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—¿Qué piensas hacer en Navidad? —preguntó Henry a Sophie. Estaban

en su garaje, trabajando en una gran escultura de un metro de altura y que

representaba la batalla de Bunker Hill. Entre los dos habían encontrado una forma

eficaz de colaboración, consistente en que Henry intentaba dar una forma básica a

la arcilla, basándose en diferentes cuadros encontrados en Internet. Una vez hecho

esto, el anciano daba un paso atrás y Sophie retocaba su trabajo.

En las últimas semanas había llegado a conocer bastante bien a Henry.

Aunque su aspecto exterior pareciera tranquilo, por dentro era un volcán. Ahora

comprendía que hubiera sido capaz de dirigir un par de empresas muy

importantes. Solo se rendía ante su pequeña y oronda esposa.

—Henry, como no saques esa porquería de mi garaje, acabarás viviendo con

ella y no conmigo —le advirtió un día.

En su siguiente encuentro, ya había empezado la construcción del estudio

prometido.

—Aquí podrás hacer tu propio trabajo —le dijo Henry a Sophie—. Ven,

mira lo que hice ayer.

Lo que había hecho era un hombrecito horrible a caballo, con una pierna dos

centímetros más corta que la otra... y eso no era lo peor. Lo peor era que si el

hombre estuviera de pie junto a su montura, sería un palmo más alto que el

caballo. La ambición de Henry era mucho mayor que su talento.

Reprimiendo un suspiro, Sophie destrozó prácticamente el trabajo del

anciano. Intentó ser delicada, pero no podía desprenderse de su malhumor.

Cuando terminó de modelar con los dedos, utilizó una herramienta de acero

inoxidable y empezó a esculpir con ella.

Henry no se ofendió, sino que se rio. Sabía lo que era delegar.

—No has contestado a mi pregunta sobre la Navidad —observó.

—Aún no sé lo que haré. Reede y yo compramos un árbol, y muchos regalos

para su familia y sus amigos. Fue divertido.

—¿Qué piensas comprarle a él?

—Me enseñó fotos de sus viajes y quiero hacer una escultura basándome en

una de ellas. Me gustaría hacerla en bronce, pero entonces no podría terminarla

antes de Navidad.

Henry contemplaba los cambios que estaba sufriendo su escultura a manos

de la chica. Siempre era capaz de ver qué tenían de malo sus obras, el problema era

que no sabía cómo hacerlas bien.

—Algo te preocupa.

—No, yo...

—Tengo tres hijas, ¿recuerdas? Siempre sé cuándo les pasa algo.

Sophie se limpió las manos con un trapo.

—Ayer tuve un cliente un poco especial. Parece que me lo enviaron las tres

cotillas de Reede.

—¿Las mujeres que trabajan para él?

Henry tenía mucho cuidado de guardarse sus opiniones. Si algo había

aprendido criando a tres hijas era que, si hablaba mal de alguien, ellas lo apoyaban

automáticamente. Su hija mediana casi se había casado con un chico que tenía

antecedentes de robo a mano armada, únicamente porque Henry le desaconsejó

que saliera con él «por su propio bien».

Así que siguió callado y esperó que Sophie le contase lo que estuviera

dispuesta a contar. Nada más. Su opinión personal era que Reede Aldredge estaba

coartando el increíble talento de la chica. Que ella malgastase su tiempo en aquella

deprimente sandwichería le molestaba profundamente y tenía un plan. Por

Navidad iba a ofrecerle un trabajo a tiempo completo. Tendría un sueldo, pagas

extras y un excelente lugar donde trabajar. Ya estaba bien de pasarse el día

haciendo bocadillos de ensalada de atún.

—Se llama Tyler Becks, es médico y quiere encargarse de la consulta de

Reede —explicó Sophie.

Henry conocía los chismes que circulaban por la ciudad; según ellos, Reede

había renunciado a una carrera cuando menos llamativa para volver a Edilean y

ayudar a su amigo. Lo malo era que seguía atrapado allí.

—¿Qué dijo Reede?

—Nada. —Y podía detectarse frustración en la voz de Sophie—. Ni siquiera

mencionó que lo había visto, fue Roan quien me lo contó. Eso hizo darme cuenta

de que la mayoría de las veces no sé lo que está pensando. Prácticamente vivimos

juntos, pero no sé más sobre él que hace unos meses.

—En la ciudad todos dicen que está loco por ti —comentó Henry en voz

baja.

—Sí, supongo. —Sophie desvió la mirada. En la distancia podía oír el ruido

de las pistolas de clavos de los trabajadores que estaban construyendo el nuevo

estudio del anciano. Sospechaba que este iba a ofrecerle un trabajo, y no sabía qué

responderle.

La verdad era que no tenía ni idea de qué hacer con su vida. Roan no dejaba

de burlarse sobre su posible marcha el quince de enero. Lisa era feliz en la

universidad, incluso estaba planeando pasar las navidades con sus amigos, ya no

necesitaba a su hermana mayor. Y Sophie sabía que no podía volver a su ciudad

natal. ¿Para qué? La única persona que había llegado a ser importante para ella era

Carter, y ahora estaba en Edilean.

La chica sabía que Reede se sentía profundamente celoso de Carter, y

reconocía que una parte de ella incluso disfrutaba con esa idea.

—¿Tiene algo que ver con el joven Treeborne? —preguntó Henry.

—No, con Carter todo va bien. Es más, creo que se está enamorando de

Kelli.

—¿La panadera? ¿La que lleva ese...? —E hizo un gesto con el dedo

circunvalando sus ojos.

—Sí, esa. Es una buena pastelera-jefe y lo que me encanta es que no parece

querer aprovecharse de Carter. Yo solía ser muy consciente de que era un

Treeborne y lo trataba como un príncipe. Me tenía deslumbrada, lo reconozco.

—¿Y Kelli no?

—Ni de lejos. Actúa como si ser un Treeborne fuese casi una molestia, un

inconveniente.

—Eso suena bien —dijo Henry, sonriendo.

—Lo es. Debí tratarlo así.

—Entonces ¿qué es lo que realmente te preocupa?

—Ese hombre, el doctor Becks... Las tres mujeres me lo enviaron, aunque no

directamente. Solo sugirieron que fuera a comer algo al Fénix y preguntara por

Sophie.

—¿Y nunca habían hecho algo similar?

—No. Por eso me imaginé que se trataba de algo importante y me senté a

charlar con él. El pobre hombre está hecho un desastre. Su esposa tiene un lío con

otro médico, un compañero suyo con el que había establecido su consulta, y ahora

quiere divorciarse de él.

—¿Y pretende instalarse en Edilean mientras se lame las heridas?

—Sí, y creo que le sentará bien. La gente de Edilean se encargará de buscarle

pareja, y para cuando Tris vuelva ya se estará recuperando.

Se acercó a la mal proporcionada escultura de Henry para hacer algunos

cambios más.

—Todo eso me parece bien —comentó Henry—, pero tú no pareces estar

muy de acuerdo.

—Creo que es maravilloso. Sé que Reede quiere volver a viajar, que eso es lo

que le gusta... al menos lo supongo, porque no me lo ha confesado nunca. Hace

unas cuantas semanas dieron por la tele una noticia acerca de un doctor que era

propietario de un barco y lo había reconvertido en un hospital flotante, con el que

viajaba a lugares que no habían visto un médico en su vida. ¡Tenías que haberle

visto la cara! Se le iluminó como si hubieran encendido una bombilla.

—¿Qué dijo?

—¡Ese es el problema! —saltó Sophie—. No dijo una sola palabra al

respecto. Solo se levantó y fue a la cocina a buscar una cerveza. Fui tras él y le

pregunté si le gustaría hacer algo parecido. ¿Y sabes cuál fue su reacción? Se rio y

dijo: «¿Sabes lo que cuesta algo así? Nunca tendré tanto dinero para poder hacer

algo parecido.» Intenté que me hablara, que me contara sus aspiraciones, pero se

cerró en banda y no dijo una sola palabra más.

—Así que se trata de dinero, ¿eh? —dijo Henry, pensativo—. ¿Y si le

consiguiera el dinero suficiente para poner en marcha su proyecto? ¿Te irías con

él?

—¿Qué podría aportar? Ni soy enfermera ni sé nada de medicina. Solo

estorbaría. Reede está acostumbrado a descolgarse de helicópteros, mientras que a

mí me entra pánico si tengo que caminar por una viga del techo.

A Henry se le escapó una sonrisa.

—A mí también, y no por eso me considero un inútil. Sophie, tienes un

talento maravilloso y supongo que te interesa mostrarlo al mundo.

—Sí, claro —reconoció ella—. Bueno, creo que sí, pero a veces... no lo sé.

Todo lo que sé es que Reede no me habló del médico que puede que lo sustituya.

Le insinué el tema cien veces, pero no conseguí nada. Me temo que...

—¿Qué, Sophie? —la animó Henry.

—Que Reede deje su sueño a un lado y termine quedándose en Edilean por

mi culpa. O que quizás ese médico acepte su oferta, él se marche y yo vuelva a

quedarme sola. Haga una cosa u otra, uno de los dos se sentirá desgraciado.

Henry se dio cuenta de que Sophie estaba al borde del llanto e hizo lo

mismo que solía hacer con sus hijas: la estrechó en sus brazos. Por encima del

hombro de la chica vio que su mujer estaba observándolos, pero no dijo nada, solo

le ofreció una sonrisa de simpatía, dio media vuelta y se alejó. Sabía que su marido

era muy bueno con las mujeres que lloraban.

Cuando una de sus hijas se peleaba con otra o con su madre, pasaban una a

una —su mujer incluida— por los brazos de Henry para que las consolara y

resolviera el problema.

—Déjame hablar con unos cuantos conocidos —dijo Henry, soltándola y

retrocediendo un paso—. Conozco algunas empresas a las que podría interesarles

patrocinar a un médico que quiere salvar el mundo. Y cuando volviera a casa de

uno de sus viajes, siempre podrías estar esperándolo.

—De acuerdo —aceptó Sophie. Y al mirar a Henry supo que habían cerrado

un trato. Un trato de negocios. Si ella le daba a Henry lo que quería, una profesora

particular y la oportunidad de exponer su trabajo en algún lugar importante, él

patrocinaría la clínica ambulante de Reede.

Aspiró profundamente. Es lo que ella quería, ¿no? Para eso había estudiado.

Y ahora, todos sus estudios por fin le servirían de algo. Henry, ese hombre que

había aparecido en su vida como un hada madrina, le estaba ofreciendo un

precioso estudio y recursos ilimitados. No dudaba de que, gracias a Henry, podría

conseguir clientes fabulosamente ricos que podían permitirse una escultura a

tamaño natural en sus jardines. Solo tenía que seguir trabajando con él, y a eso

podía acostumbrarse fácilmente.

Y, tal como decía el anciano, podía quedarse en Edilean, incluso vivir en la

casa que había comprado Reede y esperar que volviera a casa tras sus viajes. Él

podía enviarle fotos y llamarla a menudo, y ella le mostraría sus trabajos y hacerlo

partícipe de sus éxitos. Sí, podían amoldarse a una vida juntos y también por

separado.

Parecía genial, una solución perfecta. Entonces ¿por qué tenía ganas de

cavar un agujero y refugiarse en él?

—Bien, hablaré con Reede —dijo por fin.

Esa noche estaban pasando una velada aparentemente tranquila, pero a

Sophie se la comían los demonios por dentro.

—¿Hay algo que te preocupe? —preguntó la chica.

—No, nada. ¿Y a ti?

—Tampoco, ningún problema... —negó, mintiendo descaradamente. Si no

quería hablarle del doctor Becks y de la posibilidad de que se hiciera cargo de la

consulta, ella no pensaba preguntárselo. Y si ya estaba haciendo planes para

marcharse... bien, estaba en su derecho, pero no quería oírle decir que ella no podía

acompañarlo porque no le sería útil. ¿Qué podía hacer por los enfermos?

¿Convertir sus almohadas en unicornios? Comparada con la de Reede, su

profesión era más bien frívola. No, no quería oírle decir (amable y delicadamente,

por supuesto) que no la necesitaba en su importante misión.

Al día siguiente, Sophie estuvo demasiado ocupada para pensar en sus

problemas. Parecía que media Virginia había dejado sus compras para el último

minuto y decidido hacerlas en la preciosa, tranquila y adorable pequeña Edilean.

Carter y Sophie hacían los sándwiches, Kelli servía la sopa y Roan se

ocupaba de los pasteles. Su retumbante voz y sus modales persuasivos lograban

que hasta la persona más delgada se animara a probar las tartas bañadas en crema.

De la caja se encargaba una mujer de unos treinta años que había

respondido al anuncio de Roan.

—No lo vi hasta que tuve que cambiarle el papel a la jaula del periquito —le

dijo a Roan cuando llegó aquella mañana—. Me llamo Danielle, pero puedes

llamarme Danni. Creo que soy inteligente, dicen que bastante creativa y no me

falta talento, pero no soy y nunca he sido una persona divertida, lo siento. Aunque

sí he trabajado en un restaurante. —Sus ojos brillaban de contento mientras

hablaba.

Era una mujer guapa, de pelo y ojos negros, con unas caderas algo excesivas

que compensaban su voluminoso pecho. En conjunto, resultaba decididamente

simpática.

Sophie, que en aquel momento ayudaba con la sopa, dejó la decisión en

manos de Roan, pero cuando Carter le dio un disimulado codazo, prestó más

atención. Roan, el enorme y gruñón Roan, contemplaba a Danni completamente

mudo, así que se limpió las manos con un trapo y dejó el mostrador.

—¿Sabes manejar una caja registradora? —preguntó a la mujer.

—Sí —respondió Danni con su tranquila y agradable voz.

—Estás contratada. Habla con Roan de tu sueldo —decidió, mirando a

Roan, que seguía absorto, en silencio—. Despierta, ¿quieres? Tienes que encargarte

de los pasteles.

Roan siguió sin responder.

—¡Roan! ¡Pasteles!

—Me gustan mucho —dijo él por fin.

Sophie volvió a su sopa negando con la cabeza, mientras Carter a duras

penas conseguía reprimir la carcajada.

—El amor está en el aire... —canturreó él, burlonamente.

—Sí, Kelli y tú hacéis una buena pareja.

La cara de Carter adquirió un tono decididamente rojizo.

—¿Tan obvio resulta? Quiero decir, ¿tanto se nota que me gusta?

Sophie estuvo a punto de gastarle una broma, pero se contuvo.

—Tu padre no la aprobaría.

—Lo sé. —Y siguió cortando queso, pero un segundo después se detuvo—.

¿Sabes una cosa? Me importa un bledo. El miedo a perder el legado de Treeborne

Foods hizo que cometiera un error que lamentaré toda mi vida. Y por culpa de ese

error, te perdí.

Sophie retrocedió un paso, alarmada.

—Carter, si pretendes...

—No, no es eso lo que pretendía decir. Aunque mi padre no hubiera

intervenido, creo que tú y yo no habríamos sido una buena pareja.

—¿Lo dices porque me tenías fascinada?

—Oh, no. Esa parte me gustaba.

Sophie le dio un golpecito amistoso en el hombro, sin dejar de reír.

—¡Menudo príncipe estás hecho!

—¿Lo ves? Nunca hubiera podido vivir con alguien que me tenía en un

pedestal. Podía verlo en tus ojos y, cuando estaba contigo, me sentía importante y

poderoso.

—Nunca lo había mirado bajo ese punto de vista.

—Siempre temí que descubrieras lo cobarde que puedo llegar a ser. Mi

padre me ha tenido aterrorizado toda mi vida.

—Bueno, tiene aterrorizada a toda una ciudad. ¿Por qué no a ti? —comentó

ella.

—Pero se acabó.

—¿Gracias a Kelli?

—Sí y no —concedió Carter—. Más bien no. Me he dado cuenta de que soy

capaz de ganarme mi propio sueldo.

—Con lo que ganas aquí no podrías permitirte los lujos que llevas

disfrutando toda tu vida.

—Mi madre me dejó algo de dinero y pienso invertirlo en la panadería.

Además, intentaré conseguir algún patrocinador para crear una línea de pasteles

congelados.

Sophie se quedó mirándolo unos segundos.

—Mmm. La ambición de los Treeborne sigue vivita y coleando.

—Es posible.

—¿Y tu padre? ¿No tendrá nada que decir al respecto?

—¡Ja! —exclamó Carter—. Vine aquí a buscarte sin dejar siquiera una nota.

Cuando llamé a casa para preguntar por el libro de cocina, también quise saber si

mi padre había preguntado por mí, y no lo hizo ni una sola vez. Para él, soy

completamente prescindible. —Su tono era jovial, pero Sophie sabía reconocer el

dolor que intentaba ocultar.

—Puedes quedarte en Edilean con Kelli, y montar tu negocio aquí.

—Creo que lo haré. ¿Y tú? ¿Tu médico boxeador aún no te ha pedido que te

cases con él?

—Yo...

Carter dejó el queso y la miró.

—¿Tú, qué? —Pero Sophie no respondió—. Te he abierto mi corazón, así

que me parece justo que hagas lo mismo. Si ese doctor te la ha jugado, lo...

—¡No! —cortó Sophie—. No es eso, es que...

No pudo seguir porque ya eran las ocho de la mañana y Kelli había abierto

la puerta del restaurante. Un instante después, el pequeño local estaba lleno de

clientes hambrientos.