13

Cuando Sophie aparcó su coche y hubo recorrido la mitad de una de las

plazas de Edilean, estaba segura de cometer un error. ¿Qué sabía ella de llevar una

sandwichería? No podría hacerlo sola, tendría que pedir ayuda. ¿A quién? ¿A uno

de los habitantes de Edilean? ¿A una de las personas que la habían visto bailar con

Reede, sabiendo que no tenía ni idea de quién era realmente? ¿Alguien que se

había reído a gusto, pensando en su cara al descubrir el engaño? ¿Que

seguramente apostó a lo furiosa que estaría con él? ¡Oh, cómo se habían divertido!

Mientras se dirigía a la tienda jugueteó con la retorcida idea de contratar a

las mujeres que trabajaban para Reede.

«¡Me lo debéis!», les gritaría. Pensó en la bienvenida de Heather el día que la

conoció. La joven se había plantado en el porche de Kim, esperando que saliera. Y

cuando lo hizo, prácticamente la metió en el coche a empujones, como si temiera

que Sophie se cruzara con alguien que la reconociera por la calle y le dijera: «Tú

eres la chica que vació una cerveza en la cabeza del doctor Reede. ¡Bien hecho,

chica! Hace años que estaba deseando hacer lo mismo.»

En cuanto llegó a la consulta, las tres mujeres la empujaron escaleras arriba

hasta el apartamento. Y, ¡oh, cómo le mintieron! Siempre con sus «querido doctor»

por aquí y sus «adorado doctor» por allá, e intentando... ¿intentando qué?

¿Encerrarla en el apartamento hasta el regreso del médico? Cuando llegó a su

destino, Sophie incluso disfrutaba de la rabia que iba acumulándose en su interior.

La tienda era estrecha, con una puerta a la izquierda y un gran ventanal a la

derecha. El letrero anunciaba con letras rosas sándwiches del día y batidos. ¿Qué

nombre podía ponerle a la tienda? ¿La Mentira? ¿La Tomadura de Pelo?

—El nombre es un poco exagerado, ¿verdad? —dijo tras ella una voz

masculina.

Sophie dio media vuelta para encontrarse con un hombre fornido, vestido

con pantalones vaqueros y una camisa de franela a cuadros sobre una vieja

camiseta. Lo reconoció del bar y pensó que quizá fue su cerveza la que utilizó para

empapar a Reede.

—No había visto a nadie mirar con tanto desprecio a alguien desde que mi

mujer me dejó —Roan sonrió—. A lo mejor eres una de sus muchas parientes que

no conocía.

Ella no creyó que aquel comentario fuera divertido.

—Esto es un error —respondió, dando media vuelta.

Roan interpuso su corpachón para impedirle el paso.

—Te pido perdón. Por todo. Pero disfrutamos tanto que se me ha escapado

sin querer.

—¿«Disfrutamos»? —repitió Sophie, fulminándolo con la mirada—. ¿Aquí

disfrutan humillando a una forastera?

—¡Diablos, no! Me refería a lo que le hiciste a Reede en el restaurante. A

todos nos encantó ver la cerveza chorreándole por la cabeza. Y cuando digo a

todos, me refiero a que toda la ciudad deseaba hacerle eso o algo peor. Pero, claro,

es nuestro médico y nos preocupa que pueda añadirle algo a la próxima vacuna

antigripal. Somos unos cobardes, lo reconozco.

—Casi me atropelló —protestó Sophie, pero su simpatía por la situación

ablandaba su resolución. Y ya que estaba ahí, podía echarle un vistazo a la tienda.

Roan puso su mano a pocos centímetros de la espalda de la chica. No la

tocó, solo la guio por la acera.

—Según dicen, te destrozó algo.

—Mi teléfono móvil.

—¡Una pérdida muy cara!

—No, era desechable.

Roan abrió la puerta de la tienda con sus llaves e hizo un ademán,

invitándola a entrar. Lanzó una mirada crítica al interior. La estructura del local

era bastante simple: un alto mostrador de cristal a la izquierda, con una encimera

de acero inoxidable tras él, y unas cuantas mesas y sillas a la derecha y al fondo.

Era pequeño, pero parecía limpio y en buen estado.

—Reede debería comprar esta tienda para ti —comentó Roan.

—No quiero nada de él. Absolutamente nada —escupió ella.

—Ah, ¿no? —preguntó Roan, y sus ojos se iluminaron.

Era un hombre bastante guapo, con melena espesa y bigote de un ligero

matiz rojizo. Y ahora la estaba mirando de la misma forma en que la miraban los

hombres desde que fuera una adolescente, pero a ella no le interesaba. Roan lo

captó al instante.

—Vale, dejemos el tema. Eso puede esperar. ¿Qué opinas del local?

Sophie miró la pizarra colgada sobre el mostrador. Tenía una lista de seis

sabores de batidos y varios tipos de bocadillos.

—No sé nada de esta clase de negocio, y solo he cocinado para mi familia.

—Pues haz comidas familiares —soltó Roan, apoyándose en el mostrador

de cristal—. Mira, Sophie... si es que puedo llamarte así. Por lo que cuentan, tu

situación no es precisamente envidiable. No tienes trabajo, tus amigas están de

viaje lejos de aquí y tu hermana ha ido a una universidad no sé dónde.

Sophie cruzó los brazos. No pensaba decirle a aquel hombre nada personal,

tendría que conformarse con los chismorreos.

—Bien. Puede que actualmente seas el centro de atención de esta ciudad y

no te culpo por estar un poco molesta...

—¿Un poco molesta? —lo interrumpió ella—. ¿Qué tal un llameante infierno

de furia?

Roan no pudo reprimir una sonrisa. ¡Maldita sea, era preciosa! Y le gustaba

su temperamento. Si algo no soportaba, era a las mujeres insulsas.

—Y tienes motivos para sentirte así. No te culparía si te fueras de la ciudad

y no volvieras nunca más.

—Justo lo que estaba pensando —ratificó Sophie, dirigiéndose hacia la

puerta.

En ese momento empezó a vibrar el viejo móvil que le había cogido

prestado a Kim. Había algo en aquel sordo zumbido que impulsaba a responder.

Su teléfono lo tenía tan poca gente, que quería saber quién pretendía contactar con

ella.

Sacó el móvil del bolso. Era un mensaje de texto de Reede:

Lamento mi marcha. Accidente múltiple coches. Volveré cuando pueda.

¿Has encontrado casa para nosotros? Te echo de menos. Reede.

Sabía que le

gustaba bromear sobre lo de vivir juntos pero, por un instante, cerró los ojos. Si no

supiera lo que ahora sabía, aquel texto le habría hecho muy feliz. ¿Una casa para

«nosotros»? ¿«Te echo de menos»? Incluso el retraso porque estaba salvando vidas

resultaba atractivo.

Pero no ahora. Guardó el teléfono.

—¿Era Reede? —se interesó Roan.

Sophie se limitó a asentir con la cabeza.

—El pobre no sabe que puede darse por muerto —dijo Roan con tanto

regocijo que Sophie no pudo por menos que esbozar una sonrisa.

Volvió a estudiar el pequeño restaurante. El sol se filtraba a través del

ventanal, haciendo visibles las motas de polvo que flotaban en el aire. El cristal del

mostrador estaba sucio y el suelo de madera necesitaba un buen fregado. El texto

de Reede le había hecho comprender que, si se quedaba en la ciudad, tendría que

verlo cada día.

—Creo que esto es un error —sentenció, caminando de nuevo hacia la

puerta.

—¡Navidad! —exclamó Roan.

—¿Qué tiene eso que ver? —se extrañó Sophie.

—Todo el mundo en los alrededores, desde aquí hasta Washington, cree que

Edilean es la ciudad más bonita que haya visto nunca. Nosotros odiamos que la

llamen «pintoresca», pero hemos aprendido a sacar provecho de ello. El setenta y

cinco por ciento de nuestro negocio lo hacemos entre el día de Acción de Gracias y

Navidad. Y todos los compradores que pasan por aquí acaban hambrientos. Haz

sopa, haz bocadillos, cóbrales el mismo precio que pagarían en una gran ciudad, y

a mediados de enero tendrás bastante dinero para poder irte de aquí.

Sophie tenía la mano sobre el picaporte de la puerta, pero aún no lo había

girado.

—No puedo hacerlo sola.

—Quizá podamos conseguirte un poco de ayuda.

—¿«Podamos»?

—Nosotros, la gente de Edilean, todos. Al me contó que planea hacerles

sentir tan culpables por haber encubierto a Reede, que vendrán a comer aquí tres

veces al día.

Sophie siguió aferrada al picaporte.

—De acuerdo, dos comidas y puedes elegir los clientes —insistió Roan—. Si

fuera tú, haría un menú sencillo y lo cambiaría cada día, de esa forma no te

aburrirás. Dile a la gente que lo tome o lo deje. Y para Acción de Gracias podrías...

—Preparar comida para llevar —terminó ella con voz baja—. Admitir

pedidos con antelación.

Conocía a un carnicero que lo hacía, y envidiaba a la gente que podía

permitírselo. Cocinar un pavo y una docena de platos complementarios no era

fácil, así que se agradecía toda clase de ayuda.

—¿Has visto la cocina? —preguntó Roan, señalando detrás del mostrador—.

Es una Wolf de mandos rojos. Bonita, ¿eh?

Sophie retiró la mano del picaporte y se acercó para ver la cocina a través

del cristal.

—Nunca he usado una cocina industrial.

—Tiene ocho fuegos. La última inquilina quería este modelo y lo compré

para ella. Me costó una fortuna.

—¿Y cómo te lo pagó? —quiso saber Sophie, alzando una ceja.

Roan soltó una carcajada.

—Me has pillado. Sí, me pidió una Wolf de ocho fuegos mientras estábamos

juntos en la cama. Creí que se refería a mí, pero resulta que hablaba de una cocina

industrial.

Una ligera sonrisa asomó a los labios de Sophie.

—Ah, mucho mejor. ¿No crees que podrías quedarte aquí dos meses y

medio? Solo hasta Año Nuevo.

Sophie fue hasta el extremo del mostrador y echó un vistazo. Allí estaba la

enorme cocina con sus quemadores de hierro, una doble puerta para el horno bajo

ellos y un revestimiento de acero inoxidable en la parte superior. Más acero

inoxidable cubría los mostradores y una estantería cubría el resto de la pared.

«¿Puedo hacerlo?», se preguntó, e intentó visualizar el pequeño local lleno

de gente. Madres con hijos sobreexcitados llevando media docena de bolsas llenas

de regalos; gente haciendo una parada antes de lanzarse a las compras de última

hora; dueños y empleados de las tiendas vecinas pidiendo bocadillos para poder

volver a sus negocios cuanto antes...

—¿Quieres ver el apartamento? —sugirió Roan.

Sophie asintió y siguió al hombre hasta el fondo de la tienda, estudiando el

resto del local a medida que avanzaba. En la parte trasera podían verse algunas

manchas en la pared, allí donde habían colgado algunos cuadros. Si realmente

recibían muchos turistas en Edilean, «desde aquí hasta Washington», como decía

Roan, quizá pudiera exhibir algunos de sus trabajos. Solía ser bastante buena

haciendo relieves. ¿Por qué no colgar unos cuantos en las paredes?

Si servía desayunos y comidas, pero no cenas, podría reservarse las tardes

para ella. Sin un hombre en su vida —y se juró a sí misma que no lo habría—

tendría tiempo suficiente para sus creaciones.

«¡Qué palabra más maravillosa!», pensó al subir la escalera, y no pudo

evitar repetirla en voz alta:

—Crear.

—¿Decías algo? —preguntó Roan.

—No, nada.

Abrió la puerta en la que terminaban los escalones y vio el apartamento. Era

pequeño y alargado, tan estrecho como la tienda, pero con techos altos y ventanas

en toda la parte frontal. La sala de estar daba a la calle, y tanto el dormitorio como

el baño quedaban en la parte trasera. La cocina estaba a medio camino. Había un

montón de cajas llenas con los efectos personales de la última inquilina, y que

tendría que eliminar. Pero, en conjunto, parecía un apartamento bastante

aprovechable.

Sophie miró a Roan.

—No tengo muebles, necesito ayuda con la tienda y no dispongo de dinero

para pagar a nadie. Bueno, la verdad es que no tengo dinero ni para comprar una

bolsa de cebollas.

—¿Y si yo...?

—No —cortó ella. Por primera vez desde que viera la cara de Reede, estaba

completamente segura de algo.

—Pero, yo...

—No —repitió, lanzando chispas por los ojos.

—Reede nos lo ha hecho imposible para los demás, ¿verdad? —preguntó

Roan tras soltar un largo suspiró.

—Si te refieres a los hombres en general, la respuesta es sí. Yo... —Se

interrumpió, insegura de lo que quería o necesitaba. Era demasiado pronto y sus

ideas en aquel momento eran demasiado confusas.

De lo único que estaba segura era de que todo había ido demasiado deprisa.

Había pasado de Carter a Reede en cuestión de días. Al volver a su pequeña

ciudad tejana, Carter resultó ser su salvador. Durante muchos años había tenido

que oír los comentarios sarcásticos de la gente por haberse ido a estudiar a una

sofisticada universidad del Este solo para aprender a pintar cuadros.

«Eso lo aprendí yo en primaria», dijo una vez un chico que conocía desde

niño, y todo el mundo se había reído burlonamente. Sophie solo había vuelto

porque su hermana pequeña necesitaba ayuda, y solo por eso se había quedado.

Para ella, era un acto noble. Sentía que debía proteger a su hermana, pero los

demás insistían en señalar que su título universitario no le serviría para hacer de

camarera o para contestar al teléfono en cualquier compañía de seguros.

Entonces llegó Carter, y ese verano había sido maravilloso. Fue genial que

Carter la eligiera como su pequeña y sexy compañera de juerga. Aunque no

aparecieran mucho en público, todo el mundo sabía que Carter Treeborne y ella

eran pareja.

Tras su tercera cita, Sophie se dio cuenta del cambio de actitud de la gente

que la rodeaba. Le tomaban menos el pelo y desaparecieron los comentarios sobre

lo bien que le sentaba el uniforme. En lugar de eso, daba la impresión de que darle

los «buenos días» se había convertido en algo importante para ellos.

¿Era eso lo que realmente le había gustado de salir con Carter? ¿No

exactamente él como hombre, sino como parte de la familia Treeborne? Cuando le

dijo que todo había terminado, ¿se sintió furiosa por perderlo a él o por perder el

respeto que el apellido Treeborne le había proporcionado?

Y lo más importante, ¿había accedido a la relación con Reede por él en sí

mismo o porque veía la posibilidad de vengarse de Carter con todo un médico?

—¿Ves? —dijo—. Soy igual que tú. Carne de matrimonio.

—Oye, ¿estás bien? —preguntó Roan cuando volvieron a la planta baja.

—Pensaba en voz alta. ¿De verdad crees que puedo ganar dinero con esto?

Solo el alquiler...

—Es gratis durante cuatro meses, y yo me encargaré del sueldo de tus

empleados durante tres.

—No puedes...

Roan pasó de la calma al enfado en un par de segundos.

—¿Sabes una cosa? Tienes que cambiar el chip. Todos necesitamos ayuda en

un momento u otro de nuestra vida, y yo te la estoy ofreciendo. Si hace que te

sientas mejor, tómalo como una inversión y el año que viene devuélveme todo lo

que me gaste. Pero, de momento, tienes que aprender a decir que sí.

Lo primero que pasó por la mente de Sophie fue dar un portazo y

marcharse de allí, de Edilean, para siempre, pero al final comprendió que Roan

tenía razón.

—Lo sé, es que... —Hizo una pausa, intentando controlar los nervios—. Es

que me siento una inútil. No tengo trabajo y necesito ayuda. ¿Tienes idea de por

dónde debería empezar?

—¿Quién consideras que te dijo la peor mentira? —preguntó Roan,

exhibiendo una sonrisa—. ¿Quién te mintió más descaradamente en tu propia

cara?

—¿Aparte de ti?

—El alquiler gratis y los salarios son mi penitencia. —Y su sonrisa se

acentuó—. ¿Quién más te debe una?

Sophie apretó los labios rememorando todo lo ocurrido.

—Las tres mujeres que trabajan para Reede. Cuando pienso en que pasé

todo un día limpiando y ordenando su apartamento mientras ellas, sabiendo lo

que había pasado, me ocultaron su identidad... Me gustaría devolverles la jugada.

—Tengo una idea mejor, les daremos todo un baño de culpabilidad.

Roan sacó su teléfono móvil del bolsillo y presionó algunas teclas.

—¿Betsy? Estoy en Daisy’s. —Hizo una pausa—. Sí, por fin he encontrado

un inquilino y quiere abrir la tienda cuanto antes. Así que quiero que las otras

chicas y tú vengáis aquí y lo dejéis todo inmaculadamente limpio.

Sophie pudo escuchar el tono ofendido de Betsy.

—¿Desde cuándo somos tus mujeres de la limpieza, Roan McTern? Que el

doctor Reede esté fuera de la ciudad no significa que no tengamos trabajo. Somos

profesionales y...

—Sophie lo sabe todo —dijo tranquilamente Roan.

—¿Cuánto es todo? —preguntó Betsy tras unos segundos de silencio.

—Todo es todo: las mentiras, los secretos, la conspiración de toda la

ciudad... Sabe hasta el último detalle.

Cuando Betsy recuperó el habla, su tono era mucho más pesaroso, más

sumiso.

—Tendremos que comprar todo lo necesario.

—Daos prisa —y cortó la comunicación, sin dejar de mirar a la preciosidad

que tenía delante—. ¿Qué más necesitas?

—No lo sé —reconoció Sophie—. ¿Vas a concederme más deseos?

—¿Eso me convierte en un hada madrina? —contraatacó Roan,

entrecerrando los ojos.

—Si el zapato se ajusta al pie, es Cenicienta —sentenció Sophie.

Ante ese insulto, Roan se levantó y se dirigió hacia la puerta.

—¡Lo siento! —exclamó ella, yendo tras él y sujetándolo por el brazo—. No

quise ofenderte. Yo...

Una mirada a los ojos de Roan, brillantes y divertidos, y se dio cuenta de

que le había tomado el pelo.

—Está bien, lo necesito todo. Muebles, cortinas, sartenes, ollas... hasta el

nombre del local pintado en el escaparate.

—¿Cómo piensas llamarlo? ¿La Venganza de Sophie?

—¿Qué tal No se Admiten Médicos?

—Me encanta ese nombre —confesó Roan, llevándose la mano al corazón—.

Significa que aún tengo una posibilidad.

Sophie retrocedió un paso y levantó las manos en actitud defensiva.

—No. Se acabaron los hombres. Al menos por una larga temporada.

—¿Muy larga? —quiso saber Roan.

—Hasta que... —Miró las paredes antes de proseguir—. Hasta que cubra las

paredes con mis obras.

—Ah, sí. Eres una artista, ¿no?

—Lo era. Quería serlo.

—Yo siempre he querido ser escritor. El problema es que no puedo escribir.

—Dudo que eso sea verdad. Seguro que puedes...

Roan negó con la cabeza.

—¿Qué? —se extrañó Sophie.

—Creo que nunca he conocido a nadie con un corazón como el tuyo.

Despiertas mi instinto protector y me haces sentir como un caballero de brillante

armadura. Quizá debería montar en un caballo negro y... —Se dio cuenta

instantáneamente de que había metido la pata, y Sophie lo subrayó entrecerrando

los ojos—. Oh, perdona.

No había querido decirlo, pero ahora se daba cuenta de por qué Reede había

aceptado llevar el ridículo disfraz que le hizo Sara. Cuando Sophie lo miraba con

sus grandes ojos azules, Roan sentía ganas de empuñar una espada y un escudo, y

enfrentarse a cualquier hombre que se le acercara.

«Lástima que no estemos en la Edad Media», pensó. De ser así, podría retar

a su primo a una justa, con Sophie como premio para el vencedor. Dado que era

bastante más corpulento que Reede, seguramente lo vencería. Pero vivían en el

siglo XXI y solo podía empuñar un teléfono.

—¿Sara te hizo ese disfraz negro y rojo?

—¿Ese que era dos tallas más pequeñas que la mía?

Roan estuvo a punto de decir que le ajustaba a la perfección, dado que la

mayor parte de la exquisita figura se desparramaba por encima del corsé, pero se

contuvo.

—Sara conoce a muchas mujeres que saben coser. Tendremos las cortinas

hechas en veinticuatro horas.

—¿Y los muebles?

—Saldrán de los desvanes de Edilean. La madre de Sara puede encargarse

de eso, es la alcaldesa.

—¿Con qué cocinaré?

—Tú y yo iremos a unos grandes almacenes y llenaremos mi furgoneta con

todo lo que necesites.

—No puedo...

Roan levantó un dedo para que no siguiera hablando.

—Pero no puedes...

—¡Sin discusiones!

Sophie lanzó un profundo suspiro.

—Gracias.

—Eso es lo que quería oír. Eso y el sonido de una caja registradora.

—Ya que sacas el tema...

—Compraremos una también. —Roan volvió a pulsar las teclas de su

móvil—. Déjame hablar con Ellie, la madre de Sara, para que se ponga en marcha.

Mientras llamo, será mejor que abras la puerta.

Sophie se volvió hacia la puerta y vio a Betsy y a Heather acercándose con

cubos y fregonas en las manos.

—Alice ha ido a buscar un aspirador a la tienda de su marido —dijo Betsy

en cuanto cruzó el umbral—. Y, Sophie, juramos que no queríamos causarte

ningún daño.

—Lo que pasa —explicó Heather— es que el doctor Reede puede ser tan

gilipollas a veces que intentamos hacer todo lo posible por tenerlo contento.

Cuando te conocimos y vimos que eras preciosa, creímos que...

—Ya basta —cortó Roan—. Me llevo a Ifigenia de compras. Cuando

volvamos, quiero que todo el local brille como los chorros del oro. Esta tarde

traerán el mobiliario y lo colocaremos entre todos.

Sophie intentó esconder la sonrisa por la referencia a Ifigenia. Según la

mitología griega, Ifigenia fue una mujer que quisieron sacrificar para apaciguar la

ira de la diosa Artemisa. Si el sacrificio se llevó a cabo depende de la fuente que se

consulte.

—¿Vamos? —preguntó Roan.

Y Sophie asintió.

Más tarde, cuando hicieron una pausa en las compras para almorzar. Roan

se escabulló para llamar por teléfono a Reede y decirle que Sophie había

descubierto su identidad.

—¿Quién se lo ha dicho? —quiso saber el médico.

Dado que ya hacía horas de aquello y nadie de Edilean se lo había contado,

ya tenía otra muestra de la cobardía de la ciudad.

—Fue a tu apartamento y te encontró durmiendo en el sofá. La verdad, no

sé por qué no aprovechó para machacar tu fea cara con una sartén. Piensa que... —

Roan frenó en seco al darse cuenta de que Reede no protestaba como era habitual

en él—. Oye, ¿te encuentras bien?

—No —admitió Reede—. ¿Está muy furiosa?

—Más deprimida que furiosa, pero estoy en ello.

—Debe de pensar que soy peor que Treeborne.

Reede se encontraba en un pasillo del hospital, con su arrugada chaqueta

blanca y oscuras ojeras debidas a la falta de sueño, el agotamiento y la falta de

respuesta de Sophie a sus seis mensajes de texto, tres e-mails y cuatro llamadas

telefónicas.

—¿Treeborne? —se extrañó Roan—. ¿Como el de los alimentos?

—Olvídate de lo que he dicho, ¿vale? —respondió tajantemente Reede—.

Háblame de Sophie. Tenía miedo de que cuando lo descubriera todo decidiera irse

de la ciudad. Por eso intenté alquilarle una casa.

—¿La vieja casa Gains? Al me dijo que Sophie devolvió el contrato y que lo

obligó a hacerlo pedacitos. Su esposa exigió que Al le abonara el depósito, más el

primer y el último mes del alquiler. Pero no te preocupes por ella, nos estamos

encargando de cuidarla.

—¿Qué quieres decir? —preguntó Reede, reprimiendo un escalofrío—. ¿Y

qué quieres decir con «estamos»? ¿Y qué te ha dicho de mí?

Roan había esperado disfrutar con las tribulaciones de su primo tanto como

disfrutó al verlo con la cabeza empapada de cerveza, pero notaba tanta tristeza,

tanta desesperación en su voz, que no se estaba divirtiendo nada. En la fiesta de

Halloween, Reede parecía más feliz de lo que nadie lo hubiera visto en muchos

años, por eso la ciudad se puso de su lado para seguir con la charada.

—Al ha tenido una buena idea —dijo Roan, y le habló de la sandwichería.

—Bueno, sabe cocinar. Eso lo sé por experiencia —admitió Reede, con una

voz desprovista de vida—. Claro que Sophie sabe hacerlo casi todo. Tendrías que

ver la escultura que me regaló. Es tan buena como cualquiera de las que exhiben en

una galería de arte.

—¿Cuándo piensas volver a Edilean?

—No lo sé. Hoy. Puede que esta noche, mañana tengo varias citas. Si

pudiera, cogería un avión y...

—¿Huirías? ¿Como hiciste cuando te dejó la chica Chawney? —le cortó

Roan, alzando progresivamente la voz—. Vamos, Reede, esta vez te mereces lo que

te ha pasado. Mira, voy a hacerte un favor, voy a ponértelo fácil. Haré unas cuantas

llamadas para que alguien se encargue de tus citas aquí, en Edilean, y así podrás

huir y lamerte las heridas diez años más. Te aseguro que estaré encantado porque

pienso hacer todo lo posible para quedarme con Sophie. Hoy pasaremos todo el

día juntos y te confieso que me gusta, me gusta mucho. Y, a diferencia de ti, no soy

un cobarde. Pienso pelear por lo que quiero.

Roan colgó y se guardó el teléfono en el bolsillo.

—¡Idiota! —exclamó en voz alta.

Lo cierto era que Roan sabía que Sophie nunca sería suya, había dejado muy

claro que no estaba interesada en él. Ni siquiera parecía verlo como un hombre.

Aunque pasaran el día juntos e hiciera todo lo posible por hacerla sonreír de

nuevo, sus ojos transmitían un pavoroso vacío que él no podría llenar.

Pasaron el día comprando el equipo necesario para el pequeño restaurante

y, por mucho que Roan lo intentó, no consiguió convencer a Sophie de que

compraran una cucharita siquiera que la chica no considerase imprescindible.

Dado que a Roan también le gustaba la cocina, hablaron mucho del tema, y ella se

encargó de que la conversación nunca derivara hacia asuntos más personales. Era

como si la chica se hubiera cerrado, como si hubiera levantado un muro a su

alrededor, algo que a él le molestaba. Quizá Reede fuera el principal responsable

de lo que le había pasado, pero también lo era la ciudad en pleno por seguirle el

juego.

Cuando hicieron una pausa para almorzar y Sophie se excusó para ir un

momento al baño, Roan llamó a Sara para ponerla al día.

—Todos somos culpables —admitió Sara—. No solo Reede, sino todos

nosotros. ¿Cómo podemos ayudar a esa pobre mujer?

—¿Demostrándole que Edilean no está llena de escoria mentirosa e

intrigante? —sugirió Roan.

—Eso para empezar. Mantenla ocupada tanto como puedas, y yo me

encargaré de hablar con la gente para que se sienta bienvenida a esta ciudad. Kim

y Jecca van a asesinarnos... Perdona, pero tengo que dejarte, necesito... Oh, no sé

por dónde empezar.

Sara colgó, y Roan volvió a la mesa con Sophie.

—¿Qué más necesitas? —le preguntó, sentándose frente a ella.

—Ya hemos comprado demasiadas cosas. No sé cómo voy a pagarte todo

esto —suspiró Sophie.

Roan estuvo a punto de pedirle perdón en nombre de toda la ciudad, pero

no lo hizo. En su lugar, dijo:

—Déjame trabajar contigo. Pedí un año de excedencia para escribir una

novela, una novela de misterio que arrasara en todo el mundo, pero... —Hizo un

gesto vago con la mano—. Digamos que el mundo está a salvo. Todos saben que sé

cocinar un poco, así que quizá pueda, no sé... —Se encogió de hombros.

—¿Ayudarme a hacer bocadillos para chicas?

Roan no comprendió la referencia, así que Sophie tuvo que explicarle lo que

le había dicho Al.

Roan no pudo contener la risa.

—Si haces una hamburguesa de menos de medio kilo, Al pensará que es

para una chica.

—Quizá debería hacer sándwiches de rosbif que pesen tanto como Al. Lo

llamaríamos el «Bocadillo Al».

—¿Con salsa de rábanos picantes?

—Por supuesto.

—¿Y para su esposa, la señora Solo-Como-Alimentos-Light?

—¿Para la señora Dos-Tallos-De-Apio? Mmm, ¿qué tal una ensalada con

tiritas de pollo asado?

—Pero no una pechuga entera...

—Claro que no, sería demasiada comida. Y una rebanada de pan tostado.

Sin mayonesa, por supuesto, solo unas gotitas de aceite y un toque de zumo de

limón. Lo llamaríamos «Señora de Al».

Roan se inclinó hacia ella.

—Puede que hayas encontrado petróleo. Piénsalo: bocadillos personalizados

para los habitantes de Edilean.

—Entonces ¿qué debería incluir? ¿Arsénico o cicuta?

—¡Ouch, eso duele! —Roan rio.

—Lo siento. Estoy segura de que en Edilean hay personas maravillosas que

solo querían ayudar a Reede, pero pensar que se burlaron de mí porque estaba

trabajando para un hombre que bañé en cerveza, despierta todos mis malos

instintos. Si visitan mi tienda, no sabré cómo enfrentarme a ellos. ¿Cómo voy a

servirle sopa y bocadillos a los que... que...?

—Creo que en esta ciudad tendemos tanto a proteger a los nuestros que no

pensamos en los forasteros. Hace unos años, una joven llamada Jocelyn heredó

Edilean Manor, y no le dijimos que su jardinero era en realidad Luke Adams.

—¿El escritor?

—El mismo.

—¿Y se creyó que solo era el tipo que plantaba las petunias? ¿Cómo se lo

tomó cuando lo descubrió?

—No demasiado mal. Lo curioso es que volcó toda su furia sobre Luke, no

sobre los demás habitantes de la ciudad.

—¿Me estás diciendo que debería perdonar y olvidar, no?

—Supongo. Al menos danos una oportunidad para ayudarte, ¿de acuerdo?

—Yo... —Sophie se lo pensó dos veces antes de responder—. Pregúntamelo

otra vez el quince de enero.

Roan sonrió.

—Me parece justo. ¿Nos vamos? Oye, ¿qué sándwich piensas que le gustaría

a un escritor?

—Uno con el mejor best seller de la lista del New York Times incrustado en el

pan.

Roan la contempló atónito unos segundos, antes de estallar en carcajadas.

—¡Oh, Sophie, voy a disfrutar trabajando contigo! ¡Y aún tenemos que crear

un bocadillo especial para mi primo! Vamos, compremos una plancha para los

sándwiches... No, mejor compremos tres.

Y se marcharon del restaurante sonriendo.

Reede permaneció inmóvil en el pasillo del hospital varios minutos, incapaz

de dar un paso. No había dormido nada en dos días y sabía que lo más razonable

era irse a casa. Pero la visión de su oscuro apartamento, sin la presencia de Sophie

para iluminarlo, le resultaba insoportable. Solo podía pensar en cómo recuperar su

amor... o su afecto por lo menos. ¿Aceptaría una disculpa? Lo dudaba.

Mientras guardaba el móvil en el bolsillo se acordó de su compañero de

habitación en la universidad. Buscó en su lista de contactos y pulsó la tecla de

llamada.

—¡Hola, hacía tiempo...! —saludó Kirk, su compañero—. ¿Sigues intentando

que alguien se traslade a la gloriosa Edilean para hacerse cargo de tu consulta?

—No, necesito otra cosa —explicó Reede—. Tu hermano estudió ingeniería,

¿verdad?

—Sí, y ahora trabaja para la NASA. ¿Estás planeando irte a la Luna para

librarte de Edilean?

Reede hizo una mueca ante la idea de que, por su culpa, alguien pensara

que odiaba tanto Edilean.

—¿No me dijiste que de pequeño le gustaba descifrar códigos?

—Sí, mucho. ¿Has decidido convertirte en espía y necesitas tu código

personal?

—En realidad ya lo soy. Más o menos.

—¡Cuéntamelo todo! —aplaudió Kirk, entusiasmado—. ¿A quién quieres

espiar?

—Eso no puedo decírtelo —confesó Reede. Hablar con su primo era una

cosa, pero no pensaba mencionar el apellido Treeborne a alguien que no fuera de la

familia. Así que mintió.

—Mi tía ha encontrado un viejo libro de cocina de su abuela y le gustaría

probar algunas de las recetas, pero está escrito en una especie de código. ¿Crees

que tu hermano podría descifrarlo?

—Si él no puede, tiene a toda la industria aeroespacial para echarle una

mano. Pero te advierto que si es uno de esos códigos basados en el orden de las

palabras de otro libro y no tienes ese libro, será un problema.

—Es posible, no tengo ni idea. Puedo escanearlo y enviárselo a tu hermano,

¿te parece bien?

—Le acabo de diagnosticar pie de atleta, así que me debe una. Sigo teniendo

la misma dirección electrónica, envíamelo a mí y se lo haré llegar.

—De acuerdo. Ahora mismo estoy en Williamsburg, pero te lo enviaré en

cuanto vuelva a casa. Y gracias, Kirk, yo también te deberé una.

—Bueno, la verdad es que tengo un pequeño problema de hemorroides y...

—Llama a un especialista —cortó Reede con sequedad. Antes de colgar

pudo oír la carcajada burlona de su amigo.

Cuando se marchó del hospital, la idea de hacer algo por Sophie alivió un

poco su depresión anterior. Como era tarde, se encontró la consulta vacía y oscura,

y su apartamento resultó todavía peor. A pesar de su agotamiento, se tomó el

tiempo suficiente para escanear el libro de recetas de los Treeborne y enviarle las

páginas a Kirk. Después mandó un correo electrónico a la esposa de Al para decirle

que pensaba trasladarse al día siguiente a la casa que había alquilado para Sophie.

No soportaba la soledad de su apartamento, un apartamento que Sophie había

convertido en un hogar.

Mañana, siguió repitiéndose mientras se duchaba, mañana haría todo lo

posible para que ella lo perdonase. Si la ayudaba con lo que fuera que el idiota de

Treeborne le había hecho, quizá ganara algunos puntos. Claro que era muy

probable que Sophie considerase a Reede tan mala persona como Carter

Treeborne.

Cuando acabó de ducharse fue hasta la nevera, reunió todos los alimentos

precocinados de aquella marca y los tiró a la basura.

—Mañana —exclamó en voz alta, antes de irse a la cama.