11
Reede volvió a llenar la copa de champán de Sophie.
—Deberías sentirte bien —dijo él—. Si hubiera dependido de mí, nos
habríamos ido antes de descubrir a Osmond.
Estaban en casa de Kim, y el teléfono móvil de Reede no había dejado de
sonar. Mike los mantenía informados de todo lo que iban averiguando.
—Así que era contable... —comentó Sophie, dándole un sorbo a su segunda
copa.
—Sí, por eso sabía mucho sobre las finanzas de gran parte de la ciudad.
Incluso mis padres recurrieron a él para que gestionara su plan de jubilación.
La encimera de la cocina los separaba. Reede seguía llevando aquella
maldita máscara y ella estaba harta.
—Quítatela —dijo en un tono exigente.
—¿Qué?
—Quítate la máscara. Ha llegado el momento de la gran revelación. —Reede
quiso interrumpirla, pero ella lo obligó a callar alzando una mano—. No me
importa si tienes la cara llena de cicatrices o si eres el hombre más feo del mundo.
Quiero verte.
Reede dejó la copa sobre la encimera y lenta, muy, muy lentamente, se llevó
las manos a la nuca para desatar la cinta que sostenía su máscara.
—¿Quieres que te ayude? —preguntó ella.
—Sí, claro —aceptó. Y su voz dejaba traslucir tanta desesperación que
Sophie sintió que su corazón se desgarraba.
Contorneó la encimera para llegar hasta él. Reede estaba sentado en un
taburete, de modo que sus rostros quedaban a la misma altura. Sophie luchó con el
nudo de las cintas.
—¿Quién te la ató?
—Yo mismo —admitió, abatido, como si se encontrara ante un pelotón de
fusilamiento—. Tenía miedo de que se me cayera, así que hice un doble nudo.
—Y triple. Y cuádruple —susurró ella, intentando animarlo—. Creo que hay
unas tijeras en el cajón y...
Reede tomó las manos de la chica entre las suyas.
—Sophie, tengo que confesarte algo...
De repente, las luces se apagaron y se encontraron en la más absoluta
oscuridad.
—¿Sabes dónde están los fusibles? —preguntó ella.
—En el estudio de Kim. Quédate aquí, iré a echarles un vistazo.
Cuando Reede estaba a punto de abandonar la cocina, sonó su móvil. Colin
Frazier, el sheriff, le había enviado un mensaje de texto que Reede tardó todo un
minuto en comprender.
—¿Qué ocurre? —Sophie se interesó.
—No estoy seguro. Parece que todo el barrio se ha quedado sin luz.
Sophie se dirigió a la puerta principal y la abrió. Efectivamente, no se veía
luz en ninguna de las casas circundantes.
—Todo está oscuro. Todas las luces...
No pudo terminar la frase porque Reede había cruzado la sala a grandes
zancadas y la había rodeado con sus brazos.
—Hoy estuviste maravillosa —exclamó, poniendo las manos en los
hombros de la chica—. Caminaste por una estrecha viga de madera como si
estuvieras haciendo una prueba para ingresar en el Cirque du Soleil.
—Estaba muerta de miedo —confesó, alzando las manos para tocarle la
cara—. Oh, te la has quitado.
Era la primera vez que sentía su piel sin la molestia de la máscara. Recorrió
con la punta de los dedos sus mejillas, su nariz, el contorno de sus ojos. Él los cerró
mientras le acariciaban primero los párpados y después las cejas.
—Creí que quizá te habías quemado la cara o que tuviste un accidente y...
—No. Estuve a punto de morir un par de veces, pero conseguí salir
indemne. Sophie, yo...
Ella supo lo que pretendía decir. Entre ellos se había creado un vínculo
mayor que el que nunca hubiera sentido antes. Tiempo atrás creyó estar
enamorada de Carter, pero en los meses que duró su relación no lograron
compartir nada parecido a lo que ahora la unía a Reede. No hacía mucho que se
conocían, pero, en términos de experiencia vital, tenía la impresión de que fueran
años.
Ella alzó la cara, ofreciéndosela para que la besara. Los labios de Reede
descendieron y ella sonrió expectante, feliz.
Cuando aquellos labios rozaron los suyos, sintió que una descarga eléctrica
recorría todo su cuerpo. Retrocedió un paso para mirarlo, pero ni siquiera pudo
vislumbrar el contorno de su cara debido a la oscuridad.
—¡Oh! —fue lo único que pudo exclamar.
—¡Santo cielo! —balbuceó Reede—. Así que esto es lo que ellos...
—¿Quiénes? ¿Qué?
—Los juglares y todas sus tontas canciones, o mis primos, que me aburrían
con sus cuentos sobre el amor verdadero.
Sophie comprendió de qué estaba hablando porque ella sentía lo mismo.
Dudaron por un momento inmóviles, ciegos en medio de la oscuridad,
hasta que ambos reaccionaron al mismo tiempo.
No pensaron coherentemente, no fueron del todo conscientes de lo que
estaban haciendo, pero el vestido de Sophie se deslizó con facilidad de sus
hombros y Reede gruñó al sentir el contacto de sus senos. Fue un sonido gutural,
primario, que surgió de lo más profundo de su interior.
Reede dejó caer el abrigo al suelo y luchó ansiosamente con los botones de
su camisa. Lo único que Sophie tenía en mente era su deseo de tocarlo, de sentir el
contacto de piel contra piel.
Cuando por fin consiguió librarse de la camisa, Sophie recorrió su pecho
con las manos, un pecho maravillosamente esculpido que ya había intuido al verlo
acercarse con su caballo. Pectorales, abdominales, todos sus músculos estaban
perfectamente dibujados. Como escultora, admiró aquella obra de arte.
—¿Todo bien? —susurró él, mordisqueándole suavemente la oreja.
—Quiero modelarte en barro.
—Por mí, de acuerdo. Podemos llenar de barro la piscina, la cocina... lo que
quieras. Sophie, eres la mujer más hermosa que he conocido nunca.
Sus labios se unieron, y ella ahogó un gemido cuando Reede alzó en vilo su
cuerpo desnudo y la tendió en el sofá. Cuando se tumbó sobre ella, su cuerpo se
arqueó de puro placer.
«Protección», pensó. Carter y ella siempre habían usado protección, pero
ahora... con aquel hombre... Fue lo último que cruzó por su mente antes de que la
penetrara suavemente. Rodeó frenética la cintura de Reede con sus piernas para
apretarlo todavía más contra ella.
El médico se tomó su tiempo. Sus movimientos eran lentos y profundos, y
Sophie se dio cuenta de que le resultaba difícil contenerse. Que él se preocupara
por su placer hacía que disfrutara todavía más.
A medida que llegaba el crescendo, todo pensamiento racional abandonó a
Sophie sustituido por un torrente de sensaciones. Solo existían aquel hombre y
aquel momento.
—No podré aguantar mucho más —confesó él, con un leve tono de angustia
en su voz.
—Por favor, no lo hagas —respondió Sophie, abrazándolo con todas sus
fuerzas.
Sus embestidas largas, profundas, la elevaron hasta unas cumbres de placer
como nunca antes había sentido. Jamás experimentó tanto deseo, tanta necesidad
de otro ser humano. Un aluvión de imágenes cruzaron por su mente: Reede a
caballo, Reede en la escalera de hierro alzando los brazos para recibirla cuando
saltara, Reede riendo, Reede besándola, Reede, Reede, Reede...
Alcanzaron el orgasmo al mismo tiempo con los cuerpos entrelazados,
unidos en la forma más pura y más antigua del mundo, labios contra labios, aliento
contra aliento, piel contra piel.
—Sophie, creo que quizá... —vaciló, sin terminar la frase.
Ambos sabían que era demasiado pronto para hablar de emociones y
sentimientos.
Un minuto después, ella volvía a estar entre sus brazos, y Reede la llevaba al
dormitorio.
—No le digas a mi hermana que he usado su dormitorio para...
—¿Para qué? ¿Qué planeas hacer en la cama? —preguntó Sophie, sonriendo
y fingiendo ingenuidad.
—Todo lo que se me ocurra —respondió él, tumbándose junto a ella y
besándola en el cuello—. Soy médico, así que primero planeo realizarte el
reconocimiento físico más minucioso que te hayan hecho en tu vida. Quiero
conocer hasta el último centímetro de tu cuerpo.
—¿Y qué me dices de ti? —preguntó ella, girándose hacia él y acariciándole
el costado, rozando con la punta de sus dedos todos y cada uno de los contornos
de sus músculos—. Examíname todo lo que quieras, soy tuya.
Él volvió a besarla y sus manos recorrieron el cuerpo de la chica. Tocándola
unas veces, acariciándola otras, transportándola a un grado de deseo jamás
soñado.
Tres horas después tuvieron que detenerse para descansar. Cansados,
exhaustos hasta más allá de lo imaginable, se acurrucaron juntos, sudorosos y
saciados, dormitando intermitentemente.
—Búscanos una casa —susurró Reede en la oreja de la chica.
—Buscaré una para ti —respondió ella sin abrir los ojos. Nunca se había
sentido tan feliz y tan plena en toda su vida. Aquel hombre, al que nunca le había
visto la cara, la había hecho sentir que podía conquistar el mundo, que cualquier
cosa era posible. Quería quedarse entre sus brazos para siempre.
—Para nosotros —corrigió Reede—. Para ti y para mí, para los dos.
—Mmm... —fue todo lo que ella consiguió responder.
Tenía los glúteos pegados a su masculinidad y el contacto le parecía muy
agradable, muy sensual. No era precisamente una virgen, pero así se sentía. Nunca
había pasado una noche entera con un hombre. Siempre tenía una visita pendiente
o un trabajo que terminar.
Reede volvió a besarle delicadamente el cuello y se apretó todavía más
contra ella.
—Podemos ser compañeros de cuarto, si quieres —logró articular Sophie,
comprendiendo por fin lo que le estaba proponiendo—. Me gustaría que nos
viéramos fuera de esta casa, aquí me siento como una especie de invasora. Pero
¿vivir juntos? No, es demasiado pronto.
—Sé que es demasiado pronto, pero me conozco. Sé cuando algo encaja,
sencillamente lo sé. He tenido un montón de... Bueno, he conocido a bastantes
mujeres, pero siempre había algo que me frenaba.
No hacía falta que explicara sus razones, ella las conocía muy bien: una vez,
solo una vez, se había entregado por completo a una mujer, para encontrarse la
traición y el abandono por respuesta. No era fácil superar un rechazo así... como
bien sabía por experiencia propia.
—Sophie, tú sacas lo mejor de mí. Haces que quiera ser... ser amable con la
gente.
Ella no pudo contener una carcajada.
—Ya eres amable con la gente.
—No mucho, lo reconozco, pero ese no es el tema. Quiero que me conozcas
mejor. Quiero que conozcas al verdadero Reede.
—¿Este de ahora no es el verdadero Reede? —le provocó ella, acariciándole
el pecho.
—No —reconoció él. Y hablaba en serio—. Hay cosas en mí que no te van a
gustar.
—Yo he robado un libro de cocina —soltó de repente Sophie. Y se arrepintió
al instante, tapándose la boca con la mano.
Reede rio abiertamente.
—No creo que llevarte un libro de una librería sea...
—¡No! —le interrumpió ella, y dio media vuelta para encararlo. El
dormitorio estaba demasiado oscuro para poder verle la cara, pero intuía que la
estaba mirando—. El verdadero nombre de Earl es Lewis Carter Treeborne III, el
heredero de la fortuna Treeborne. Y robé el libro de recetas de su familia.
Reede tardó un momento en reaccionar.
—¿Estás hablando del libro que los anuncios de Treeborne Foods dicen que
es la base de todos sus platos?
—Sí —admitió ella.
Su cuerpo se tornó rígido y, de repente, su cercanía se le antojó demasiado
íntima. Pero cuando intentó separarse un poco, se encontró con la resistencia de
Reede. No sabía por qué había confesado su robo, ahora pensaría que era una
persona horrible.
—Supongo que ese es el paquete que quieres que le envíe a mi amigo...
Sophie asintió con la cabeza. Ante su asombro, Reede soltó una carcajada.
—¡No es divertido! —protestó—. ¡Soy una ladrona!
Él intentó controlarla, manteniendo su abrazo.
—Me dijiste que te calificó de... ¿cuáles fueron sus palabras exactas?
—Un rollo de verano.
—Eso significa, supongo, que tenía otra relación más seria.
—Oh, sí, ya lo creo. Una chica llamada Traci. Su padre y el de Carter son
amigos.
Reede dejó de reírse cuando se dio cuenta de lo que el tal Carter le había
hecho a Sophie. Un niñato rico la utilizó para después desecharla sin miramientos
cuando llegó el momento de afrontar asuntos más serios.
—Lo siento —dijo sinceramente—. No tenía que haberte pasado algo así. Ni
a ti ni a nadie, ya puestos. ¿Has hecho una copia del libro?
—¡Claro que no! —respondió, indignada—. Además, está escrito en código.
—¿En código?
—Eso creo. O puede que sea en un idioma que no he visto nunca.
—¿No estará escrito en italiano?
—Eso es lo que dicen en Treeborne Foods, pero ¿quién sabe?
Reede calló unos segundos, acariciando casi de manera automática el pelo
de la chica. Se habían tapado con la colcha y el ambiente era agradablemente
cálido.
—¿Crees que Carter y los suyos te estarán buscando?
—Es posible, pero no sabe dónde. Me he dado cuenta de que, en el fondo,
no lo conozco tanto como pensaba. Creía que sí, pero no es verdad.
—A mí me parece que lo conoces bastante bien —la contradijo Reede—.
Miente sin importarle las consecuencias. Su padre es dominante, y él, codicioso.
Para conseguir su parte de la compañía, probablemente aceptará casarse con quien
más convenga a los intereses de la compañía. ¿Voy bien encaminado?
—Perfectamente —admitió Sophie.
—¿Y dónde tienes el libro ahora?
—Escondido a plena vista en un cajón del escritorio de Kim —confesó ella—
. Estoy deseando perderlo de vista.
—Yo me encargaré de eso.
Sophie sonrió en la oscuridad, y esas palabras la tranquilizaron tanto que el
sueño empezó a vencerla. El contacto con Reede era tan cálido y hacía que se
sintiera tan segura que no tardó en dormirse.
Él se dio cuenta y no le habría importado imitarla, pero no podía. Estaba
completamente despejado y su mente saltaba incontrolada de uno a otro de los
acontecimientos ocurridos en los últimos días.
Sophie había trastocado todo su mundo. Hacía apenas una semana, solo
podía pensar en los días que faltaban para perder de vista Edilean. Se quejaba de
las «X» del calendario de Betsy y de cómo ansiaba el regreso de Tristán, pero lo
cierto era que Reede también vivía pendiente de ese calendario, también contaba
esos días, también repasaba una y otra vez el tiempo que faltaba para dejar la
consulta y marcharse a... ¿adónde? ¿A vagar de una ciudad a otra, de un peligro a
otro?
A veces se sentía tan solo, echaba tanto de menos tener un hogar, que le
entraban ganas de hacer las maletas y desaparecer.
Besó la frente de Sophie y la acomodó en sus brazos. Ella le hacía sentir
como si su vida tuviera sentido, como si tuviera un lugar al que ir.
Cuando Sophie dio media vuelta sin despertarse, se deslizó fuera de la
cama, abrió el cajón de la mesita de noche y sacó una linterna. Siempre había
sabido que estaba allí, pero no se lo había contado a la chica.
Cruzó el salón hasta el estudio de Kim, abrió el cajón del escritorio y se
apoderó del destrozado sobre que contenía el libro de recetas. No tardó en vestirse
y abandonar la casa. Necesitaba comer algo. Comer algo y charlar con alguien.