ahora mucho más fáciles.

–¿Por qué?

Seb apartó su ordenador portátil y se echó hacia atrás en su sillón, tratando de poner orden en sus pensamientos.

–Los niños son egoístas, ¿no? Pasé mis vacaciones aquí, durante el colegio y la universidad, salvo cuando mi madre tenía un arrebato maternal. Pero estaba tan concentrado en estudiar el pasado que nunca me molesté en pensar en el futuro. Nunca me di cuenta de lo mucho que hacía mi abuelo y no intenté ayudarlo –dijo, y después de hacer una pausa, continuó–. La historia es interesante, pero no es práctica, ¿verdad? Mi abuelo me sugirió que estudiara algún curso de gestión agraria en la universidad, para luego volver a trabajar aquí. No le hice caso, convencido de que estaba destinado a hacer cosas más importantes.

–No te equivocaste.

Estaba sentada en el reposabrazos del viejo sillón de cuero, con las piernas cruzadas, y reparó en sus piernas desnudas. Llevaba unos pantalones cortos negros con una alegre camisa de flores y una gorra que le cubría parte de la frente.

–¿Tú crees?

Él también lo había creído, convencido de su brillante carrera. Pero los últimos meses le habían demostrado que su ambición había sido ciega.

–Hawksley necesitaba sangre fresca, mi abuelo hacía todo lo posible por sacarlo adelante y mi padre no estaba dispuesto a hacerse cargo. Mi abuelo era demasiado orgulloso para pedírmelo directamente y yo estaba demasiado ocupado para darme cuenta. Quizá podría haberle ayudado a encontrar una solución y, tal vez, haber detenido la negligencia de mi padre.

–¿Cómo lo habrías conseguido?

–El dinero con el que llevaba su extravagante nivel de vida provenía de un fondo familiar. Nunca debía haber sido destinado a un uso personal y menos a esa escala. Me habría dado cuenta con tan solo un vistazo a las cuentas. Pero estaba demasiado ocupado con mis estudios –añadió con amargura.

–Solo porque te sugirió estudiar gestión agraria no significa que estuviera desesperado porque vivieras y trabajaras aquí. Estaba muy orgulloso de ti, a pesar del camino que elegiste.

–Me gustaría creerlo –dijo él frunciendo los labios–. Supongo que nunca lo sabremos.

Daisy se acercó a una de las estanterías y sacó un libro.

–Lo sé. Este es tuyo, ¿verdad? ¿El primero? Fíjate cuánto lo han leído que tiene el lomo roto. Así que a menos que pases las noches leyendo tus obras, creo que fueron tus abuelos los que lo leyeron más de una vez.

Seb tomó el libro de sus manos. Se lo había regalado con una dedicatoria, no muy convencido de que fueran a leerlo. Las pastas estaban desgastadas, las esquinas dobladas y las páginas cuarteadas. Una sensación de orgullo creció en su interior. Quizá después de todo se habían sentido orgullosos de la profesión que había elegido.

–Gracias –dijo mirando a Daisy.

–Por cierto, tengo algo de lo que hablar contigo, milord. ¿Por qué no me has dicho que era tu cumpleaños?

–¿Cómo lo has sabido?

–Tengo habilidades de detective, además de una copia de tu certificado de nacimiento. En mi familia, celebramos por todo lo alto los cumpleaños –dijo sonriendo, con las manos en la espalda–. Tengo que advertirte de que mis expectativas son altas, pregúntaselo a mis hermanas. Así que, si vas a formar parte de la familia, tu cumpleaños también tiene que ser una gran celebración. Feliz cumpleaños.

Sacó las manos de la espalda. En una tenía un plato con una gran magdalena y una vela encendida, y en la otra, un sobre plateado.

Seb se quedó paralizado por la sorpresa.

–¿Qué es esto?

–Es una tarjeta y una tarta, lo habitual en los cumpleaños. Se supone que tienes que soplar la vela.

Se quedó allí de pie, incapaz de mover un solo músculo, asimilando lo que acababa de decirle.

–La última vez que tuve una tarta de cumpleaños tenía diez años. Siempre estaba en el colegio.

–El procedimiento no ha cambiado. Soplas la vela, la llama se apaga, aplausos y luego se come. Así de sencillo.

Seb hizo un esfuerzo y tomó el plato con cuidado, como si fuera una bomba a punto de estallar. La llama bailó delante de sus ojos. No quería soplarla, tan solo contemplar su danza.

–¿Y la tarjeta?

–Ya la abrirás. Venga, vamos a cambiarnos. Tengo una sorpresa para ti. Estoy convencida de que te vas a quedar pasmado.