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—Tenemos que hacer algo —dijo Heather por teléfono, sujetando la puerta
de la camioneta de su marido—. ¡Lo digo en serio, de verdad! Tenemos que
impedir esto antes de que suceda.
—No te entiendo —reconoció Betsy—. ¿No has dicho que el doctor Reede
alzó en vilo a Sophie para subirla a su Jeep? A mí me parece que las cosas van
viento en popa.
—¿Eso crees? Roan McTern pasó todo el día con ella y le compró todo lo
que necesitaba para su restaurante. Y ahora anda por ahí diciendo que va a ser el
chef de Sophie. ¡Se pasará catorce horas al día a su lado! Roan es un hombre
atractivo, si no estuviera casada yo misma... —Calló de golpe, mirando de reojo a
Bill, su marido, que estaba sentado a su lado, mirando al cielo con paciencia
infinita.
—Vale, acepto sugerencias —admitió Betsy—. Dime qué tengo que hacer y
lo haré. El asunto de la sandwichería ha sido toda una sorpresa para mí. ¿Te
comentó Sophie algo sobre abrir un restaurante? Sé que le hizo la comida al doctor,
pero cocinar a gran escala es algo muy distinto.
—Todo lo que sé es que el doctor está colado por ella, y que ella le hizo esa
pequeña escultura de barro. Tendríamos que haberle preguntado a Kim más cosas
de ella.
—Dadle lo que quiere —dijo Bill.
—No interrumpas, por favor. Esto es muy importante —le dijo a su marido,
frunciendo el ceño—. Si esos dos rompen, el doctor Reede será más insoportable
que nunca, tan insoportable que tendré que dejar la consulta. —Y volvió a su
llamada—. Podríamos decirle que no podemos encargarnos de su apartamento, así
tendrá que volver con el doctor.
—¿No crees que simplemente se iría a un motel o que volvería a casa de
Kim? —preguntó Betsy.
—Dadle lo que quiere —repitió Bill, subiendo su tono de voz.
—¡Por favor, intento hablar con Betsy de algo que nos afecta a todos! —gritó
Heather—. ¿Y si una de nosotras se ofrece para ayudar en la sandwichería? Así,
Roan y Sophie no se quedarían solos.
Bill no resistió más. Frenó la camioneta, abrió la puerta y descendió
mientras su esposa seguía hablando por teléfono.
—Tenemos que encontrar la manera de que esos dos estén juntos para que
puedan... —De repente, mientras hablaba y observaba cómo Bill llenaba una bolsa
de basura con los restos del picnic, recordó lo que había dicho su marido—. Betsy,
¿recuerdas dónde compraste el barro con el que Sophie hizo la escultura para el
doctor Reede?
—Por supuesto.
—¿Podrías llamarlos y decirles que entreguen otro pedido en el estudio de
la casa que ha alquilado Sophie? Y añade algunas herramientas para modelar, ellos
sabrán cuáles son.
Betsy apenas necesitó unos segundos para comprender lo que Heather
pretendía. Miró su reloj.
—La tienda aún estará abierta y conozco a alguien de Williamsburg que
puede pasar a recoger lo que sea y entregarlo. Tardará como máximo dos horas.
—Podría funcionar —apostó Heather, sin dejar de mirar a su esposo
limpiando el campamento. Al colgar, recordó haber leído en alguna parte,
seguramente en Internet, que si un hombre quería conquistar a una mujer,
necesitaba pasar a la acción.
Fuera verdad o no, el recuerdo de las palabras: «Dadle lo que quiere»,
podían ser claves para conseguir unir al doctor Reede y a Sophie... y esas palabras
las había pronunciado su marido.
Bajó de la camioneta y se acercó a la mesa del campamento, pero Bill no
levantó la mirada.
—Pásame esos platos, ¿quieres?
Como ella no respondía, Bill la miró y se sorprendió agradablemente por el
brillo de sus ojos. Con una media sonrisa soltó la bolsa, contorneó la mesa y la
abrazó. Hicieron el amor en el frío suelo del bosque. No lo sabrían hasta semanas
después, pero su deseo de aumentar la familia se cumplió aquella noche.
Uno de los padres llevó a Reede y a Sophie de vuelta a Edilean. Los dos
hombres ocuparon los asientos delanteros mientras que la chica se sentó atrás.
Sophie necesitaba pensar en cómo cumplir la promesa hecha a los niños, pero
cuantas más vueltas le daba, más imposible le parecía. ¿Por qué se había
comprometido con ocho niños para hacerles una escultura a cada uno en solo
veinticuatro horas? ¿Por qué no se había limitado a dar forma de animal a unas
cuantas patatas más?
En el fondo sabía que las patatas se secaban y arrugaban, y por eso les había
prometido a los niños hacerles unas figuritas algo más consistentes. Se lo merecían
por todo lo que habían pasado, pero ¿de dónde iba a sacar el barro? ¿Cómo iba a
pagarlo? ¿Y si le pedía un préstamo a Roan o a Reede?
Este se volvió hacia ella en su asiento y frunció el ceño al ver el semblante
preocupado de la chica. Medio minuto después, su móvil le avisó de la entrada de
un mensaje. Lo leyó y tendió el móvil a Sophie.
25 kilos de arcilla y las herramientas adecuadas van camino del estudio de la
casa alquilada.¿De acuerdo? Betsy.
Sophie leyó el texto tres veces antes de
devolverle el móvil a Reede. Cuando él levantó las cejas pidiendo confirmación,
ella asintió con la cabeza y desvió la vista para mirar por la ventanilla. «Solo una
vez más —pensó—. Solo una vez más dependeré de un hombre para solucionar
mis problemas.» Al día siguiente recuperaría el control de su propia vida.
Cuando Reede le indicó al hombre que los dejara en su casa alquilada
recientemente, miró a Sophie para ver si estaba de acuerdo. Sí. Cuanto antes
empezara con las esculturas, antes acabaría... y podría volver a sus sopas y sus
bocadillos.
Le dieron las gracias a su improvisado chófer y se despidieron de él. Ambos
quedaron frente a la casa, sin saber qué hacer a continuación. De repente se levantó
un viento gélido y la temperatura descendió varios grados. Sophie se frotó los
brazos para entrar en calor, mientras seguía al médico hasta el interior.
Todo estaba igual que la primera vez que la había visto, escasa de
mobiliario, pero el sol que entraba por las ventanas le daba un aspecto muy
acogedor. Las habitaciones parecían más limpias, aunque necesitadas de una mano
de pintura. Habían dejado tres taburetes junto a la encimera de la cocina y Sophie
se sentó en uno de ellos.
Reede pasó junto a la encimera y abrió la nevera. Estaba llena de comida.
—Mira, parece que las chicas han hecho la compra.
—¿Es que atienden todas tus necesidades?
—Atendían todas las de Tristán, pero no las mías.
—Según dicen, tampoco te lo mereces.
A Reede se le escapó una risita.
—Cierto. Al menos hasta que llegaste tú. —Rebuscó en el cajón del fiambre
y sacó unos cuantos paquetes de embutidos—. ¿Tienes hambre?
—Sí. —Entrecerró los ojos—. Quizá debería recurrir al libro de los
Treeborne para preparar algo.
—¿También estás enfadada conmigo por eso?
—Me enfada tu presunción. Todo lo que te pedí fue que enviaras un
paquete, y tendrías que haberte limitado a enviarlo.
—¿Tienes miedo de lo que haga Treeborne cuando lo reciba? —preguntó
Reede rebanando un tomate—. ¿Sigues enamorada de él?
Sophie tardó un par de segundos en responder.
—Si una simple frase puede matar el amor, ¿se le puede llamar realmente
amor?
—Si esa frase sirve para que alguien a quien amas te aparte de su lado sí,
una frase puede matar el amor. —Extendió un poco de mayonesa en cuatro
rebanadas de pan de molde—. Si ese tipo... ¿Carson?
—Carter.
—Si ese Carter viene a Edilean y te dice que no quiso decir lo que te dijo,
que su padre lo obligó, ¿qué harías? ¿Lo perdonarías?
—Da la impresión de que lo conoces muy bien.
—Conozco a los de su clase, a la gente que tiene miedo de luchar por
aquello en lo que cree, la gente que tiene miedo de sí misma y de lo que podría
llegar a hacer.
—¿Como huir después de casi atropellar a una chica, por ejemplo?
—¿Eso es lo que te dijo? —bromeó Reede, mientras apilaba los sándwiches y
los cortaba por el medio en diagonal.
—No, me dijo que... —Reede esperó que concluyera la frase—. Me dijo que
soy la clase de chica con la que puedes acostarte, pero no casarte.
Sophie miró al médico a los ojos. Durante el largo viaje de Texas a Edilean,
esas palabras se repitieron una y otra vez en su cabeza. Las estudió desde todos los
ángulos, intentando descubrir algún significado oculto en ellas que disminuyera su
gravedad. Le dio vueltas y más vueltas a todo, desde su familia a sus trabajos,
pasando por su forma de vestir o sus modales en la mesa.
Aunque era verdad que no se había criado en el ambiente lujoso al que él
estaba acostumbrado, había ido a la universidad y...
La risa de Reede cortó sus pensamientos. Obviamente, el médico creía que
había dicho algo gracioso. Soltó lo que tenía en las manos, recogió su bolso y se
dirigió hacia la puerta.
Reede la frenó antes de que llegara, y apoyó sus dos manos en los hombros
de la chica para que no se moviera.
—Sophie, me reía porque lo que te dijo Carter es absurdo. Por lo que me
contaste de ese cobarde y por lo que he podido leer... sí, he hecho unas cuantas
búsquedas en Internet, lo reconozco. Según todo eso, Carter vive dominado por su
padre. Y supongo que ese hombre había escogido otra chica para él.
Sophie seguía fulminándolo con la mirada, todavía furiosa por sus
carcajadas.
—Eres exactamente el tipo de mujer con la que cualquiera querría casarse.
Toda la ciudad está llena de hombres que desearían verte avanzar hacia ellos por el
pasillo de una iglesia.
—Eso es ridículo. Solo quieren... bueno, ya sabes lo que quieren de mí,
pero... —Retrocedió un paso—. Esta conversación sí que es absurda. Ningún
hombre...
Antes de que ella pudiera reaccionar, él dio un paso adelante y la abrazó.
No fue un abrazo pasional, sino consolador.
—Lamento que te hiriera —susurró Reede al oído de la chica—. Renunciaste
a todo por ayudar a tu hermana. Te olvidaste de tus estudios superiores y
aceptaste una serie de trabajos mal pagados para poder protegerla. Dejaste a un
lado a tus amigos universitarios y, lo más importante, abandonaste tu pasión por la
escultura para ayudarla. ¿Dices en serio que una mujer que hizo todo eso no es la
que cualquier hombre desearía como esposa y madre de sus hijos?
Sophie no pudo controlar las lágrimas que afluyeron a sus ojos. Había
amado a Carter. A pesar de sus dudas —y de las advertencias de todos los que
conocía—, había llegado a amar su dulzura. Los días pasados en su casita de
verano, en su barca o simplemente en su compañía, le habían hecho olvidar lo dura
que era su vida. Y una noche, una noche horrible, descubrió que todo era mentira,
que los sentimientos de Carter eran muy distintos a los suyos, y aquello la había
destrozado.
Se dejó caer contra el cuerpo de Reede, apoyando la mejilla en su pecho,
dejando que las lágrimas brotaran.
—No pasa nada, tranquila —la consoló, acariciándole el pelo—. Ni vendrá a
Edilean ni volverá a hacerte daño. Y sabes muy bien que ni su palabra es ley ni
todo lo que dice tiene obligatoriamente que ser verdad.
Extendió un poco los brazos para alejarla de él y poder mirarla a los ojos.
—Sé que eso no te ayuda mucho ahora. Yo también me hundí cuando una
mujer me dijo que no me amaba, y que estar conmigo y escuchar todo lo que yo
deseaba hacer en mi vida la aterrorizaba.
—¡Eso es una estupidez! —estalló Sophie—. Hiciste que caminara por
aquella viga a pesar del terror que sentía. Puse mi vida en tus manos.
Reede la obligó a que retrocediera hasta la cocina.
—Tenía tanto miedo de que ella tuviera razón, que en cuanto terminé mi
residencia huí a África, a Sudamérica, a cualquier parte del mundo donde me
aceptaran. ¿Y sabes qué?
—¿Que todos te adoraron?
—Ni mucho menos, pero sí confiaron en mí —explicó Reede, sonriendo.
Hizo que Sophie se sentara en el sofá y empujó los bocadillos en su
dirección, pero ella quiso acercarse a la nevera en busca de los ingredientes
necesarios para hacer un poco de té helado.
—Quiero que me cuentes más cosas de tus viajes. Una vez dijiste que
deseabas que conociera tu verdadero yo, el que llevas dentro y no dejas que vean
los demás.
—Solo si tú haces lo mismo.
—Está bien —aceptó ella.
Reede tomó un sándwich y le dio un buen mordisco.
—¿Sabes que una vez Travis, el marido de Kim, casi nos mata a mi burro y a
mí? ¿Y que destrozó medicinas que había tardado seis meses en reunir?
—¿En serio?
—Oh, sí, muy en serio. Pasó en Marruecos y fue horrible. Se celebraba una
carrera de coches internacional, el rally París-Nosequé, pero dos idiotas se
equivocaron de recorrido. Más tarde descubrí que estaban enzarzados en una
competición personal, persiguiéndose uno a otro. El primer tipo decidió ahorrarse
unos cuantos kilómetros tomando un atajo, así que en lugar de rodear un poblado,
quiso atravesarlo. Y el segundo, Travis, fue tras él sin pensárselo dos veces.
—Pero ¿y la gente del poblado?
—Exacto. Alguien vio el primer coche y avisó a gritos a los demás para que
se apartaran de su camino.
—Y tú no lo hiciste.
—Yo tenía un burro cargado con varias cajas de medicinas y el animal se
quedó inmóvil, congelado de miedo. El primer coche nos pasó rozando, salpicando
arena a diestro y siniestro, y la pobre bestia no se atrevía a moverse un solo
centímetro. Cuando me di cuenta de que llegaba otro coche, no podía creerlo. Y se
dirigía directamente hacia nosotros.
—¿Y qué hiciste?
—Solo podía pensar en las medicinas, así que me interpuse entre el coche y
el animal.
—Eso fue muy arriesgado.
—Sí, pero no te imaginas lo que había tenido que pasar para reunir aquellos
suministros... —Reede se encogió de hombros para restarle importancia—. El caso
es que el segundo conductor nos vio y frenó en seco. El coche hizo un trompo que
asustó tanto al burro que este se sentó de golpe y las cajas se estrellaron contra el
suelo. Lo perdí todo.
—¿Y el que conducía era el futuro marido de Kim?
—Sí, el mismo.
—¿Qué hizo?
—Huyó. Estaba obsesionado con la carrera y siguió con ella. Industrias
Maxwell repuso generosamente los medicamentos perdidos, pero aun así... En fin,
al menos Travis perdió la carrera.
—Me alegro —exclamó Sophie, y Reede le sonrió.
La chica pensó que aquel momento era el más romántico que habían vivido
juntos. Por muy emocionante que fuera ver acercarse a un hombre montado a
caballo bajo la luz de la luna, ella prefería a un hombre capaz de secar sus lágrimas
a plena luz del día.
—Vamos, acábate el sándwich —recomendó él.
Y siguieron sonriéndose mutuamente.