12
Reede alzó la mano para golpear con sus nudillos el ventanal del
restaurante, pero Al lo vio y le abrió la puerta invitándolo a entrar.
Se había pasado muchas noches cuidando de algún paciente, y después
siempre desayunaba en el local de Al. Aunque solía ser demasiado pronto para
abrir el restaurante, Al siempre le freía unos huevos y le preparaba unas tostadas.
Así que se sentaría en la barra, desayunaría y hablaría con Al mientras este
preparaba las ensaladas del día.
—¿A qué viene esa cara tan triste? —preguntó Al, sirviéndole una taza de
café—. Todo el mundo sabe que has pasado la noche con esa muñeca de Sophie...
cuando apagaron las luces, claro.
La expresión dolida de Reede resultó tan patética que a Al se le escapó una
risita.
—A ver si lo entiendo —siguió Al—. Amas a esa chica, pero ella no sabe
quién eres realmente, y cuando descubra la verdad, que, según dicen, eres el tipo
que casi la atropella, sabes que te odiará.
—Bueno... creo que la palabra «amar» es un poco prematura, la he conocido
hace apenas unos días —respondió Reede.
—Pues no os habéis separado desde que llegó a la ciudad. Bien, ¿qué
máscara vas a ponerte hoy?
—Estaba pensando en usar un casco de motero. Le diré que la correa se ha
roto y que no puedo quitármelo. Lanzó hacia Al una mirada interrogativa.
—¿Qué tal comportarte como un hombre, presentarte ante ella a pecho
descubierto y afrontar las consecuencias?
—¡No! —exclamó Reede, alarmado—. Eso no. Todavía no.
Al negó con la cabeza.
—Te concedo una cosa. Vosotros dos habéis compartido muchas cosas en
muy poco tiempo. Dicen que anoche alguien intentó volar la ciudad. ¿Es verdad?
—Más o menos.
—¿Y que tu chica lo impidió?
—Identificó al responsable. Peter Osmond.
—¿El tipo de los seguros?
—El contable. Pero sí, ese mismo. Lo arrestaron.
Al le puso delante un plato con huevos, bacon y unas tostadas cubiertas de
mantequilla. Todo aquello nadaba en grasa. Puede que no fuera muy sano, pero le
supo a gloria.
—También dicen que recorriste las calles montado en uno de los caballos
MacTern como en esa película, Pretty Woman...
—No fue así exactamente, pero casi —admitió Reede.
—Y que esa chica y tú anduvisteis por los tejados de la vieja casa Haynes...
—Fue por una de las vigas interiores, no por el tejado. Pero ¿quién te ha
dicho todo eso?
—Mejor pregunta quién no. Esas tres mujeres que trabajan para ti andan por
ahí, contándoselo a todo el que quiera escucharlas. Siempre hablan de ti, dicen que
no eres...
—¡Ni lo menciones! —estalló Reede—. Ya sé que no soy Tristán. El guapo,
encantador, adorable y siempre paciente Tristán. Es tan bueno que no sé por qué
no ha ascendido ya directamente al cielo.
Al se mantuvo imperturbable ante el tono furioso del médico.
—Por la misma razón por la que el diablo no te ha arrastrado a ti al infierno.
Reede se llenó la boca con medio huevo frito e intentó calmarse.
—¿Qué puedo hacer con Sophie?
—Nada, no puedes hacer nada —contestó Al—. Casi matas a esa pobre
chica. Dicen que tuvo que saltar de bruces a la cuneta para evitar que la
atropellases. ¿Has examinado sus heridas?
—No, no la he examinado y... —Reede se detuvo a media frase. Sabía que Al
solamente intentaba enfurecerlo—. Me gusta mucho. No me ha gustado tanto una
mujer desde...
—No lo hagas, no vuelvas a revolcarte en la autocompasión —le aconsejó
Al, mientras él añadía mayonesa a la ensalada de col. Aquella mayonesa era uno
de los alimentos más calóricos que conocía, pero no le importaba. Y a su
hambriento estómago tampoco—. La chica Chawnley te hizo un favor al
abandonarte.
—Sí, ya lo sé —reconoció él, añadiendo más mantequilla a la ya saturada
tostada—. Si me hubiera casado con ella, conocer ahora a Sophie sería mucho peor.
Al estuvo a punto de decirle que si Reede estuviera felizmente casado, lo
más probable sería que no le interesara ninguna otra mujer, pero se contuvo. En
aquel momento sentía lástima por el médico.
—¿Tan serio es? —Reede no respondió. Se limitó a mirarle directamente a
los ojos y Al soltó un largo silbido—. Todos los vejestorios os coláis tanto por una
mujer que eso os acaba devorando por dentro. Me alegra que mi familia sea una
«recién llegada».
Los antepasados de Al se habían instalado en la ciudad hacia 1880.
—Necesitas un plan y... ¡Oye, ya sé lo que puedes hacer! —La esperanza
renació en los ojos de Reede—. Tatúate la cara. Eso ocultará tu identidad para
siempre.
Al principio, el médico frunció el ceño, pero no tardó en soltar una risita.
—Vale, me lo merezco —aceptó—. Sé que tarde o temprano tendré que
afrontar las consecuencias de aquella maldita noche.
—Eso te hubiera funcionado antes, pero le has estado mintiendo varios días.
Creo que cuando descubra cómo la has humillado delante de toda la ciudad, se va
a poner muy pero que muy furiosa. Si en algo se parece a mi esposa, esperará a
que anochezca y le prenderá fuego a la cama... contigo dentro.
—¡No sabes cuánto me animas! —replicó Reede sarcásticamente—. Me
alegra haber venido a pedirte consejo.
—Has venido a degustar mi excelente cocina y a pagar por eso —rectificó
Al, con una sonrisa—. El consejo es gratis.
Reede había terminado de comer, pero siguió sentado en el taburete.
—¿Conoces alguna casa que pueda alquilar para Sophie?
—Que yo sepa, tus parientes ricos son los propietarios de casi toda la
ciudad.
—Sí, pero quiero algo especial. Necesito una casa que tenga un espacio lo
bastante amplio para que se puedan hacer esculturas cómodamente. Sophie trabaja
con barro.
Al contempló unos segundos a Reede con los ojos entrecerrados.
—¿Te refieres a un estudio o algo así?
—Exactamente a eso.
—La mujer del viejo Gains solía hacer manualidades en un pequeño estudio
situado en la parte trasera de su casa. Entre tú y yo, creo que estaba más interesada
en mantenerse alejada de él que en retorcer vides y alambres, pero a los turistas
parecían gustarles.
—¿Barry Gains? ¿No es el que...?
—El que ahora vive en un asilo de Richmond, sí. Cuando su esposa murió,
no tenía a nadie que lo cuidara y su alzheimer empeoraba día a día.
—¿Y qué hizo con la casa?
—La tuvo alquilada hasta hace unos seis meses. Pero el tipo que la ocupaba
se marchó, y de momento sigue vacía. Se supone que la agencia inmobiliaria busca
un inquilino, pero no creo que se esfuercen demasiado. ¿Quieres alquilarla para
Sophie, como hizo Peter el Comecalabazas?
—¿A quién te refieres? —preguntó Reede, extrañado.
—El de la canción popular. ¿No la conoces? Se supone que Peter el
Comecalabazas tenía una esposa, pero esta quería abandonarlo. Así que vació una
calabaza y la metió dentro para que no se marchara.
—¿Sabes que todas esas leyendas populares suelen tener una base real?
Seguramente alguien encerró en casa a su esposa infiel para que no siguiera
engañándolo, y algún listillo se inventó lo de las calabazas.
Al ni siquiera parpadeó.
—¿Quieres la casa para que tu chica no se vaya con otro? Mantenla ocupada
haciendo pastelitos de barro.
Reede estuvo a punto de replicar, pero cambió de idea.
—Lo que quiero impedir es que cuando descubra la verdad sobre mí se
marche de la ciudad. Y deja de mirarme así. Los hombres desesperados toman
medidas desesperadas. ¿Tienes el teléfono de esa agencia inmobiliaria?
—La tengo en la memoria del móvil. Mi mujer es la encargada de la agencia
y, si quieres alquilarla, le diré que doble el precio porque tiene un pringado que
pagará lo que sea por una cáscara de calabaza.
Reede ni siquiera protestó. En ese momento, un alquiler abusivo era la
menor de sus preocupaciones.
Cuando regresó a su coche rebuscó bajo el asiento hasta encontrar el sobre
que contenía el libro de los Treeborne. Le había dicho a Sophie que se lo enviaría a
su amigo de Nueva Zelanda y pensaba hacerlo. Lo que no le había prometido era
que no le echaría un vistazo... o que no haría una copia.
Sophie creía, esperaba, que los Treeborne no la denunciarían, que si recibían
su precioso libro de recetas no pondrían el país patas arriba buscándola, pero
Reede tenía sus dudas.
Seguro que estarían preocupados de que una copia de su querido libro
pudiera aparecer en Internet. Si eso sucedía, los secretos de Treeborne Foods serían
de dominio público. Y aunque solo detallase cuántos gramos de orégano utilizaba
en su salsa de espaguetis, una revelación de ese tipo acabaría con cien años de
campañas publicitarias. Ya no podrían seguir presumiendo de sus recetas
«secretas».
Los Treeborne podían ser buena gente y, si recuperaban el libro, no le
darían importancia al robo, pero por lo que sabía solían jugar sucio. Padre e hijo se
habían aprovechado de una chica tan dulce como Sophie sin pensarlo dos veces.
Fue a su oficina y fotocopió todo el libro; después lo envolvió e hizo un
paquete en el que escribió la dirección de su amigo. Lo más probable era que nunca
necesitara la copia, pero era mejor estar preparado.
—Es perfecta —comentó Sophie, mirando a su alrededor.
La casa no era muy grande, y resultaba evidente que le hacía falta una
buena limpieza y unos cuantos arreglos, pero en conjunto resultaba más que
adecuada.
Tenía dos dormitorios, otros tantos cuartos de baño y una sala de estar
preciosa que daba a un porche soleado. Ya se veía a sí misma sentada allí en los
días lluviosos mientras Reede...
Tuvo que apartar la mirada para librarse de aquella visión. En apenas unos
días había pasado de un hombre a otro. Durante todo el verano solo había podido
pensar en Carter, y ahora le ocurría lo mismo con Reede.
Todas sus malas experiencias se estaban desvaneciendo en el tiempo y el
recuerdo, siendo reemplazadas por Reede. Y es que tenía la impresión de que lo
conocía de toda la vida. Lo que más le importaba ahora, casi lo único, eran los
deseos y las necesidades del médico, aunque era consciente de que no podía irse a
vivir con él. ¿O sí podía?
Acababa de ver el pequeño estudio donde trabajaría, aunque no tuviera la
más mínima idea de lo que iba a hacer. Pero se sentía capaz de todo, incluso de
montar una pequeña tienda en la que vender sus obras a los turistas.
Volvió a contemplar pensativa la soleada habitación. ¿A quién pretendía
engañar? Ella quería que Reede se marchara de Edilean e irse con él. Le gustaría
hacer la maleta y... ¿y qué? Reede necesitaba tener a su lado a una doctora o por lo
menos a una enfermera, no alguien cuyo único talento era esculpir. Claro que
podía cocinar para él, y eso siempre era útil.
En el fondo sabía que estaba siendo ridícula. Reede se marcharía dentro de
dos años y medio, y de ninguna manera aceptaría a una mujer que lo retuviera allí.
Kim siempre se quejaba de que su hermano era un solitario, de que, en cuanto
pasaba tres o cuatro días con ellos, se sentía inquieto, nervioso, incómodo.
Sophie sabía que tenía que hacer planes de futuro, que pensar en sí misma.
Cuando Kim volviera de su largo viaje de bodas se quedaría a vivir en Edilean. Y
cuando Jecca terminase su trabajo neoyorquino haría lo propio, así que tenía cierto
sentido que ella también se instalara en la ciudad. Al fin y al cabo, lo que no podía,
lo que no quería, era regresar a su ciudad natal. El nombre de los Treeborne estaba
en todas partes, y Sophie no deseaba volver a verlo jamás.
Además, cuando Lisa se licenciara, su mundo y sus expectativas habrían
cambiado, y parecía dudoso que quisiera volver allí. ¿Qué le esperaba a Sophie si
se instalaba en su ciudad natal? ¿Cuidar de su odioso padrastro? ¿Ver cómo Carter
se casaba y tenía hijos? ¿Aceptaría su familia ir a un restaurante en el que Sophie
trabajara y que ella les sirviera la comida?
La mujer de la agencia esperaba una respuesta. Era una mujer pequeña y
delgada hasta el punto de parecer demacrada. Sophie no se la imaginaba como la
esposa del orondo propietario del restaurante. La pierna izquierda de Al pesaba
más que toda aquella mujer.
—De acuerdo, me la quedo —dijo por fin.
—Aquí tengo un contrato de arrendamiento —le informó la mujer—. Si me
lo firma, puedo entregarle las llaves ahora mismo.
—No tengo talonario de cheques, todavía no me lo han dado —se lamentó
Sophie. No se atrevía a usar la pequeña cuenta que tenía en el banco de su ciudad
natal. Sus propietarios eran los Treeborne, y no les resultaría difícil rastrear el pago
hasta Edilean—. Y aún no he cobrado mi primer sueldo aquí, así que...
—No importa. El doctor Reede responde por usted y eso nos basta.
Sophie dio media vuelta para que la mujer no se percatara de su ceño
fruncido. No le gustaba depender de nadie, y menos de un hombre. Acostarse con
uno una noche, y al día siguiente alquilar una casa gracias a él, hacía que se
sintiera... digamos que poco virtuosa. Si la mujer le hubiera dicho que Reede le
pagaría el alquiler, sencillamente se habría marchado de allí, pero solo estaba
confirmando que trabajaba para él y que no desaparecería de improviso dejando el
alquiler sin pagar. Podía haber sido perfectamente Kim la que le proporcionara
referencias.
—En cuanto cobre, pagaré el depósito de la casa —prometió Sophie.
—Oh, no hace falta ningún depósito. De hecho, el propietario está
encantado de que alguien viva en una casa que no utiliza. El alquiler se paga el
último día de cada mes. Envíeme un cheque a la agencia o déjelo en el restaurante.
Sophie firmó el contrato y la mujer le dio las llaves, la felicitó por su elección
y se marchó.
Sophie permaneció inmóvil unos segundos. ¡Todo estaba pasando tan
deprisa...! Primero, Carter; después, Reede, y ahora... La verdad es que no sabía
exactamente cómo acabaría todo; en su mente todavía fluctuaban imágenes del
frustrado intento de robo, de la fiesta de máscaras y... bueno, y de la noche pasada
con el hombre al que nunca le había visto la cara.
Estudió la pequeña cocina. Era bonita, pequeña pero con una despensa
sorprendentemente grande que podía serle muy útil. No pudo reprimir una
sonrisa al pensar en las comidas que prepararían Reede y ella juntos en aquella
cocinita. ¿Seguirían conservando la casa aunque viajaran mucho?
Negó con la cabeza ante la idea. Había pasado una noche con un hombre, y
ya planeaba pasar toda la vida junto a él.
Mantuvo la sonrisa mientras recogía el bolso. A veces le suceden cosas
buenas a la gente. No a ella, al menos no hasta ahora, pero quizá su suerte estaba
cambiando.
Tomó la autopista en su coche alquilado y se dirigió hacia Edilean. La casa
estaba a un par de kilómetros del centro de la ciudad, y Sophie pensó que esa
distancia le serviría para hacer un poco de ejercicio diario. Pero no ese día. Lo que
quería en esos momentos, lo que ansiaba, era ver a Reede. Y ese reconocimiento
hizo que su sonrisa se ampliara. Sí, ansiaba verlo. Por un instante se vio junto a
Reede diciéndole entre risas a la gente que tenían... ¿qué? ¿una relación seria?,
antes incluso de haberse visto las caras. Sería una historia realmente romántica.
Aparcó tras la consulta de Reede. Esa mañana se había sentido un tanto
decepcionada al despertarse y encontrar la cama vacía, pero lo comprendió.
Seguramente había tenido una emergencia médica. En ese preciso momento podía
estar salvándole la vida a alguien o ayudando a traer otro niño a este mundo.
Aunque era domingo, la puerta trasera de la clínica estaba abierta, por lo
que Sophie pensó que habría alguien. Al entrar oyó el suave cliqueteo de un
teclado. Debía de ser una de las mujeres que trabajaban para Reede, parte de su
encantador séquito.
Cruzó silenciosamente el vestíbulo y subió la escalera hasta el apartamento.
Había pensado hacer la comida y tenerla preparada para cuando volviese de
donde hubiera tenido que acudir. La puerta del apartamento también estaba
entreabierta y terminó de abrirla procurando no hacer ruido para no alertar a
quien estuviera abajo. Las tres mujeres siempre se habían mostrado muy
predispuestas a ayudarla y a proporcionarle todo aquello que necesitara. Pero a
veces resultaban un poco... casi entrometidas. Parecían tener miedo de que Sophie
hiciera algo que ellas no pudieran controlar.
«¿Algo como qué?», pensó, pero no tenía respuesta. Quizá solo querían
asegurarse de que nadie le hiciera daño a su querido doctor Reede.
La puerta no hizo ningún ruido al abrirse y penetró en el apartamento. Para
su deleite, lo primero que vio fue a Reede. Estaba estirado en el sofá, durmiendo,
con el brazo cruzado sobre la cara para proteger sus ojos de la luz. Sonrió y no
pudo resistir la tentación de apartarle el brazo, quería acurrucarse junto a él.
Llevaba unos vaqueros y una camiseta, y ella no pudo evitar el recuerdo de
la noche pasada juntos y lo bien que conocía su cuerpo. Recordó cómo recorrió el
pecho con sus manos, cómo acarició los músculos de sus fuertes brazos, pensó en
la boca del médico besando su cuerpo y en el placer que le proporcionó. Reede era
mil veces mejor amante de lo que Carter creía ser. La noche anterior llegó a creer
que los dos estaban... bueno, «casi» enamorados.
Reede se movió entre sueños y bajó el brazo.
Sophie sintió que el tiempo se detenía, no se movió mientras sus ojos se
desorbitaban al descubrir su rostro. Era un hombre muy guapo, muy atractivo,
conocía perfectamente la mitad inferior de su rostro y, aun estando a oscuras, lo
habría reconocido al tacto.
Pero ahora no se encontraban en la oscuridad, y el hombre que dormía en el
sofá era el que conducía el coche que casi la atropelló. Era el hombre sobre el que
había vertido una jarra de cerveza.
Lo primero que pensó fue que todos lo sabían. Todos. Russell, el pastor
baptista, la acompañó a casa de Kim, y ella le había contado que estaba en Edilean
para trabajar con el doctor Reede; por tanto, Russell sabía que acababa de empapar
de cerveza a su jefe.
Las mujeres que trabajaban para Reede también lo sabían. Ahora
comprendía el motivo de que procuraran mantenerla en el apartamento, lejos de la
consulta, y estuvieran tan deseosas de hacer todo lo que fuera por ella. No querían
que circulase por la ciudad, ya que podría descubrir la verdad.
«¿Por qué? —se preguntó—. ¿Por qué se pusieron todos de acuerdo en
mantener el secreto?»
No sabía la respuesta, y en aquellos momentos se sentía demasiado
humillada para que le importase.
Echó una última ojeada a Reede, que seguía durmiendo tranquilamente, y
salió del apartamento. Quienquiera que estuviera en la consulta seguía allí,
tecleando en el ordenador, pero no quería ver a nadie ni que la vieran. Solo quería
irse de Edilean y no volver nunca más.
Cuando llegó a su coche apoyó la cabeza en el volante, desalentada, pero
solo durante un segundo. La alzó de inmediato dispuesta a rehacerse. Si se dejaba
arrastrar por aquel sentimiento de humillación, empezaría a llorar. Y en cuanto
empezara, no podría parar.
Primero tenía que ir a casa de Kim y recoger todas sus cosas. Al acordarse
de su «amiga», un ramalazo de furia se apoderó de ella. Estaba segura de que
alguien tenía que haberle contado lo que estaba pasando entre Reede y ella, pero
no le había dicho ni palabra, aunque Reede era su hermano y ella solo una
compañera de cuarto, desaparecida de su vida años atrás.
Temblaba mientras se dirigía a casa de Kim, pero frenó en seco. ¡El alquiler
de la casa! Apenas un par de horas antes había firmado un contrato de
arrendamiento por todo un año, creyendo que podría compartir aquella casa con
un hombre. Un hombre que había resultado ser el mayor mentiroso de todos los
tiempos.
Sophie giró a la izquierda y se dirigió al restaurante de Al. Su esposa había
sugerido que dejara los cheques del alquiler en el restaurante. ¿La demandarían en
caso de querer rescindir el contrato? De ser así, que se pusieran a la cola tras el
imperio culinario de los Treeborne.
Cuando Al vio a la joven entrar en su local supo al instante que lo había
descubierto todo. La noche anterior había discutido con su esposa, algo muy
extraño en ellos.
—¡Creo que es repugnante! —casi le gritó en las narices—. Toda la ciudad
está ocultándole a esa chica la verdadera identidad del doctor Reede.
Su esposa no era nativa de Edilean, no había nacido ni crecido allí. Al
intentó quitarle hierro al asunto con un poco de humor, argumentando que era
demasiado nueva en la ciudad para llamarla siquiera «recién llegada», pero ella no
le vio la gracia. Como agente inmobiliario, odiaba aquella división de la ciudad en
dos clases distintas, una de ellas tan exclusiva que pertenecías a ella por derecho de
nacimiento.
Y estaba especialmente furiosa por Sophie. Había tenido que soportar el mal
carácter del doctor Reede como todo el mundo, y se alegró al enterarse de que una
chica preciosa le había vertido una jarra de cerveza en la cabeza. Pero también se
enfureció cuando su marido le explicó que Sophie iba a trabajar para el doctor
Reede, sin saber que era el idiota que casi la había matado.
—¿Me estás diciendo que planea mantener el secreto? —preguntó, atónita, a
su marido, lanzándole una mirada asesina.
Al murmuró algo sobre Halloween y las máscaras, que se trataba de una
situación muy divertida y que se reiría mucho, pero no consiguió arrancarle ni una
mísera sonrisa.
Necesitó todo su poder de persuasión para convencerla de que enseñara a
Sophie la casita con el estudio incorporado. Cuando la chica firmó el contrato de
alquiler, su esposa fue al restaurante y lanzó despectivamente los papeles sobre la
barra.
—¡Como esa chica resulte herida de alguna forma, que Dios te proteja, Al,
porque pienso dejarte y marcharme de esta ciudad! ¡Esto se pasa de la raya! —le
gritó, furiosa, antes de dar media vuelta y salir del restaurante haciendo resonar
ostensiblemente sus tacones.
Ahora, Al sabía que la pequeña Sophie había descubierto la verdad y no
recordaba sentirse tan mal desde hacía mucho tiempo. Daba la impresión de que
todo el mundo se había derrumbado sobre su cabeza. De ser otro tipo de persona
desprendería furia y rabia, pero, por su aspecto, no parecía con ánimos de desatar
ninguna venganza.
Los tres hijos de Al eran varones, y su esposa le decía constantemente que
no conocía a las mujeres, pero podía imaginarse lo que significaba ser objetivo de
las burlas de toda una ciudad. Por primera vez en su vida se alegró de no ser un
«veterano», un descendiente de las siete familias fundadoras.
No había muchos clientes en el restaurante, así que le ordenó a uno de sus
empleados que se encargara de la cocina. Sabía que las hamburguesas no serían
tan buenas como las suyas, pero en aquellos momentos tampoco le importaba.
—¿Necesitas algo? —le preguntó solícito, situándose frente a ella.
—Una vida nueva —respondió Sophie con un hilo de voz, antes de alzar los
ojos para mirarlo—. ¿Podría hablar un momento con su esposa? No sé dónde he
metido su tarjeta y necesito...
No pudo seguir. Se le agolparon imágenes de todo lo que le había ocurrido,
de todo lo que había dicho y hecho.
Cuando se encontró con Sara en casa de Mike, todos la miraron tan
intensamente que Sophie llegó a sentirse realmente incómoda. ¿Qué era lo que
había dicho Reede? ¿Que todo el mundo se preguntaba cuándo iba a asesinarlo?
Ahora comprendía el significado de aquellas palabras. Todos sabían que estaba
siendo ridiculizada por él, que la tomaba por una idiota, que la estaba utilizando.
La noche anterior había conseguido lo que quería. ¿Cobraría ahora sus
apuestas? ¿Había apostado aquel presuntuoso niño rico que podría meter a la
pueblerina en su cama sin tener que enseñarle siquiera la cara?
Al puso una taza de café frente a Sophie, pero ella se sentó a la barra sin
beber una sola gota.
—Puedes romper ese contrato si quieres, yo me encargo de todo —le dijo Al
en voz baja para que nadie pudiera oírlo. Sophie asintió con la cabeza sin levantar
la mirada—. ¿Supondría alguna diferencia para ti que Reede haya pasado por aquí
esta mañana y me haya contado lo loco que está por ti?
—Y que se ha enamorado, ¿verdad? —preguntó a su vez Sophie, con tanto
sarcasmo y dolor en su voz que Al se sintió avergonzado.
Tras rebuscar unos segundos en su bolso, Sophie sacó un llavero. En él
llevaba la llave del apartamento de Reede y quería librarse de ella, pero sus manos
temblaban tanto que no podía liberarla.
—Ven conmigo —dijo él.
—Yo no...
—A menos que quieras que toda la ciudad empiece a chismorrear cosas
sobre tu aspecto, acompáñame.
Sophie no se sentía con fuerzas para discutir, así que siguió a Al por una
puerta situada tras el mostrador y que se abrió a un pequeño despacho. El
escritorio que ocupaba la mayor parte del espacio tenía sillas a cada lado y
montañas de papeles y catálogos diseminados por toda su superficie. Mientras ella
se sentaba, Al cerró la puerta, graduó la persiana para bloquear la visión desde el
exterior, sacó una botella de whisky de un cajón y llenó un vaso.
—Bébetelo.
Sophie dudó. Su alcohólico padrastro había conseguido que odiara toda
clase de alcohol, pero después de lo que había pasado necesitaba reunir todo el
valor que pudiera y de la forma que pudiera. Vació el vaso de un solo trago, lo dejó
vacío sobre la mesa y apoyó la espalda en el respaldo de la silla.
—¿Quiere oír toda la historia de cómo me dejé embaucar por el medicucho
del pueblo? Ha sabido vengarse por lo de la cerveza, ¿verdad? ¿Usted también ha
apostado?
Al se sentó al otro lado del escritorio y apoyó las manos en su enorme
vientre. Tenía todo el delantal manchado de grasa. Primero había pensado decirle a
la pobre chica que aquello no era lo que parecía, que el doctor Reede se
preocupaba realmente por ella y que sí, que quizás estaba enamorado de ella...
pero cambió de opinión sobre la marcha.
—¿Qué piensas hacer ahora?
—Largarme de esta ciudad.
—Buena idea —reconoció Al—. Vete a casa con tu familia y deja que cuiden
de ti.
Sophie permaneció en silencio unos segundos. En realidad podía decirse
que no tenía familia. Dado que su hermana, Lisa, estaba en la universidad, solo
quedaba su lujurioso y alcohólico padrastro. Eso sin contar que Carter vivía en su
ciudad natal y que además era la sede de Treeborne Foods. Si volvía a su casa, lo
más probable era que acabara en la cárcel.
—Mala idea, ¿eh? —preguntó Al, intuyendo lo que pasaba.
—Sí —admitió Sophie.
—¿Tienes amigos en Edilean?
—Kim... —susurró ella—. Y Jecca.
—Genial. Ninguna de las dos está aquí ahora.
—Me las arreglaré. —Se defendió Sophie, mirándose las manos y
sacudiendo la cabeza.
—¿Qué te gustaría hacer? Además de empujar a nuestro malcarado doctor
bajo las ruedas de un camión, claro. Solo puedo decirte que, si decides hacerlo, la
mitad de la ciudad te prestará su camión.
—¿Malcarado? —se extrañó ella—. Creía que todo el mundo adoraba a
Reede.
—Te han contado muchas mentiras, pero esa ha sido la mayor.
Sophie estaba tan sorprendida que no sabía qué decir. Se quedó sentada,
contemplando a Al.
—Ya veo que no te han contado toda la historia —dedujo él.
—Me parece que no me han contado nada de la historia —escupió Sophie,
recogiendo el vaso de la mesa y manteniéndolo en alto para que se lo volviera a
llenar.
Lo vació nuevamente de un solo trago y escuchó cómo Al le explicó la
misma historia que Reede acerca de su llegada a Edilean y su sustitución del
doctor Tristán. Aunque el médico no le había hablado de sus fruncimientos de
ceño, sus malas contestaciones y que algunos de sus pacientes preferían quedarse
en casa, enfermos, a que Reede los visitara.
—El viejo Baldwin tuvo un ataque al corazón y obligó a su hijo a llevarlo
hasta Norfolk para no ser atendido por Reede.
—Ah, ¿sí? —preguntó Sophie. Los dos tragos de whisky y las palabras de Al
contribuían a que sintiera un cierto relajamiento y olvidase parte de sus
problemas—. Pero todo el mundo lo ayudó a mentirme. Si Reede les cae tan mal,
¿por qué lo ayudaron?
—Porque le hiciste sonreír.
—Hice un montón de cosas —susurró, casi para sí.
—¿Cuánto dinero tienes? —se interesó Al en tono paternal.
En circunstancias normales, Sophie no hablaría de esas cosas con un
completo extraño, pero el whisky y un estómago vacío contribuyeron a superar sus
habituales reticencias.
—Unos ciento treinta dólares. Tengo trescientos más en un banco, pero no
puedo tocarlos. Si lo hiciera, cierta gente sabría dónde encontrarme y podría acabar
en la cárcel. ¿Cuánto cree que tarda un paquete en ir hasta Nueva Zelanda y
volver?
Al no tenía ni idea de a qué se refería la chica, pero su principal
preocupación era retenerla en la ciudad. No pensaba dejar que se marchara en
aquellas condiciones. Le habían gastado una broma muy pesada y haría cuanto
estuviera en su mano para ayudarla.
—¿Y cuál ha sido tu experiencia laboral hasta ahora?
—He trabajado en muchos sitios. ¿Necesita una camarera?
Al estuvo a punto de decir que sí, pero entonces se le ocurrió algo.
—¿Te gustaría echarme una mano para solventar una disputa familiar?
Sophie frunció el ceño. En sus trabajos anteriores le pidieron ayuda un par
de veces para superar una disputa familiar, y siempre terminaban con la frase: «Mi
esposa no me comprende, pero tú sí.» Al podía prácticamente leerle la mente y no
pudo evitar sentirse un poco halagado.
—Betsy dice que sabes hacer una buena sopa —añadió para aclarar sus
intenciones.
—¿Sopa?
—Ya conoces a mi esposa —siguió Al, palmeándose el estómago—. Se come
dos trozos de apio y considera que se ha dado un festín. Siempre dice que
deberíamos tomar más sopa y menos carne.
No sabía si era por el whisky o por la forma de hablar de Al, pero sintió
ganas de sonreír.
—¿Quieres que haga sopa para ti?
Al pensaba todo lo rápido que podía. Lo que aquella joven necesitaba era
una forma de mantenerse ocupada y apartar de su mente todo lo que le había
hecho la ciudad. Y si sabía utilizar el chismorreo edileano en su provecho,
conseguiría que los habitantes «veteranos» se sintieran tan culpables que harían
todo lo posible por ayudar a Sophie. La pregunta era: ¿qué podría o querría hacer?
—Sí —terminó reconociendo—. Quiero que hagas sopa para mí y para
venderla.
Se refería a ofrecerla en su restaurante como un plato más. Pero, por su
forma de hablar, parecía referirse a esas sopas pretenciosas que le gustaban a las
druidas vírgenes, y eso no encajaba con el ambiente de aquel restaurante, muy
típico de los años cincuenta. Al pensaba que una hamburguesa que pesara menos
de media libra era para... ¿cuál era esa palabra que odiaba? ¿Metrosexuales?
Paseó la mirada por el despacho, buscando la solución al problema. Tenía
cientos de catálogos en sus estanterías, algunos con las páginas enrolladas sobre sí
mismas por el tiempo. Clavada en la pared tenía la foto de un mostrador de cristal
que una vez había pensado comprar, pero que nunca llegó a hacerlo. Fue cuando
su esposa le insistía en que utilizara la plancha de la cocina para preparar
sándwiches.
—¿Sabes lo que es un sándwich para chicas?
—No tengo ni idea —reconoció ella.
—Un sándwich hecho con dos rebanadas de pan de molde y tostado en la
plancha.
Sophie parpadeó un par de veces.
—¿Una especie de panini?
—Más o menos. —La expresión de Al daba a entender que ella era una
genio—. ¿Sabes hacer esas cosas?
—Un mono amaestrado podría hacerlo. Solo tienes que colocarlo en la
plancha hasta que se tueste un poco.
Al pensó unos segundos, y después empezó a rebuscar algo entre un
montón de los papeles de su escritorio.
—¡Aquí está! —exclamó triunfante, sacando una hoja bastante nueva y
entregándosela a la chica.
Se trataba de la impresión de un e-mail en la que se leía: «¿Te interesa
comprarme esta tienda y servir comidas que no maten de colesterol al primer
bocado?» Firmaba Roan. Sophie la dejó de nuevo sobre la mesa.
—¿Es el mismo Roan que estaba aquí el día que yo...? —No terminó la frase.
Sabía que era una de las personas enteradas de que iba a trabajar para el
hombre al que le vertió la cerveza en la cabeza. Lo había visto en el restaurante, y
después en la fiesta de Halloween. Con Reede.
—Veo que lo conoces —sugirió Al, sonriendo. Era su oportunidad para
poner en su lugar a uno de los «veteranos»—. Roan es un McTern.
Al ver que aquello no significaba nada para Sophie, siguió hablando:
—Ha heredado muchas propiedades de Edilean, y una de ellas es una
pequeña sandwichería en el centro de la ciudad. No deja de darme la lata para que
se la compre.
Sophie se preguntaba qué tenía que ver eso con ella.
—La mujer que la tenía alquilada se marchó a Seattle. Creo que se enamoró
de alguien que vivía allí, pero da igual. El caso es que la tienda está cerrada y en
alquiler... o en venta. Si te interesa, puedo comprarla para ti.
—¿Una sandwichería? —preguntó ella—. No sé cómo administrar un
restaurante. Y no puedo permitirme comprar nada. Si decidiera quedarme en
Edilean, y no debería hacerlo, necesitaría un trabajo donde me pagaran, no al
revés. Y no podría seguir en casa de Kim, así que ni siquiera tengo dónde vivir.
—La tienda dispone de un apartamento en el primer piso. La última vez que
lo vi estaba llena de cajas, pero creo que con una buena limpieza quedaría muy
bien.
—Como el apartamento de Reede —dijo Sophie sarcásticamente.
Al no estaba dispuesto a que la chica cayera en la autocompasión.
—No, este es mucho mejor Tiene unos amplios ventanales en la parte
delantera por los que entra mucha luz y puedes ver el exterior.
—Yo... —Sophie veía mil problemas en esa idea. No tenía dinero ni
experiencia, era el hazmerreír de toda una ciudad, no quería ver a Reede nunca
más y...
Y lo que le ofrecían era una oportunidad, aunque solo fuera un primer paso.
Además, ¿qué más podía hacer? ¿Dónde podía ir? Quizá pudiera convertir las
mentiras del doctor Reede en algo positivo.
—Está bien, acepto —dijo, sintiendo que el corazón le latía desbocado.
Al sonrió con orgullo. No se sentiría mejor ni aunque Sophie fuera su propia
hija.
—¿Por qué no...?
—¿... me ocupo de mí misma para variar? —suplicó ella.
—Dile a Ray que te prepare una hamburguesa y un montón de patatas
fritas. Necesitas recuperar las fuerzas y pensar qué piensas cocinar.
A Sophie se le aglomeraban tantas cosas en la cabeza que solo pudo asentir.
En cuando salió del despacho, Al llamó a Roan.
—¿Te acuerdas de aquella pequeña sandwichería que querías venderme? —
preguntó, en cuanto Roan descolgó el teléfono.
—¡Claro que me acuerdo! —exclamó Roan, entusiasmado—. La inquilina
me dejó colgado. Si pudiera localizarla, la demandaría, pero...
—Eso no me interesa. Necesito la tienda cuatro meses gratis a prueba.
—Has estado bebiendo demasiado —dijo Roan entre carcajadas—. Como
diría Kierkegaard...
—Tampoco me interesa lo que diga ninguno de tus parientes. Tú mismo le
entregarás las llaves a la nueva inquilina. Mi esposa preparará el contrato. Lo
dicho, cuatro meses gratis.
—De acuerdo, perro grasiento. ¿En qué lío te has metido y para quién
quieres la tienda?
—¿Sabes la chica que le tiró la cerveza a Reede por la cabeza?
—¡Oh, sí! —exclamó Roan—. Nunca olvidaré un momento tan glorioso,
moriré con esa imagen en la cabeza... Oye, ¿es para ella? ¿Para la pequeña clon de
Brigitte Bardot, la chica más guapa que he visto en años? ¿La...?
—Las llaves, Roan —cortó Al—. Entrégaselas en la tienda. La mandaré hacia
allí.
—Ahora mismo voy.
—¡Corre! —Y Al colgó el teléfono.
No lo había pensado, pero el atractivo Roan podía ayudar a Sophie en un
montón de cosas. La última vez que había visto a Reede como médico, recibió una
reprimenda de diez minutos por culpa de su peso. Para tener que soportar una
paliza como aquella, se habría quedado en casa con su delgaducha mujer. Sí, podía
ser interesante que Roan y la preciosa Sophie se conocieran un poco más. Volvió a
la barra del restaurante con una sonrisa en la cara.
Roan lo llamó poco después.
—Oye, ¿qué está pasando? ¡Ya llevo cinco minutos esperando!
Y Al se lo explicó.