7
Sophie se recostó en su silla y sonrió a la pantalla del ordenador. Había
tardado horas, pero por fin había creado una cuenta on-line para Reede y pagado
con ella todas las facturas que pudo encontrar. Incluso utilizó los puntos de su
tarjeta American Express para pedir un aspirador nuevo y una vajilla blanca. Los
platos que tenía el médico estaban astillados y llenos de grietas, y eran tan
antiguos que no le extrañaría que contuvieran plomo.
Descargó Quicken y organizó los gastos de su actual jefe por categorías. No
eran muchos y la mayoría se trataba de los servicios habituales en una casa, así que
no le costó mucho organizar el año entero.
No tenía ni idea de cuáles eran sus ingresos, ahorros e inversiones. Cada
pocas semanas depositaba en el banco un cheque que cubría los gastos y poco más.
Si ese cheque suponía sus ingresos totales, no tenía forma de saberlo. De ser así, no
podía decirse que fuera rico.
—Además, su estado financiero no es asunto mío —dijo en voz alta,
mirando a su alrededor.
Aquella mañana se sintió un poco defraudada cuando le dijeron que no
podría conocer al doctor Reede, pero comprendió que las urgencias médicas tenían
prioridad. Las mujeres de la consulta no dejaron de hablar de lo estupendo que era
el médico y de cómo anteponía a los demás a sí mismo.
—¡Y tiene un carácter tan dulce! —lo aduló Heather—. Esta misma mañana
sonreía de una forma que no he visto nunca en un ser humano. Iluminaba toda la
sala, ¿verdad? ¡Al menos, a mí me lo parecía!
Sus compañeras asintieron entusiasmadas, contemplando a Sophie con ojos
brillantes.
Cuando subió las escaleras hacia el apartamento. Sophie no puedo evitar
una sonrisa. Era obvio que las tres mujeres estaban coladitas por su doctor. Era
hora de comer y ya había terminado de organizar la cuenta cuando Reede la llamó.
Lo primero que hizo fue disculparse por faltar a su cita de la mañana.
—No importa, lo comprendo —dijo ella—. Mi trabajo es ayudarte, no
interponerme en el tuyo.
Reede le dio las gracias, dudando de cómo enfocar la situación.
—Er... ¿cómo lo llevas? —Sophie tardó unos minutos en contarle todo lo que
había hecho desde su última conversación telefónica, pero él no parecía interesado
en sus finanzas—. ¿Y qué me dices de tu arte? Mi hermana dice que si no pudiera
crear se volvería loca, pero ya sabes que es un poco melodramática.
—A mí me pasaba lo mismo, pero hace tanto tiempo que no me dedico a
crear nada que ya casi no me acuerdo.
—Estoy seguro de que Kim me lo comentó, pero ¿cuál es tu especialidad?
—La escultura.
—¿Como eso de soldar estructuras de acero?
—No, sobre todo modelaba arcilla. Cuando me licencié me encargaron una
serie de bustos de presidentes estadounidenses. Tenía que hacerlos de unos treinta
centímetros de altura y después, al crear el molde, ellos los reducirían de tamaño y
los convertirían en asas para teteras. George Washington, Abraham Lincoln y
Thomas Jefferson nunca se imaginaron que acabarían formando parte de una
vajilla.
—Eso suena...
—¿Hortera? —preguntó ella, sonriendo—. Oh, estoy segura. Pero por algo
se empieza.
—¿Y por qué no lo hiciste?
Sophie le habló de la muerte de su madre, dejando la custodia de una niña
de doce años en manos de un hombre especialmente repugnante.
—Estaba segura de que al día siguiente del funeral intentaría meterse en la
cama de mi hermana.
—Así que te quedaste para cuidar de ella. —La voz de Reede reflejó su
admiración.
—Hice lo que tenía que hacer —contestó ella con modestia.
Pero Reede se dio cuenta de su intento de restarle importancia al hecho. Él
mismo sabía muy bien lo que era sacrificarse por los demás.
—¿Y no intentaste huir?
—¿Por qué no haces tú las maletas y te vas de Edilean?
—Obligaciones familiares —respondió automáticamente, antes de darse
cuenta de lo que implicaba—. Vale, ya lo pillo. Lo mismo que te pasó a ti.
—Exactamente lo mismo.
Sophie estaba sentada en un taburete de la cocina, y al moverse dejó escapar
un quejido involuntario.
—¿Estás bien? —se interesó Reede.
—Sí y no. Tengo unas cuantas magulladuras por un accidente de coche. Un
conductor temerario casi me atropella.
Y le hizo un breve recuento de lo que había pasado.
—¿Y no sabes quién conducía?
—Sé qué coche tiene y... ¡Espera un momento! ¡Russell estaba sentado con él
en el restaurante, así que sabrá quién es! Mañana lo llamaré para preguntárselo.
Mejor, quizá debería llamarlo ahora mismo. No deberían permitir que un cerdo así
siga conduciendo, habría que...
—Seguro que a estas alturas ya se encuentra muy lejos de aquí —la
interrumpió Reede rápidamente—. No es una autopista nacional, pero casi, y por
ella circulan muchos turistas despistados —explicó, limpiándose el sudor que le
empapaba la frente.
—Sí, seguramente tienes razón —aceptó Sophie—. Si ese imbécil viviera en
Edilean, alguien me lo habría contado ya. Cuando le vertí la cerveza en la cabeza,
monté todo un espectáculo público.
—¿Hiciste eso? —preguntó inocentemente Reede. Iba en el nuevo Jeep que
le había prestado Colin, y aún no sabía dónde estaban las cosas. Necesitaba un
pañuelo para secarse el sudor que le chorreaba por la nuca—. Seguro que ese
hombre se quedaría... sorprendido.
—Más bien estupefacto —corrigió Sophie—. No lo hubiera hecho de no
haberme mirado como si pensara que iba a pedirle algo.
—¿Algo como qué? —Reede, acalorado, empezó a desabotonarse la camisa.
—Dinero, supongo —respondió Sophie—. Parecía un tipo rico.
—Ah, ¿sí? —Reede empezó a quitarse la camisa, pero se le quedó atascada
en los puños.
—Sí. Tenía esa mirada entre aburrida y arrogante de los que nunca han
tenido que preocuparse por el dinero.
Reede dejó de luchar con la camisa y prestó más atención a lo que la chica
estaba diciendo.
—No todo el mundo que puede pagar sus facturas es arrogante.
—Eso es verdad —aceptó Sophie—. Reconozco que estoy generalizando
basándome en mi reciente experiencia, pero el tipo del restaurante parecía
aburridamente rico.
—Aburridamente rico —repitió Reede, y no pudo impedir una sonrisa ante
la frase. Logró desabotonar un puño de la camisa—. ¿Era un tipo horrible?
—No, la verdad es que era bastante atractivo. No tanto como Russell, pero
aceptable.
La sonrisa de Reede se amplió.
—Oye, ¿aceptarías tener una cita conmigo?
Sophie se alegró de estar hablando por teléfono. Así, Reede no podía ver su
halagada sonrisa. Después de la insistencia de Carter en alabar su físico, resultaba
agradable que un hombre se interesara por ella como persona. El doctor Reede ni
siquiera sabía cómo era físicamente, y eso hacía que se sintiera todavía mejor.
—Sí, ¿por qué no? Sería agradable —admitió ella—. ¿Cuándo?
—Mañana. Disfrazados.
—¿Qué?
—Tendremos una cita disfrazados, piensa que es Halloween. En casa de un
amigo mío. A las once. Almorzaremos. —Sabía que estaba hablando casi en
monosílabos, pero estaba tan nervioso que no podía pensar con claridad—.
Después podemos ir a la fiesta McTern. Irán todos. Disfrazados.
Lo primero que pensó Sophie fue que aquello sería imposible. No tenía nada
apropiado para ponerse, y además todavía tenía que buscar otro trabajo. Entonces
recordó que ya no tenía que mantener a su hermana y a su padrastro, así que podía
permitirse tener un solo empleo.
—¿No te parece bien? —preguntó Reede tímidamente ante su silencio.
—No, me... me gustaría, pero no tengo disfraz. Quizá Kim tenga alguno en
su armario.
Reede soltó de golpe todo el aire que había estado reteniendo.
—No te preocupes por eso. Mi prima Sara te hará el que quieras. ¿Alguna
preferencia?
Hacía tantos años que la frivolidad no tenía cabida en su vida, que Sophie
tuvo problemas para aceptar la idea. Carter y ella nunca habían ido juntos a una
fiesta. Él siempre decía que las odiaba y que prefería estar a solas con ella. En
aquellos momentos le pareció algo muy halagador; ahora se daba cuenta de que en
realidad no quería que la gente los viera juntos.
—Te complementaré —dijo finalmente.
—¿Qué quieres decir?
—Que si tú vas de Eduardo VII, yo iré de...
—De reina Alejandra.
—¡Claro que no! De Lillie Langtry.
—Ah, ¿sí? —preguntó Reede, sonriendo—. ¿Y si me disfrazo de Spiderman?
—Mary Jane.
—¿Papá Oso?
—Ricitos de Oro.
—¿Esa es la del vestido azul y una cinta en el pelo?
—Esa es Alicia, la del País de las Maravillas. Y tú tendrías que ir de
Sombrerero Loco.
—Lo aceptaría.
—Entonces ¿de qué vas a disfrazarte?
—Creo que dejaré que Sara te lo diga. Suele hacernos disfraces a todos.
«Y así podrá decirme a mí de qué puedo disfrazarme para que ella lleve
algo rojo y escotado», añadió para sí mismo.
—No tienes ni idea de qué vas a disfrazarte, ¿verdad? —Sophie sonreía
sincera y ampliamente por primera vez en mucho, mucho tiempo.
—Me pillaste —bromeó Reede—. Ni la más remota. He tenido una mañana
muy ocupada y...
—¿Conoce Sara tus medidas?
—Seis pies, una pulgada. Metro ochenta y cinco más o menos. ¿Y tú?
—Cinco pies, tres pulgadas. Pero si quieres saber mi peso tendrás que
llevarme a un hospital.
—No suena nada mal. Conozco un lugar donde... —Se detuvo al recordar
las circunstancias de su cita—. Entonces, ¿te recojo mañana en casa de Kim?
—De acuerdo. No, espera. Creo que debería trasladarme a mi propio
apartamento en casa de la señora Wingate. No quiero seguir abusando de la
amabilidad de Kim.
—¿Nadie te lo ha dicho?
—¿Decirme qué?
—La señora Wingate se fugó ayer con el jardinero.
—Oh. —La sorpresa la dejó muda—. Tenía la impresión de que era una
anciana.
—No, tiene unos cuarenta y tantos, y es muy elegante. Según parece,
mientras estaba casada con un hombre del que toda la ciudad sabía que abusaba
de ella, estaba enamorada de Bill Welsch.
—¿El jardinero?
—Y constructor. Es primo mío y un gran tipo. De todas formas, cuando Bill
y ella se fugaron, uno de sus inquilinos, Lucy Layton, preguntó...
—¿Layton? —Sophie se extrañó—. Jecca se apellida Layton.
—¿Tampoco te han contado eso? La madre del esposo de Kim se casó con el
padre de Jecca.
Sophie tuvo que pensar unos segundos para ordenar mentalmente aquel lío
de parentescos.
—No, eso tampoco lo sabía —dijo finalmente—. ¿Qué preguntó la señora
Layton?
—Si podía comprar la mansión Wingate. Travis, el esposo de Kim, quería
abrir un campamento para los niños de Edilean, y pretendían utilizar la mansión
Wingate como parte de las instalaciones.
—Supongo que eso significa que el apartamento ya no es accesible.
La primera reacción de Reede fue proponerle que se quedara con él, pero
logró controlarse. ¿Qué diablos le estaba pasando? Había tenido docenas de ofertas
por parte de la población femenina de Edilean y ninguna le había interesado. Pero
Sophie tenía algo que lo intrigaba. Quizá fuera que la chica no era de las que lo
habían perseguido con la sutileza de un torpedo.
Sophie no estaba nerviosa mientras pensaba en el problema del
apartamento. Aquella mañana había repasado el armario de Kim y utilizado su
cocina, y no le había gustado. Aquella casa era de Kim y ella necesitaba un lugar
propio. No poder disponer de un apartamento suponía un golpe para ella.
Reede captó que había estropeado el buen ambiente creado entre los dos e
intentó recuperarlo.
—Ya te buscaré un lugar donde puedas instalarte —dijo—. Mi primo
Ramsey tiene varias propiedades, seguro que alguna de ellas está disponible.
«Aunque yo mismo tenga que comprarla», pensó.
—¿Qué piensas hacer hoy?
Sophie esperaba que la invitase esa noche. Sería agradable conocerlo antes
de la mascarada del día siguiente.
—Lo normal —dijo ella, antes de darse cuenta de que aquella respuesta no
tenía sentido. Su trabajo actual era tan nuevo para ella que nada era «normal»—.
¿Y tú?
Él no podía decirle la verdad, que iba a utilizar todo su tiempo y sus
energías en planear al detalle los siguientes dos días, así que se limitó a salir del
paso con un recurrente «visitas médicas».
—Debe de ser maravilloso poder salvar vidas.
—Lo era —matizó Reede, recordando su antiguo trabajo y las clínicas de las
que se ocupaba—. Quiero decir que lo es. Ahora, perdona, pero tengo que dejarte.
—De acuerdo. Ve a salvar a alguien —deseó a modo de despedida. Y colgó.
Reede hizo lo mismo y se relajó, apoyando la cabeza en el respaldo de su
asiento. Hablar con Sophie por segunda vez había sido todavía más agradable que
la primera. Ahora tenía que volver a Edilean y planear los disfraces con su prima
Sara. Pero cuando alargó el brazo para poner en marcha el coche, la camisa
impidió el movimiento.
—¿Qué diablos? —masculló. Entonces recordó su conciencia culpable
cuando hablaron del casi atropello de Sophie. Como seguía sin poder desabrochar
los botones del puño de la camisa en aquella posición, salió del coche, lo hizo y se
la colocó de forma apropiada.
Volvió a sentarse en el Jeep y llamó a Betsy. Dado que iba a pedirle un
favor, aspiró profundamente para tranquilizar sus nervios y no gritarle. Pero, por
primera vez desde que Tristán le pidiera que se hiciera cargo de su consulta, Reede
no estaba de mal humor.
—Sé que les he dado el día libre, pero necesitaría que hicieran algo para
Sophie.
—Por ella, lo que sea —aceptó Betsy.
Reede notó tal sentimiento de desesperación en su voz que casi sintió
vergüenza. Quizás había sido demasiado duro con sus ayudantes.
—Bueno, er... necesita un poco de barro.
—¿Barro? ¿Quiere que compre barro? —Le dio la impresión de que le había
encomendado una tarea hercúlea, y tuvo que reprimir una réplica mordaz.
—Sí, vaya a una tienda de artículos de bellas artes o... o no sé dónde, pero
consígale algo que pueda utilizar para hacer una escultura.
—Oh, se refiere a barro para modelar. Arcilla. —Betsy suspiró. En el reverso
de un sobre escribió «Llamar a Kim», y lo subrayó dos veces—. Lo envolveré para
regalo. ¿Quiere que adjunte alguna nota?
Él no había pensado en aquel detalle y dudó.
—Uh... Ponga únicamente «Gracias». Y firme «Reede».
—Lo haré. A propósito, su madre nos ha hablado de su disfraz de
Halloween. ¿Le ha gustado? A mí me parece estu...
Aquello era más de lo que estaba dispuesto a discutir con la mujer.
—Sí, genial. Gracias.
Y colgó. Si a Betsy le gustaba, significaba que era algo muy apropiado para
su querido doctor Tristán. ¿De qué se trataría? ¿De un esmoquin tipo James Bond o
de un traje de superhéroe? Reede podía imaginarse fácilmente a su primo con capa
y botas hasta la rodilla. Aquella imagen le hizo sonreír burlonamente.
¡Él nunca se pondría una capa, ni hablar! Pero, claro, Tristán había
conseguido a la chica de sus sueños, así que quizá...
Reede llamó a su prima Sara, y de nuevo tuvo problemas para vocalizar
adecuadamente.
—Necesito un... un disfraz especial. Algo que... Y ha de ser para mañana.
—Lo sé —admitió ella—. Tu madre ya me lo ha contado. Tengo unos
cuantos metros de cuero con los que alimentar a mi 830.
Se refería a su sofisticada máquina de coser Bernina.
—Sara, no sé lo que te habrá dicho mi madre, pero no quiero nada de cuero
—protestó Reede mientras intentaba recuperarse de la impresión—. Necesito algo
para mañana, algo... —dudó—. Un disfraz que... que...
—¡Reede! —aulló Sara—. Tengo un marido y dos bebés que cuidar y
alimentar, por no hablar de seis disfraces que terminar para mañana por la noche.
No tengo tiempo para tus balbuceos. ¿Qué disfraz necesitas?
—Algo... algo romántico. Algo heroico —le soltó de golpe.
—Oh. ¿Así que es verdad lo de esa chica y tú? Silvia, ¿no?
—Sophie. Y estoy seguro que lo sabías perfectamente. Ella llevará algo que
conjunte conmigo, así que sea bonito.
—Por lo que he oído, le iría perfectamente un uniforme de camarera.
—¡Sara, ten piedad! —saltó Reede—. ¿Puedes hacerlo o no?
—Tengo una pregunta.
—Si incluye la palabra «cerveza», me suicidaré.
—¿Cuánto hace que no montas a caballo?