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Pragmática del saber narrativo

A la aceptación sin examen de una concepción instrumental del saber en las sociedades más desarrolladas, hemos hecho anteriormente (sección 1) dos objeciones. El saber no es la ciencia, sobre todo en su forma contemporánea; y está última, lejos de poder ocultar el problema de su legitimidad, no puede dejar de plantearlo en toda su amplitud, que no es menos socio-política que epistemológica. Precisemos en primer lugar la naturaleza del saber «narrativo»; este examen permitirá por comparación distinguir mejor al menos ciertas características de la forma que reviste el saber científico en la sociedad contemporánea; también ayudará a comprender cómo se plantea hoy, y cómo no se plantea, la cuestión de la legitimidad.

El saber en general no se reduce a la ciencia, ni siquiera al conocimiento. El conocimiento sería el conjunto de los enunciados que denotan o describen objetos[65], con exclusión de todos los demás enunciados, y susceptibles de ser declarados verdaderos o falsos. La ciencia sería un subconjunto de conocimientos. También ella hecha de enunciados denotativos, impondría dos condiciones suplementarias para su aceptabilidad: que los objetos a los que se refieren sean accesibles de modo recurrente y, por tanto, en las condiciones de observación explícitas; que se pueda decidir si cada uno de esos enunciados pertenece o no pertenece al lenguaje considerado como pertinente por los expertos[66].

Pero con el término saber no se comprende solamente, ni mucho menos, un conjunto de enunciados denotativos, se mezclan en él las ideas de saber-hacer, de saber-vivir, de saber-oír, etc.

Se trata entonces de unas competencias que exceden la determinación y la aplicación del único criterio de verdad, y que comprenden a los criterios de eficiencia (cualificación técnica), de justicia y/o de dicha (sabiduría ética), de belleza sonora, cromática (sensibilidad auditiva, visual), etc.

Tomado así; el saber es lo que hace a cada uno capaz de emitir «buenos» enunciados denotativos, y también «buenos» enunciados prescriptivos, «buenos» enunciados valorativos… No consiste en una competencia que se refiera a tal tipo de enunciados, por ejemplo cognitivos, con exclusión de los otros. Permite al contrario «buenas» actuaciones con respecto a varios objetos del discurso: conocer, decidir, valorar, transformar… De ahí resulta uno de sus rasgos principales: coincide con una «formación» amplia de las competencias, es la forma única encarnada en un asunto compuesto por los diversos tipos de competencia que lo contribuyen.

Otra característica a subrayar es la afinidad de tal saber con la costumbre. ¿Qué es, en efecto, un «buen» enunciado prescriptivo o valorativo, qué una «buena» actuación en materia denotativa o técnica? Unos y las otras se conceptúan «buenos» porque son conformes a los criterios pertinentes (respectivamente, de justicia, de belleza, de verdad y de eficiencia) admitidos en el medio constituido por los interlocutores del «sabiente». Los primeros filósofos[67] han llamado opinión a ese modo de legitimación de enunciados. El consenso que permite circunscribir tal saber y diferenciar al que sabe del que no sabe (el extraño, el niño) es lo que constituye la cultura de un pueblo[68].

Ese breve toque de atención de lo que el saber puede ser como formación y como cultura lo autorizan descripciones etnológicas[69]. Pero una antropología y una literatura vueltas hacia sociedades en rápido desarrollo detectan en él su persistencia al menos en ciertos sectores[70]. La misma idea de desarrollo presupone el horizonte de un no-desarrollo, donde las diversas competencias se suponen envueltas en la unidad de una tradición y no se disocian en cualificaciones que son objeto de innovaciones, de debates y de exámenes específicos. Esta oposición no implica necesariamente la de un cambio de naturaleza en el estado del saber entre «primitivos» y «civilizados»[71], es compatible con la tesis de la identidad formal entre «pensamiento salvaje» y pensamiento científico[72], e incluso con la, aparentemente contraria a la precedente, de una superioridad del saber consuetudinario sobre la dispersión contemporánea de las competencias[73].

Se puede decir que todos los observadores, sea cual sea el argumento que proponen para dramatizar y comprender la separación entre este estado consuetudinario del saber y el que le es propio en la edad de las ciencias, se armonizan en un hecho, la preeminencia de la forma narrativa en la formulación del saber tradicional. Unos se ocupan de esta forma en sí misma[74], otros ven en ella la vestimenta diacrónica de operadores estructurales que según ellos constituyen propiamente el saber que está en juego[75], otros aún proporcionan una interpretación económica en el sentido freudiano[76]. Aquí no es preciso retener más que el hecho de la forma narrativa. El relato es la forma por excelencia de ese saber, y esto en varios sentidos.

En primer lugar, esos relatos populares cuentan lo que se pueden llamar formaciones (Bildungen) positivas o negativas, es decir, los éxitos o fracasos que coronan las tentativas del héroe, y esos éxitos o fracasos, o bien dan su legitimidad a instituciones de la sociedad (función de los mitos) o bien representan modelos positivos o negativos (héroes felices o desgraciados) de integración en las instituciones establecidas (leyendas, cuentos). Esos relatos permiten, en consecuencia, por una parte definir los criterios de competencia que son los de la sociedad donde se cuentan, y por otra valorar gracias a esos criterios las actuaciones que se realizan o pueden realizarse con ellos.

En segundo lugar, la forma narrativa, a diferencia de las formas desarrolladas del discurso del saber, admite una pluralidad de juegos de lenguaje: encuentran fácilmente sitio en el relato enunciados denotativos, referidos por ejemplo a lo que se conozca del cielo, las estaciones, la flora y la fauna; enunciados deónticos que prescriben lo que se debe hacer en cuanto a esos mismos referentes o en cuanto a los parientes, a la diferencia de sexos, a los niños, a los vecinos, a los extraños, etc.; enunciados interrogativos que están implicados, por ejemplo, en los episodios de reto (responder a una pregunta, elegir un elemento de un grupo); enunciados valorativos, etc. Las competencias de las que el relato proporciona o aplica los criterios se encuentran, pues, mezcladas unas con otras en un tejido apretado, el del relato, y ordenadas en una perspectiva de conjunto, que caracteriza este tipo de saber.

Se examinará un poco más extensamente una tercera propiedad, que es relativa a la transmisión de esos relatos. Su narración obedece muy a menudo a reglas que fijan la pragmática.

Lo que no quiere decir que debido a la institución, tal sociedad asigne el papel de narrador a tal categoría de edad, de sexo, de grupo familiar o profesional. Queremos hablar de una pragmática de los relatos populares que les es, por decirlo así, intrínseca. Por ejemplo, un narrador cashinahua[77] comienza siempre su narración con una fórmula fija: «He aquí la historia de…, tal y como siempre la he oído. Yo, a mi vez, os la voy a contar, escuchadla». Y la finaliza con otra fórmula igualmente invariable: «Aquí se acaba la historia de… El que os la ha contado es… [nombre cashinahua], para los blancos… [nombre español o portugués]»[78].

Un análisis sumario de esta doble instrucción pragmática hace aparecer esto: el narrador no pretende adquirir su competencia al contar la historia porque haya sido su auditor. El «narratario» actual, al escucharla, accede potencialmente a la misma autoridad. El relato se declara repetido (incluso si la actuación narrativa es intensamente inventada), y repetido «desde siempre»: un héroe que es cashinahua, por tanto también ha sido «narratario» y quizá narrador del mismo relato.

Establecida esta semejanza de condición, el narrador actual puede ser el propio héroe de un relato, como lo ha sido el antiguo. De hecho lo es, y necesariamente, puesto que lleva un nombre, rechazado al final de su narración, que le ha sido atribuido de acuerdo con el relato canónico que legitima la distribución cashinahua de los patronímicos.

La regla pragmática ilustrada por este ejemplo no es, evidentemente, universalizable[79]. Pero proporciona indicios de una propiedad atribuida de modo general al saber tradicional: los «puestos» narrativos (destinador, destinatario, héroe) se distribuyen de modo que el derecho a ocupar uno, el de destinador, se funda sobre el doble hecho de haber ocupado el otro, el de destinatario, y el de haber sido, por el nombre que se lleva, ya contado por un relato, es decir, situado en posición de referente diegético de otras ocurrencias narrativas[80]. El saber que vehiculan esas narraciones, lejos de vincularse sólo a las funciones de enunciación, también determina de golpe lo que hay que decir para ser escuchado, y lo que hay que escuchar para poder hablar, y lo que hay que jugar (en el escenario de la realidad diegética) para poder ser el objeto de un relato.

Los actos de habla[81] que son pertinentes a ese saber no los lleva a cabo únicamente el locutor, sino también el interpelado y, además, el tercero del que se ha hablado. El saber que se desprende de tal dispositivo puede parecer «compacto» por oposición al que llamamos «desarrollado». Deja percibir con claridad el modo en que la tradición de los relatos es al mismo tiempo la de los criterios que defiende una triple competencia, saber-decir, saber-escuchar, saber-hacer, donde se ponen en juego las relaciones de la comunidad consigo misma y con su entorno. Lo que se transmite con los relatos es el grupo de reglas pragmáticas que constituye el lazo social.

Un cuarto aspecto de ese saber narrativo merecería ser examinado con atención: su incidencia sobre el tiempo. La forma narrativa obedece a un ritmo, es la síntesis de un metro que hace latir el tiempo en periodos regulares y de un acento que modifica la longitud o la amplitud de algunos de ellos[82]. Esta propiedad vibratoria y musical aparece con evidencia en la realización ritual de ciertos cuentos cashinahua: transmitidos en condiciones iniciáticas, con una forma absolutamente fija, en un lenguaje que oscurece los desórdenes léxicos y sintácticos que se les infligen, son cantados en interminables melopeas[83]. Extraño saber, se dirá, ¡ni siquiera se deja comprender por los jóvenes a quienes se dirige!

Es, sin embargo, un saber muy común, el de los cuentos infantiles, ése que las músicas repetitivas de nuestro tiempo han intentado recuperar o al menos imitar aproximadamente. Presenta una propiedad sorprendente: a medida que el metro se impone al acento en las locuciones sonoras, habladas o no, el tiempo deja de ser el soporte de la memorización y se convierte en un batir inmemorial que, en ausencia de diferencias notables entre los períodos, prohibe enumerarlos y los despacha al olvido[84]. Interrogando la forma de los refranes, proverbios, máximas que son como pequeños trozos de relatos posibles o las matrices de antiguos relatos y que todavía continúan en circulación en determinados pisos del edificio social contemporáneo, se reconocerá en su prosodia la marca de esta extraña temporalización que alcanza de lleno la regla de oro de nuestro saber: no se olvide.

Pues debe haber una congruencia entre esta función de olvido del saber narrativo por una parte, y por otra las funciones de formación de criterios, de unificación de competencias, y de regulación social, que hemos citado más arriba. Simplificando imaginariamente, se puede suponer que una colectividad que hace del relato la forma-clave de la competencia no tiene necesidad, en contra de lo que se pudiera esperar, de apoyarse en su pasado. Encuentra la materia de su lazo social, no sólo en la significación de los relatos que cuenta, sino también en el acto de contarlos. La referencia de los relatos puede parecer perteneciente al mismo pasado, y en realidad siempre es contemporáneo a este acto. Es el acto presente el que cada vez despliega la temporalidad efímera que se extiende entre el He oído decir y el Vais a oír.

Lo importante en los protocolos pragmáticos de este tipo de narración es que señalan la identidad de principio de todas las ocurrencias del relato. Puede no ser nada, como es el caso frecuente, y no necesita ocultarse lo que hay de humor o de angustia en el respeto por esa etiqueta.

Queda que la importancia se confiere al batir métrico de las ocurrencias del relato y no a la diferencia de acento de cada actuación. Por eso se puede decir que esta temporalidad es a la vez evanescente e inmemorial[85].

En fin, lo mismo que no tiene necesidad de acordarse de su pasado, una cultura que conceda preeminencia a la forma narrativa es indudable que ya no tiene necesidad de procedimientos especiales para autorizar sus relatos. Es difícil imaginar, primero, que aisle la instancia narrativa de entre otras para concederle un privilegio en la pragmática de los relatos, después, que se interrogue acerca del derecho que el narrador, desconectado así del «narratario» y la diégesis, tendría de contar lo que cuenta, con el fin de que la cultura emprenda el análisis o la anamnesis de su propia legitimidad. Todavía se imagina menos que pueda atribuir a un incomprensible motivo de la narración la autoridad de los relatos. Éstos tienen por sí mismos esa autoridad. El pueblo es, en un sentido, quien los actualiza, y lo hace no sólo al contarlos, sino también al escucharlos y al hacerse contar por ellos, es decir, al «interpretarlos» en sus instituciones: por tanto, presentándose tanto en el puesto del «narratario» y de la diégesis, como en el de narrador.

Hay, pues, una inconmensurabilidad entre la pragmática narrativa popular, que es desde luego legitimante, y ese juego de lenguaje conocido en Occidente que es la cuestión de la legitimidad, o mejor aún, la legitimidad como referente del juego interrogativo. Los relatos, se ha visto, determinan criterios de competencia y/o ilustran la aplicación. Definen así lo que tiene derecho a decirse y a hacerse en la cultura, y, como son también una parte de ésta, se encuentran por eso mismo legitimados.