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La investigación y su legitimación por la performatividad

Volvamos a la ciencia y examinemos en primer lugar la pragmática de la investigación. Se encuentra afectada hoy en sus regulaciones esenciales por dos importantes modificaciones: el enriquecimiento de las argumentaciones, la complicación de la administración de pruebas.

Aristóteles, Descartes, Stuart Mill, entre otros, han intentado fijar las reglas por medio de las cuales un enunciado con valor denotativo puede conseguir la adhesión del destinatario[137]. La investigación científica no tiene demasiado en cuenta esos métodos. Puede usar, y de hecho usa, lenguajes, como se ha dicho, cuyas propiedades demostrativas parecen desafíos a la razón de los clásicos. Bachelard ha hecho un balance de ellos, que ya resulta incompleto[138].

El uso de esos lenguajes no es, sin embargo, indiscriminado. Está sometido a una condición que se puede llamar pragmática, la de formular sus propias reglas y pedir al destinatario que las acepte. Al satisfacer esta condición, se define una axiomática, la que comprende la definición de los símbolos que serán empleados en el lenguaje propuesto, la forma que deberán respetar las expresiones de ese lenguaje para poder ser aceptadas (expresiones bien formadas), y las operaciones que se permitirán con esas expresiones, y que definen los axiomas propiamente dichos[139].

Pero, ¿cómo se sabe lo que debe contener o lo que contiene una axiomática? Las condiciones que se acaban de enumerar son formales. Debe existir un metalenguaje determinante si un lenguaje satisface las condiciones formales de una axiomática: este metalenguaje es el de la lógica.

Una precisión se impone aquí de pasada. Que se comience por fijar la axiomática para obtener a continuación enunciados que sean aceptables dentro de ella, o que, por el contrario, el científico comience por establecer hechos y por enunciarlos, y busque a continuación la axiomática del lenguaje de la que se ha servido para enunciarlos, no constituye una alternativa lógica, sino solamente empírica. Tiene, sin duda, una gran importancia para el investigador, y también para el filósofo, pero la cuestión de la validación de los enunciados se plantea de modo paralelo en los dos casos[140].

Una cuestión más pertinente para la legitimación es: ¿por medio de qué criterios define el lógico las propiedades requeridas por una axiomática? ¿Existe un modelo de lengua científica? ¿Ese modelo es único? ¿Es verificable? Las propiedades requeridas en general por la sintaxis de un sistema formal[141] son la consistencia (por ejemplo, un sistema no consistente con respecto a la negación admitiría en sí paralelamente una proposición y su contraria), la completud sintáctica (el sistema pierde su consistencia si se le añade un axioma) la decidibilidad (existe un procedimiento efectivo que permite decidir si una proposición cualquiera pertenece o no al sistema), y la independencia de axiomas unos con respecto a otros. Pues Gödel ha establecido de modo efectivo la existencia, en el sistema aritmético, de una proposición que no es ni demostrable ni refutable en el sistema; lo que entraña que el sistema aritmético no satisface la condición de completud[142].

Puesto que se puede generalizar esta propiedad, es preciso, por tanto, reconocer que existen limitaciones internas a los formalismos[143]. Esas limitaciones significan que, para el lógico, la metalengua utilizada para describir un lenguaje artificial (axiomática) es la «lengua natural», o «lengua cotidiana»; esta lengua es universal, puesto que todas las demás lenguas se dejan traducir a ella; pero no es consistente con respecto a la negación: permite la formación de paradojas[144].

A causa de esto, la cuestión de la legitimación del saber se plantea de otro modo. Cuando se declara que un enunciado de carácter denotativo es verdadero, se presupone que el sistema axiomático en el cual es decidible y demostrable ha sido formulado, es conocido por los interlocutores y aceptado por ellos como tan formalmente satisfactorio como sea posible. Es en este espíritu donde se ha desarrollado, por ejemplo, la matemática del grupo Bourbaki[145]. Pero otras ciencias pueden hacer observaciones análogas: deben su estatuto a la existencia de un lenguaje cuyas reglas de funcionamiento no pueden ser demostradas, sino que son objeto de un consenso entre los expertos. Esas reglas son exigidas al menos por ciertos de ellos. La exigencia es una modalidad de la prescripción.

La argumentación exigible para la aceptación de un enunciado científico está, pues, subordinada a una «primera» aceptación (en realidad constantemente renovada en virtud del principio de recursividad) de las reglas que fijan los medios de la argumentación. De ahí dos propiedades destacables de ese saber, la flexibilidad de sus medios, es decir, la multiplicidad de sus lenguajes; su carácter de juego pragmático, la aceptabilidad de las «jugadas» que se hacen (la introducción de nuevas proposiciones) que depende de un contrato establecido entre los «compañeros». De ahí también la diferencia entre dos tipos de «progreso» en el saber, uno correspondiente a una nueva jugada (nueva argumentación) en el marco de reglas establecidas, otro a la investigación de nuevas reglas y, por tanto, a un cambio de juego[146].

A esta nueva disposición corresponde, evidentemente, un desplazamiento de la idea de la razón. El principio de un metalenguaje universal es reemplazado por el de la pluralidad de sistemas formales y axiomáticos capaces de argumentar enunciados denotativos, esos sistemas que están descritos en un metalenguaje universal, pero no consistente. Lo que pasaba por paradoja, o incluso por paralogismo, en el saber de la ciencia clásica y moderna, puede encontrar en uno de esos sistemas una fuerza de convicción nueva y obtener el asentimiento de la comunidad de expertos[147]. El método para los juegos de lenguaje que hemos seguido aquí se considera modestamente incluido dentro de esa corriente de pensamiento.

Se sigue una dirección completamente distinta con el otro aspecto importante de la investigación, el que concierne a la administración de la prueba. Ésta es, en principio, una parte de la argumentación destinada a hacer aceptar un nuevo enunciado como el testimonio o la prueba en el caso de la retórica judicial[148]. Pero plantea un problema especial: con ella el referente (la «realidad») es convocado y citado en el debate entre científicos.

Hemos dicho que la cuestión de la prueba presenta problemas, en lo que se refiere a que debe probar la prueba. Se pueden al menos publicar los medios de la prueba, de modo que los otros científicos puedan asegurarse del resultado repitiendo el proceso que ha llevado a él. Queda que administrar una prueba es hacer constatar un hecho. Pero, ¿qué es una constatación? ¿El registro del hecho por el ojo, el oído, un órgano de los sentidos?[149]. Los sentidos confunden, y están limitados en alcance, en poder discriminador.

Aquí intervienen las técnicas. Éstas, inicialmente, son prótesis de órganos o de sistemas fisiológicos humanos que tienen por función recibir los datos o actuar sobre el contexto[150].

Obedecen a un principio, el de la optimización de actuaciones: aumento del output (informaciones o modificaciones obtenidas), disminución del input (energía gastada) para obtenerlos[151]. Son, pues, juegos en los que la pertinencia no es ni la verdadera, ni la justa, ni la bella, etc., sino la eficiente: una «jugada» técnica es «buena» cuando funciona mejor y/o cuando gasta menos que otra.

Esta definición de la competencia es tardía. Las invenciones tienen lugar durante largo tiempo por sacudidas con ocasión de investigaciones al azar o que interesaban más o lo mismo a las artes (technai) que al saber: los griegos clásicos, por ejemplo, no establecen relación sólida entre éste último y las técnicas[152]. En los siglos XVI y XVII, los trabajos de los «prospectores» proceden aún de la curiosidad y de la innovación artística[153]. Y siguen así hasta fines del siglo XVIII[154]. Y se puede mantener que en nuestros días todavía hay actividades «salvajes» de invención técnica, a veces emparentadas con el «bricolage», que persisten independientemente de las necesidades de la argumentación científica[155].

Sin embargo, la necesidad de administrar la prueba se hace notar más vivamente a medida que la pragmática del saber científico ocupa el puesto de los saberes tradicionales o revelados. Al final del Discurso, ya Descartes pide pruebas de laboratorio. El problema se plantea entonces así: los aparatos que optimizan las actuaciones del cuerpo humano con vistas a administrar la prueba exigen un suplemento de gasto. Pues no hay prueba ni verificación de enunciados, ni tampoco verdad, sin dinero. Los juegos del lenguaje científico se convierten en juegos ricos, donde el más rico tiene más oportunidades de tener razón. Una ecuación se establece entre riqueza, eficiencia y verdad.

Lo que se produce a fines del siglo XVIII, cuando la primera revolución industrial, es el descubrimiento de la recíproca: no hay técnica sin riqueza, pero tampoco riqueza sin técnica. Un dispositivo técnico exige una inversión, pero, dado que optimiza la actuación a la que se aplica, puede optimizar también la plusvalía que resulta de esta mejor actuación. Basta con que esta plusvalía se realice, es decir, que el producto de la actuación se venda. Y se puede cerrar el sistema de la manera siguiente: una parte del producto de esta venta es absorbido por el fondo de investigación destinado a mejorar todavía más la actuación. Es en ese momento preciso en el que la ciencia se convierte en una fuerza de producción, es decir en un momento de la circulación del capital.

Es más el deseo de enriquecimiento que el de saber, el que impone en principio a las técnicas el imperativo de mejora de las actuaciones y de la realización de productos. La conjugación «orgánica» de la técnica con la ganancia precede a su unión con la ciencia. Las técnicas no adquieren importancia en el saber contemporáneo más que por medio del espíritu de performatividad generalizada. Incluso hoy, la subordinación del progreso del saber al de la investigación tecnológica no es inmediata[156].

Pero el capitalismo viene a aportar su solución al problema científico del crédito de investigación: directamente, financiando los departamentos de investigación de las empresas, donde los imperativos de performatividad y de recomercialización orientan prioritariamente los estudios hacia las «aplicaciones»; indirectamente, por la creación de fundaciones de investigación privadas, estatales o mixtas, que conceden créditos sobre programas a departamentos universitarios, laboratorios de investigación o grupos independientes de investigadores sin esperar de sus trabajos un provecho inmediato, sino planteando el principio de que es preciso financiar investigaciones a fondo perdido durante cierto tiempo para aumentar las oportunidades de obtener una innovación decisiva y, por tanto, rentable[157]. Los Estados-naciones, sobre todo en el momento de su episodio keynesiano, siguen la misma regla: investigación aplicada, investigación fundamental. Colaboran con las empresas por medio de agencias de todo tipo[158]. Las normas de organización del trabajo que prevalecen en las empresas penetran en los laboratorios de estudios aplicados: jerarquía, decisión del trabajo, formación de equipos, estimulación de los rendimientos individuales y colectivos, elaboración de programas vendibles, búsqueda del cliente, etc.[159]. Los centros de investigación «pura» están menos contaminados, pero también se benefician de menos créditos.

La administración de la prueba, que en principio no es más que una parte de una argumentación en sí misma destinada a obtener el asentimiento de los destinatarios del mensaje científico, pasa así bajo el control de otro juego de lenguaje, donde lo que se ventila no es la verdad, sino la performatividad, es decir la mejor relación input/output. El Estado y/o la empresa abandona el relato de legitimación idealista o humanista para justificar el nuevo objetivo: en la discusión de los socios capitalistas de hoy en día, el único objetivo creíble es el poder. No se compran savants, técnicos y aparatos para saber la verdad, sino para incrementar el poder.

La cuestión es saber en qué puede consistir el discurso del poder, y si puede constituir una legitimación. Lo que a primera vista parece impedirlo es la distinción hecha por la tradición entre la fuerza y el derecho, entre la fuerza y la sabiduría, es decir, entre lo que es fuerte, lo que es justo, y lo que es verdadero. Precisamente a esta inconmensurabilidad nos hemos referido anteriormente, en los términos de la teoría de los juegos de lenguaje, al distinguir el juego denotativo donde la pertinencia pertenece a lo verdadero/falso, el juego prescriptivo que procede de lo justo/injusto, y el juego técnico donde el criterio es eficiente/ineficiente. La «fuerza» no parece derivarse más que de este último juego, que es el de la técnica. Se exceptúa el caso en el que opera por medio del terror.

Ese caso se encuentra fuera del juego de lenguaje, pues la eficiencia de la fuerza procede entonces por completo de la amenaza de eliminar al «compañero», y no de una mejor «jugada» que la suya.

Cada vez que la eficiencia, es decir, la consecución del efecto buscado, tiene por resorte un «Di o haz eso, si no no hablarás», se entra en el terror, se destruye el vínculo social.

Pero es cierto que la performatividad, al aumentar la capacidad de administrar la prueba, aumenta la de tener razón: el criterio técnico introducido masivamente en el saber científico no deja de tener influencia sobre el criterio de verdad. Se ha podido decir otro tanto de la relación entre justicia y performatividad: las oportunidades de que un orden sea considerado como justo aumentarían con las que tiene, de ser ejecutado, y éstas con la performatividad del «prescriptor».

Así es como Luhman cree constatar en las sociedades postindustriales el reemplazamiento de la normatividad de las leyes por la performatividad de procedimientos[160]. El «control del contexto», es decir, la mejora de las actuaciones realizadas contra los «compañeros» que constituyen ese último (sea éste la «naturaleza» o los hombres) podría valer como una especie de legitimación[161].

Se trataría de una legitimación por el hecho.

El horizonte de este procedimiento es éste: la «realidad» al ser lo que proporciona las pruebas para la argumentación científica y los resultados para las prescripciones y las promesas de orden jurídico, ético y político, se apodera de unos y otras al apoderarse de la «realidad», cosa que permiten las técnicas. Al reformar éstas, se «refuerza» la realidad y, por tanto, las oportunidades de que sea justa y tenga razón. Y, recíprocamente, se refuerzan tanto más las técnicas que se pueden disponer del saber científico y de la autoridad decisoria.

Así adquiere forma la legitimación por el poder. Éste no es solamente la buena performatividad, también es la buena verificación y el buen veredicto. Legitima la ciencia y el derecho por medio de su eficacia, y ésta por aquéllos. Se autolegitima como parece hacerlo un sistema regulado sobre la optimización de sus actuaciones[162]. Pues es precisamente ese control sobre el contexto el que debe proporcionar la informatización generalizada. La performatividad de un enunciado, sea éste denotativo o prescriptivo, se incrementa en proporción a las informaciones de las que se dispone al respecto de su referente. Así el incremento del poder, y su autolegitimación, pasa ahora por la producción, la memorización, la accesibilidad y la operacionabilidad de las informaciones.

La relación de la ciencia y de la técnica se invierte. La complejidad de argumentaciones parece entonces interesante sobre todo porque obliga a sofisticar los medios de probar, y porque la perfomatividad se beneficia de ello. La gestación de los fondos de investigación por parte de los Estados, las empresas y las sociedades mixtas obedece a esta lógica del incremento del poder. Los sectores de la investigación que no pueden defender su contribución, aunque sea indirecta, a la optimización de las actuaciones del sistema, son abandonados por el flujo de los créditos y destinados a la decrepitud. El criterio de performatividad es invocado explícitamente por los administradores para justificar la negativa a habilitar cualquier centro de investigaciones[163].