12

La enseñanza y su legitimación por la performatividad

En cuanto a la otra vertiente del saber, la de su transmisión, es decir, la enseñanza, parece adecuado describir la manera en que el predominio del criterio de performatividad la afecta.

Admitida la idea de los conocimientos establecidos, la cuestión de su transmisión se subdivide pragmáticamente en una serie de preguntas: ¿quién transmite?, ¿qué?, ¿a quién?, ¿con qué apoyo?, ¿y de qué forma?, ¿con qué efecto?[164]. Una política universitaria está constituida por un conjunto coherente de respuestas a esas preguntas.

Cuando el criterio de pertinencia es la performatividad del sistema social admitido, es decir, cuando se adopta la perspectiva de la teoría de sistemas, se hace de la enseñanza superior un subsistema del sistema social, y se aplica el mismo criterio de performatividad a la solución de cada uno de esos problemas.

El efecto que se pretende obtener es la contribución óptima de la enseñanza superior a la mejor performatividad del sistema social. Una enseñanza que deberá formar las competencias que le son indispensables a éste último. Son de dos tipos. Unas están destinadas de modo más concreto a afrontar la competición mundial. Varían según las «especialidades» respectivas que los Estados-naciones o las grandes instituciones de formación pueden vender en el mercado mundial. Si nuestra hipótesis general es verdadera, la demanda de expertos, cuadros superiores y cuadros medios de los sectores de punta indicados al comienzo de este estudio, que son el objetivo de los años venideros, se incrementará: todas las disciplinas referentes a la formación «telemática» (informáticas, cibernéticas, lingüísticas, matemáticas, lógicas…) deberían ver que se les reconoce una prioridad en cuestiones de enseñanza. Y tanto más, cuanto que la multiplicación de esos expertos debería acelerar el progreso de la investigación en los demás sectores del conocimiento, como se ha visto para la medicina y la biología.

Por otra parte, la enseñanza superior, siempre según la misma hipótesis general, deberá continuar proporcionando al sistema social las competencias correspondientes a sus propias exigencias, que son el mantenimiento de su cohesión interna. Anteriormente, esta tarea implicaba la formación y la difusión de un modelo general de vida, que bastante a menudo legitimaba el relato de la emancipación. En el contexto de la desligitimación, las universidades y las instituciones de enseñanza superior son de ahora en adelante solicitadas para que fuercen sus competencias, y no sus ideas: tantos médicos, tantos profesores de tal o cual disciplina, tantos ingenieros, tantos administradores, etc. La transmisión de los saberes ya no aparece como destinada a formar una élite capaz de guiar a la nación en su emancipación, proporciona al sistema los «jugadores» capaces de asegurar convenientemente su papel en los puestos pragmáticos de los que las instituciones tienen necesidad[165].

Si los fines de la enseñanza superior son funcionales, ¿quiénes son los destinatarios? El estudiante ha cambiado y deberá cambiar más aún. Ya no es un joven salido de las «élites liberales»[166] y más o menos afectado por la gran tarea del progreso social entendida como emancipación. En ese sentido, la universidad «democrática», sin selección a la entrada, poco costosa para el estudiante y para la sociedad si se considera el coste-estudiante per capita, sino acogiendo gran número de solicitudes[167], cuyo modelo era el del humanismo emancipacionista, aparece hoy como poco performativa[168]. La enseñanza superior está ya afectada por una refundición de importancia, a la vez dirigida por medidas administrativas y por una demanda en sí misma poco controlada que emana de los nuevos usuarios, y que tiende a dividir sus funciones en dos grandes tipos de servicios.

Por su función de profesionalización, la enseñanza superior se dirige todavía a jóvenes salidos de las élites liberales a las que se transmite la competencia que la profesión considera necesaria; vienen a añadirse, por un camino u otro (por ejemplo, los institutos tecnológicos), pero según el mismo modelo didáctico, destinatarios de nuevos saberes ligados a las nuevas técnicas y tecnologías que son también jóvenes aún no «activos».

Aparte de estas dos categorías de estudiantes que reproducen la «intelligentsia profesional» y la «intelligentsia técnica»[169], los demás jóvenes presentes en la Universidad son, en su mayor parte, parados no contabilizados en las estadísticas de demanda de empleo. Son, en efecto, excedentes con respecto a las salidas correspondientes a las disciplinas en las que se los encuentra (letras y ciencias humanas). Pertenecen en realidad, a pesar de su edad, a la nueva categoría de destinatarios de la transmisión del saber.

Pues, al lado de esta función profesionalista, la Universidad comienza o debería comenzar a desempeñar un nuevo papel en el marco de la mejora de las actuaciones del sistema: el del reciclaje o la educación permanente[170]. Fuera de universidades, departamentos o instituciones con vocación profesional, el saber no es y no será transmitido en bloque y de una vez por todas, a jóvenes antes de su entrada en la vida activa; es y será transmitido «a la carta» a adultos ya activos o a la espera de serlo, en vistas a la mejora de su competencia y de su promoción, pero también en vista a la adquisición de informaciones, lenguajes y juegos de lenguaje que les permitan ampliar el horizonte de su vida profesional y articular su experiencia técnica y ética[171].

El nuevo curso tomado por la transmisión del saber no deja de resultar conflictivo. Pues lo mismo que interesa al sistema, y, por tanto, a sus «decididores», alentar la promoción profesional, puesto que puede mejorar las actuaciones del conjunto, también la experimentación con los discursos, las instituciones y los valores, acompañada de inevitables «desórdenes» en el curriculum, el control de conocimientos y de la pedagogía, sin hablar de recaídas socio-políticas, aparece como poco operacional y ve que se le niega el menor crédito, en nombre de la seriedad del sistema. Sin embargo, lo que se adivina ahí es una vía de salida aparte del funcionalismo y tanto menos despreciable cuanto que es el funcionalismo quien la ha trazado[172]. Pero se puede imaginar que la responsabilidad sea confiada a redes extrauniversitarias[173].

De cualquier modo, el principio de performatividad, incluso si no permite decidir claramente en todos los casos la política a seguir, tiene por consecuencia global la subordinación de las instituciones de enseñanza superior a los poderes. A partir del momento en que el saber ya no tiene su fin en sí mismo, como realización de la idea o como emancipación de los hombres, su transmisión escapa a la responsabilidad exclusiva de los ilustrados y de los estudiantes. La idea de «franquicia universitaria» es hoy de otra época. Las «autonomías» reconocidas a las universidades después de la crisis de finales de los años 60 tienen poco peso en comparación con el hecho masivo de que los consejos de enseñantes carecen de casi cualquier poder para decidir qué volumen de inversiones revierte a su institución[174]; no disponen más que del poder de distribuir el volumen que se les atribuye, y hasta eso sólo de modo limitado[175].

Entonces, ¿qué es lo que se transmite en la enseñanza superior? Tratándose de profesionalización, y ateniéndose a un punto de vista estrictamente funcionalista, lo esencial de lo que se debe transmitir está constituido por un conjunto organizado de conocimientos. La aplicación de nuevas técnicas a ese conjunto puede tener una incidencia considerable en el soporte comunicacional. No parece indispensable que éste sea un curso dado de viva voz por un profesor ante estudiantes mudos, mientras el momento de las preguntas tiene lugar en sesiones de «trabajo» dirigidas por un ayudante. Pues lo mismo que los conocimientos son traducibles a un lenguaje informático, y lo mismo que la enseñanza tradicional es asimilable a una memoria, la didáctica puede ser confiada a máquinas relacionadas con las memorias clásicas (bibliotecas, etc.), así como a bancos de datos de terminales inteligentes puestos a disposición de los estudiantes.

La pedagogía no se vería necesariamente afectada, pues siempre habría algo que enseñar a los estudiantes: no los contenidos, sino el uso de terminales, es decir, de nuevos lenguajes por una parte, y por otra, un manejo más sutil de ese juego de lenguaje que es la interrogación: ¿adonde dirigir la pregunta? Es decir, ¿cómo formularla para evitar los errores? , etc.[176]. Desde esta perspectiva, una formulación elemental informática y, en concreto, telemática debiera formar parte obligatoriamente de una propedéutica superior, al mismo título que la adquisición de la práctica de un idioma extranjero, por ejemplo[177].

Sólo desde la perspectiva de grandes relatos de legitimación, vida del espíritu y/o emancipación de legitimación de la humanidad, el reemplazamiento parcial de enseñantes por máquinas puede parecer deficiente, incluso intolerable. Pero es probable que esos relatos ya no constituyan el resorte principal del interés por el saber. Si ese resorte es el poder, este aspecto de la didáctica clásica deja de ser pertinente. La pregunta, explícita o no, planteada por el estudiante profesionalista, por el Estado o por la institución de enseñanza superior, ya no es: ¿es eso verdad?, sino ¿para qué sirve? En el contexto de la mercantilización del saber, esta última pregunta, las más de las veces, significa: ¿se puede vender? Y, en el contexto de argumentación del poder ¿es eficaz?

Pues la disposición de una competencia performativa parecía que debiera ser el resultado vendible en las condiciones anteriormente descritas, y es eficaz por definición. Lo que deja de serlo es la competencia según otros criterios, como verdadero/falso, justo/injusto, etc., y, evidentemente, la débil performatividad en general.

La perspectiva de un vasto mercado de competencias operacionales está abierta. Los detentadores de este tipo de saber son y serán objeto de ofertas, y hasta de políticas de seducción[178]. Desde ese punto de vista, lo que se anuncia no es el fin del saber, al contrario. La Enciclopedia de mañana son los bancos de datos. Éstos exceden la capacidad de cada utilizador.

Constituyen la «naturaleza» para el hombre postmoderno[179].

Se notará, sin embargo, que la didáctica no consiste sólo en la transmisión de información, y que la competencia, incluso performativa, no se resume en la posesión de una buena memoria de datos o de una buena capacidad de acceso a memorias-máquinas. Es una banalidad subrayar la importancia de la capacidad de actualizar los datos pertinentes para el problema que hay que resolver «aquí y ahora» y de ordenarles en una estrategia eficiente.

En tanto el juego sea de información incompleta, la ventaja pertenece al que sabe y puede obtener un suplemento de información. Tal es el caso, por definición, de un estudiante en situación de aprender. Pero, en los juegos de información completa[180], la mejor performatividad no puede consistir, por hipótesis, en la adquisición de tal suplemento. Resulta de una nueva disposición de datos, que constituyen propiamente una «jugada». Esa nueva disposición se obtiene muy a menudo conectando series de datos considerados hasta entonces como independientes[181]. Se puede llamar imaginación a esta capacidad de articular en un conjunto lo que no lo era. La velocidad es una de sus propiedades[182].

Pues está permitido representar el mundo del saber postmoderno como regido por un juego de información completa, y en ese sentido los datos son, en principio, accesibles a todos los expertos: no hay secretos científicos. El incremento de performatividad, a igual competencia, en la producción del saber, y no en su adquisición, depende, pues, finalmente de esta «imaginación» que permite, bien realizar una nueva jugada, bien cambiar las reglas del juego.

Si la enseñanza debe asegurar no sólo la reproducción de competencias, sino su progreso, sería preciso, en consecuencia, que la transmisión del saber no se limitara a la de informaciones, sino que implicara el aprendizaje de todos los procedimientos capaces de mejorar la capacidad de conectar campos que la organización tradicional de los saberes aisla con celo. El santo y seña de la interdisciplinaridad; difundido después de la crisis del 68, pero pregonada bastante antes, parece ir en esa dirección. Ha escapado a los feudalismos universitarios, se dice. Ha escapado a mucho más.

En el modelo humboldiano de la Universidad, cada ciencia ocupa su lugar en un sistema coronado por la especulación. Una usurpación por parte de una ciencia del campo de otra sólo puede provocar confusiones, «ruidos», en el sistema. Las colaboraciones no pueden tener lugar más que en un plano especulativo, en la cabeza de los filósofos.

Por el contrario, la idea de interdisciplinaridad pertenece en propiedad a la época de la desligitimación y a su urgente empirismo. La relación con el saber no es la de realización de la vida del espíritu o la de emancipación de la humanidad; es la de los utilizadores de unos útiles conceptuales y materiales complejos y la de los beneficiarios de esas actuaciones. No disponen de un metalenguaje ni de un metarrelato para formular la finalidad y el uso adecuado. Pero cuentan con el brain storming para reforzar las actuaciones.

La valoración del trabajo en equipo pertenece a esta imposición del criterio performativo en el saber. Pues, en lo que se refiere a decir lo verdadero o a prescribir lo justo, el número no tiene nada que ver; no sirve de nada a no ser que justicia y verdad sean pensadas en términos de resultado más probable. En efecto, las actuaciones en general son mejoradas por el trabajo en equipo, bajo unas condiciones que las ciencias sociales han precisado hace tiempo[183]. A decir verdad, éstas han fundamentado especialmente su prestigio gracias a la performatividad en el marco de un modelo dado, es decir, a la realización de una tarea; la mejora parece menos segura cuando se trata de «imaginar» nuevos modelos, es decir, de la concepción. Hay, parece, ejemplos[184]. Pero resulta difícil separar lo que corresponde al dispositivo en equipo y lo que se debe al genio de los que forman el equipo.

Se observará que esta orientación se refiere más a la producción del saber (investigación) que a su transmisión. Es abstracto, y probablemente nefasto, separarlas por completo, incluso en el marco del funcionalismo y del profesionalismo. Sin embargo, la solución hacia la que se orientan de hecho las instituciones del saber en todo el mundo consiste en disociar esos dos aspectos de la didáctica, el de la reproducción «simple» y el de la reproducción «ampliada», al distinguir entidades de todo tipo, sean éstas instituciones, niveles o ciclos en las instituciones, reagrupamientos de instituciones, reagrupamientos de disciplinas, de las que unas están destinadas a la selección y a la reproducción de competencias profesionales, y otras a la promoción y «puesta en marcha» de espíritus «imaginativos». Los canales de transmisión puestos a disposición de las primeras podrían ser simplificados y masificados; las segundas tienen derecho a pequeños grupos que funcionan según un igualitarismo aristocrático[185]. Que estos últimos formen parte o no oficialmente de universidades, importa poco.

Pero lo que parece seguro, es que en los dos casos, la deslegitimación y el dominio de la performatividad son el toque de agonía de la era del Profesor: éste no es más competente que las redes de memorias para transmitir el saber establecido, y no es más competente que los equipos interdisciplinarios para imaginar nuevas jugadas o nuevos juegos.