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La naturaleza del lazo social:
La alternativa moderna
Si se quiere tratar del saber en la sociedad contemporánea más desarrollada, una cuestión previa es decidir la representación metódica que se hace de esta última. Simplificando al extremo, se puede decir que durante los últimos cincuenta años por lo menos, esta representación se ha dividido en principio entre dos modelos: la sociedad forma un todo funcional, la sociedad está dividida en dos. Se puede ilustrar el primer modelo con el nombre de Talcott Parsons (al menos, el de la postguerra) y de su escuela; el otro con la corriente marxista (todas las escuelas que la componen, por diferentes que sean entre sí, admiten el principio de la lucha de clases, y de la dialéctica como dualidad que produce la unidad social)[37].
Este corte metodológico que determina dos grandes tipos de discursos sobre la sociedad proviene del siglo XIX. La idea de que la sociedad forma un todo orgánico, a falta del cual deja de ser sociedad (y la sociología ya no tiene objeto), dominaba el espíritu de los fundadores de la escuela francesa; se precisa con el funcionalismo; toma otra dirección cuando Parsons en los años 50 asimila la sociedad a un sistema auto-regulado. El modelo teórico e incluso material ya no es el organismo vivo, lo proporciona la cibernética que multiplica sus aplicaciones durante y al final de la segunda guerra mundial.
En Parsons, el principio del sistema todavía es, digámoslo así, optimista: corresponde a la estabilización de las economías de crecimiento y de las sociedades de la abundancia bajo la égida de un welfare state moderado[38]. En los teóricos alemanes de hoy, la Systemtheorie es tecnocrática, es decir, cínica, por no decir desesperada: la armonía de las necesidades y las esperanzas de individuos o grupos con las funciones que asegura el sistema sólo es un componente adjunto de su funcionamiento; la verdadera fiabilidad del sistema, eso para lo que él mismo se programa como una máquina inteligente, es la optimización de la relación global de sus input con sus output, es decir, su performatividad. Incluso cuando cambian sus reglas y se producen innovaciones, incluso cuando sus disfunciones, como las huelgas o las crisis o el paro o las revoluciones políticas pueden hacer creer en una alternativa y levantar esperanzas, no se trata más que de reajustes internos y su resultado sólo puede ser la mejora de la «vida» del sistema, la única alternativa a ese perfeccionamiento de las actuaciones es la entropía, es decir, la decadencia[39].
Aquí, sin caer en el simplismo de una sociología de la teoría social, resulta difícil no establecer al menos un paralelismo entre esta versión tecnocrática «dura» de la sociedad y el esfuerzo ascético que se exige; aparecería bajo el nombre de «liberalismo avanzado» en las sociedades industriales más desarrolladas en su esfuerzo para hacerse competitivas (y, por tanto, optimizar su «racionalidad») en el contexto del relanzamiento de la guerra económica mundial a partir de los años 60.
Más allá del inmenso cambio que lleva del pensamiento de un Comte al de un Luhman, se adivina una misma idea de lo social: que la sociedad es una totalidad unida, una «unicidad». Lo que Parsons formula claramente: «La condición más decisiva para que un análisis dinámico sea válido, es que cada problema se refiera continua y sistemáticamente al estado del sistema considerado como un todo (…). Un proceso o un conjunto de condiciones o bien “contribuye” al mantenimiento (o al desarrollo) del sistema, o bien es “disfuncional” en lo que se refiere a la integridad y eficacia del sistema»[40]. Esta idea es también la de los «tecnócratas»[41]. De ahí su credibilidad: al contar con los medios para hacerse realidad, esa credibilidad cuenta con los de administrar sus pruebas. Lo que Horkheimer llamaba la «paranoia» de la razón[42].
Con todo, no se pueden considerar paranoicos el realismo de la auto-regulación sistemática y el círculo perfectamente cerrado de los hechos y las interpretaciones, más que a condición de disponer o de pretender disponer de un observatorio que por principio escape a su atracción. Tal es la función del principio de la lucha de clases en la teoría de la sociedad a partir de Marx.
Si la teoría «tradicional» siempre está bajo la amenaza de ser incorporada a la programación del todo social como un simple útil de optimización de las actuaciones de ese último, es porque su deseo de una verdad unitaria y totalizadora se presta a la práctica unitaria y totalizante de los gerentes del sistema. La teoría «crítica»[43], dado que se apoya en un dualismo de principio y desconfía de síntesis y reconciliaciones, debe de estar en disposición de escapar a ese destino.
Pero es un modelo diferente de la sociedad (y otra idea de la función del saber que se puede producir en ella y que se puede adquirir) el que guía al marxismo. Ese modelo nace con las luchas que acompañan al asedio de las sociedades civiles tradicionales por el capitalismo. Aquí no se podrían seguir sus peripecias, que ocupan la historia social, política e ideológica de más de un siglo.
Nos contentaremos con referirnos al balance que se puede hacer hoy, pues el destino que le ha correspondido es conocido: en los países de gestión liberal o liberal avanzada, la transformación de esas luchas y sus órganos en reguladores del sistema; en los países comunistas, el retorno, bajo el nombre de marxismo, del modelo totalizador y de sus efectos totalitarios, con lo que las luchas en cuestión quedan sencillamente privadas del derecho a la existencia[44]. Y en todas partes, con diferentes nombres, la Crítica de la economía política (era el subtítulo del Capital de Marx) y la crítica de la sociedad alienada que era su correlato se utilizan como elementos de la programación del sistema[45].
Sin duda el modelo crítico se ha mantenido y se ha refinado de cara a ese proceso, en minorías como la Escuela de Frankfurt o como el grupo Socialisme ou Babarie[46]. Pero no se puede ocultar que la base social del principio de la división, la lucha de clases, se difuminó hasta el punto de perder toda radicalidad, encontrándose finalmente expuesto al peligro de perder su estabilidad teórica y reducirse a una «utopía», a una «esperanza»[47], a una protesta en favor del honor alzado en nombre del hombre, o de la razón, o de la creatividad, o incluso de la categoría social afectada in extremis por las funciones ya bastante improbables de sujeto crítico, como el tercer mundo o la juventud estudiantil[48].
Esta esquemática (o esquelética) llamada de atención no tenía otra función que precisar la problemática en la que intentamos situar la cuestión del saber en las sociedades industriales avanzadas. Pues no se puede saber lo que es el saber, es decir, qué problemas encaran hoy su desarrollo y su difusión, si no se sabe nada de la sociedad donde aparece. Y, hoy más que nunca, saber algo de esta última, es en principio elegir la manera de interrogar, que es también la manera de la que ella puede proporcionar respuestas. No se puede decidir que el papel fundamental del saber es ser un elemento indispensable del funcionamiento de la sociedad y obrar en consecuencia adecuadamente, más que si se ha decidido que se trata de una máquina enorme[49].
A la inversa, no se puede contar con su función crítica y proponerse orientar su desarrollo y difusión en ese sentido más que si se ha decidido que no forma un todo integrado y que sigue sujeta a un principio de contestación[50]. La alternativa parece clara, homogeneidad o dualidad intrínsecas de lo social, funcionalismo o criticismo del saber, pero la decisión parece difícil de tomar, o arbitraria.
Uno está tentado a escapar a esa alternativa distinguiendo dos tipos de saber, uno positivista que encuentra fácilmente su explicación en las técnicas relativas a los hombres y a los materiales y que se dispone a convertirse en una fuerza productiva indispensable al sistema, otro crítico o reflexivo o hermenéutico que, al interrogarse directamente o indirectamente sobre los valores o los objetivos, obstaculiza toda «recuperación»[51].