8
La función narrativa y la legitimación del saber
Ese problema de la legitimación hoy ya no es considerado un fallo del juego de lenguaje de la ciencia. Sería más exacto decir que está legitimado en sí mismo como problema, es decir, como competencia heurística. Pero esta manera de tratarlo, por inversión, es reciente. Antes de llegar a ella (es decir, a eso que algunos llaman positivismo), el saber científico ha buscado otras soluciones.
Es de señalar que durante largo tiempo éstas no han podido evitar el tener que recurrir a procedimientos que, abiertamente o no, se refieren al saber narrativo.
Esa reiteración de lo narrativo en lo no-narrativo, con una forma u otra, no debe considerarse como superada de una vez por todas. Una prueba bastante grosera: ¿qué hacen los científicos en la televisión, entrevistados en los periódicos, después de algún «descubrimiento»?
Cuentan una epopeya de un saber perfectamente no-épico. Satisfacen así las reglas del juego narrativo, cuya presión, no sólo sobre los usuarios de los media, sino además sobre su fuero interno, sigue siendo considerable. Pues un hecho como éste no es ni trivial ni añadido: se refiere a la relación del saber científico con el saber «popular», o lo que queda de éste. El Estado puede gastar mucho para que la ciencia pueda presentarse como epopeya: a través de ella, se hace creíble, crea el asentimiento público del que sus propios «decididores» tienen necesidad[97].
No queda, pues, excluido que el recurso a lo narrativo sea inevitable; al menos cuando el juego del lenguaje de la ciencia busque la verdad de sus enunciados y no pueda legitimarla por sus propios medios. En ese caso, sería preciso reconocer una necesidad de historia irreductible, debiendo ésta incluirse, del modo que la hemos bosquejado, no como un deseo de recordar y de proyectar (necesidad de historicidad, necesidad de acento), sino, por el contrario, como una necesidad de olvido (necesidad de metrum) (sección 6).
En cualquier caso, es prematuro llegar a esto. Pero se mantendrá viva en la mente, en el curso de las siguientes consideraciones, la idea de que las soluciones aparentemente en desuso que han podido ser dadas al problema de la legitimación no lo son en principio, sino sólo en las expresiones que adquieren, y por eso no hay que extrañarse de verlas persistir hoy en día bajo otras formas. ¿No necesitamos nosotros mismos, en este instante, preparar un relato del saber científico occidental para precisar su estatuto?
Desde sus comienzos, el nuevo juego del lenguaje plantea el problema de su propia legitimidad: caso de Platón. Este no es el lugar adecuado para hacer las exégesis de los pasajes de los Diálogos donde la pragmática de la ciencia aparece explícitamente como tema o implícitamente como presupuesto. El juego del diálogo, con sus exigencias específicas, la resume, incluyendo en sí mismo las dos funciones de investigación y de enseñanza. Se retoman aquí ciertas reglas anteriormente enumeradas: la argumentación con el único fin del consenso (homología), la unicidad del referente como garantía de la posibilidad de ponerse de acuerdo, la paridad entre los «compañeros», e incluso el reconocimiento indirecto de que se trata de un juego y no de un destino, puesto que de él se encuentran excluidos todos los que no aceptan las reglas, por debilidad o torpeza[98].
Queda que la cuestión de la legitimidad del mismo juego, dada su naturaleza científica, también debe formar parte de las cuestiones que se plantean en el diálogo. Un ejemplo conocido, y ciertamente importante porque une de golpe esta cuestión a la de la autoridad socio-política, nos lo proporcionan los libros VI y VII de La República. Se sabe que la respuesta procede, al menos en parte, de un relato, la alegoría de la caverna, que cuenta por qué y cómo los hombres quieren relatos y no reconocen el saber. Éste se encuentra así cimentado en el relato de su suplicio.
Pero hay más: es en su forma misma, los Diálogos escritos por Platón, como el esfuerzo de legitimación proporciona las armas a la narración; pues cada uno de ellos adquiere siempre la forma del relato de una discusión científica. Que la historia del debate sea más bien mostrada que relatada, puesta en escena más que narrada[99], y por ello proceda más de lo trágico que de lo épico, importa poco aquí. El hecho es que el discurso platónico que inaugura la ciencia no es científico, y eso aunque intente legitimarla. El saber científico no puede saber y hacer saber lo que es el verdadero saber sin recurrir al otro saber, el relato, que para él es el no-saber, a falta del cual está obligado a presuponer por sí mismo y cae así en lo que condena, la petición de principio, el prejuicio. Pero, ¿no cae también al autorizarse como relato?
No es éste el lugar adecuado para seguir esa recurrencia de lo narrativo en lo científico a través de los discursos de legitimación de este último que son, en parte al menos, las grandes filosofías antiguas, medievales y clásicas. Es un esfuerzo continuado. Un pensamiento tan resuelto como el de Descartes no puede exponer la legitimidad de la ciencia más que en lo que Valery llamaba la historia de un espíritu[100], o sino en esa especie de novela de formación (Bildungsroman) que es el Discurso del método. Aristóteles ha sido sin duda uno de los más modernos al aislar la descripción de las reglas a las que hay que someter los enunciados que se declaran científicos (el órgano), de la búsqueda de su legitimidad en un discurso sobre el Ser (la Metafísica). Y más aún, al sugerir que el lenguaje científico, incluida su pretensión de decir el ser del referente, no está hecho más que de argumentaciones y pruebas, es decir, de dialéctica[101].
Con la ciencia moderna aparecen dos nuevos componentes en la problemática de la legitimación. Primero, para responder a la pregunta: ¿cómo probar la prueba?, o, más generalmente: ¿quién decide las condiciones de lo verdadero?, se abandona la búsqueda metafísica de una prueba primera o de una autoridad trascendente, se reconoce que las condiciones de lo verdadero, es decir, las reglas de juego de la ciencia son inmanentes a ese juego, no pueden ser establecidas más que en el seno de un debate ya en sí mismo científico, y además, que no existe otra prueba de que las reglas sean buenas como no sea el consenso de los expertos.
Esta disposición general de la modernidad a definir las condiciones de un discurso en un discurso sobre esas condiciones se combina con el restablecimiento de la dignidad de las culturas narrativas (populares), ya en el Humanismo renacentista, y de modo distinto en el siglo de las Luces, el Sturm und Drang, la filosofía idealista alemana, la escuela histórica francesa. La narración deja de ser un lapsus de la legitimación. Este recurso explícito al relato en la problemática del saber es concomitante a la emancipación de las burguesías con respecto a las autoridades tradicionales. El saber de los relatos retorna a Occidente para aportar una solución a la legitimación de las nuevas autoridades. Es natural que, en una problemática narrativa, esta cuestión espere la respuesta de un héroe: ¿quién tienen derecho a decidir por la sociedad?, ¿cuál es el sujeto cuyas prescripciones son normas para aquellos a quienes obligan?
Este modo de interrogar la legitimidad socio-política se combina con la nueva actitud científica: el héroes es el pueblo, el signo de la legitimidad su consenso, su modo de normativización la deliberación. La idea de progreso resulta indefectiblemente de esto: no representa más que el movimiento por el cual el saber se supone que se acumula, pero ese movimiento se extiende al nuevo sujeto socio-político. El pueblo está en debate consigo mismo acerca de lo que es justo e injusto de la misma manera que la comunidad de ilustrados sobre lo que es verdadero y falso; acumula las leyes civiles como acumula las leyes científicas; perfecciona las reglas de su consenso por disposiciones constitucionales cuando las revisa a la luz de sus conocimientos produciendo nuevos «paradigmas»[102].
Se ve que ese «pueblo» difiere totalmente del que está implicado en los saberes narrativos tradicionales, los cuales, se ha dicho, no requieren ninguna deliberación instituyente, ninguna progresión acumulativa, ninguna pretensión de universalidad: se trata de los operadores del saber científico. No hay, pues, que asombrarse de que los representantes de la nueva legitimación por medio del «pueblo» sean también los destructores activos de los saberes tradicionales de los pueblos, percibidos de ahora en adelante como minorías o separatismos potenciales cuyo destino no puede ser más que oscurantista[103].
Se concibe igualmente que la existencia real de ese sujeto forzosamente abstracto (modelado sobre el paradigma del único sujeto que conoce, es decir, del destinador-destinatario de enunciados denotativos con valor de verdad, con exclusión de otros juegos de lenguaje) dependa de las instituciones en las que se supone debe deliberar y decidir, y que comprende todo o parte del Estado. De este modo la cuestión del Estado se encuentra estrechamente imbricada con la del saber científico.
Pero se ve también que esta imbricación no puede ser simple. Pues el «pueblo», que es la nación o incluso la humanidad, no se contenta, sobre todo en sus instituciones políticas, con conocer; legisla, es decir, formula prescripciones que tienen valor de normas[104]. Ejerce, pues, su competencia no sólo en cuestiones de enunciados prescriptivos que tengan pretensión de justicia.
Tal es, se ha señalado, la propiedad del saber narrativo, de donde su concepto nace: contener reunidas una y otra competencia, sin hablar del resto.
El modo de legitimación del que hablamos, que reintroduce el relato como validez del saber, puede tomar así dos direcciones, según represente al sujeto del relato como cognitivo o como práctico: como un héroe del conocimiento o como un héroe de la libertad. Y, en razón de esta alternativa, no sólo la legitimación no tiene siempre el mismo sentido, sino que el propio relato aparece ya como insuficiente para dar una versión completa.